Homínidos en la sombra

Homínidos en la sombra
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En el presente, gran parte de las actitudes que poseen los seres humanos es el resultado de miles de años de evolución. Mecanismos tan sencillos a nuestra actual mirada, son vestigio del desarrollo evolutivo de cientos de antepasados que pulieron sus herramientas, homínidos que tuvieron el peso de la esquiva sobrevivencia sobre sus hombros, y que a pasos tambaleantes caminaron para construir el futuro que hoy conocemos. Un recorrido por la transformación biológica será el escenario propicio para este libro. En Homínidos en la sombra, se ensaya la teoría dicotómica de Caín y Abel, aquella que será respuesta al mar de posibilidades de acción que posee el ser humano; el punto de partida que condiciona nuestra experimentación e intrínseca curiosidad.

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Rodrigo de la Barra. Homínidos en la sombra

HOMÍNIDOS EN LA SOMBRA

Rodrigo de la Barra

Joseph Conrad. Descubro que en mí

Walt Whitman

ÍNDICE

Prefacio. Capítulo 1 Nosotros, los peores. Capítulo 2 Lo que se hereda no se hurta. Capítulo 3 Circuitos vestigiales. Capítulo 4 El árbol. Capítulo 5 La caverna. Capítulo 6 La fogata. Capítulo 7 La migración. Capítulo 8 La marca. Capítulo 9 El mamut. Capítulo 10 La cadena. Capítulo 11 La huella

