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Estas son de las últimas palabras expresadas en la tierra por el Señor Jesús, un Jesús ya resucitado. Nunca se han dicho palabras más importantes a los hijos de los hombres. Estas palabras requieren nuestra mayor diligente atención debido a que tienen la mayor consecuencia posible, porque en ellas se establecen los términos de la vida eterna o la miseria eterna: la vida o la muerte, y las condiciones de ambas. La fe es la clave principal en la salvación, y la incredulidad es la clave principal del pecado condenatorio. La ley que amenaza de muerte a causa del pecado ya se ha convertido en una sentencia de muerte sobre todos. Esta sentencia es tan imperativa que admite una sola excepción: creer, de lo contrario serán todos ejecutados.

La condición de vida es doble, tal como fue dada a conocer por Cristo en Marcos 16:16. La principal es la fe, y la secundaria es el bautismo. Decimos «secundaria» porque no es necesaria en absoluto para la vida como lo es la fe. Prueba de esto la encontramos en el hecho de que en la segunda parte del verso no se menciona: pues no es «más el que no sea bautizado, será condenado», sino «el que no creyere». La fe es tan indispensable que aunque uno sea bautizado, si no cree, será condenado. Como hemos dicho anteriormente, el pecador ya está condenado; la espada de la justicia Divina está lista, solo esperando dar el golpe final. Nada puede impedirla, únicamente la fe salvífica en Cristo. Amado lector, el permanecer en incredulidad hace que el infierno sea tan seguro como si ya estuvieras allí. Mientras permanezcas en incredulidad, no tendrás esperanza alguna, y estás «sin Dios en el mundo» (Efesios 2:12).

Ahora bien, si creer es tan necesario y la incredulidad tan peligrosa y mortal, debemos poner atención a lo que significa creer y entenderlo perfectamente. Queda de nuestra parte ser diligentes en estudiar de manera exhaustiva todo lo referente a la naturaleza de la fe salvadora. Más aun, porque no toda fe en Cristo salva; sí, toda fe en Cristo no necesariamente es fe salvífica. Muchas personas están engañadas en este asunto que es vital. Miles creen sinceramente que han recibido a Cristo como su Salvador personal y están descansando en Su obra consumada, pero en realidad están edificando su casa sobre la arena. Un gran número de los que no tienen duda alguna de que Dios los ha aceptado en el Amado y de que están eternamente seguros en Cristo, serán despertados de sus sueños placenteros cuando la mano de la muerte se apodere de ellos. Esto es indudable y solemne al mismo tiempo querido lector, ¿Será éste tu destino? Hay muchos que estaban tan seguros de ser salvos como tú lo estas en este momento, y están ahora en el infierno.

1. Sus falsificaciones

Existen personas que tienen una fe tan parecida a la fe de los verdaderos cristianos, que los mismos creyentes, aun teniendo un espíritu de discernimiento, llegan a creer que es una fe salvífica. Simón el mago es un claro ejemplo de esto. Leemos lo siguiente,

«También creyó Simón mismo, y habiéndose bautizado, estaba siempre con Felipe; y viendo las señales y grandes milagros que se hacían, estaba atónito» (Hechos 8:13).

Tanta fe tenía Simón, y así mismo lo manifestó frente a todos, que Felipe lo tomó como un cristiano y lo admitió a los privilegios que les son propios. Incluso un poco más adelante, el apóstol Pablo dice de él,

«No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizá te sea perdonado el pensamiento de tu corazón; porque en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás» (Hechos 8:21–23).

Un hombre podría creer toda la verdad contenida en la Escritura y estar familiarizado con ella, más aún de lo que lo están los cristianos genuinos. Podría haber estudiado la Biblia por un tiempo más prolongado y en su fe captar mucho más de lo que aquellos podrían haber alcanzado. Así como su conocimiento es quizás más amplio, su fe pudiera ser más integral. En este tipo de fe, la persona puede llegar tan lejos como el apóstol Pablo llegó cuando dijo,

«Pero esto te confieso, que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres, creyendo todas las cosas que en la ley y en los profetas están escritas» (Hechos 24:14).

Sin embargo, esto no es una prueba de que su fe haya sido verdaderamente salvífica. Un ejemplo contrario lo podemos ver en Agripa:

«¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees» (Hechos 26:27).

Podemos denominar lo anterior como una simple fe histórica, incluso la Escritura nos enseña que las personas pueden poseer una fe que va más allá de un producto de su mera naturaleza, la cual es del Espíritu Santo, y aun así no ser una fe salvífica. Esta fe de la que estamos hablando tiene dos ingredientes que ni el estudio ni el esfuerzo propio pueden producir, sino la luz espiritual y el poder Divino que hacer rendir nuestra mente. Ahora, un hombre pudiera tener estos ingredientes: tanto la iluminación como la inclinación del cielo, y aun así no ser regenerado. Prueba indudable de esto la tenemos en Hebreos 6:4. Allí leemos sobre un grupo de apóstatas, de los cuales se dice, «Porque es imposible que (...) sean otra vez renovados para arrepentimiento». Vemos que también se dice de estos que eran «iluminados», lo que significa que no solo habían apreciado el mensaje sino que también se habían inclinado para abrazarlo, y ambas cosas porque fueron «hechos partícipes del Espíritu Santo».

Las personas pudieran mostrar una especie de fe salvífica, no solo en su origen sino también en su fundamento. La base de su fe podría ser el testimonio piadoso sobre el cual se apoyan con una confianza inquebrantable. Ellos pudieran darle crédito a lo que creen no solo porque parece razonable o incluso real, sino porque están completamente persuadidos que es Su Palabra y Él no miente. El creer las Escrituras debido a que son la Palabra de Dios constituye una fe Divina. Esta misma fe la tenía el pueblo de Israel después de su maravilloso éxodo de Egipto y de la liberación del Mar Rojo. De ellos se dice en la Palabra,

«Y vio Israel aquel grande hecho que Jehová ejecutó contra los egipcios; y el pueblo temió a Jehová, y creyeron a Jehová y a Moisés su siervo» (Éxodo 14:31),

aunque de la gran mayoría de ellos se dice que sus cuerpos cayeron en el desierto y que el mismo Señor juró que no entrarían en Su reposo (Hebreos 3:17–18).

De hecho, si hacemos un estudio meticuloso de las Escrituras sobre este punto, podemos encontrar lo mucho que se dice de la gente no salva que muestra tener fe en el Señor. En Jeremías 13:11, encontramos a Dios diciendo: «Porque como el cinto se junta a los lomos del hombre, así hice juntar a mí toda la casa de Israel y toda la casa de Judá, dice Jehová», y el decir que los «juntó» a sí, es lo mismo que decir que «confiaban» en Él (cf. 2 Reyes 18:5–6). De esa misma generación Dios dice:

«Este pueblo malo, que no quiere oír mis palabras, que anda en las imaginaciones de su corazón, y que va en pos de dioses ajenos para servirles, y para postrarse ante ellos, vendrá a ser como este cinto, que para ninguna cosa es bueno» (Jeremías 13:10).

La palabra «apoyarse» es otra palabra que significa confianza firme.

«Acontecerá en aquel tiempo, que los que hayan quedado de Israel y los que hayan quedado de la casa de Jacob, nunca más se apoyarán en el que los hirió, sino que se apoyarán con verdad en Jehová, el Santo de Israel» (Isaías 10:20);

«Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado» (Isaías 26:3).

Y sin embargo, nos encontramos con este otro texto: «porque de la santa ciudad se nombran, y en el Dios de Israel confían; su nombre es Jehová de los ejércitos» (Isaías 48:2).

¿Quién dudaría que esto se refiere a una fe salvífica? Está bien, no nos apresuremos demasiado a sacar conclusiones: de ellos mismos el Señor dice:

Porque yo sabía que eres muy obstinado; que tu cuello es un tendón de hierro, y que tu frente es de bronce (Isaías 48:4)

Y nuevamente, el término «recostar» es usado no solamente para comunicar confianza, sino dependencia en el Señor, pues se dice de la esposa:

«¿Quién es ésta que sube del desierto, Recostada sobre su amado?» (Cantares 8:5).

¿Puede ser posible que una expresión como esta se refiera a aquellos que son salvos? Si, así es, y nada menos que por el mismo Dios:

«Oíd ahora esto, jefes de la casa de Jacob, y capitanes de la casa de Israel, que abomináis el juicio, y pervertís todo el derecho (...) Sus jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en Jehová, diciendo: ¿No está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros» (Miqueas 3:9,11).

Así que miles de personas carnales y mundanas están apoyándose sobre Cristo y sosteniéndose en Él de modo que no caigan en el infierno, y están seguros de que tal «mal» no les ocurrirá. No obstante, su confianza es una terrible presunción. Descansar en una promesa de Dios con completa confianza en momentos de desaliento y peligro, es sin duda algo que no esperaríamos decir de personas que no fueran salvas. La verdad es más extraña que la ficción. Esto mismo lo encontramos descrito en la infalible Palabra de Dios.

Cuando Senaquerib y su ejército sitiaron las ciudades de Judá, Ezequías dijo: «Esforzaos y animaos; no temáis, ni tengáis miedo del rey de Asiria, ni de toda la multitud que con él viene; porque más hay con nosotros que con él. Con él está el brazo de carne, mas con nosotros está Jehová nuestro Dios para ayudarnos y pelear nuestras batallas. Y el pueblo tuvo confianza en las palabras de Ezequías rey de Judá» (2 Crónicas 32:7–8); y se nos dice que «Y el pueblo tuvo confianza en las palabras de Ezequías» Ezequías había hablado las palabras del Señor y para el pueblo descansar en esas palabras era descansar en Él mismo. Unos quince años después, este mismo pueblo hizo «más mal que las naciones» (2 Crónicas 33:9). Por lo tanto, el descansar en una promesa de Dios no es, en sí mismo, ninguna prueba de regeneración.

Descansar en Dios, sobre la base de Su pacto, era más que descansar en una promesa; porque aún los hombres no regenerados podían hacer eso. Un ejemplo lo encontramos en Abías, rey de Judá. De hecho es interesante leer y pesar lo que se dice en 2 Crónicas 13, cuando Jeroboam y su ejército vinieron contra él. Primero, le recordó a todo el pueblo de Israel que el Señor Dios había entregado el reino a David y su descendencia por siempre «bajo pacto de sal» (verso 5). Segundo, denunció los pecados del adversario (versos 6–9). Luego reafirmó al Señor como «nuestro Dios» y que Él estaba con ellos (versos 10–12). Pero a pesar de esto, Jeroboam no hizo caso, sino que más bien prosiguió con la batalla en su contra. «Y Abías y su gente hicieron en ellos una gran matanza» (verso 17), «porque se apoyaban en Jehová el Dios de sus padres» (verso 18). Y sin embargo de este mismo Abías se nos dice, «Y anduvo en todos los pecados que su padre había cometido antes de él» (1 Reyes 15:3). Un hombre no regenerado pudiera descansar en Cristo, en Su promesa y aún declararse parte de Su pacto.

«Y los hombres de Nínive (quienes eran paganos) creyeron a Dios» (Jonás 3:5).

Esto es realmente interesante porque el Dios de los cielos era un extraño para ellos, y Su profeta un hombre que no conocían, ¿Por qué entonces deberían ellos confiar en su mensaje? Por otra parte, no fue una promesa sino una amenaza, la cual creyeron ¡Es mucho más fácil para una persona que ahora vive bajo el Evangelio, el apropiarse de una promesa; que para los paganos de entonces, el apropiarse de una terrible amenaza!

En cuanto al apropiarse de una amenaza, estamos propensos a encontrarnos con mucha oposición, tanto interna como externa. Desde adentro, porque una amenaza es como una píldora muy amarga, la amargura de la muerte; y no es de extrañarse que este sabor mengüe. Desde afuera, porque Satanás estará listo para levantar oposición: él teme ver hombres alertas, no sea que sean despertados de su estado de miseria debido a la amenaza y por esto busquen escapar. Él está más seguro de ellos mientras que se sientan seguros, y hará el trabajo necesario para mantenerlos lejos de la amenaza, no sea que sean despertados del sueño de paz y felicidad en el que están mientras duermen dentro de sus mismas fauces.

