Al Faro

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Авторы книги: id книги: 1997283     Оценка: 0.0     Голосов: 0     Отзывы, комментарии: 0 281,46 руб.     (2,75$) Читать книгу Купить и скачать книгу Купить бумажную книгу Электронная книга Жанр: Языкознание Правообладатель и/или издательство: Bookwire Дата добавления в каталог КнигаЛит: ISBN: 9786074570038 Скачать фрагмент в формате   fb2   fb2.zip Возрастное ограничение: 0+ Оглавление Отрывок из книги

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Описание книги

Con un velo de continua melancolía que va cubriendo sutilmente cada capítulo, Adeline Virginia Stephen, mejor conocida como Virginia Woolf, agrega su vanguardista estilo poético en una novela que posee una belleza sutil y encantadora, que decididamente lo dejará pensando (y recordando) en las vicisitudes de la vida. Esta obra, publicada en 1927 en Inglaterra, pone los fundamentos de la icónica feminista que será Woolf en nuestros tiempos. En 1941, a sus 59 años de edad, y padeciendo trastorno bipolar, desconocido en su época, Virginia Woolf decide quitarse la vida ahogándose en un río poniendo piedras en las bolsas de su abrigo. Una muerte tan poética como lo fue toda su obra.

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Virginia Woolf. Al Faro

Al Faro

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

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—Si hace buen tiempo, seguro que iremos —dijo la señora Ramsay—. Pero tendrás que levantarte temprano —añadió.

—Pero no va a hacer buen tiempo —dijo su padre, deteniéndose delante de la ventana de la sala de estar. Si hubiera tenido a la mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto. Tales eran los abismos de emoción que el señor Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inmóvil, como en aquel momento, tan delgado como un cuchillo, tan afilado como una navaja, sonriendo sarcástico, no sólo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar ridículo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que él desde cualquier punto de vista –en opinión de James–, sino también por el secreto orgullo que le producía la exactitud de sus propios juicios. Lo que decía era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barcos naufragan en la oscuridad —aquí el señor Ramsay se erguía y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules—, requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.

.....

Tenía que hacer un recado sin interés y escribir una o dos cartas; quizá tardaría diez minutos; se pondría el sombrero. Y, con la cesta y la sombrilla, reapareció diez minutos más tarde, dando la sensación de estar preparada, de haberse equipado para una breve excursión, que, sin embargo, tuvo que interrumpir por un instante, cuando pasaron junto a la pista de tenis, para preguntar al señor Carmichael —que estaba tomando el sol con sus amarillos ojos de gato entreabiertos, de manera que, al igual que los de un gato, parecían reflejar la agitación de las ramas o el movimiento de las nubes, pero sin dar el menor indicio de actividad mental o de emoción de ningún tipo— si quería alguna cosa.

Porque, dijo la señora Ramsay riendo, se disponían a hacer la gran expedición. Iban al pueblo. “¿Sellos, papel de cartas, tabaco?”, le sugirió, deteniéndose a su lado. Pero no, el señor Carmichael no quería nada. Juntó las manos sobre su espacioso vientre, guiñó los ojos como si le hubiera gustado responder amablemente a aquellas atenciones —la señora Ramsay se mostraba encantadora aunque un poco nerviosa—, pero no pudo hacerlo, hundido como se hallaba en la somnolencia gris verdosa que los abrazaba a todos — sin necesidad de palabras— en un vasto y benévolo letargo de buena voluntad: a toda la casa, a todo el mundo, a todas las personas que lo habitaban, porque, durante el almuerzo, había vertido en su copa unas gotas de algo, lo que explicaba, según la teoría de los chicos, la llamativa raya de color amarillo canario en unos bigotes y una barba que eran habitualmente de tonalidad lechosa. No quería nada, murmuró. Debería haber llegado a ser un gran filósofo, dijo la señora Ramsay durante el descenso por la carretera hacia el pueblo de pescadores, pero había hecho un matrimonio desgraciado. Mientras caminaba con la sombrilla muy derecha, poniendo de manifiesto con toda su actitud, sin que se supiera bien de qué forma, como estar a la espera, como si fuera a encontrarse con alguien al doblar la esquina, procedió a contar la historia del señor Carmichael; una aventura amorosa en Oxford, un matrimonio precipitado, la pobreza, el viaje a la India, algunas traducciones de poesía “muy hermosas, según creo”, su disposición para enseñar persa o indostaní a los chicos, pero ¿para qué servía eso en realidad?Y luego, allí lo tenía, tumbado, como había visto, sobre el césped.

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