El canario polaco
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Sergio Gómez. El canario polaco
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EPÍLOGO
Отрывок из книги
ESTOY VIEJO, muy viejo, por eso tal vez me rodean los jóvenes y me piden que les narre historias en la casa de Briget Muller, donde habitamos desde hace dos décadas, en el campo, frente al lago Llanquihue, en una granjita de extensos pastos y árboles. En la otra orilla del lago, a veces, cuando el día está muy claro, se pueden ver a lo lejos Puerto Octay y más allá Frutillar. Nuestra colonia de ratones ha seguido el círculo que rodea el lago, trasladándose las veces que ha sido necesario. Esas propiedades son habitadas por antiguos emigrantes alemanes o suizos, que vinieron hace más de un siglo al país. Yo también llegué de Europa hace muchos años, pero en circunstancias diferentes, en una época terrible, de guerra. Por eso a los más jóvenes les gusta escuchar mis historias. Algunas noches frías y aburridas, nos vamos casi toda la colonia hasta al granero de los Muller, que está abandonado porque Briget y Peter están viejos y prefieren trabajar preparando kuchenes de arándanos y murtillas para vender o se conforman con las ganancias que deja una propiedad en arriendo en Puerto Cloker, a pocos kilómetros de nuestra casa. Por las noches, entonces, sobre todo las noches más frías del invierno, cuando nadie quiere dormir en la colonia, nos reunimos en aquel granero que se ha transformado en el lugar de encuentro. Por supuesto, más de alguno mueve la cabeza con disgusto y murmura:
“Allá va el abuelo a contar sus historias, todas falsas, todas mentiras”.
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Cuando el silencio en el granero era completo llegaba el momento de hablar. Los más jóvenes me pedían la misma historia, la que he contado tantas veces que no puedo dejar de preguntarme al final si es real o es una ficción que el tiempo y sus repeticiones han ido modificando y han hecho escapar de mi control. Escuchaba el murmullo que insistía, que me pedía otra vez la historia del canario polaco; solo esa historia es la que querían escuchar esa noche y casi todas las noches. Y entonces no tenía remedio.
Una mañana me deslicé hasta la buhardilla y me quedé tendido en el círculo de una de las ventanas, hasta que descuidadamente me dormí. Cuando desperté sentí el mayor susto de mi vida hasta ese momento. Anne me observaba muy de cerca, con su cuaderno de dibujos en las manos, moviendo frenética un lápiz sobre el papel. Por supuesto, quedé paralizado de miedo. Me dijo que no me moviera porque estaba dibujándome y que más tarde escribiría una historia sobre ese dibujo donde yo sería el protagonista. No por valentía, ni osadía, ni siquiera por inconsciencia, sino simplemente por miedo no me moví y esperé que ocurriera lo peor. Pero nada sucedió. Anne siguió dibujando en su cuaderno, mientras yo permanecía en el alféizar, con la cola colgando y tiesa de miedo. Finalmente, terminó lo que hacía, se levantó, perdió el interés en mí y se fue a jugar con los vestidos y pelucas que guardaba en un baúl.
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