«Ahora bien, de frente a una promesa, un hombre no regenerado no mostrará ninguna oposición. Internamente no lo hace debido a que la promesa es completamente dulce; la promesa del perdón y vida es la más esencial y vital del Evangelio. No es de extrañarse si se sienten preparados para digerirla con mucho deseo. Y Satanás por otro lado estará muy lejos de hacer alguna oposición, más bien animará y ayudará al que no tiene ningún interés; porque Él sabe que de esta manera los asegurará y fijará a su condición natural. Una promesa mal usada y mal aplicada será un sello sobre el sepulcro, asegurándolos en la tumba del pecado donde yacerán muertos y en descomposición. Por lo tanto, si los hombres no regenerados pudieran apropiarse de una amenaza, la cual es más difícil, como parece haber sido el caso de los habitantes de Nínive, ¿Por qué entonces no podrían estar aptos para apropiarse de una promesa del Evangelio, si no les gusta encontrarse con ninguna clase de dificultad y oposición?» (David Clarkson, 1680, por algún tiempo co–pastor junto con John Owen; con quien estamos en deuda por gran parte de lo dicho anteriormente).

Otro claro ejemplo de los que tienen fe, mas no la fe salvífica, lo vemos en los oidores de tierra de pedregales, los cuales «creen por un tiempo» (Lucas 8:14). Con respecto a este tipo de personas, el Señor declaró que ellos oyen la Palabra y la reciben con gozo (Mateo 13:20). A cuantos hemos conocido que tienen almas felices y rostros resplandecientes, fuertes de espíritu y llenos del celo. Cuán difícil es diferenciarlos de cristianos genuinos, los de buena tierra. La diferencia no es visible en apariencia; se haya debajo de la superficie. Ellos no tienen raíz en sí (Mateo 13:21): se tiene que cavar profundo para descubrir esto. ¿Te has examinado profundamente querido lector, para saber si «la raíz del asunto» (Job 19:28) se halla en ti o no?

Pero veamos ahora otro ejemplo donde vemos algo aún más sorprendente. Hay muchos otros que están dispuestos a tomar a Cristo como su Salvador, pero no están dispuestos a someterse a Él como su Señor, para estar bajo Su mandato y ser gobernados por Sus leyes. Todavía más, hay personas no regeneradas que reconocen a Cristo como su Señor. Veamos una prueba bíblica de esto:

«Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad» (Mateo 7:22–23).

Existe un gran número de quienes profesan sujeción a Cristo como el Señor y hacen un montón de cosas «poderosas» en Su nombre: así que una persona puede mostrarte su fe por medio de sus obras y todavía no ser la fe salvífica.

Es imposible medir cuán lejos podría llegar una fe no salvífica, así como cuan similar pudiera parecer a la fe salvífica. Cristo es el objeto de la fe salvadora, de igual manera para la fe no salvífica (Juan 2:23–24). La fe salvífica es concebida por el Espíritu Santo; así también la fe no salvífica (Hebreos 6:4). La fe salvífica es producida por la Palabra de Dios; lo mismo la no salvífica (Mateo 13:20–21). La fe salvífica hará que un hombre se prepare para la venida del Señor; igualmente lo hará una fe no salvífica: tanto de las vírgenes prudentes como de las insensatas está escrito: «Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron, y arreglaron sus lámparas» (Mateo 25:7).

La fe salvífica, así como la no salvífica están acompañadas de gozo (Mateo 13:20). Probablemente algunos lectores están preparados para decir que todo esto es muy desconcertante, y si realmente se prestó la atención necesaria, parecerá también angustiante. Pues, que Dios en Su misericordia permita que estas palabras puedan tener esos efectos en muchos de los que lo leen. Si valoras tu alma no rechaces esto ligeramente. Si hay tal cosa (y la hay) como una fe en Cristo que no salva, entonces ¡qué fácil es estar engañado sobre mi fe! No deja de tener sentido que el Espíritu Santo nos haya advertido sobre esto.

«De ceniza se alimenta; su corazón engañado le desvía» (Isaías 44:20).

«La soberbia de tu corazón te ha engañado» (Abdías 1:3).

«Mirad que no seáis engañados» (Lucas 21:8).

«Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña» (Gálatas 6:3).

En ningún momento Satanás hace uso de esto más tenazmente, y con más éxito, que en conseguir que los hombres crean que tienen una fe salvífica, cuando en realidad no lo tienen.

El diablo engaña más almas por medio de esta estrategia, que por medio de todas sus otras estrategias juntas. Ten presente esto como una ilustración. Cuantas almas cegadas por Satanás leerán esto y dirán: esto no tiene que ver conmigo; ¡yo sé que mi fe es una fe salvífica! De esta manera el diablo desvía la punta afilada de los juicios de la Palabra de Dios, y los asegura cautivos a su propia incredulidad. Él obra en su falsa seguridad, persuadiéndolos a creer que sus almas están aseguradas mientras los induce a ignorar las amenazas de la Escritura y así, a que se apropien solo de las promesas que confortan. Él los convence de no hacer caso a esta gran exhortación de la Palabra: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos» (2 Corintios 13:5).

Oh querido lector, atiende a esas palabras en este momento. En esta parte final, haremos lo posible por señalar algunos de los detalles en los que la fe no salvífica es deficiente, y en cómo viene a parecerse a una fe que salva. Primero, los que tienen esta falsa fe, es debido a que ellos están dispuestos a que Cristo los salve del infierno, pero no están dispuestos a que Él los salve de ellos mismos. Quieren ser librados de la ira venidera, pero anhelan mantener su propia voluntad y los placeres de su carne. Pero el Señor ha declarado que tú debes ser salvo bajo Sus términos y condiciones, sino no lo serás en absoluto. Cuando Cristo salva a alguien, lo salva del poder y la contaminación del pecado, y por lo tanto de su propia culpabilidad. Y la esencia misma del pecado es el empeño de tener mi propio camino (Isaías 53:6). Cuando Cristo salva a una persona, Él somete el espíritu de su voluntad, e implanta un deseo eterno, genuino y poderoso de agradarle a Él.

Nuevamente, muchos nunca han sido salvos porque quieren dividir a Cristo; desean tomarlo con Salvador, pero sin someterse a Él como Señor. O si están preparados para someterse a Él como Señor, no lo harán como su absoluto Señor. Esto no puede ser: Cristo solo puede ser Señor de todo. La gran mayoría de cristianos profesos quisieran que la soberanía de Cristo estuviera limitada a ciertos puntos; de tal manera que no se inmiscuyera demasiado en la libertad de algunos deseos lujuriosos y carnales. Ellos codician la paz del Señor, pero su «yugo» no es para nada bienvenido. De todos ellos Cristo dirá:

«Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y decapitadlos delante de mí» (Lucas 19:27).

Otra vez digo, hay una gran multitud de personas que están relajados y preparados para que Cristo venga y los justifique, pero no para que los santifique. De modo que ellos tolerarán solo cierto grado de santificación, pero la santificación incluye «todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo» (1 Tesalonicenses 5:23), y ellos no tienen el ánimo para saborear esto. Que sus corazones sean santificados y que su codicia y orgullo sean sometidos, es demasiado pedir, es como arrancarse un ojo. No están dispuestos a someterse a la mortificación de todos sus miembros. Ellos no quieren que Cristo sea como un Refinador que destruya toda su lujuria, que consuma su escoria, que disuelva por completo su vieja naturaleza, que derrita sus almas para así crear un nuevo molde. Negarse completamente a sí mismos y cargar su cruz cada día, es una tarea de la que huyen con aborrecimiento.

Muchos están dispuestos a celebrar a Cristo como su Sacerdote, pero no para declararlo como su Rey. Pregúntales, en general, si están listos para hacer alguna cosa que Cristo les demande, y responderán con un enfático y confiado «Si». Pero ve a lo específico: haz mención de esos mandamientos particulares del Señor los cuales están ignorando, y ellos a una sola voz gritarán «¡legalismo!» o «No podemos ser completamente perfectos». Menciona nueve responsabilidades que ellos quizá están realizando, pero menciona la décima y los harás enojar. Después de una gran persuasión, Naamán fue llevado a lavarse en el Jordán pero no estuvo dispuesto a dejar el templo de Rimón (2 Reyes 5:18). Herodes oyó con temor a Juan e hizo «muchas cosas» (Marcos 6:20), pero cuando Juan se refirió a Herodías, esto tocó su carne profundamente. Muchos están dispuestos a rendir sus noches en el teatro y sus fiestas, pero se rehúsan a ir con Cristo fuera del campamento. Otros están dispuestos a ir fuera del campamento, pero se rehúsan a negar su carnalidad y sus deseos lujuriosos. Querido lector, si hay una reserva en tu obediencia, vas en el camino que dirige al infierno.

2. Su naturaleza

«Hay generación limpia en su propia opinión, Si bien no se ha limpiado de su inmundicia» (Proverbios 30:12). Muchos creen que este texto se aplica solamente sobre aquellos quienes están confiando en algo ajeno a Cristo y Su obra sustitutiva, tales como las personas que descansan en el bautismo, la membresía en la iglesia o en su propia moral y comportamiento religioso. Pero un gran error es este, el limitar las Escrituras únicamente a esto que acabamos de mencionar. Un verso como este: «Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte» (Proverbios 14:12), tiene una aplicación mucho más amplia que solo a aquellos que están seguros de una felicidad eterna basados en sus propias obras. Igualmente erróneo es imaginar que solo las almas engañadas son los que no tienen fe en Cristo.

Hay una cristiandad hoy en día conformada por un gran número de personas a quienes se les ha enseñado que nada de lo que haga el pecador podrá merecer la estima de Dios. Han sido educados, y con razón, que las obras de más alta moral de la naturaleza del hombre son como «trapos sucios» ante los ojos de un Dios santo. Han oído repetidamente pasajes como: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8–9); y «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo» (Tito 3:5) que los ha convencido completamente que la criatura no puede alcanzar el cielo por sus propias obras. Se les ha dicho una y otra vez que solo Cristo puede salvar al pecador que se arrepiente y cree, y que de ahí no será sacudido ni por el hombre ni por el diablo. Hasta aquí, muy bien.

A este grupo del cual nos referimos ahora, también le ha sido enseñado que Cristo es el único camino al Padre, sin embargo, Él es el camino solamente cuando personalmente se ejerce una fe sobre Él y que llega a ser nuestro Salvador solo cuando creemos en Él. Durante los últimos veinticinco años, el énfasis de casi toda predicación ha sido poner la fe en Cristo, y los esfuerzos evangelísticos han estado completamente reducidos a conseguir que la gente «crea» en el Señor Jesús. Aparentemente esto ha sido un gran éxito; miles y miles han respondido al mensaje, pues como ellos suponen, han aceptado a Cristo como Salvador. Aquí queremos hacer entender que es un gran error suponer que todo el que «cree en Cristo» es salvo, así como concluir que solo están engañados aquellos que no tienen fe en Cristo (Proverbios 14:12, 30:12).

Nadie puede leer atentamente el Nuevo Testamento sin darse cuenta de que existe un «creer» en Cristo el cual no salva. Leemos en Juan 8:30 «Hablando Él estas cosas, muchos creyeron en Él.» Notemos cuidadosamente que no dice que muchos creen en Él, sino «muchos creyeron en Él». Sin embargo, no es necesario leer mucho más allá de este capítulo para saber que esas mismas personas eran almas no regeneradas, por consiguiente, tampoco salvas. Encontramos que el Señor les dice a estos «creyentes» que su padre es el diablo (verso 44); y más adelante los vemos llenando sus manos de rocas para arrojárselas a Jesús (verso 59). Para algunos esto ha llegado a ser difícil de entender, aunque no debería ser así. La dificultad de ellos es auto impuesta, pues yace en suponer que toda fe en Cristo significa salvación, y no es así. Hay una fe en Cristo la cual salva, y hay también una fe en Cristo la cual no lo hace.

«Aun de los gobernantes, muchos creyeron en Él» ¿Significa entonces que todos esos hombres fueron salvos? Muchos predicadores y evangelistas, así como miles de sus víctimas, responderán «Por supuesto que sí». Pero veamos lo que sigue de inmediato:

«pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Juan 12:42–43).

¿Dirá algunos de nuestros lectores entonces que esos hombres fueron salvos? Si es así, entonces es una prueba clara de que tal lector es por completo un extraño a cualquier obra salvífica de Dios. Hombres que por el amor a Cristo teman arriesgar sus posiciones, sus intereses, sus reputaciones, o cualquier otra cosa que amen, son hombres que todavía están en sus pecados —no importa cuánto confíen en la obra consumada de Cristo.

