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Mercado teatral y cadena de valor
Raúl S. Algán
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A partir de lo mencionado antes, podemos establecer que la generación de una idea de valor sobre los bienes y servicios culturales implica, necesariamente, exceder la visión económica sobre ellos. Es decir, debemos ampliar la mirada y tener presente que existen otros ámbitos donde un bien cultural, a diferencia de cualquier otro, repercute y tiene impacto. Por ello, coincidimos con Throsby (2001, pp. 43-44) cuando plantea que existen seis elementos constituyentes del valor cultural. Estos son: valor estético (propiedad de belleza, armonía y forma); valor espiritual (vinculado a la comprensión, la ilustración y el conocimiento); valor social (aporta una conexión con los demás); valor histórico (refleja condiciones de vida y continuidad entre pasado y presente); valor simbólico (abarca el significado de la obra y lo que representa para el consumidor); valor de autenticidad (es decir, si es una obra de arte original y única). Surge de esta desagregación que hace el autor la multiplicidad de caras que tiene una obra de arte, dependiendo del ángulo desde el cual la miremos.
Por su parte, Bonet (2007) aporta que “cuando hablamos del valor de una obra (…) entran en juego matices, aspectos, juicios, argumentos distintos” (p. 20), lo que refuerza la dificultad de construir valor apoyándonos solo en lo económico. No obstante, reconoce tres aspectos del valor vinculado a los bienes y servicios culturales. Por un lado, la existencia de un valor funcional que puede darse en términos de entretenimiento, decorativo o educativo; un segundo nivel, más potente, que es el valor simbólico que puede remitir a una cuestión patriótica, social o generacional y, por último, un valor emotivo mucho más potente que los anteriores (Bonet, 2007, p. 20).
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