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SOBRE LA CUESTIÓN DEL LIBRE ALBEDRÍO EN AGUSTÍN DE HIPONA Y LUTERO

Matthias Koßler Johannes Gutenberg-Universität Mainz

La libertad de la voluntad y la autodeterminación del ser humano están estrechamente ligadas. Esto no se aplica solo desde Kant, que identifica la libertad práctica con la autonomía, pues ya Agustín de Hipona equipara los actos de la voluntad con su autodeterminación cuando en el primer libro de De libero arbitrio pregunta: «¿Qué es lo que está en nuestra voluntad tanto como la misma voluntad?» (Quod enim tam in voluntate quam ipsi voluntate sita est?) (Lib. arb.i, 12, 26 [86]).1 Que la voluntad se determina por sí misma y no por medio de ninguna otra cosa es para Agustín un juicio analítico, puesto que en caso contrario deberíamos decir que «no queremos voluntariamente» (non voluntate volumus), lo cual es evidentemente una locura (delirius) (Lib. art. III, 2, 7).2 No obstante, esta paradójica suposición de una voluntad no autónoma se convierte precisamente en un tema central en el curso del desarrollo del pensamiento agustiniano, tema que Lutero retoma bajo la acuñación, más cruda, del «siervo albedrío».

La autodeterminación y el libre albedrío entran en relación problemática justo en el momento en que aparece en escena el obrar moral. La libertad de obrar –es decir, el hacer lo que se quiere– se topa con la libertad de la voluntad –esto es, el poder determinar la propia voluntad de acuerdo con las exigencias de la moral–. Para expresarlo con la concisa formulación de Schopenhauer: puedo hacer lo que quiero, pero no puedo querer lo que quiero (E 24). Para Agustín, sin embargo, la diferencia se hace patente en primer lugar ante un obrar que contraviene la ley moral, esto es, ante el pecado. En un obrar moralmente bueno o incluso solo neutro hay una identidad entre la libertad de hacer y la libertad de querer, dándose con ello la unidad analítica de autodeterminación y libertad. La cuestión de un querer del querer no se plantea, porque no se presenta el conflicto paradójico de la voluntad consigo misma.

Prescindiendo por el momento de explicaciones teológicas, es en la conciencia donde se observa una contradicción en la propia voluntad. La mala conciencia resulta de no haber querido el bien y de haber hecho intencionadamente el mal en su lugar. Esto, sin embargo, es a su vez un indicador de que la persona que tiene mala conciencia quiere el bien, puesto que de lo contrario de ningún modo se arrepentiría de haber querido y haber hecho el mal. La diferencia entre la angustia propia de la conciencia y el miedo al castigo reside en que en el primer caso el culpable, el juez y quien impone la pena son una misma persona. El problema es dónde está aquí la ley según la cual la conciencia juzga y condena. Sin duda, lo que realmente se quiere es el bien –realmente, porque si el bien se quiere y se hace, no surge en la voluntad ningún arrepentimiento ni protesta–. La conciencia se basa por lo tanto en un juicio de la voluntad buena y autodeterminada originariamente a propósito de un obrar intencionado que no se corresponde con ella.

Agustín explica esto teológicamente con los dogmas de la creación y del pecado original. En la Antigüedad precristiana apenas aparece el tema del libre albedrío, con la excepción de la discusión acerca de los actos voluntarios e involuntarios en la Ética a Nicómaco de Aristóteles. De este modo, el problema del libre albedrío –que es tratado con el trasfondo de una voluntad contradictoria en sí, de la «perversidad de una voluntad» (voluntatis perversitas) (Conf., VII, 16)–3 está ligado a la doctrina del cristianismo y es Agustín quien por primera vez lo aborda con detalle. Queda en el aire si la reflexión filosófica sobre el problema del mal, particularmente virulenta como fue en el neoplatonismo,4 encontró en los dogmas cristianos una continuación o si la nueva religión cristiana fue la que concibió en primer término el problema del libre albedrío. En cualquier caso, este se desarrolla en Agustín con la teodicea y la doctrina del pecado original.