Es probable que muchos de nuestros lectores hayan crecido bajo la enseñanza de que hay solo dos tipos de personas en el mundo: creyentes y no creyentes. Pero tal clasificación es completamente engañosa y totalmente errónea. La Palabra de Dios divide a los habitantes de la tierra en tres tipos: «No seáis tropiezo ni a (1) judíos, ni a (2) gentiles, ni a (3) la iglesia de Dios» (1 Corintios 10:32). Esto fue así en los tiempos del Antiguo Testamento, y más notablemente desde los días de Moisés. Estaban primero los «gentiles» o naciones paganas, a las afueras de la comunidad de Israel. Con respecto a esta clase, hoy en día hay millones de paganos modernos, quienes son «amadores de los deleites más que de Dios». Segundo, estaba la nación de Israel, la cual estaba dividida en dos grupos como Romanos 9:6 lo declara: «no todos los que descienden de Israel son israelitas». La parte más grande de la nación de Israel era el pueblo nominal de Dios que tenía tan solo una relación nominal con él. Pertenecen a esta clase una gran masa de creyentes que profesan el nombre de Cristo. Tercero, estaba el remanente espiritual de Israel, los cuales eran llamados a la esperanza de una herencia celestial: este grupo son hoy en día los cristianos genuinos, la «manada pequeña» de Dios (Lucas 12:32).

A través de todo el Evangelio de Juan podemos ver claramente esta división triple de los hombres.

En primer lugar, estaban los líderes de la nación que tenían un corazón endurecido, los Fariseos, escribas, sacerdotes y ancianos. Estos de principio a fin estuvieron poniendo oposición a Cristo, y ni Su bendita enseñanza ni Sus maravillosas obras tuvieron efecto alguno en ellos.

En segundo lugar, estaba la gente común que «le oía de buena gana» (Marcos 12:37), muchos de los cuales se dice que habían «creído en Él» (cf. Juan 2:23; 7:31; 8:30; 10:42; 12:11), pero no hay ninguna evidencia de que habían sido salvos. Ellos no se oponían a Cristo, pero nunca rindieron sus corazones a Él. Fueron maravillados por la divina obra de Jesús, sin embargo fueron fácilmente ofendidos (Juan 6:66). En tercer lugar, estaba el pequeño grupo que «le recibieron» (Juan 1:12) en sus vidas y en sus corazones; lo recibieron como su Señor y como su Salvador.

Esta división de tres grupos de personas la podemos ver claramente hoy en día. Primero, está la gran multitud de personas que no profesan nada, que no ven en Cristo nada que les haga desearlo; que son sordos a todo llamado, y que muy poco se esfuerzan por esconder su odio hacia el Señor Jesús. Segundo, hay un grupo grande que de forma natural se sienten atraídos por Cristo, muy lejos de ser abiertos antagonistas de Él y Su obra, pues se encuentran entre Sus seguidores. Habiendo sido enseñados en la Verdad, ellos «creen en Cristo», al igual que los niños que son criados para creer firme y devotamente en Mahoma en el islam. Habiendo recibido enseñanzas con respecto a los beneficios de la preciosa sangre de Jesús, ellos confían en sus virtudes de librarlos de la ira venidera; no obstante, no existe en su diario vivir algo que muestre que son nuevas criaturas en Cristo.

Tercero, hay unos «pocos» (Mateo 7:13–14) que se niegan a sí mismos, toman diariamente la cruz y siguen el camino de amor de un despreciado y rechazado Salvador y obedecen a Dios sin reservas.

Querido lector, hay una fe en Cristo la cual salva, pero hay también una fe en Cristo que no lo hace. Con esta declaración muy pocos estarían en desacuerdo, sin embargo muchos serán inclinados a suavizarla diciendo que la fe en Cristo que no salva es simplemente una fe histórica, o que es solo una creencia acerca de Cristo en lugar de creer en Él. Hay personas que confunden una fe histórica acerca de Cristo con una fe salvífica en Cristo que no negamos; pero lo que queremos enfatizar en esto es el solemne hecho de que hay también algunos quienes tienen más que una fe histórica, más que un simple conocimiento intelectual sobre Él, que está lejos de ser una fe que vivifica y salva. Hoy en día no son unos pocos que tienen esta fe no salvífica sino un gran número que están a nuestro alrededor. Son personas que cumplen los prototipos de aquellos a los que le hemos llamado la atención anteriormente: quienes estaban representados y ejemplificados en los tiempos del Antiguo Testamento por aquellos que creían, descansaban, confiaban y se apoyaban en el Señor, pero que sin embargo eran almas no salvas.

Entonces, ¿en qué consiste la fe salvífica? Mientras buscamos la respuesta, es nuestro objetivo no solo brindar una definición bíblica, sino al mismo tiempo diferenciarla de una fe no salvífica. Obviamente esto no es una tarea sencilla, debido a dos cosas que tienen en común: la fe en Cristo que no salva, comparte más de un ingrediente con la fe que verdaderamente une el alma a Él. Ahora por un lado, el escritor debe tratar de evitar elevar el modelo bíblico mucho más alto del real, para no crear desaliento en los santos del Señor; y por el otro lado debe evitar la reducción del modelo bíblico para no alentar a los maestros y religiosos no regenerados. No queremos negarle la porción legítima al pueblo de Dios, ni tampoco queremos cometer el pecado de tomar su pan y dárselo a los perros. Que el propio Espíritu Santo nos guíe a la verdad.

Muchos errores serán evitados en este tema si tomamos el debido cuidado de expresar una definición bíblica de lo que es incredulidad. Encontraremos una y otra vez en las Escrituras el creer y el no creer colocados como una antítesis, y cuando obtengamos un entendimiento correcto de la naturaleza de la incredulidad, también llegaremos a un concepto correcto de la naturaleza real de la fe salvífica. Cuando entendamos que la incredulidad es mucho más que un error o un fracaso en aceptar la Verdad, también descubriremos que la fe salvadora es mucho más que una aceptación a lo que la Palabra de Dios nos dice. Las Escrituras describen la incredulidad como un principio malicioso y agresivo que se opone a Dios. La incredulidad tiene un lado pasivo y activo, así como uno negativo y uno positivo, por eso el sustantivo en Griego se representa como «incredulidad» (Romanos 11:20) y como «desobediencia» (Efesios 2:2; 5:6; Hebreos 3:18; 4:6,11; 11:31; 1 Pedro 4:17). Unos cuantos ejemplos concretos harán más claro este asunto.

Primeramente, tomemos el caso de Adán. Lo que sucedió no consistió solamente de no creer la solemne amenaza de Dios respecto a la muerte en caso de comer del fruto prohibido —por la desobediencia de un solo hombre todos fuimos hechos pecadores (Romanos 5:12). Ni tampoco fue el pecado atroz de nuestros primeros padres el escuchar a la serpiente, pues leemos en 1 Timoteo 2:14 «y Adán no fue engañado». Él había decidido andar su propio camino sin importar lo que Dios había prohibido y demandado. Por lo tanto, este es el primer caso de incredulidad en la historia humana, el cual no consistió en una indisposición de obedecer de corazón lo que Dios había dicho de una manera clara e imponente, sino también una rebelión desafiante y deliberada contra Él.

Tomemos ahora el caso de Israel en el desierto. En la Escritura leemos, «Y vemos que no pudieron entrar (a la tierra prometida) a causa de incredulidad» (Hebreos 3:19). Pero, ¿qué significan realmente estas palabras? ¿Significan que no entraron a Canaán debido a su fracaso al apropiarse de la promesa de Dios? Sí, pues tenían la promesa de entrar, pero perecieron «por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Hebreos 4:1–2). Dios había declarado que la simiente de Abraham heredaría la tierra que fluye leche y miel, y este era el privilegio de esa generación que fue liberada del dominio egipcio para tomar y apropiarse de la promesa. Pero no lo hicieron. ¡Y esto no es todo! Hubo algo mucho peor: tenían otro ingrediente en su incredulidad que por lo general se pierde de vista en nuestros días; ellos estaban en una desobediencia abierta contra Dios. Vemos que cuando los espías tomaron del fruto, y Josué les mandó a ir y poseer la tierra, ellos no pudieron. Con respecto a esto, Moisés declaró

«Sin embargo, no quisisteis subir, antes fuisteis rebeldes al mandato de Jehová vuestro Dios» (Deuteronomio 1:26).

Este es el lado positivo de su incredulidad; ellos fueron desobedientes y desafiantes por voluntad propia.

Veamos ahora el caso de la generación de Israel que estaba en Palestina cuando el Señor Jesús apareció entre ellos como «siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios (Romanos 15:8).

Leemos en Juan 1:11, «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron», y luego declara que no «creyeron» en Él. Pero ¿esto es todo? ¿Eran culpables de solamente fracasar al momento de aceptar Su enseñanza y confiar en Él? No, en realidad, ese fue simplemente el lado negativo de su incredulidad. Positivamente, ellos «aborrecieron» al Señor (Juan 15:25), y no quisieron «venir a» Él (Juan 5:40). Sus santos mandamientos no se adaptaron a sus deseos carnales, y por eso dijeron «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). Y por eso su incredulidad consistió también en el deseo de satisfacer a toda costa sus propios placeres.

La incredulidad no es simplemente una enfermedad producto de la naturaleza caída del hombre, es un crimen atroz. En todas partes de las Escrituras, la incredulidad es atribuida al amor por el pecado, a la obstinación de la voluntad y a la dureza de corazón. Tiene su raíz en una naturaleza depravada y en una mente enemiga de Dios. La incredulidad produce automáticamente amor por el pecado:

«Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Juan 3:19).

«La luz del Evangelio es llevada a un lugar o a un grupo de personas: ellos se acercan tanto que descubren su propósito; pero tan pronto se encuentran con el hecho que deben apartarse de sus pecados, no tendrán más nada que ver con dicha luz. A ellos no les gusta las condiciones que presenta el Evangelio, y así perecen en sus propias iniquidades» (John Owen).

Si el evangelio de Cristo fuera predicado de manera más clara y fiel, pocos serían los que profesarían creerlo.

Entonces, la fe salvífica es lo opuesto a la incredulidad condenatoria. Una es un problema del corazón que está separado de Dios y que está en un estado de completa rebelión contra Él; y la otra viene de un corazón que ha sido reconciliado con Dios y ha dejado de luchar contra Él. Por lo tanto, un ingrediente esencial en la fe salvadora es el ceder a la autoridad de Dios, una sumisión a Él y a Sus mandatos. Esto va mucho más allá de un entendimiento, una disposición y aún más allá de tener el conocimiento de que Cristo es el Salvador de los pecadores, el cual está listo para recibir a todo el que confíe en Él. Para ser recibido por el Señor Jesús a toda costa, no solamente debemos ir a Él renunciando a toda nuestra justicia (Romanos 10:3), como un mendigo con manos vacías (Mateo 19:21), sino que también debemos renunciar a nuestra propia voluntad y a nuestra rebelión contra Él (Salmo 12:11–12; Proverbios 23:13). Un hombre rebelde e insurgente que quiere ir ante su rey buscando el favor y el perdón, debe ir sobre sus rodillas dejando a un lado su obstinación. Así mismo es con un pecador que realmente va a Cristo buscando el perdón, no hay otra manera de hacerlo.

La fe salvífica es un venir a Cristo genuino (Mateo 11:28; Juan 6:37, etc.). Pero tengamos cuidado de no perder lo que claramente implica estos términos. Si yo digo «yo fui a los Estados Unidos», eso implica que yo tuve que dejar el país donde me encontraba para ir allí. Por lo tanto, en ese «venir» a Cristo algo se tiene que dejar. El hecho de ir a Cristo no solo implica abandonar toda fe falsa, también implica el abandono de todo aquello que quiere tomar el trono del corazón. «Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas» (1 Pedro 2:25). ¿Qué se entiende por «Todos nosotros nos descarriamos (note el verbo en pasado, ellos no continúan haciéndolo) como ovejas»? (Isaías 53:6), «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino». Esto es lo que debemos abandonar cuando realmente «vamos» a Cristo, ese camino de voluntad propia debe ser abandonado. Él hijo prodigo no pudo ir a la casa de su padre mientras permanecía en el lugar lejano donde se encontraba. Querido lector, si aún estas en el camino de tu propia voluntad y piensas que has venido a Cristo, lo único que estás haciendo es engañándote a ti mismo. Esta simple definición que hemos mencionado sobre «venir» a Jesús, no es una enseñanza que hemos forzado. John Bunyan en su libro Come and Welcome to Jesus Christ [Ven y sé bienvenido a Jesucristo] escribió lo siguiente:

«Venir a Cristo va acompañado de un sincero y honesto abandono a todo por Él (aquí Bunyan cita Lucas 14:26–27). Por estas y otras expresiones similares, Cristo describe al que verdaderamente ha venido como: el que echa todo tras sus espaldas. Hay una gran cantidad de personas que suponen haber ido a Cristo. Estos son como el hombre del cual se habla en Mateo 21:30 que respecto a la oferta de su padre dijo: “Sí, señor, voy. Y no fue”. Cuando Cristo por medio del Evangelio los llama, ellos dicen “Yo voy, Señor”, pero permanecen en sus placeres y deleites carnales».

