La edad media [1988-1998]
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Rafael Gumucio. La edad media [1988-1998]
Отрывок из книги
Para Beatrice,a quien le gusta la Historia
Recuerdo el día en que empecé a tener cara de adulto. Muerto de sed, me levanté a medianoche hacia el baño de la casa de mis padres, con los que vivía todavía. Sin encender la luz, me miré y no me reconocí. Era y no era yo. Ya no quedaba nada de esa cara de tragedia, de hambre, de espera, que no sabía si mostrar o esconder ante las mujeres que trataba de seducir con los ojos, mascota salvaje que posaba siempre entre los jumpers de mis compañeras de curso, quienes me sometían cada vez que podían a alguna variante de la ley del hielo.
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Me veo en el umbral mismo de esa noche, parado ahí como si mi deber hubiese sido escribir lo que veía. Alberto Fuguet, que detestaba a la gente que baila, bailó esa noche con Paula Doberti, rubia en una época en que las mujeres volvían a permitirse ser rubias sin complejos. O las rubias podían aparecer en esa fiesta llena de escritores y gente de teatro. Es imposible para mí separar a Fuguet del año 90 en que, siguiendo el llamado de Marco Antonio de la Parra, publicó el libro de cuentos Sobredosis. Fuguet había aceptado la tentación. Quizá no tenía escape, porque no tenía 19 años, como yo, sino 24, y había aprendido inglés antes que castellano en Encino, California, donde también te enseñan a estar como un soldado donde te esperan. Fuguet caminaba a grandes zancadas, balanceándose sobre su cuerpo, un poco como Richard Gere en Gigoló americano, una película de la que nadie se acuerda, pero donde Fuguet, que era por entonces sobre todo un crítico de cine, había encontrado la señal de redención cristiana, además de una cita a Pickpocket de Robert Bresson al final. Todos aún éramos cristianos, o nos gustaba pensar que lo éramos, los críticos de cine más que nadie. Bresson y Tarkovsky vistos en un ciclo. Y Stalker, de la que nos salimos con Jaime Jara y el mismo Fuguet después de un travelling infinito en las brumas de una Unión Soviética futurista. Una frivolidad de ese tiempo, pensé al volver a ver hace poco todas las películas de Tarkovsky con pasión. Todas menos Stalker, en una especie de homenaje involuntario a la impaciencia del año 90.
En Fuguet reconocía un contrario que se me parecía mucho más de lo que podía confesar. Odiaba con furia lo que leyó en el taller: historias de gente que tenía mi edad y fumaba marihuana y jalaba cocaína y viajaba con el curso y penetraba mujeres increíbles mascullando letras de canciones en inglés. Eso no es literatura, pensaba. Eso dije en el taller, cuando me tocó comentar eso que se llamaba algo así como “El Coyote se comió al Correcaminos”.
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