En las obras de Agustín de Hipona, donde el concepto de libre albedrío aparece por primera vez, lo hace en conexión y armonía con el orden divino del mundo, aunque bien pronto se plantea el problema de cómo conciliar la perfección y bondad de este orden divino con la «perversidad de las cosas humanas» (perversitas in rebus humanis) (Ord. I, 1, 1).5 En De libero arbitrio la pregunta «Dime, te ruego, ¿puede ser Dios el autor del mal?» (Dic mi, quaeso te, utrum deus non sit auctor mali) (Lib. arb. I, 1)6 constituye el punto de partida cuya discusión lleva más allá del concepto de libre albedrío, hasta la doctrina del pecado original. En las Retractationes Agustín advierte de que el libro se redactó teniendo en cuenta la doctrina herética maniquea del mal como principio independiente. Él mismo había estado vinculado en sus años jóvenes a esta secta, de tal modo que, al desmarcarse ahora del dualismo, era especialmente favorable al libre albedrío como una posibilidad de conciliar la bondad de Dios con el mal en el ser humano. Más tarde fueron los también heréticos pelagianos quienes lo empujaron, en sentido contrario, a tener por crítico el significado del libre albedrío frente al poder de Dios. Estas influencias no deben sin embargo sobrevalorarse, pues ya en De libero arbitrio su concepción se basa en corrientes fundamentales. De hecho, la insistencia en aspectos concretos es distinta en los escritos tardíos, puesto que no estamos ya ante tratados puramente teóricos, sino ante cartas y tratados político-religiosos que, como indican sus títulos, estaban dirigidos a determinadas personas o grupos o contra estas.

En un primer momento Agustín considera el libre albedrío en relación con la creación. La bondad y la omnipotencia de Dios exigen que la voluntad del ser humano, que contiene de manera analítica la libertad, sea buena en tanto que creada. Así concibe teológicamente Agustín uno de los aspectos destacados de la conciencia, a saber, la conciencia realmente buena de todo ser humano, con la que se relacionan al mismo tiempo la libertad y una autodeterminación ilimitada. La naturaleza creada originaria del ser humano es hacer el bien por propia voluntad. Este es el estado de inocencia de Adán antes del pecado original, un estado en el que no hay ningún conflicto entre el libre albedrío y el orden predestinado por Dios. Si el orden divino prevé que el ser humano dotado de voluntad hará algo, entonces esa presciencia y predeterminación no suponen ninguna restricción para la libertad de la voluntad; más bien, ese orden divino hace justamente posible el acuerdo de la libertad de obrar con la libertad de la voluntad.

No obstante, en el concepto de voluntad libre queda comprendido también que esta pueda apartarse del bien e inclinarse hacia el mal. Con la desviación consumada, que queda ilustrada en el pecado original de Adán, todo cambia: no solo es que la voluntad se haga entonces contradictoria consigo misma y entre en conflicto con su propia naturaleza, sino que también ha de temerse que el orden del mundo quede desquiciado, puesto que el mal ha de integrarse en él, de tal manera además que la bondad del orden del mundo en su conjunto no se vea tocada. A este respecto hay que tener en cuenta que para Agustín el orden de la creación es dinámico: las criaturas construyen una escala desde los bienes inferiores, pasando por los intermedios, hasta los superiores, y el orden consiste esencialmente en que las criaturas aspiran a bienes cada vez más altos. El bien supremo al que tienden de forma natural todas las cosas es Dios. Esto es así hasta el punto de que las cosas inferiores se usan para alcanzar las superiores y disfrutar de ellas. Este orden depende por tanto de la adecuada relación entre uso (uti) y disfrute (frui) de las cosas creadas (De diversis quaestionibus octoginta tribus, qu. 30).7

Con el pecado original el orden se invierte: los bienes elevados y espirituales se utilizan para disfrutar de los más bajos y corporales. La causa de ello reside en la soberbia (superbia) con la que el ser humano ya no hace de Dios, sino de sí mismo, el fin de sus afanes (Lib. arb. III, 25, 76).8 Con esto se impide, por así decirlo, la dinámica del ascenso hacia Dios. Pero este impedimento desemboca inevitablemente en la inversión del movimiento, puesto que si el ser humano no se ama como criatura con la mira puesta en su creador, solo puede amarse con miras a la nada a partir de la cual fue creado. Hay pues en último término un amor a sí mismo y una autodeterminación invertidos que se basan en el pecado. Este amor a sí mismo es erróneo porque el ser humano fracasa constantemente al quedar desplazada de pronto la meta de su amor a lo que está por debajo de él. El ser humano no se sirve ya entonces de lo corporal para disfrutar, sino que se odia (Doctr. chr. I, 23, 23)9 a sí mismo y al prójimo para gozar de lo corporal. Esto caracteriza a la concupiscencia (cupiditas), que lo domina a consecuencia del pecado original. Que el amor a sí mismo esté equivocado y que el ser humano esté a merced de los apetitos y pierda su libertad es el castigo que lleva aparejado el pecado, por medio del cual se restaura el orden del mundo. En él somete Dios las buenas voluntades a sí mismo:

…las otras a las que le están sometidas a Él, a fin de que la mala voluntad soporte lo que por el mandato de Dios hiciere la buena, ya por sí misma ya por la mala; mas esto solamente sucede en las cosas, es decir, en los cuerpos que por naturaleza están sometidos también a las malas voluntades (Gen. Litt. VIII, 23, 44).10

Agustín de Hipona explica la problemática del libre albedrío con el trasfondo de un orden de la creación ideal que constituye a la buena voluntad en su libertad y con el trasfondo de un orden de la salvación real que incluye el pecado. A ambos órdenes corresponde la determinación de la buena voluntad como naturaleza del ser humano y de la voluntad tras el pecado original como disposición (adfectio) (Lib. arb. III, 9, 26).11 En comparación con Lutero cabe advertir de que Agustín, aunque considere en cierto modo el carácter pecaminoso del ser humano a raíz del pecado original como una «segunda naturaleza» (Lib. arb. III, 19, 54)12 de este, mantiene sin embargo siempre, como algo fundamental, que se trata de un estado contranatural: en tanto que criatura de Dios, el ser humano es en esencia bueno.

La voluntad libre es un «bien intermedio» (Lib. arb. III, 18, 52)13 en el orden de la creación, es decir, que el orden prevé que ciertos bienes –en particular las cosas corporales y las fuerzas– le estén subordinados, mientras que ella misma es un instrumento para subordinarse a los bienes superiores –Dios y los ángeles–. En el caso del pecado habla Agustín de un uso erróneo de este bien intermedio, conforme a la disposición del orden a partir de la relación entre uso y disfrute. Aflora enseguida con esto la problemática de la voluntad libre: ¿qué voluntad es esa –nos preguntamos– que se sirve o abusa de la libre voluntad como bien? Agustín distingue finalmente tres conceptos de voluntad, a los que les corresponden respectivamente tres formas de libertad: 1) la voluntad que, de acuerdo con el orden de la creación, se orienta hacia Dios; 2) la voluntad que puede decidirse entre dos alternativas: mantener esa orientación hacia Dios o apartarse de él, y 3) la voluntad que, tras haberse apartado de Dios, está sometida al dominio de los apetitos. A la primera voluntad le corresponde una libertad ilimitada, y lo mismo sucede con la segunda, puesto que la libertad de elección pertenece al concepto de voluntad. No obstante, está claro que Agustín traza una diferencia entre ambas, pues a la voluntad que se redimió del pecado gracias a la gracia divina le otorga el don de la perseverancia (donum perseverantiae)14 con el que pierde para siempre la posibilidad de apartarse de Dios. En la tercera de las voluntades mencionadas la libertad está reducida, pues al apetito carnal van unidas la ignorancia y la dificultad (ignorantia et difficultas) (Lib. arb. III, 18, 52),15 a consecuencia de las cuales el ser humano «no tiene libre albedrío para no pecar, sino solamente para no querer pecar» (Exp. prop. Rom. 12, 12).16 Dios da la ley moral a fin de abolir la ignorancia, pero no para que pueda hacerse el bien, sino para que se haga evidente la incapacidad de hacerlo y el ser humano busque por ello la gracia de Dios, pues solo por medio de esta pueden restablecerse el orden originario y la voluntad libre.

Con las tres voluntades que aparecen sucesivamente en la historia sagrada cristiana satisfizo Agustín los tres requisitos ligados al concepto del libre albedrío humano: 1) la voluntad creada y la restaurada por medio de la gracia en relación con la unidad de la libertad de obrar y de la libertad de querer (imputación de la acción); 2) la voluntad de Adán en relación con la libertad de elección (liberum arbitrium indifferentiae), y 3) la voluntad del ser humano bajo las condiciones del pecado original y de la ley en relación con la libertad, que se corresponde con la responsabilidad moral del ser humano. Sin embargo, las tres voluntades no pueden separarse realmente, pues representan aspectos de una y la misma voluntad humana. La dificultad reside sin embargo en conciliar estos momentos de la voluntad libre cargados de contradicciones. Esta dificultad se destaca en los desarrollos posteriores de la doctrina de la gracia en Agustín de Hipona.