En su sermón sobre Juan 6:44, C. H. Spurgeon dijo:

«Venir a Cristo incluye arrepentimiento, auto negación, y fe en el Señor Jesús, así como la suma de todas las cosas que son necesarias para los grandes pasos del corazón, tales como la fe y la verdad, las oraciones sinceras a Dios y la sumisión del alma a los preceptos de Su Evangelio».

También en su sermón sobre Juan 6:37 dice,

«Venir a Cristo significa apartarse del pecado y confiar en Él. Venir a Cristo es abandonar cualquier falsa confianza, es renunciar a cualquier amor por el pecado y es buscar a Jesús como la única columna inamovible de nuestra confianza y esperanza.

La fe salvífica consiste en la completa rendición de mi ser y vida, demandada por Dios: «sino que a sí mismos se dieron primeramente al Señor» (2 Corintios 8:5).

Esta es la aceptación sin reservas de Cristo como mi absoluto Señor, rendirse a Su voluntad y recibir Su yugo. Posiblemente alguien objetará ¿Entonces por qué a los cristianos se les exhorta como en Romanos 12:1? A esto respondemos, todo este tipo de exhortaciones son simplemente un llamado a que continúen como comenzaron: «Por tanto, de la manera que habéis recibido al Señor Jesucristo, andad en Él» (Colosenses 2:6).

Apunta bien esto, Cristo es «recibido» como Señor. Oh cuán lejos y muy por debajo del modelo del Nuevo Testamento está la manera moderna de llamar a los pecadores a recibir a Cristo como su Salvador personal. Si el lector consultara su concordancia, encontraría que en todo pasaje son puestos siempre juntos los dos títulos «Señor y Salvador» (Lucas 1:46; 2 Pedro 1:11; 2:20; 3:18).

La fe salvadora o salvífica hace que los impíos se den cuenta de la pecaminosidad de su propia voluntad y sus propios placeres, los quebranta de manera genuina y los hace caer arrepentidos ante Dios, los vuelve dispuestos a abandonar el mundo por el Señor Jesucristo, los hace estar de acuerdo en vivir bajo gobierno de Dios, pero tan solo «depender» de Él para perdón y vida no es fe, sino una presunción descarada que solo añade sal a la herida. Y para tales, tomar el nombre de Dios y pronunciar con sus labios contaminados que son Sus seguidores, es la blasfemia más atroz, y de manera peligrosa esto pudiera venir a ser el cometer ese pecado que es imperdonable. ¡Ay de ese evangelismo moderno que solamente está alentando y generando criaturas monstruosas que deshonran a Cristo!

La fe que salva es un creer con el corazón: «que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación» (Romanos 10:9–10).

No existe tal cosa como una fe salvífica en Cristo en la cual no hay amor real por Él, y con «amor real» nos referimos a un amor que se ve evidenciado por la obediencia. El Señor Jesucristo declara que su amigo es aquel que hace lo que Él manda (Juan 15:14). Así como la incredulidad es una especie de rebelión, así la fe salvadora es una completa sujeción a Dios: por eso leemos sobre «obedecer la fe» (Romanos 16:26). La fe que salva es para el alma, lo que la salud es para el cuerpo: es un poderoso elemento para el funcionamiento, de completa vitalidad, trabajando siempre, llevando siempre buen fruto.

3. Su dificultad

Probablemente, algunos de nuestros lectores se sorprenderán al oír sobre la dificultad de la fe salvífica. En casi todas partes se está enseñando por hombres que se dicen ortodoxos e incluso «fundamentalistas», que ser salvo es un asunto muy sencillo. Mientras la persona crea (Juan 3:16), y «descanse», o «acepte a Cristo como su Salvador personal,» nada más se necesita. Comúnmente se dice que el pecador no necesita más que poner su fe en el objetivo correcto: así como un hombre confía en su banco o una mujer en su esposo, que ejerza su profesión de fe en Cristo. Esta idea ha sido aceptada por muchos de una manera amplia, y cualquiera que diga lo contrario se arriesga a ser etiquetado de hereje. Sin embargo, este escritor, sin dudarlo denuncia esto como el insulto más grande contra Dios, una mentira del diablo. La fe natural es suficiente para confiar en algo terrenal, pero para confiar de manera salvífica en un objetivo Divino se necesita una fe sobrenatural.

A medida observamos los métodos que son empleados por los «evangelistas» y «líderes» modernos, nos damos cuenta que han reemplazado al Espíritu Santo por sus propios pensamientos; lo cierto es que muestran el más degenerado concepto de salvación, el cual es un milagro que solo Él puede hacer cuando transforma el corazón humano y lo rinde de manera genuina al Señor Jesucristo. En estos tiempos de tanta degeneración solo unos pocos tienen la idea de que la fe que salva es un hecho milagroso. En lugar de esto, la gran mayoría supone que la fe salvífica es nada más que un producto de la voluntad humana, la cual cada hombre es capaz de producir: todo lo que se necesita es presentarle al pecador unos cuantos versos bíblicos que describan su condición perdida, uno o dos que contengan la palabra «creer», luego un poco de persuasión para que «acepte a Cristo,» y listo el trabajo. Y lo peor de esto es que muchos no ven el error, y permanecen ciegos al hecho de que este procedimiento es una especie de droga del diablo para adormecer a miles de personas llevándolos a una paz falsa.

Muchos han sido persuadidos a creer que son salvos. Cuando en realidad su fe surgió de un procedimiento superficial de lógica. Por ejemplo, un «líder» se dirige a un hombre que no tiene preocupación alguna por la gloria de Dios ni la comprensión de su obstinación terrible contra él. Ansioso por «ganar otra alma para Cristo», saca el Nuevo Testamento y le lee 1 Timoteo 1:15. Este líder dice, «tú eres un pecador», y el hombre asienta con la condición de la que se le ha informado, «entonces este verso te incluye». Luego le lee Juan 3:16, y pregunta, «¿A quiénes incluye la frase “todo aquel”?» La pregunta es repetida una y otra vez hasta que la pobre víctima responde, «tú y yo, y a todos». Ahora le pregunta, «¿Lo crees? ¿Crees que Dios te ama y que Cristo murió por ti?» Si la respuesta es «Sí,» el líder le da la seguridad de que es ahora salvo. ¡Oh querido lector! Si de este modo tú fuiste «salvo», entonces fue con «palabras persuasivas de humana sabiduría» y tu «fe» esta «fundada en la sabiduría de los hombres» (1 Corintios 2:4–5) y ¡no en el poder de Dios!

Al parecer muchos piensan que es tan fácil para un pecador limpiar su corazón (Juan 4:8) como lavarse las manos; que la verdad Divina atraviese su alma y debilite su carne así como tirar de las persianas en la mañana para que la luz del sol entre; que se vuelvan de sus ídolos a Dios, del mundo a Cristo, de su pecado a la santidad, así como un barco cambia de dirección con el simple movimiento del timón. Querido lector, no seas engañado en este asunto tan importante; mortificar los deseos de la carne, ser crucificado al mundo, vencer al diablo, morir diariamente al pecado y vivir para la justicia, ser manso y humilde de corazón, confiado y obediente, piadoso y paciente, fiel y comprometido, amoroso y gentil; en una sola palabra, ser cristiano, el ser como Cristo, es una tarea que va mucho más allá de un pobre producto de la naturaleza caída del hombre.

Es por el hecho de que una generación ha crecido ignorante de la verdadera fe salvadora que ellos la estiman como algo simple. Es porque están tan lejos de tener el concepto bíblico de la naturaleza de la salvación de Dios, que aceptan los disparates antes mencionados con los brazos abiertos. Es porque muy pocos comprenden la razón por la cual necesitan salvación, que ese evangelio popular es tan felizmente aceptado. Una vez que se entienda que la fe salvadora es mucho más que creer que «Cristo murió por mí», y que implica una rendición completa de mi corazón y mi vida a Su gobierno, muy pocos pensarán que la poseen.

Una vez que se entienda que Cristo vino a salvar a Su pueblo no solo del infierno, sino del pecado, de su propia voluntad y sus propios deseos, entonces muy pocos desearán Su salvación.

El Señor nunca enseñó que la fe salvadora fuera un asunto sencillo, esto está muy lejos de su enseñanza. En lugar de decir que la salvación del alma fuera algo simple, en la cual todos podían tener parte, Él dijo:

«porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:14).

El único camino que nos lleva al cielo es uno muy duro y laborioso: «Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios» (Hechos 14:22):

El entrar en ese camino requiere grandes esfuerzos del alma, «Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán» (Lucas 13:24).

Después de que el joven rico se había apartado muy triste de Cristo, el Señor Se dirigió a Sus discípulos y les dijo:

«Hijos, ¡cuán difícil les es entrar en el reino de Dios, a los que confían en las riquezas! Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios» (Marcos 10:24–25)

¿Dónde colocamos un pasaje como este en la teología (si se le puede llamar así) que se enseña en las «Escuelas Bíblicas» de instrucción en evangelismo y liderazgo? No tiene lugar alguno. De acuerdo con ese punto de vista, es tan fácil para un millonario ser salvo como lo es para un pobre, ya que todo lo que tienen que hacer es «descansar en la obra consumada de Cristo». Pero los que se revuelcan en sus riquezas no piensan en Dios:

«En sus pastos se saciaron, y repletos, se ensoberbeció su corazón; por esta causa se olvidaron de mí» (Oseas 13:6).

Los discípulos al oír estas palabras de Cristo «se asombraban aún más, diciendo entre sí: ¿Quién, pues, podrá ser salvo?» Si nuestros contemporáneos hubiesen oído esto, hubiesen colocados sus temores en el descansar en Cristo, y les hubiesen asegurado que absolutamente todos pueden ser salvos si creen en el Señor Jesús. Pero el Señor no los alentó con esto. En lugar, les dijo inmediatamente

«Para los hombres es imposible, más para Dios, no; porque todas las cosas son posibles para Dios.» (Marcos 10:27).

El pecador no puede arrepentirse, creer para salvación en Cristo ni venir a Él de manera genuina. «Para los hombres es imposible» excluye la posibilidad de alguna apelación especial a la voluntad humana. No es sino un milagro de gracia lo que puede llevar a cualquier pecador a ser salvo.

Y ¿por qué es imposible para el hombre producir fe salvífica? Dejemos que la respuesta sea trazada desde el caso del joven rico. Él se apartó triste de Cristo, «porque tenía muchas posesiones». Este joven estaba envuelto en sus riquezas. Era su ídolo. Su corazón estaba atado a las cosas de este mundo. Los requerimientos de Cristo fueron muy específicos: dejar todo lo que tenía y seguirle, era más de lo que la carne podía soportar. Querido lector, ¿cuáles son tus ídolos? El Señor le dijo: «una cosa te falta» ¿Qué era? Ceder a las demandas obligatorias de Cristo; un corazón rendido a Dios. Cuando el alma está llena de las inmundicias de este mundo, no hay espacio alguno para las cosas celestiales. Cuando un hombre está satisfecho con sus riquezas carnales, no pensará ni deseará las riquezas espirituales.

Esta misma verdad es expuesta en la parábola de «la gran cena». El banquete de la gracia Divina es extendido, y a través del evangelio, se da a los hombres un llamado para que sean parte de él. Y ¿cuál es la respuesta?

«Y todos a una comenzaron a excusarse» (Lucas 14:18).

Y ¿por qué hicieron esto? Porque estaban más interesados en otras cosas. Sus corazones estaban fundados en tierras (verso 18), en bueyes (verso 19), en comodidades (verso 20). La gente está dispuesta a «aceptar a Cristo» bajo sus propias condiciones, pero no bajo las del Señor. Las condiciones del Señor son descritas en el mismo capítulo: entregarle el primer lugar de nuestro corazón (verso 26), la crucifixión de nuestras vidas (versos 27), abandonar por completo todo ídolo (verso 33). Por eso Él preguntó:

«¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre [figura de la ardua tarea de poner la mira en las cosas de arriba], no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?» (Lucas 14:28).

«¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único?» (Juan 5:44)

¿Acaso estas palabras describen el ejercicio de la fe salvadora como algo simple que muchos pueden producir? La palabra «gloria» significa claramente aprobación o alabanza. Mientras que los judíos estaban pendientes de mantener su posición y buena opinión entre sí, eran indiferentes a la aprobación de Dios, era imposible que ellos fueran a Cristo:

«Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Santiago 4:4).

