Los extraños
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Vicente Valero. Los extraños
BREVE HISTORIA DEL TENIENTE MARÍ JUAN. I
II
REAPARICIÓN Y MUERTE DE NUESTRO TÍO ALBERTO. I
II
DANZAS Y OLVIDOS DEL ARTISTA CERVERA. I
II
LA TUMBA DEL COMANDANTE CHICO. I
II
ÍNDICE
Отрывок из книги
LARGO RECORRIDO, 58
LOS EXTRAÑOS
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De los días que, recién licenciado, pasó en la casa paterna, han llegado noticias que solamente podían ser alegres y festivas. Como una aparición, se presentó a principios del mes de junio de 1921, al menos dos años después de su última y también breve visita, con su nuevo uniforme azul y una maleta no muy grande, aunque bien cargada, y negra. Solamente de boca de las hermanas pudo llegarme la descripción de la reluciente guerrera, con fila de siete botones y emblemas del Arma militar —el castillo, la corona y las ramas de laurel y roble— colocados a ambos lados del cuello. El abuelo tenía los ojos azules, esto sí lo sé, como todas sus hermanas, aunque mucho más claros, sin embargo, que los que tenemos nosotros, los nietos y bisnietos, así que es fácil imaginar el efecto que provocaba aquella guerrera recién estrenada, tan ajustada al cuerpo del alférez que se diría que la hubiera llevado siempre. Hubo celebraciones, esto también lo sé, y los vecinos acudieron y compartieron el arroz, el cordero, el vino y todas las historias de la Academia que el protagonista quiso contar, en especial aquellas que causaban fácilmente la risa o el asombro. De aquellos días hablaron sus hermanas con admiración siempre y yo las escuché, repetidas, con admiración de nieto, buscando en ellas al hombre que también fue capaz de ser feliz aun habiendo muerto a los veintiocho años. El padre y la madre dieron entonces, complacidos y orgullosos, sus bendiciones al hijo, y le regalaron una cruz de oro que había pertenecido a no sé cuál de sus antepasados y que yo conservo ahora como reliquia tangible y cierta del extraño. Después de unos pocos días, cuando la emoción del encuentro fue diluyéndose y la familia continuó —como si el hijo y hermano no hubiera regresado, siguiera aún en su mundo lejano y casi inimaginable— con su rutina de trabajos en el campo, pero no sin antes haber recorrido, a veces en compañía de su hermana pequeña, Catalina, otra veces en solitario, los paisajes más queridos de la infancia, donde tuvieron lugar los juegos más recordados, como la torre árabe de Montserrat o la fuente y el estanque siempre lleno de ranas de Atzaró, ni sin haber visitado a algunos parientes ancianos o enfermos que ya no salían de sus casas, hizo la maleta, en la que ahora colocó bien doblado, como le habían enseñado en la Academia, su uniforme elegante, y se fue a la ciudad, donde buscó y encontró a algunos de sus antiguos compañeros del colegio valenciano, o a los hermanos de éstos, que habían acabado siendo como los suyos propios, con los que pasaría lo que quedaba del mes de junio, que era casi todo. Fue durante estas semanas festivas, dedicadas a la playa, a los bares y a los bailes nocturnos, cuando conoció a Nieves, es decir, a mi abuela, que por entonces era una adolescente que vivía en el barrio marinero de la ciudad, pues su padre, Antonio, era estibador, después de haber sido marino durante su juventud —hasta pocos años después de casarse—, y aunque el noviazgo no comenzó en estos días de junio, cabe suponer que sí la chispa del amor, porque hasta donde yo sé, desde entonces, todo fueron cartas y palabras enamoradas. Como tampoco he conocido a mi abuela, pues murió a los pocos años de nacer yo, el relato de aquellos amoríos no me ha llegado, aunque la fortuna quiso al menos que mi madre lograra conservar tres de aquellas cartas llenas de áridos perfumes del desierto.
Ninguna de aquellas tres cartas rescatadas, sin embargo, llegaron de Larache, el primer destino del alférez, ahora enamorado. Después de aquel feliz permiso insular lo que le esperaba era un paisaje diferente, una ciudad extraña, unos compañeros desconocidos, un cometido novedoso y, en definitiva, un territorio bien hostil, aunque ninguna de estas exigencias pudo haber inquietado a quien desde su infancia no había hecho otra cosa que enfrentarse en solitario a situaciones y circunstancias completamente nuevas. Por lo demás, África había habitado en sus sueños de cadete y ahora por fin tendría oportunidad de internarse en su oscura leyenda, con sus conocimientos técnicos adquiridos durante los últimos cinco años de su vida y su arrogancia de joven militar con ansias de aventura. En Larache, que era, desde que en 1911 desembarcaran las tropas españolas y pasara a formar parte del protectorado, una ciudad en permanente transformación, trabajó, en primer lugar, en las obras del aeródromo Auámara, y poco después en la ampliación de los cuarteles de Punta Nador, cerca del faro levantado por el ingeniero José Eugenio Ribera en 1914 —célebre por ser la primera torre construida con hormigón—, allí donde el río Lukus desemboca por fin en el Atlántico. En aquella ciudad llena de luz, de origen púnico, y en aquellos paisajes solitarios, pasó casi tres años ininterrumpidos, entre 1922 y 1924, adquirió experiencia al lado del capitán de Ingenieros Roberto Lazos, aprendiendo todo cuanto era necesario saber sobre el terreno, desde la selección de materiales hasta el diseño apropiado de los barracones, puso en práctica sus conocimientos topográficos, pero sobre todo tuvo que aprender también a convivir plenamente en la atmósfera militar africana, en aquellos años difíciles en los que las hostiles tribus rifeñas desafiaban constantemente el despliegue y el poder coloniales. Pero de Pedro Marí Juan en Larache nada más puede decirse, solamente que el mismo día en que abandonó para siempre aquel lugar de África viajó por fin a su isla para poder encontrarse de nuevo con Nieves, con quien se había prometido en sus cartas y a la que decía ya amar más que a nadie en este mundo.
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