La isla del tesoro
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Роберт Стивенсон. La isla del tesoro
PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA
PARTE I. EL VIEJO FILIBUSTERO
CAPÍTULO I. EL VIEJO LOBO MARINO EN LA POSADA DEL “ALMIRANTE BENBOW”
CAPÍTULO II “BLACK DOG” APARECE Y DESAPARECE
CAPÍTULO III. EL DISCO NEGRO
CAPÍTULO IV. EL COFRE DEL MUERTO
CAPÍTULO V. DEL FIN QUE TUVO EL MENDIGO CIEGO
CAPÍTULO VI. LOS PAPELES DEL CAPITÁN
PARTE II. EL COCINERO DE “LA ESPAÑOLA”
CAPÍTULO VII. SALGO PARA BRÍSTOL
CAPÍTULO VIII. LA TABERNA DE “EL VIGÍA.”
CAPÍTULO IX. PÓLVORA Y ARMAS
CAPÍTULO X. EL VIAJE
CAPÍTULO XI. LO QUE OÍ DESDE EL BARRIL
CAPÍTULO XII. CONSEJO DE GUERRA
PARTE III. MI AVENTURA DE TIERRA
CAPÍTULO XIII. CÓMO EMPEZÓ LA AVENTURA
CAPÍTULO XIV. EL PRIMER GOLPE
CAPÍTULO XV. EL HOMBRE DE LA ISLA
PARTE IV. LA ESTACADA
CAPÍTULO XVI. EL DOCTOR PROSIGUE LA NARRACIÓN Y REFIERE CÓMO FUÉ ABANDONADO EL BUQUE
CAPÍTULO XVII. EL DOCTOR, CONTINUANDO LA NARRACIÓN, DESCRIBE EL ÚLTIMO VIAJE DEL SERENÍ
CAPÍTULO XVIII. EN QUE CUENTA EL DOCTOR CÓMO CONCLUYÓ EL PRIMER DÍA DE PELEA
CAPÍTULO XIX. EL NARRADOR PRIMERO TOMA OTRA VEZ LA PALABRA – LA GUARNICIÓN DE LA ESTACADA
CAPÍTULO XX. LA EMBAJADA DE SILVER
CAPÍTULO XXI. EL ATAQUE
PARTE V. MI AVENTURA DE MAR
CAPÍTULO XXII. DE CUAL FUÉ EL PRINCIPIO DE MI AVENTURA
CAPÍTULO XXIII. EL REFLUJO CORRE
CAPÍTULO XXIV. EL VIAJE DEL “CORACLE”
CAPÍTULO XXV ¡ABAJO LA BANDERA DEL PIRATA!
CAPÍTULO XXVI. ISRAEL HANDS
CAPÍTULO XXVII “¡PIEZAS DE Á OCHO!”
PARTE VI. EL CAPITÁN SILVER
CAPÍTULO XXVIII. EL CAMPO ENEMIGO
CAPÍTULO XXIX. OTRA VEZ EL DISCO NEGRO
CAPÍTULO XXX. BAJO PALABRA
CAPÍTULO XXXI. EN BUSCA DEL TESORO – EL DIRECTORIO DE FLINT
CAPÍTULO XXXII. LA VOZ DEL ALMA EN PENA
CAPÍTULO XXXIII. LA CAÍDA DE UN CAUDILLO
CAPÍTULO XXXIV. SE CUENTA EL FIN DE ESTA VERDADERA HISTORIA
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IMPOSIBLE me ha sido rehusarme á las repetidas instancias que el Caballero Trelawney, el Doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la Isla del Tesoro. Voy, pues, á poner manos á la obra contándolo todo, desde el alfa hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto tan solamente porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto. Tomo la pluma en el año de gracia de 17 – y retrocedo hasta la época en que mi padre tenía aún la posada del “Almirante Benbow,” y hasta el día en que por primera vez llegó á alojarse en ella aquel viejo marino de tez bronceada y curtida por los elementos, con su grande y visible cicatriz.
Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó á las puertas de la posada estudiando su aspecto, afanosa y atentamente, seguido por su maleta que alguien conducía tras él en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado, color de avellana. Su trenza ó coleta alquitranada le caía sobre los hombros de su nada limpia blusa marina. Sus manos callosas, destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella gran cicatriz de sable, sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante. Todavía lo recuerdo, paseando su mirada investigadora en torno del cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida, en aquella antigua canción marina que tan á menudo le oí cantar después:
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SIN perder un instante, por supuesto, hice entonces lo que quizás debí haber hecho mucho tiempo antes, que fué contar á mi madre todo lo que sabía, y desde luego ví que nos encontrábamos en una posición sobre manera difícil. Parte del dinero de aquel hombre – si alguno tenía – se nos debía á nosotros evidentemente; pero no era muy presumible que los extraños y siniestros camaradas del Capitán, sobre todo, aquellos dos que ya me eran conocidos, consintieran en deshacerse de parte del botín que pensaban repartirse, por pagar las deudas del hombre muerto. La orden que el Capitán me había dado, como se recordará, de que saltase al punto sobre un caballo y corriese en busca del Doctor Livesey hubiera dejado á mi madre sola y sin protección, por lo cual no había que pensar en ello. La verdad es que nos parecía imposible á ambos el permanecer mucho tiempo en la casa: los rumores más comunes é insignificantes como el carbón cayendo en las hornillas del fogón de la cocina, el tic-tac del reloj de pared y otros por el estilo, nos llenaban, en aquellas circunstancias, de terror supersticioso. Las inmediaciones de la casa nos parecían llenar el aire con el ruido apagado de pisadas cautelosas que se acercaban, así es que, entre aquel cadáver del pobre Capitán, yaciendo sobre el piso de la sala, y el recuerdo de aquel detestable y horroroso pordiosero ciego, rondando quizás muy cerca y tal vez pronto á volver, hubo momentos en que, como dice un adagio vulgar, no me llegaba la camisa al cuerpo. Había, pues, que tomar una resolución pronta, cualquiera que fuese, y al fin nos ocurrió irnos juntos y pedir socorro en la aldea cercana. Todo fué decir y hacer. Aun cuando estábamos con la cabeza toda trastornada, no vacilamos en correr, sin tardanza, enmedio de la tarde que declinaba y de la espesa y helada niebla que todo lo envolvía.
La aldea, aunque no se veía desde nuestra posada, no estaba, sin embargo, sino á una distancia de pocos centenares de yardas, al otro lado de la caleta vecina, y – lo que era para mí un grandísimo consuelo – en dirección opuesta de la que el mendigo ciego había hecho su aparición, y probablemente de la que también había seguido en su retirada. No tardamos mucho tiempo en el camino, por más que algunas veces nos deteníamos repegándonos el uno al otro para prestar oído. Pero no percibimos ruido alguno anormal; nada que no fuese el vago y suave rumor de la marea y los últimos graznidos y aleteos postreros de los habitantes de la selva.
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