El venir a Cristo de manera genuina, para creer en Él con fe salvífica, implica apartar nuestros corazones del mundo, alejando nuestra estima de los impíos y compañeros religiosos, y así identificar nuestras vidas con el despreciado y rechazado Señor Jesucristo. Esto implica someternos a Su yugo, rendirnos a Su señorío y vivir para Su gloria. Y esto no es una tarea fácil:

«Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará; porque a éste señaló Dios el Padre» (Juan 6:27).

¿Expresa esto que obtener la vida eterna es algo fácil? Pues no, y está muy lejos de serlo. Esto indica que el hombre debe en completa entrega, someter todos sus intereses durante su búsqueda, como también debe estar preparado para esforzarse de manera ardua y superar las dificultades. Entonces, ¿este versículo enseña que la salvación es por obras y por nuestros propios esfuerzos? No, y sí. No, en el sentido que cualquier cosa que hagamos pueda ameritar salvación, pues la vida eterna es un «regalo». Sí, en el sentido de que después de ser salvos, se nos demanda una búsqueda incondicional de Dios y un uso diligente de los medios prescritos de gracia. En ninguna parte de las Escrituras hay alguna promesa para la negligencia (Comparar con Hebreos 4:11).

«Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero» (Juan 6:44).

Claramente este pasaje declara mentira la teoría común de que en la voluntad del hombre está el poder de escoger. Por otro lado, vemos de manera obvia que este pasaje contradice la idea carnal y egocéntrica de que cualquiera puede recibir a Cristo como su Salvador en el momento que decida hacerlo. La razón por la cual el hombre natural no puede venir a Cristo a menos que el Padre lo «trajere», es porque es esclavo del pecado (Juan 8:34), de deleites diversos (Tito 3:3), cautivo del diablo (2 Timoteo 2:26). El poder del Todopoderoso debe romper sus cadenas y abrir las puertas de sus prisiones (Lucas 4:18) antes de venir a Cristo. ¿Puede alguno que ame las tinieblas y odie la luz, revertir el proceso por su propio poder? No, ningún hombre puede sanar por su propia voluntad una enfermedad que padezca. ¿Puede el etíope cambiar su color de piel o el leopardo cambiar sus manchas? Nada bueno pueden hacer los que están acostumbrados a la maldad (Jeremías 13:23).

«Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador?» (1 Pedro 4:18).

Matthew Henry dijo:

«Esto es la mejor manera de poder asegurar la salvación de sus almas, hay tantas tentaciones y dificultades las cuales enfrentar: mucho pecado a ser mortificado; la puerta es tan estrecha, y el camino tan angosto, que es más de lo que el justo puede hacer para ser salvo. Dejemos que la necesidad absoluta de salvación haga un equilibrio con sus dificultades. Considera que tus dificultades son grandes solo al principio, sobre todo porque Dios brinda Su ayuda y gracia; la lucha no durará por mucho tiempo. Se fiel hasta la muerte y Dios te dará la corona de la vida (Apocalipsis 2:10)».

Igualmente dice John Lillie

«Después de todo lo que Dios ha hecho enviando a Su Hijo y al Espíritu Santo, es con suprema dificultad que la obra de salvación del justo avanza hacia su consumación. La entrada al reino descansa en las muchas tribulaciones que se deben padecer, en las luchas contra las seducciones del mundo, en el debilitar la carne».

Entonces, pues, he aquí las razones por las cuales la fe salvífica es tan difícil de ponerse en función.

(1) Por naturaleza, los hombres son completamente ignorantes de su propia condición, y por lo tanto son engañados fácilmente por las artimañas de Satanás. Pero incluso cuando ellos están bíblicamente informados al respecto, tristemente le dan la espalda a Cristo, tal cual como lo hizo el joven rico cuando entendió las condiciones del discipulado, o sino profesan con hipocresía lo que en realidad no poseen.

(2) El poder del ego reina con poder en ellos, y negarse a sí mismos es algo demasiado grande para un no regenerado.

(3) El amor por las cosas del mundo y el obtener la aprobación de sus amigos los detiene de andar por un camino de completa rendición a Dios.

(4) El carnal repugna la exigencia de que Dios debe ser amado con todo el corazón y que debemos ser «santos en toda vuestra manera de vivir (1 Pedro 1:15).

(5) Ser vituperados por causa de Cristo, ser odiados por el mundo religioso (Juan 15:18), sufrir persecución a causa de la justicia, es algo que es rechazado por la carne.

(6) La humillación de nuestro corazón ante Dios, rindiendo y sujetando nuestra propia voluntad, es algo que un corazón duro aborrece.

(7) Pelear la buena batalla de la fe (1 Timoteo 6:12) y resistir al diablo (1 Juan 2:13) es una tarea demasiado difícil para aquellos que aman su propia comodidad.

Muchos desean ser salvados del infierno (lo que es un instinto natural de auto preservación) más están reacios a ser salvados del pecado. Hay cientos de miles que han sido engañados en el pensamiento de que ellos tienen que «aceptar a Cristo como su Salvador» mientras que sus vidas reflejan que lo han rechazado como Señor. Para que un pecador pueda tener el perdón de Dios debe «dejar su camino» (Isaías 55:7). Ningún hombre puede volverse a Dios hasta que no abandone sus ídolos (1 Tesalonicenses 1:9). Por esta razón el Señor Jesús insistió que

«cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»(Lucas 14:33).

Lo más grave es que muchos predicadores de hoy en día, bajo la pretensión de magnificar la gracia de Dios, han presentado a Cristo como el Ministro del pecado; como Aquel que ha provisto una indulgencia para que los hombres continúen satisfaciendo sus deseos carnales y mundanos. Si un hombre profesa creer en el nacimiento virginal y en la muerte vicaria de Cristo, y afirma estar descansando en Él para salvación, hoy en día puede pasar como un cristiano verdadero en cualquier parte, aunque su diario vivir no muestre diferencia alguna de la moral mundana de uno que no profesa nada.

El diablo está adormeciendo y dirigiendo a miles al infierno por medio de este gran engaño. El Señor Jesús dice: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lucas 6:46); e insiste: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 7:21).

La tarea más difícil para muchos de nosotros no es aprender, sino desaprender. Muchos de los mismos hijos de Dios han bebido tanto del dulce veneno de Satanás, que no se les hace fácil expulsarlo de sus cuerpos; y mientras lo mantienen dentro, su entendimiento se embrutece. Esto llega a ser de tal manera, que la primera lectura de un texto como este puede impactarles como si fuera un ataque directo a la suficiencia de la obra consumada de Cristo, como si estuviéramos enseñando que al sacrificio expiatorio del Cordero, se le necesita agregar algo de la criatura. No es eso lo que estamos diciendo, sino que solo los méritos de Cristo pueden darle al pecador el privilegio de estar frente al grandioso Santo Dios. Pero lo que estamos argumentando es ¿Cuándo imputa Dios la justicia de Cristo al pecador? Indudablemente no mientras este en oposición a Dios.

Por otra parte, no podemos honrar la obra de Cristo hasta que definamos de manera correcta el motivo para la cual fue ideada. El Señor no vino a morir para proporcionar el perdón de los pecados, y llevarnos al cielo mientras nuestros corazones permanecen aún anclados a la tierra. No, Él vino a preparar el camino al cielo (Juan 10:4; 14:4; Hebreos 10:20–22; 1 Pedro 2:21), para llamar a los hombres a que anden en ese camino, y por medio de Sus preceptos y promesas, de Su ejemplo y Su Espíritu, Él pueda formar y moldear sus almas para ese estado glorioso y hacerlos que abandonen todas las cosas por Su causa. Él vivió y murió para que Su Espíritu viniera y resucitara a los muertos en pecados y les diera vida, haciéndolos nuevas criaturas en Él, y haciendo de su permanencia en este mundo como la de aquellos que ya no están allí, cuyos corazones ya han partido. Cristo no vino para que el cambio de corazón, el arrepentimiento, la fe, la santidad personal, el amor supremo por Dios y la obediencia sin reservas a Él sean innecesarias, o para que sea posible ser salvos sin estas cosas ¡qué pensamiento tan insensato sería ese!

Querido lector, esto se convierte en una prueba para cada uno de nuestros corazones al enfrentar honestamente la pregunta, ¿Esto es realmente lo que anhelo? Así como Bunyan preguntó (en su obra The Jerusalem Sinner Saved [El pecador de Jerusalén redimido])

«¿Cuáles son tus deseos? ¿Deseas ser salvo? ¿Ser salvado con una salvación completa? ¿Ser salvado de toda culpabilidad y de toda inmundicia? ¿Deseas ser un siervo del Señor? ¿Estás cansado del servicio a tu viejo maestro: el diablo, el pecado y el mundo? ¿Estos deseos te han hecho correr? ¿Corres al Señor el cual es el Salvador de la ira venidera, para vida? Si estos son tus deseos, y no son fingidos, entonces no temas».

«Muchas personas piensan que cuando predicamos la salvación, queremos decir salvación de ir al infierno. No queremos decir eso, sino mucho más: predicamos salvación del pecado; decimos que Cristo puede salvar a un hombre, y queremos decir que Él puede salvarlo del pecado y hacerlo santo; hacerlo un nuevo hombre. Ninguna persona tiene el derecho de decir «Soy salvo,» mientras continua en pecado como siempre. ¿Cómo puedes ser salvo del pecado mientras vives en él? Un hombre que se esté ahogando no puede decir que es salvo del agua mientras sigue hundido en ella; un hombre que está congelado no puede decir que es salvo del frío mientras este endurecido en medio del invierno. No amigo, Cristo no vino a salvarte en tus pecados sino de tus pecados, no vino para suavizar la enfermedad de tal manera que no te afecte tanto. Él vino para tratar con ella como una enfermedad mortal, y removerla de ti y a ti de ella. Jesucristo vino a sanarnos de la plaga del pecado, vino a tocarnos con sus manos y decir «Yo quiero, sé limpio» (C. H. Spurgeon, acerca de Mateo 9:12).

Aquellos que no anhelan de corazón la santidad y la justicia, se engañan a sí mismos cuando pretenden querer ser salvos por Cristo. El hecho es que muchos hoy en día lo que quieren es simplemente una medicina para calmar sus consciencias, que les permita tranquilamente andar en un camino de placeres y continuar en sus caminos mundanos sin ningún temor al castigo eterno. La naturaleza humana es la misma en todo el mundo, ese instinto miserable que hace que multitudes crean que pagándole a un sacerdote unos cuantos dólares obtendrán el perdón de todos sus pecados pasados, y por una «indulgencia» obtendrán el perdón de los pecados futuros; el mismo instinto que hace a otros tragarse con facilidad la mentira de que con un corazón roto y penitente, por ese simple acto de propia voluntad, ellos podrán «creer en Cristo», y de este modo no solo obtener el perdón de Dios por los pecados pasados sino también una «seguridad eterna», sin importar lo que hagan o no en el futuro.

Oh mi querido lector, no seas engañado; Dios no libra a ninguno de la condenación a menos que sea de aquellos «que están en Cristo» (Romanos 8:1), y «si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron (no «deberían pasar»); he aquí todas son hechas nuevas» (2 Corintios 5:17). La fe salvífica hace que un pecador venga a Cristo con un alma sedienta de beber agua viva y de Su Espíritu (Juan 7:38–39). El amar a nuestros enemigos y bendecir a los que nos maldicen, el orar por los que nos ultrajan, está muy lejos de ser una cosa sencilla, y aun así esta no es la única tarea que Cristo entrega a los que desean ser Sus discípulos. Al actuar así, Él nos ha dejado un ejemplo para seguir Sus pasos. Y Su «salvación», en su aplicación presente, consiste en revelar a nuestro corazón la necesidad obligatoria de ser dignos de Su alto y santo estándar, comprendiendo nuestra impotente capacidad de serlo; y creando en nosotros hambre y sed de justicia, y un volverse diario hacia Él clamando por la gracia y fuerza necesarias.

4. Su Comunicación

Desde el punto de vista humano, las cosas están mal en el mundo. Pero desde el punto de vista espiritual las cosas están mucho peor en la esfera religiosa. Qué triste es ver los cultos anticristianos creciendo por todos lados, pero lo más grave para aquellos que son enseñados por Dios, es descubrir que gran parte del «evangelio» que se les está predicando en muchas «iglesias fundamentalistas» no son más que engaños satánicos. El diablo sabe que sus prisioneros están asegurados mientras que la gracia de Dios y la obra consumada de Cristo sean proclamadas «fielmente» a ellos, pero siempre y cuando la única manera en que los pecadores reciben las virtudes salvíficas de la Expiación sea, sea infielmente escondida. Mientras que la autoridad y el mandato al arrepentimiento sean excluidos, mientras las condiciones de Cristo para el discipulado (es decir, como ser un cristiano: Hechos 11:26; Lucas 14:26, 27, 33) sean retenidas, y mientras la fe salvífica sea reducida a un simple acto de la voluntad humana, hombres ciegos continuarán siendo guiados por predicadores ciegos, para ambos caer en el mismo hoyo.