Prefacio. Cada cual nace auténtico, tan particular como la combinación única de genes que lo configuran. Pero somos invitados muy temprano a promediarnos con los otros, a comportarnos social y correctamente de acuerdo con una cierta cultura, con modos aprendidos de forma reiterada, preparándonos para resolver problemas que suelen ser aceptados en sistemas organizados para ello, con pautas y protocolos estandarizados, y hacemos de la particularidad que puja desde nuestra naturaleza interna algo que limar para poder progresar. Crecí y me eduqué en el relato del hombre moderno, de ese explorador y dominador incontrarrestable de la naturaleza. En mi infancia y primera escolaridad no recuerdo disensiones respecto de esa visión predominante, cuando más, alguna pregunta incómoda de respuesta confusa. En alguna ocasión, al leer en un texto escolar sobre los grandes descubrimientos de “el hombre”, le pregunté a mi madre si las mujeres habían descubierto algo. Aún puedo rememorar su rostro sonriendo con ironía y diciendo que de seguro aquel libro lo escribió un “varón”. Anécdotas como esta se intensificaron en mi adolescencia y fueron descascarando y restando firmeza a mi creencia irrestricta en la historia aprendida sobre el Homo Sapiens. Y no es que no me sintiera admirador de las obras del ser humano moderno, era solo esa sensación de “algo” que todos han acordado no decirte o que derechamente te ocultan. Un texto sobre la evolución —que me tocó estudiar en enseñanza media— me dio la oportunidad de exteriorizar aquellas aprensiones. “Si el hombre es el Homo Sapiens ¿por qué en este libro también le llaman hombre al Neanderthal?”. Pregunté de improviso a mi profesor de ciencias naturales. “Lo que pasa es que ellos también eran humanos, pero de otra especie, no como nosotros”. “Ellos eran humanos primitivos más relacionados con los primates”, respondió lento y dubitativo, como si corriera un riesgo calculado al dar esa respuesta. Luego de eso vinieron muchas preguntas más a distintos profesores, donde algunas quedaron sin respuesta. Entonces creció en mí la idea de que existía un secreto inmenso guardado con recelo a mi alrededor, que se relacionaba con mi origen, pero también con el de dónde provenían todos los demás. Mi educación exacerbó a un Homo Sapiens que se llevaba todos los galardones, la bondad, la valentía, la solidaridad, la inteligencia, al tiempo que todas las pérdidas como la crueldad, la violencia, la irracionalidad o la maldad provenían de las bestias, de los animales, de los cuales el Sapiens no era parte. Recuerdo que el argumento más asombroso que recibí fue que de “los monos” provenían todas nuestras malas inclinaciones, y aunque no me lo dijeron así, me fue obvio que las buenas inclinaciones provenían de algún otro lado, pero no de allí. El misterio de esta negación recurrente y de las preguntas no respondidas me condujeron de forma inevitable a perseverar y descubrir que existía toda una familia de especies humanas presentes en nuestra genealogía, las que, a su vez, eran parte de un conglomerado parental mayor, la gran familia homínida. Todos ancestros que, hasta allí, habían sido excluidos del álbum familiar del Homo Sapiens ¿Habría algo de ese legado en nosotros aún, o todo ello se había perdido en el tiempo? Y si lo había, ¿cuánta hominidad estaría contenida aún en nuestra humanidad? Entre más indagaba, más me parecía que los ropajes cuidados, los exóticos perfumes y los artilugios tecnológicos sofisticados, lograban apenas camuflar ese impulso ancestral que permanecía activo y atento para tomarnos la mano cuando nuestra modernidad rimbombante fuera incapaz de asegurarnos la supervivencia. Por ello inicié este viaje exploratorio hacia el pasado remoto, por entre los recovecos de la genealogía soterrada, hacia la oscura bóveda del gran clan homínido. En este libro he dejado los trazos de esta travesía, y les digo que esa hominidad incómoda, pero con salvajismo fulgurante, permanece ilesa, oculta e intacta en nosotros. Y que es probable que muchas cosas que cada cual aprecia de sí mismo, así como otras que no aceptamos y negamos, sean parte de algo muy antiguo que nos habita. Algo anclado en lo profundo, en el mito original del todo, en el relato primigenio de nuestra hominidad sobreviviente, ilesa e inmutable. Caín, ¿dónde está tu hermano?, vocifera Dios en medio del Génesis. El drama de este pasaje bíblico que todos conocemos redunda en que Dios pregunta por Abel sabiendo que Caín lo ha asesinado; sin embargo, lo hace pues intuye que en ello reside la única posibilidad de redención de ese primer humano. El relato es claro, Caín niega a su hermano, se atrinchera en una actitud agresiva, cruel, pecadora e inferior, y huye iniciando un mundo propio distante de aquel vínculo primero. La alegoría sobre este mítico asesinato describe la dramática negación de sí mismo que hace la especie humana, de nuestra propia sangre, resistiéndonos a aceptar nuestra condición de “mejor” animal, pero animal al fin y al cabo. Un rechazo extenso, milenario e instintivo que surgió de no querer reconocer la totalidad de habilidades biológicas salvajes que cargábamos de antaño. No se trata de una dimensión buena y otra mala, de un Abel bondadoso y un Caín maléfico como muchos creen. Se trata de una dimensión salvaje, pero biológicamente eficaz en la sobrevivencia, superior si se quiere, representada por este “hermano muerto”. Y una dimensión sociable y calma, altruista, donde el asesinato y negación cumplen el rol de desconocer dicha primera dimensión de nuestra naturaleza de origen. Solo liberándose de toda hominidad Caín podría ser el nuevo humano, moderno, social, mesiánico y verdadero. Liberado de la obligación de extender hacia su linaje las ramificaciones vergonzosas y salvajes de la sobrevivencia a toda costa. En definitiva, este pasaje lo que en realidad intenta recordarnos es que Abel es un complemento indisoluble de Caín, una sinergia evolutiva de todas las posibilidades de un ser hasta aquí imbatible por el devenir del tiempo, y al cual nuestro defenestrado Caín a elegido no ver, pues ello implicaría volver sobre sí mismo, sobre el epítome bárbaro de su biología desbordante, y asumirse en esas capacidades dormidas, haciendo por fin visible al extraordinario desconocido que, desde allí y hasta nosotros, camina en su sombra. Es un signo de nuestros tiempos que solo algunos de nuestros congéneres se sientan dotados para el éxito, que una gran mayoría rumie el anonimato de creer que no llegarán a nada significativo en sus vidas. Miles de horas de terapia y toneladas de ansiolíticos que se consumen día a día no son más que una medida de la desafección que genera nacer y morir con la sensación de haber sido irrelevantes. El grupo de rock chileno Los Bunkers expresa este sentimiento con exquisita precisión en la canción Llueve sobre la ciudad cuando dice: “voy caminando sin saber nada de mí/ porque todo lo que siempre quise ser ya no lo fui”. Es el lamento colectivo de millones de voces convencidas de frases como: “yo no sirvo para esto”, “es que no soy bueno para lo otro”, “las matemáticas no son lo mío”, “no fui hecho para el deporte”, “soy definitivamente inepto”, “me habría gustado ser inteligente”, etc. El gran y largo lamento de una humanidad que niega su propia épica, que desconoce la bitácora de su titánico viaje por la sobrevivencia. La mítica sobreposición a sus intensos miedos y a la evidente fragilidad biológica con la que tuvo que caminar y hacerles frente. Vivimos un presente en que nos relatamos la historia de un mundo que es para otros, para los “Abeles”, que lo hacen todo bien porque son mejores, desconociendo que Abel es apenas la otra cara de una medalla a la que miramos y solo vemos a Caín, sin atrevernos a observar el envés. No se trata de otra persona, no es otra historia, Caín y Abel son una sola entidad que nos abarca, partes ambas que representan la trinchera básica de todo lo que nos permite ser humanos a cabalidad, y de cuya unidad surgen las opciones de todo lo que podríamos llegar a ser. Entender en profundidad el mito del génesis implica reconocer que Abel nunca murió, que existe en nosotros, en cada uno, tanto como Caín. Ellos juntos son la suma de todas nuestras habilidades acumuladas en el acaecer de los milenios, todo un horizonte de destrezas que se encuentra oculto, olvidado e ignorado en nosotros mismos. En la síntesis de los opuestos emerge la simiente diversidad de lo humano, el pensador innato, el curioso hiperactivo, el homínido superador de eras. Quizás en ello pensaba el poeta Arthur Rimbaud cuando escribió Yo soy el otro, tal vez se refiriera a ese que a diario negamos, que asesinamos en nuestra cotidianeidad una y otra vez, aquel que, cuando la emergencia trágica y el desespero extremo nos envuelven, irrumpe y nos ilumina para volvernos sorprendentes y, sin más, convertirnos en extraordinarios comunes, con nuestra ilesa hominidad expuesta al mundo

Отрывок из книги

Y no podíamos recordar

porque estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos

.....

el musgo de largos filamentos, las frutas, los granos y las raíces.

Que estoy totalmente estucado con los cuadrúpedos y los pájaros,

.....

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