Contrato familiar
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Virginia Anderson. Contrato familiar
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Отрывок из книги
Para Alicia
Una de esas escenas desperdigadas: ella trabajando en el puesto de frutas y verduras de mi abuelo; hacía mucho frío; tanto que en uno de los corredores, entre los cajones, se quedó quieta, dura como una estatua; siempre de pollera, siempre de tacos, pero aterida por el aire gélido, quién sabe pensando en qué. Cuando se dio cuenta de que debía moverse o morir, vio que entre sus piernas había un charco de sangre. Era ella quien goteaba, quieta, congelada, solitaria y silenciosa. Nunca supe el final de esa historia, qué hizo, si alguien la vio, si alguien la ayudó.
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Recuerdo una vez que tomé coraje y me fui a dormir a su casa. El plan era que al otro día iríamos a los juegos del Parque Rodó. Cuando caminábamos hacia la parada del ómnibus, bajo la luz del atardecer, yo ya me había arrepentido. Pero no dije nada y, con un poco de angustia, seguí caminando a su lado, para no defraudarla. Ya en el silencio de su casa me asaltaron todos los fantasmas que la acompañaban a ella diariamente, todos los retratos de mis tatarabuelos y de mis bisabuelos y de mis abuelos, toda la familia de su marido judío —mi abuelo muerto—, cuyos rostros me miraban desde todos los ángulos. La única nota de simpatía venía de un retrato de mi tía: el primer plano de una muchacha sonriente y joven que apoyaba el mentón en una mano y mostraba los dientes de perfil. Debajo iba la firma del retratista, resaltada. Debajo, la luz amarillenta de su mesa de luz, la única que prendía en toda la casa, y el silencio que lo invadía todo. Mi abuela mantenía su dormitorio como cuando vivía mi abuelo: dos camas de madera lustrosas, con respaldos altos, que terminaban en forma de triángulo y que me recordaban a dos casitas gemelas separadas por un garage, que era la mesa de luz. La casa de mi abuela tenía un olor tan peculiar que solo puedo definirlo como eso, olor a la casa de mi abuela, una mezcla de cera para muebles con naftalina y comida de pájaros y gas de cañería.
Recuerdo que me arrollé sobre su cama y ahí me quedé largo rato, paralizada por la angustia y las ganas de estar en el bullicio luminoso de mi casa. Mi abuela me preguntó si quería comer algo, por ejemplo, un huevo frito, una oferta con la que sabía que me podía tentar, pero le dije que no, que no quería nada. En su casa no había ninguna distracción, nada para ver que no fueran los retratos, nada para oír que no fuera el ruido de algún ómnibus o autos que de tanto en tanto pasaban por la calle a esa hora de la noche.
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