Las cosas están mucho peor en sectores «ortodoxos» de la cristiandad, incluso más de lo que la mayoría del pueblo de Dios cree. Las cosas están podridas incluso desde su misma base, porque, salvo en muy raras excepciones, el camino de Dios para la salvación ya no está siendo enseñado. Miles de personas están «siempre aprendiendo» cosas sobre profecía, sobre sus tipos, el significado de los números, como dividir las «dispensaciones», pero sin embargo, «nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad» (2 Timoteo. 3:7) de la salvación misma —no pueden porque no están dispuestos a pagar el precio (Proverbios 23:23) el cual consiste en una entrega total a Dios. Hasta donde el escritor entiende esta situación, le parece que lo que hoy se necesita es dirigir la atención de los cristianos profesantes hacia preguntas tales como: ¿Cuándo Dios aplica las virtudes de la obra consumada de Cristo al pecador? ¿Qué he sido llamado a hacer, a fin de apropiarme de la eficacia de la expiación de Cristo? ¿Qué es lo que me da una entrada a las bondades de Su redención?

Estas preguntas son sólo tres maneras diferentes de formular la misma duda. Ahora la respuesta común que se recibe es: «Nada más se le requiere al pecador que crea en el Señor Jesucristo» Anteriormente hemos intentado mostrar que semejante respuesta es engañosa, insuficiente, errada; y esto, porque ignora todas las otras partes de la Escritura donde se establece lo que Dios demanda del pecador: esta respuesta excluye las demandas de Dios al arrepentimiento (con todo lo que requiere e incluye), y las condiciones para el discipulado claramente definidas por Cristo en Lucas 14. El limitarnos a nosotros mismos a una sola condición de un tema en la Escritura o a un grupo de pasajes que usan esa condición, resulta en una concepción errada del tema. Quienes limitan sus ideas sobre la regeneración a solo la figura del nuevo nacimiento caen en un grave error en cuanto a esto. Así que quienes limitan su pensamiento sobre cómo ser salvos solamente a la palabra «creer» son fácilmente engañados. Se necesita ser diligentemente cuidadoso para reunir todo lo que las Escrituras enseñan acerca de cualquier tema si queremos tener una perspectiva precisa y correcta.

Para ser más precisos, en Romanos 10:13 leemos: «porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.» Ahora, ¿Quiere esto decir que todo el que, con sus labios, clame al Señor, que quienes en el nombre de Cristo hayan buscado a Dios para que tenga misericordia de ellos, han sido salvos? Quienes responden afirmativamente han sido engañados por el simple sonido de las palabras, como está engañado el Romanista que contiende por la presencia del cuerpo de Cristo en el pan, porque Él dijo: «esto es Mi cuerpo». Y ¿cómo demostramos que tal Romanista está engañado? comparando la Escritura con la Escritura. Así también aquí. El escritor bien recuerda haber estado en un barco en una gran tormenta en la costa de Newfoundland. Todas las escotillas estaban aseguradas y por tres días ningún pasajero podía subir a cubierta. Los reportes de los que estaban a cargo eran inquietantes. Todos, incluso los hombres más fuertes estaban atemorizados. Según la brisa aumentaba y el barco navegaba cada vez peor, muchos hombres y mujeres fueron oídos clamando el nombre del Señor. ¿Los salvó el Señor? Uno o dos días después, el clima cambió y, ¡esas mismas personas estaban bebiendo, maldiciendo y jugando a las cartas!

Quizás alguno pregunte, «¿Pero no es eso lo que Romanos 10:13 dice?» Por supuesto que sí, pero ningún verso de la Escritura muestra su significado a gente perezosa. Cristo mismo nos dice que hay muchos que lo llaman «Señor» a los cuales Él les dirá «Apartaos de mí» (Mateo 7:22, 23). Entonces, ¿qué es lo que se debe hacer con Romanos 10:13? Pues, compararlo de manera diligente con los demás textos que dan a conocer lo que debe hacer el pecador para que Dios lo salve. Si solo el temor a la muerte y el terror de ir al infierno es lo que motiva al pecador a clamar al Señor, es lo mismo que clamar a los árboles. El Todopoderoso no está a la orden de cualquier rebelde que ruega por misericordia cuando está aterrorizado:

«El que aparta su oído para no oír la ley, Su oración también es abominable» (Proverbios 28:9).

«El que encubre sus pecados no prosperará; Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13).

Él único «llamado a Su nombre» que el Señor atiende es el de un corazón quebrantado, penitente, que aborrece del pecado y anhela la santidad.

El mismo principio se aplica a Hechos 16:31; y que dice de forma similar «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo». Para un lector casual, esto parece asunto simple, sin embargo, un estudio más profundo a esas palabras mostrará que implica más cosas de las que se ven a primera vista. Vemos que los apóstoles no le dijeron al carcelero de Filipos que solamente «descansara en la obra consumada de Cristo», o que «confiara en Su sacrificio expiatorio». En lugar de eso, fue una Persona quien fue presentada delante de él. De nuevo, no fue simplemente un «cree en el Salvador», sino «el Señor Jesucristo». Juan 1:12 claramente nos muestra que «creer» es «recibir», y que para que un pecador sea salvo debe recibir a Uno que no es solo es Salvador sino también «Señor», sí, él debe recibirlo como «Señor» y luego Él se convierte en el Salvador de esa persona. Y recibir a «Jesucristo el Señor» (Colosenses 2:6) implica necesariamente la renuncia a nuestro señorío pecaminoso, el arrojar las armas de nuestra guerra contra El, y el sometimiento a Su yugo y a Sus reglas. Antes de que cualquier humano rebelde sea llevado a hacer eso, un milagro gracia Divina tiene que ser forjado dentro de él. Y esto nos trae inmediatamente al aspecto que nos ocupa en nuestro tema.

La fe salvífica no es un producto del corazón del ser humano, sino una gracia especial proveniente de lo alto. «Es don de Dios» (Efesios 2:8). Es operada por Dios (Colosenses 2:12). Es el «poder de Dios» (1 Corintios 2:5). El texto más resaltante sobre este tema lo encontramos en Efesios 1:16–20. Ahí encontramos al apóstol Pablo orando para que los ojos de los santos sean alumbrados en entendimiento, de manera que conozcan «la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales». No la fuerza del poder de Dios ni su grandeza, sino «la supereminente grandeza de su poder para con nosotros». Note también el estándar de la comparación: «nosotros los que creemos, según la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos y sentándole a su diestra en los lugares celestiales».

Dios ejerció el «poder de Su fuerza» cuando resucitó a Cristo. Hubo un extraordinario poder que buscaba afectar, incluso a Satanás y todas sus huestes. Hubo una dificultad extraordinaria que vencer, incluso la conquista de la gracia. Hubo un resultado extraordinario que lograr, es decir el darle vida a Uno que estaba muerto. Sólo Dios mismo podía realizar a un milagro tan estupendo. Exactamente parecido a esto es ese milagro de la gracia el cual activa la fe salvadora. El diablo emplea todas sus artes y poderes para retener sus cautivos. El pecador está muerto en sus delitos y pecados, y no puede resucitarse a sí mismo, así como no puede crear al mundo. Su corazón está cubierto de vestidos fúnebres de los deseos de la carne, y solo la Omnipotencia puede levantarlo a una comunión con Dios. Bien puede todo verdadero siervo del Señor imitar al apóstol Pablo y orar fervorosamente para que Dios ilumine a Su pueblo concerniente a esta maravilla de maravillas, de modo que, en lugar de atribuirle su fe a un producto de su propia voluntad, ellos puedan libremente darle toda la honra y la gloria a Aquél Quien es el único a quien pertenecen.

Si tan sólo los cristianos profesos de esta generación comenzaran a obtener un entendimiento correcto de la verdadera condición de todo hombre por naturaleza, pudieran tener menos inclinación a vacilar en contra de la enseñanza de que solo un milagro de la gracia puede capacitar al pecador para que crea en la salvación de su alma, si ellos pudieran solamente ver que la actitud del corazón hacia Dios de los más refinados y moralistas no difiere en lo más mínimo a los vulgares y viciosos; y que el que es amable y bueno hacia sus semejantes no tendrá más deseo por Cristo del que lo tiene el egoísta y obstinado; entonces esto hará evidente el poder Divino que opera para cambiar el corazón. Divino el poder que se necesitó para crear, pero uno mucho mayor se necesita para regenerar un alma; la creación es tan sólo el hacer algo de la nada, pero la regeneración es la transformación no solamente de algo no hermoso, sino de algo que resiste con todo su poder los diseños de la gracia del Alfarero celestial.

No es que simplemente el Espíritu Santo se acerca a un corazón en el cual no hay amor por Dios, sino que Él lo encuentra lleno de enemistad contra Él, e incapaz de sujetarse a Su ley (Romanos 8:7). Lo cierto, es que la persona quizás este un tanto desapercibida de esta verdad tan terrible, y también preparada para negarlo. Pero esto es fácil de notar. Si esta persona ha oído solamente sobre el amor, la gracia, la misericordia y la bondad de Dios; sería un hecho sorprendente que lo odie. Pero una vez que el Dios de las Escrituras se da a conocer en el poder del Espíritu, la persona se dará cuenta que Dios es el Gobernador de este mundo, el cual demanda sumisión incondicional a todas Sus leyes; pues Él es inflexiblemente justo y «de ningún modo tendrá por inocente al malvado»; Él es soberano, ama a quien desea y odia a quien quiere; está lejos de ser un Creador ligero, tolerante y complaciente (que pasa por alto la maldad de Sus criaturas), Él es indudablemente santo, por lo tanto Su justa ira arde contra los hacedores de iniquidad; entonces las personas serán conscientes de la enemistad que surge contra Él desde su propio corazón. Y solamente el maravilloso poder de Su Espíritu puede vencer esa enemistad y hacer que cualquier rebelde genuinamente ame al Dios de las Santas Escrituras.

El Puritano Thomas Goodwin correctamente dijo, «Es más fácil que un lobo se case con un cordero, o un cordero con un lobo, que un corazón carnal se sujete a la ley de Dios, la cual era su antiguo esposo» (Romanos 7:6). Esto consiste en transformar una cosa en algo completamente diferente. El convertir el agua en vino (aunque tiene un significado simbólico) es un milagro. Pero convertir un lobo en cordero, convertir fuego en agua, es un milagro aún mayor. Entre nada y algo existe una distancia infinita, pero entre el pecado y gracia hay una distancia mucho mayor de la que puede haber entre nada y el ángel más alto del cielo (...) Destruir el poder del pecado en el alma del hombre es una obra mucho más grande que quitar la culpabilidad del pecado. Es más fácil decirle a un ciego: “Ve”, y a un paralítico, “Camina”, que a un hombre que yace bajo el poder del pecado: “Vive, sé santo”, porque existe aquello a lo que voluntad no se ha de sujetar».

En 2 Corintios 10:4, el apóstol describe la naturaleza de la obra a la cual los verdaderos siervos de Cristo son llamados. Es un conflicto con las fuerzas de Satanás. Las armas de su milicia «no son carnales», ¿cómo podrían ir la batalla los soldados modernos usando únicamente espadas de madera y escudos de papel?, así entonces como piensan muchos predicadores modernos ¿pueden ser liberados los cautivos del diablo por los medios de la apelación humana, métodos carnales, anécdotas sentimentales, música atractiva y muchos otros medios más? Pues no, «sus armas» son la «Palabra de Dios» y «toda oración» (Efesios 6:17–18); y aun estas son poderosas solo «por Dios», esto es por Su bendición directa y especial sobre almas particulares. En lo que sigue, se da una descripción donde se puede ver el poder de Dios, especialmente en la oposición que éste encuentra y vence; «derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo» (2 Corintios 10:5).

