El arte de la fuga
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Vicente Valero. El arte de la fuga
VEN, HERMANA MÍA ESPOSA
PARECE QUE VIVIMOS EN UNA EDAD DE PLOMO
NO SÉ QUIÉN SOY NI QUÉ ALMA TENGO
ÍNDICE
Отрывок из книги
LARGO RECORRIDO, 80
EL ARTE DE LA FUGA
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El cirujano de Úbeda era un hombre joven y alto y se llamaba Ambrosio de Villarreal. Era temido por todos pero no tanto por su carácter enjuto y a veces desabrido como por sus cuchillas bien afiladas. Cómo vino a parar a esta ciudad nadie lo sabía con certeza, parece ser que había estado también en Granada y en Linares, y mucho antes en Valencia, donde pudo haber aprendido el oficio. Vivía cerca de la misión carmelitana, sobre la muralla de levante, desde donde podía verse el barrio de los gitanos y, a lo lejos, el macizo de la sierra de Cazorla. Tuvo amores, quizás, con una mora de ojos grandes y de esto también se hablaba en Úbeda. Lo que más temían sus vecinos, y se comprende, era tener que ponerse en sus manos, y los supersticiosos evitaban incluso cruzarse con él por las estrechas calles árabes. Tres días después de la llegada de Juan, cuando éste ya apenas podía levantarse de la cama, fue llamado al convento para que observara aquellas llagas feas, aquella pierna inflamada, aquellas pústulas febriles. El cirujano acudió y se encontró en la celdilla oscura a un hombre alegre rodeado de hermanos más alegres aún y cantarines, pero no se sorprendió mucho pues sabía que los descalzos tenían fama de distraídos. El enfermo le sonrió y le pidió disculpas por haberlo hecho venir. Ambrosio de Villarreal contempló aquellas heridas e inflamaciones con la ayuda de una candela mientras los frailes esperaban en silencio. Se dio cuenta de que en el empeine del pie derecho había cinco llagas en forma de cruz pero no dijo nada. Miró a los ojos del enfermo pero éste sonreía aún, estaba como alelado por la calentura. Debía de dolerle mucho, pensaba el cirujano, pero tampoco dijo nada. El hermano Bernardo de la Virgen empezó a cantar pero el padre Crisóstomo, que acababa de entrar en la celda y estaba disgustado por todo lo que allí podía verse y escucharse, le ordenó que se callara. La llama de la candela se apagó y Ambrosio de Villarreal dijo que habría que sajar.
Juan había salido de La Peñuela montado en un burro joven y muy espigado en la madrugada del veintiocho de septiembre; iba acompañado por un mozo llamado Damián, joven también y no menos espigado. Burro y mozo habían sido enviados la tarde del día anterior por don Juan de Cuéllar, viejo conocido del enfermo y ahora vecino de Úbeda, hombre generoso y devoto de la Virgen del Carmen. A los frailes labradores de Sierra Morena, cuando lo vieron, no les pareció aquel burro de mucho fiar, demasiado joven y delgado tal vez, de un ojo no veía muy bien seguramente, también tenía una oreja herida, llena de moscas, y callos en el hocico. Burro, mozo y enfermo recorrieron la vega fértil del Guadalimar, pasando por Vilches y Arquillos, cruzando viejos puentes romanos y encinares, bordeando lomas suaves y azules, penetrando en campos desnudos, ya resecos. Fue día de gran calor aquel veintiocho de septiembre, sin nubes, y, una vez consumidas las primeras cuatro o cinco leguas tempranas del camino, el sol empezó a pesar en las cabezas con esa fuerza con que acostumbra a hacerlo el sol meridional, aunque el burro se mantuvo muy animoso y encontró siempre donde beber, ya en las aguas rojizas y espesas del Guadalimar, ya en los fríos arroyos del Guadalén. Finalmente se vio que aquél era un buen burro y, ya muerto Juan, se hizo milagrero, fue muy querido y vivió muchos años. Aquel paisaje de ríos y montes soleados, de trigales recogidos, de rocas blancas y bruñidas, de álamos y adelfas, era tan hermoso —aquel último paisaje que verían los ojos del poeta— que Damián, el mozo enviado, que no lo había visto nunca y ahora caminaba por él tan contento, dijo que parecía el mismo paraíso. Y Juan, enfebrecido pero sonriente, insolado, asintió con la cabeza.
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