Los preparados

Los preparados
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"Cuando un escritor honesto se enfrenta a la muerte cercana, la del ser amado, la que más duele, no puede ignorarla. Sabe que debe enfrentarla o de otro modo sucumbirá. Debe apilar tantas palabras como sean necesarias para sellar esa tumba, y evitar de ese modo que el fantasma vuelva una y otra vez a buscarlo, a invadir sus grietas. Cada escritor sabe cuántas y cuáles, de qué grosor, qué tipo de cantera le proveerá las piedras adecuadas.
Puesto en el trance de la ausencia dolorosa, Sebastián Chilano resuelve cumplir el mandato implícito del oficio con el que coquetea mientras ejerce la medicina. Y elige hacerlo como un anatomista. Nos pone frente a las narices un preparado, un pedazo humano, un trozo de un cuerpo cadavérico, y comienza a levantar capas de tejido, escudriñando debajo con ojo profesional. Clava el bisturí, abre surcos, cambia de herramienta, pico y pala, penetra profundo, nos sumerge en las entrañas de la materia innombrable. 
"La piel esconde todos los secretos que disfrazamos con la voz", se justifica. De este modo, el médico se inmola en la espesura misma de la materia de la vida, y va dejando atrás lo corpóreo, así aparecen el mar, la pecera, la ballena encallada, el abuelo que se ha suicidado con dos tiros, la hermana que no fue, el dolor, los cigarrillos y los esputos que amenazaron la continuidad paterna, el olor a formol del preparado de sus años de estudiante, el casino, la vejez, el miedo. ¿Quién podría emerger impune de semejante inmersión"""

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Sebastián Chilano. Los preparados

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Los preparados

Sebastián Chilano

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La voz del profesor resonó mientras los ayudantes —alumnos de años avanzados— acomodaban los preparados sobre las mesadas, a disposición de nuestros ojos. Quisimos ayudar, pero no nos dejaron. Hasta creo recordar que nos miraron con desdén. La ópsis —dijo el profesor—, la simple capacidad de ver, se convertiría en hórasis, el acto de mirar, y también en conocimiento, aunque eso será para unos pocos. ¿Y quiénes de ustedes estarán entre esos pocos? No los que se dejaron las camperas puestas, contestó un ayudante y todos —incluso los infractores— nos reímos, aunque brevemente porque el profesor interrumpió las risas y, sin conmiseración, afirmó que durante el resto de la cursada no nos sería tan fácil acceder a los preparados como en esa primera clase. Y la razón que dio fue tan simple como irrefutable: éramos demasiados —a pesar de la restricción del examen de ingreso eliminatorio donde más del 70% de los aspirantes quedaba en el camino— y había mucho para ver. En las siguientes clases descubrimos que era cierto. Los que no se apuraban quedaban en el segundo círculo alrededor de la mesada, donde la explicación de los ayudantes se hacía tan lejana como el punto del cuerpo que señalaban con sus estiletes. Los más rezagados, los que formábamos un tercer o hasta un cuarto círculo, directamente no veíamos nada. Al revés de la historia, y contradiciendo a los siglos, éramos muchos vivos para tan pocos muertos. Había, entonces, que aprovechar el tiempo. Debíamos memorizar los reparos anatómicos, los huesos, las nervaduras y los músculos, y para eso nos enseñaron una coreografía que se practicaba desde hacía años. Quizás décadas. Cada cinco minutos nos movíamos de una mesada a otra, obligados a recordar con exactitud la anatomía humana que los profesores repetían mecánicamente y los ayudantes señalaban sobre el preparado anatómico. Siempre había algo distinto en cada mesada: inserciones musculares, órganos sólidos, el trayecto de cordones rojos y azules pálidos que alguna vez fueron arterias y venas y que en poco —o en nada— se parecían a las ilustraciones del compendio de Rouvière, o de los cuatro tomos del Testut que algunos estudiantes elegían por ser más extenso, más completo. Nada parecía real. Ni las manos de los ayudantes, ni la voz de los profesores. Ni siquiera los cuerpos disecados parecían reales. Los cadáveres, como nosotros, tenían su propia danza de la muerte y también eran cambiados de mesa en cada clase. Supongo que el cambio se hacía para desorientar a los que tenían memoria fotográfica, aunque, a decir verdad, ni siquiera veíamos cadáveres completos. Lo que se exhibían eran piezas, fragmentos, partes. Tampoco los llamábamos cadáveres. Ni siquiera muertos. El nombre técnico era “preparados”. Todavía se les llama así. Y quizás siempre se lo haga, aun cuando dejen de proceder de vagabundos sin familia y surjan de alguna impresora 3D. Lo que veíamos y estudiábamos eran las partes disecadas de un cuerpo verdadero: un brazo, una cabeza sin calota, un tórax, un feto. Veíamos el producto artístico de la disección humana, el trabajo detallista de otros estudiantes —aspirantes ya desde muy temprano a formarse en cirugía— que producían esas piezas de colección. A esos estudiantes su trabajo les daba cierto prestigio, tan importante como exiguo: podían tener más inasistencias que nosotros y podían estar más tiempo en contacto con la muerte. Yo ya tenía tan claro que mi lugar en la medicina iba a estar lejos de un quirófano que ni siquiera intenté participar en las reuniones anexas de disección. No era para mí. Lo supe en la clase inaugural, cuando no pude evitar sentir rechazo frente al primer preparado humano que vi: una cintura escindida del resto de su cuerpo.

Creo que en esa clase se terminó una forma de vida para mí, al menos una vida por fuera de la medicina. Supe que, aunque nunca me recibiera de médico, algo terminaba. La proximidad con la muerte y el trato cotidiano con los cadáveres me llevaron a otro lugar. A otro mundo. Esa cintura, que había pertenecido a alguien, que había acompañado a un cuerpo, a sus sufrimientos —acaso a un parto— y sus goces, marcaba un antes y después. Y la mutación sucedía en el acto de mirar y tratar de entender.

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