Es aquí donde está el poder de Dios: cuando le place ejercerlo en la salvación de un pecador. Él corazón de ese pecador está fortificado en contra de Él: se hace de hierro contra Sus demandas, y Sus reclamos de justicia. Ha determinado no someterse a Su ley, ni abandonar los ídolos que Él prohíbe. Ese rebelde altivo ha dispuesto su mente a que no dejará los deleites de este mundo ni los placeres del pecado para darle a Dios el lugar supremo en sus afectos. Pero Dios ha determinado vencer su oposición pecaminosa, y transformarlo en un ser amoroso y leal. La figura que aquí se usa es la de una ciudad sitiada: el corazón. Sus «fortalezas»: el poder reinante de la carne y los deseos mundanos, son «demolidos»; la voluntad propia se rompe, el orgullo es sometido, y el rebelde arrogante es hecho cautivo a la «obediencia de Cristo». La frase «poderosas en Dios» señala hacia este milagro de la gracia.

Hay otro detalle apuntado en la enseñanza sacada de Efesios 1:19, 20, la cual ejemplifica el gran poder de Dios; al decir, «y sentándole (a Cristo) a su diestra en los lugares celestiales». Los miembros del cuerpo de Cristo son predestinados a ser conformados a la gloriosa imagen de su Cabeza glorificada: en proceso ahora; y perfectamente en el día venidero. La ascensión de Cristo era contraria a la naturaleza, pues se oponía a la ley de la gravedad. Pero el poder de Dios venció esta oposición y trasladó el cuerpo de Su Hijo resucitado al cielo. De igual manera, Su gracia produce en Su pueblo algo que es contrario a la naturaleza, el vencer la oposición de la carne, y alinear sus corazones a las cosas de arriba. Cuan sorprendente seria para nosotros ver a un hombre extender sus brazos, y de repente dejar la tierra, subiendo desde el suelo hasta el cielo. Sin embargo, es aún más maravilloso cuando podemos contemplar el poder del Espíritu haciendo que una criatura pecadora se levante por encima de las tentaciones, la mundanalidad y el pecado, y respire la atmósfera del cielo, cuando a un alma humana se le hace odiar las cosas de esta tierra y encuentra así su satisfacción en las cosas de arriba.

El orden histórico con respecto a la Cabeza en Efesios 1:19–20, es también el orden en la práctica con respecto a los miembros de Su cuerpo. Antes de sentar a Su Hijo a Su diestra en los lugares celestiales, Dios Lo levantó de la muerte; de modo que antes de que el Espíritu Santo ajustara el corazón de un pecador con Cristo, Él primero debía darle una nueva vida. Primero debe haber vida antes de que haya vista, fe o buenas obras realizadas. Uno que está físicamente muerto es incapaz de hacer nada; así el que está espiritualmente muerto es incapaz de realizar algún ejercicio espiritual. Primero se le dio vida a Lázaro, y luego se le removió la ropa fúnebre que lo ataba de manos y pies. Dios debe regenerar antes de que pueda haber una «nueva criatura en Cristo Jesús». El lavamiento de un niño sigue a su nacimiento.

Cuando la vida espiritual ha sido transmitida a un alma, la persona es entonces capaz de ver las cosas como realmente son. En la luz de Dios puede ver la luz (Salmos 36:9). Él ahora puede percibir (por medio del Espíritu Santo) cuan rebelde había sido durante toda su vida contra su Creador y Ayudador: que en lugar de hacer suya la voluntad de Dios, ha ido por su propio camino; que en lugar de tener presente la gloria de Dios ha solamente procurado agradarse y complacerse a sí mismo. Aunque haya participado de todas las formas externas de la maldad, ahora reconoce que es un leproso espiritual, una criatura vil y contaminada, totalmente incapaz de acercarse, y mucho menos habitar con Él que es indudablemente Santo; y tal entendimiento le hace sentir que su caso no tiene esperanza alguna.

Existe una gran diferencia entre oír y leer lo que es la convicción de pecado y sentirla en las profundidades de nuestra alma. Muchos están familiarizados con la teoría, pero desconocen totalmente a la experiencia. Alguno podría leer de los tristes resultados de la guerra, y estar de acuerdo de que son de verdad lamentables; pero cuando el enemigo está en su propia puerta, saqueando sus bienes, disparando a su casa, matando a sus seres queridos, se hace mucho más sensible a las miserias de la guerra. Por lo tanto, uno que no es creyente puede oír cuan lamentable es el estado de un pecador delante de Dios, y cuan terrible será el sufrimiento en el castigo eterno, pero cuando el Espíritu toma ese corazón en esa condición, y le hace sentir el calor de la ira de Dios en su propia conciencia, él está preparado para hundirse en el desaliento y en la desesperación. Lector, ¿conoces algo de tal experiencia?

Sólo de esta manera un alma verdaderamente está preparada para apreciar a Cristo. Aquellos que están sanos no necesitan un médico. El que ha sido convencido de salvación y se ha dado cuenta que solo el Señor Jesús puede sanar a un enfermo desahuciado por el pecado; que sólo Él puede dar la salud espiritual (santidad) que lo capacitará para andar en el camino de los mandamientos de Dios; que solo Su preciosa sangre puede expiar los pecados pasados y solo Su gracia infinita puede suplir en las necesidades del presente y del futuro. El Padre «atrae hacia» el Hijo (Juan 6:44) al impartirle a la mente una profunda comprensión de nuestra necesidad absoluta de Cristo, al darle al corazón un sentido real del inmenso valor que Él tiene, y al hacer que la voluntad desee recibir a Cristo en sus propios términos.

5. Sus evidencias

La gran mayoría de los que lean esto profesarán, sin duda, ser los que tienen una fe salvífica. A todos ustedes les preguntamos: ¿Dónde está su prueba? ¿Qué cambios ha producido en ustedes? Un árbol se conoce por su fruto, y una fuente por el agua que brota de ella; así mismo, la naturaleza de la fe puede ser asegurada por medio de un análisis cuidadoso de lo que ella está produciendo. Decimos «un análisis cuidadoso», porque así como no todos los frutos son aptos para ser comidos, ni toda agua puede ser bebida, así no todas las obras son el resultado de una fe que salva. La reformación no es lo mismo que regeneración, y una vida cambiada no siempre indica un corazón cambiado. ¿Has sido salvo de la antipatía hacia los mandamientos de Dios y del detestar Su santidad? ¿Has sido salvo del orgullo, la codicia y la murmuración? ¿Has sido librado del amor por este mundo, del miedo a los hombres, y del poder reinante de todo pecado?

El corazón del hombre caído está totalmente depravado, los designios de los pensamientos de su corazón son malos continuamente (Génesis 6:5). Está lleno de deseos corruptos, los cuales ejercen influencia sobre todo lo que el hombre hace. Ahora, el Evangelio viene en oposición directa contra esas pasiones egoístas y deseos corruptos, tanto en la raíz como en su fruto (Tito 2:11, 12). No hay mayor responsabilidad que el Evangelio demanda a nuestras almas que el mortificar y el destruir estos deseos, y esto es indispensable si tenemos la intención de ser hechos participes de sus promesas (Romanos 8:13; Colosenses 3:5, 8). De hecho, la primera obra de la fe es limpiar el alma de esta inmundicia y por eso, leemos: «Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (Gálatas 5:24). Notemos bien, ellos no «tienen que» hacerlo, sino que ellos ya lo han hecho, en cierta medida o grado.

Una cosa es pensar que creemos en algo y otra, es realmente hacerlo. Tan inconstante es el corazón del ser humano que aún en las cosas naturales los hombres no conocen sus propios pensamientos. En los asuntos temporales se conoce lo que un hombre realmente cree por lo que practica. Supongamos que yo me encuentro con un viajero en un camino muy estrecho y le diga que un poco más adelante hay un río imposible de atravesar, y que el puente para cruzarlo está podrido: Si él se rehúsa a regresar, ¿no tengo yo la garantía de concluir que no me ha creído? O si un médico me dice que tengo cierta enfermedad, y que en poco tiempo tendrá un efecto mortal si no uso el remedio que me ha prescrito el cual me debe sanar con toda seguridad, ¿No estaría justificado en declarar que yo no confié en su diagnóstico al verme ignorando sus indicaciones, y más bien viéndome hacer lo contrario? Igualmente, creer que hay un infierno y, sin embargo correr hacia él; creer que continuar en el pecado lleva a la condenación, y aun así vivir en él, ¿De qué propósito sirve alardear de semejante fe?

Ahora, de lo expuesto anteriormente, no debería haber espacio para dudar que cuando Dios imparte fe salvífica a un alma, afectos verdaderos y radicales vendrán de inmediato. Un hombre no puede levantarse de la muerte sin haber un consecuente caminar en vida nueva. No puede ser sujeto de un milagro de la gracia realizado en el corazón sin un cambio que sea notorio para todos los que le conocen. Donde ha sido sembrada una raíz sobrenatural, fruto sobrenatural debe nacer. No es que se obtiene una vida perfecta y sin pecado, ni que el principio de la maldad y la carne, haya sido erradicado de nuestro ser. Sin embargo, hay un anhelo por la perfección, un espíritu que resiste a la carne y una lucha en contra del pecado. Y aún más, hay un crecer en la gracia y un persistir hacia adelante en el «camino angosto» que conduce al cielo.

Un grave error completamente esparcido hoy en los grupos «ortodoxos», y que son responsables por muchas almas que están engañadas, es el de la doctrina que parece honrar a Cristo de que «solo Su sangre, salva a cualquier pecador». Satanás es muy inteligente; pues sabe exactamente qué carnada usar para cada lugar en el cual pesca. Probablemente, muchos de manera irritada se resistirán al predicador que les diga que bautizarse y participar en la Cena del Señor fueron medios indicados para salvar el alma; sin embargo, la mayoría de estas mismas personas aceptarán sin problemas la mentira de que es solamente por la sangre de Cristo que podemos ser salvos. Esto es verdad con respecto a Dios, pero no respecto a los hombres. La obra del Espíritu Santo en nosotros es igualmente esencial como la obra de Cristo por nosotros. Por favor lea cuidadosamente y medite en Tito 3:5.

La salvación es doble: Es tanto legal como experimental, y consiste en justificación y santificación. Por otra parte, la salvación la debo no sólo al Hijo sino a tres personas de la Deidad. Sin embargo, muy poco se comprende esto hoy en día, y muy poco se predica. Primero y principal, mi salvación se la debo a Dios el Padre, Quien la decretó y planeó, y Quien me eligió para salvación (2 Tesalonicenses 2:13). En Tito 3:4, es Dios Padre Quien es declarado como «Dios nuestro Salvador». Segundo y merecidamente, le debo mi salvación a la obediencia y al sacrificio de Dios el Hijo Encarnado, Quien actuó como mi Fiador por todo lo que la Ley requería, y satisfizo todas las demandas por mí. Tercero y eficazmente, le debo mi salvación a la regeneradora, santificadora y preservadora operación del Espíritu: note que Su obra es mostrada tan preeminentemente en Lucas 15:8–10, como la obra del pastor en Lucas 15:4–7. Tal como afirma Tito 3:5, que Dios «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo»; y es la presencia de Su «fruto» en mi corazón y en mi vida la que provee la evidencia inmediata de mi salvación.

«Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación» (Romanos 10:10).

Por lo tanto, es el corazón el cual debemos examinar primero, para descubrir evidencias de la presencia de una fe salvífica. La Palabra de Dios es clara cuando dice «purificando por la fe sus corazones» (Hechos 15:9). El Señor dijo, «Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén, para que seas salva» (Jeremías 4:14). Un corazón que está siendo purificado por la fe (compare con 1 Pedro 1:22), es uno que está adherido a Cristo. Este corazón bebe de una Fuente santa, se deleita en una Ley santa (Romanos 7:22), y espera pasar la eternidad con un Salvador santo (1 Juan 3:3). Un corazón que aborrece todo lo que es espiritual y moralmente sucio, aborrece la misma ropa contaminada por la carne (Judas 23). Un corazón que ama todo lo que es santo, bueno y agradable para Cristo.

«Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8).

La pureza de corazón es absolutamente esencial en hacernos aptos y poder morar en aquel lugar donde «No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero» (Apocalipsis 21:27). Quizás se necesite una definición más completa. Purificar el corazón por la fe consiste en la purificación del entendimiento, para limpiarlo del error por medio del resplandor de la luz Divina. Segundo, la purificación de la conciencia, para limpiarla de culpa. Tercero, la purificación de la voluntad, para limpiarla de la voluntad propia y el egoísmo. Cuarto, la purificación de los deseos, para limpiarlos del amor a la maldad. En la Escritura, el «corazón» incluye estos cuatro aspectos. Un deseo deliberado por continuar en un pecado no armoniza con un corazón puro.

De nuevo, una fe salvífica siempre se evidencia en un corazón humilde. La fe doblega el alma para que descubra su propia maldad, vileza e impotencia. Le hace comprender su pecaminosidad e indignidad; así como sus debilidades, deseos, su carnalidad y corrupciones. Nada exalta más a Cristo que la fe, y ninguna otra cosa humilla más al hombre que la fe. A fin de magnificar las riquezas de Su gracia, Dios ha elegido la fe como el instrumento más apto, y esto porque es lo que nos hace ir directamente a Él. La fe nos hace entender que solo somos pecado y miseria, y nos lleva como mendigos con manos vacías a recibir todo de Él. La fe quita toda presunción del hombre, toda autosuficiencia, toda justificación de sí mismo, y lo hace parecer nada para que Cristo sea todo en todos. La fe más fuerte siempre va acompañada por la más grande humildad, considerándose el más grande de los pecadores e indigno del más pequeño favor (cf. Mateo 8:8–10).

De nuevo, una fe salvífica se encuentra siempre en un corazón tierno.

«Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ezequiel 36:26).

Un corazón no regenerado es duro como una roca, lleno de orgullo y presunción. Es inamovible ante los sufrimientos de Cristo, en el sentido de que no actúan como un freno contra la voluntad y los placeres del hombre. Pero el verdadero cristiano es movido por el amor de Cristo, y dice, ¿Cómo puedo pecar contra Su amor sufriente por mí? Cuando incurre en una falta, hay un quebrantamiento y una tristeza amarga. Querido lector, ¿Sabes lo que es derretirse delante de Dios, con un corazón roto lleno de angustia por haber pecado contra el Salvador? No es la ausencia de pecado sino el dolor por pecar lo que distingue al hijo de Dios de los profesos vacíos.

Otra característica de la fe salvífica es que «obra por el amor» (Gálatas 5:6). No es inactiva, sino energética. La fe que es «por la operación de Dios» (Colosenses 2:12) es un poderoso principio de poder, que difunde energía espiritual a todos los aspectos del alma y los alinea al servicio de Dios. La fe es un principio de vida mediante el cual el cristiano vive para Dios; un principio de dirección, por el cual se camina hacia el cielo a través de la carretera de la santidad; un principio de fuerza, que se opone a la carne, al mundo y al diablo.

«La fe en el corazón de un cristiano es como la sal que fue echada en una fuente corrupta, que convirtió las aguas malas en buenas, y la tierra estéril en fructífera. Es tanto así que le sigue un cambio de la conversación y de vida, brindando un fruto acorde con: “Un buen hombre del buen tesoro de su corazón produce buen fruto;” cuyo tesoro es la fe» (John Bunyan en Christian Behaviour [Conducta cristiana]).

En el momento que la fe salvífica es sembrada en el corazón, esta crece y se esparce en todas las ramas de la obediencia, y es llenada con frutos de justicia. Hace que su dueño actúe para Dios, y por lo tanto muestre evidencia que es algo vivo y no una simple teoría muerta. Incluso un recién nacido, aunque no puede caminar y trabajar como un adulto, respira, llora, se mueve, come, y por lo tanto, muestra que está vivo. Así también el que es nacido de nuevo; respira para con Dios, clama por Él, se mueve en dirección a Él, depende de Él. Pero el infante no permanece siendo un bebé; el crece, obtiene fuerza, hay una actividad que va en aumento. Así tampoco el cristiano permanece sin cambios, va «de poder en poder» (Salmo 84:7).

Pero observe cuidadosamente que la fe no «obra» solamente, sino que «obra por el amor». Es en este punto que las «obras» del cristiano se diferencian de aquellas de un simple religioso. «El católico romano obra a fin de ganarse el cielo. El fariseo obra para ser aplaudido, para ser visto por los hombres, a fin de lograr una buena estima de ellos. El esclavo trabaja para no ser golpeado, para no ser condenado. El religioso obra para poder tapar la boca de su conciencia que lo acusará si no hace nada. El profeso común obra porque es vergüenza no hacer nada donde algo tan grande es profesado. Pero el verdadero creyente obra porque ama. Este es el motivo principal (incluso el único) que lo lleva a obrar. No hay otro motivo dentro ni fuera de él, sin embargo, se mantiene obrando para Dios, y actuando para Cristo porque lo ama; es como fuego en sus huesos» (David Clarkson).

La fe salvífica siempre va acompañada de un caminar de obediencia.

«Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él» (1 Juan 2:3,4).

No te equivoques en este punto querido lector: los méritos del sacrificio de Cristo y el poder de su intercesión sacerdotal son infinitos, sin embargo, el que es salvo no usa esto como excusa para continuar en desobediencia. Él reconoce como Sus discípulos a aquellos que le honran como su Señor

«Demasiados profesos se calman a sí mismos con la idea de que ellos poseen una justicia imputada, mientras son indiferentes a la obra santificadora del Espíritu. Ellos se rehúsan a ponerse los vestidos de la obediencia, rechazan el lino fino que es la justicia de los santos. Y así revelan su propia voluntad, su enemistad con Dios, y su falta de sumisión a Su Hijo. Tales hombres pueden hablar lo que quieran de la justificación por la fe y la salvación por gracia, pero son unos rebeldes de corazón; no se han puesto el vestido de bodas al igual que el que pretende justificarse por sus obras, el cual ellos mismos condenan. El hecho es que, si deseamos las bendiciones de la gracia debemos someter nuestros corazones a las reglas de la gracia, sin tomar unas y desechar otras» (C. H. Spurgeon en The Wedding Garment [El vestido de boda]»).

La fe salvífica es preciosa, pues, así como el oro, soportará las pruebas (1 Pedro 1:7). Un cristiano genuino no teme a las pruebas; sino que desea ser probado por Dios mismo. Él clama:

«Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón» (Salmo 26:2).

Por lo tanto, está dispuesto a que su fe sea probada por otros, porque no esquiva el toque del Espíritu Santo. Con frecuencia se examina a sí mismo, pues donde hay tanto en juego debe estar seguro. Él está ansioso de conocer lo peor, así como lo mejor. La predicación que más le agrada es aquella que más le hace escudriñarse y probarse. Se resiste a ser engañado con vanas esperanzas. No se deja sumergir en una gran presunción de su condición espiritual. Cuando es retado, cumple con el consejo del apóstol en 2 Corintios 13:5.

Aquí está la diferencia entre el verdadero cristiano y el religioso. El profeso pretencioso está lleno de orgullo, y tiene una alta opinión de sí mismo, está muy seguro de que ha sido salvado por Cristo. Él detesta toda prueba que amerite examinarse, y considera el auto examen como algo altamente dañino y destructor de la fe. La predicación que más le agrada es aquella que se mantiene a una distancia respetable, que no se acerca a su conciencia, que no le escudriña su corazón.

Predicarle la obra consumada de Cristo y la seguridad eterna de todos los que creen, lo fortalece en su falsa paz y alimenta su confianza carnal. Si un verdadero siervo de Dios trata de convencerlo de que su esperanza es un engaño, y su confianza es una presunción, él lo consideraría como un enemigo, como si Satanás buscara llenarlo de dudas. Hay más esperanza de que un asesino sea salvo, que este deje de creer en su engaño.

Otra característica de la fe salvífica es que le da al corazón la victoria sobre las vanidades e inmundicias de las cosas del mundo.

«Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo; nuestra fe» (1 Juan 5:4).

Observe que esto no es un objetivo tras el cual el cristiano se esfuerza, sino en realidad es una experiencia presente. En esto el santo ha sido conformado a su Cabeza:

«pero confiad, Yo he vencido al mundo» (Juan 16:33).

Cristo lo venció por Su pueblo y ahora Él lo vence en ellos. Él abre sus ojos para que vean lo hueco e indigno que este mundo ofrece, y desconecta sus corazones para satisfacerlos con cosas espirituales. Él mundo atrae tan poco al verdadero hijo de Dios que éste anhela que llegue el momento en que Dios lo saque de allí. ¡Ay de aquellos que profesan el nombre de Cristo no teniendo ningún conocimiento de estas cosas! ¡Ay de aquellos que han sido engañados con una fe que no salva!

«Un cristiano solamente vive para Cristo. Muchas personas piensan que pueden ser cristianos en términos más fáciles que estos. Ellos piensan que es suficiente confiar en Cristo, aunque no vivan para Él. Pero la Biblia nos enseña que si tenemos parte de la muerte de Cristo también somos participantes de su vida. Si tenemos tal valoración de Su amor al morir por nosotros y llevarnos a confiar en los méritos de Su muerte, seremos llevados a consagrar nuestras vidas a Su servicio. Y ésta es la única evidencia de la autenticidad de nuestra fe». (Charles Hodge acerca de 2 Corintios 5:15)

Querido lector, ¿Has comprobado estas cosas en tu propia experiencia? Si no, ¡Qué indigna y perversa es su profesión! «Por lo tanto, es excesivamente absurdo para cualquiera, el pretender tener un buen corazón mientras se tiene una vida perversa, o no producir el fruto de santidad universal en su práctica. Los hombres que viven en el camino del pecado, y sin embargo alardean de que irán al cielo, esperando ser recibidos como personas santas, sin una práctica santa, actúan como si ellos esperaran hacer de su Juez un tonto. Esto viene implicado en lo que dijo el apóstol (hablando de las buenas obras del hombre y del vivir una vida santa y así mostrar la evidencia de su conversión para vida eterna), «No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» (Gálatas 6:7). Así que debemos decir, no se engañen a ustedes mismos con una esperanza de cosechar la vida eterna, si no siembran para el Espíritu en esta vida; es en vano pensar que Dios se volverá un tonto por ustedes» (Jonathan Edwards en Religious Affections [Afectos Religiosos]).

Lo que Cristo demanda de Sus discípulos es que ellos Le magnifiquen y Le glorifiquen en este mundo; y que vivían una vida santa para Él, padeciendo pacientemente por Él. Nada honra más a Cristo que aquellos que profesan Su nombre manifiesten el poder de Su amor sobre sus vidas y corazones, mediante una obediencia santa. Por el contrario, nada es de mayor reproche y deshonra para Él, que aquellos que viven para sus propios placeres, quienes están conformados a este mundo, y encubren su maldad bajo Su santo nombre. Un cristiano es uno que ha tomado a Cristo como ejemplo en todas las cosas; y cuán grande es el insulto cuando esos que profesan ser cristianos viven diariamente sin mostrar respeto por Su ejemplo piadoso. Son como una fetidez ante Sus narices; y son causantes de grandes dolores a Sus verdaderos discípulos; ellos son el mayor obstáculo que existe para el progreso de Su causa en la tierra; ellos, sin embargo, encontrarán los lugares más ardientes que han sido reservados para ellos en el infierno. Oh que ellos abandonen su curso de auto placer o que abandonen la profesión de ese Nombre que es sobre todo nombre.

Quiera el Señor usar este libro para deshacer la falsa confianza de algunas almas engañadas, y si preguntan con sinceridad como obtener una fe genuina y salvífica, respondemos, usa los medios que Dios ha prescrito. Debido a que la fe es Su don, Él la da a Su modo; y si deseamos recibirla, entonces debemos ponernos en el camino donde Él desea comunicarla. La fe es la obra de Dios, pero Él no la obra sin ningún medio, sino a través de los medios que Él ha determinado. Los medios determinados no pueden producir fe en sí mismos. Estos no son más que instrumentos en las manos de Quien es la causa principal. Aunque Él no Se ha atado a ellos, si nos ha atado a nosotros. Aunque Él es libre, para nosotros son medios necesarios.

El primer medio es la oración: «Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros» (Ezequiel 36:26). He aquí una promesa de gracia, pero ¿De qué manera Él ha de cumplir esta, y otras promesas similares? Pues escucha:

«Así ha dicho Jehová el Señor: Aún seré solicitado por la casa de Israel, para hacerles esto; multiplicaré los hombres como se multiplican los rebaños» (Ezequiel 36:37).

Clama sinceramente a Dios por un nuevo corazón, por Su Espíritu regenerador, por el don de la fe salvífica. La oración es una responsabilidad universal. Aunque un no creyente peque al orar (al igual que lo hace en todo), para él orar no constituye un pecado.

El segundo medio es escuchar la Palabra de Dios (Juan 17:20; 1 Corintios 3:5) o leerla (2 Timoteo 3:15). David dijo:

«Nunca jamás me olvidaré de tus mandamientos, Porque con ellos me has vivificado» (Salmo 119:93).

Las Escrituras son la Palabra de Dios; a través de las cuales Él habla. Entonces, lee la Biblia y pídele que te hable vida, poder, liberación, paz a tu corazón. ¡Que el Señor digne a incluir Su bendición!

Cristianismo Práctico

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