En un principio el libre albedrío y la gracia no entran en contradicción, puesto que la gracia de Dios restaura el orden de la creación conforme a la perfección de la libertad de la voluntad. Pero los otros dos momentos, la libertad de elección y la responsabilidad, no se dejan armonizar. La libertad de elección es la piedra angular, puesto que sin ella no se pueden pensar ni la imputación ni la responsabilidad. Lutero muestra justamente esto cuando niega cualquier tipo de libertad de elección, y llega a la conclusión de que la voluntad es dirigida o por el diablo o por Dios. Agustín intenta sin embargo salvar la voluntad libre en su totalidad. Aun cuando tras el pecado original el ser humano ya sea incapaz de no pecar, puede sin embargo querer no pecar con el ánimo de estar dispuesto, en la fe en Dios, a aceptar la gracia divina y a tener así un mérito por propia voluntad. Pero está claro que con ello el problema solo se aplaza: si por medio de la fe son posibles las buenas obras y la fe tiene su origen en una decisión de la voluntad, entonces al final es esa decisión la causa del buen obrar. Pero si la fe voluntaria no causa la gracia, entonces la voluntad queda sin mérito. Además, la fe significa ya la orientación hacia Dios, que produce las buenas obras; y si la gracia debe jugar algún papel, en tanto que «vocación causadora» (vocatio effectrix) (Simpl. I, 2, 13),17 no debe solo provocar en el ser humano la fe en Dios, sino que ha de ser también causa de que este acepte la gracia de Dios, de modo que no quede ya nada para la voluntad libre.

En Ad Simplicianum Agustín intenta preservar un último resto de la libertad de la voluntad al concederle una intervención, a saber, que queremos, mientras que aquello que queremos es solo obra de la gracia divina (Simpl. I, 2, 10).18 Con esta reducción de la voluntad a una ciega causalidad eficiente (como corresponde a las fuerzas de la naturaleza) se intentan pensar la imputación y la responsabilidad sin libertad de elección. No obstante, Agustín subrayó siempre que esto era teoréticamente deficiente. En las retractaciones a Ad Simplicianum escribe: «Al solucionar esta cuestión [de la coexistencia de libertad y gracia] he trabajado ciertamente a favor del libre albedrío de la voluntad humana, pero ha vencido la gracia de Dios…» (Retr. II, 1, 2).19 Esto sin embargo no significa, como muestran los últimos escritos, que no haya libre albedrío, sino solo que no somos capaces de comprender la relación entre voluntad y gracia, o sea, el libre albedrío del ser humano en todos sus aspectos. De este modo, al final de Ad Simplicianum escribe Agustín: «Creamos solamente, aunque no podamos comprender» (Simpl. I, 2, 22).20

Esta última observación no significa simplemente una huida a un asylum ignorantiae, sino que debe verse en relación con la doctrina del conocimiento de Agustín y en particular con su interpretación del autoconocimiento y la autodeterminación. En la discusión sobre el pecado original se puso ya de manifiesto que Agustín distingue entre un auténtico amor a sí mismo y un amor a sí mismo mal entendido, que se relaciona a su vez con un autoconocimiento y una autodeterminación también trabucados. El falso autoconocimiento es aquel en el que el sí mismo se entiende como independiente de una relación con Dios, no obstante lo cual ese autoconocimiento se torna de repente una determinación del sí mismo hacia lo corporal. Por tanto, el ser humano se extravía siempre que cree que puede determinarse a sí mismo independientemente de Dios, pues no dispone de un saber sobre su naturaleza creada a partir del cual poder determinarse a sí mismo de manera adecuada. Por otro lado, para él es notorio que la orientación hacia Dios, al cual no puede comprender, pertenece a su esencia originaria. En De Trinitate Agustín explicó detalladamente esta forma de autoconocimiento. El punto de partida es la doctrina cristiana según la cual el ser humano fue creado a imagen de Dios (imago Dei), por lo cual su esencia es ser una imagen de Dios que mira dentro de sí para el verdadero autoconocimiento. Pero este espejo de Dios se ha empañado tanto a consecuencia del pecado original que en él no se divisa a Dios, de manera que puede solo buscársele. No obstante, gracias a la intención de dirigirse hacia Dios ligada a esta búsqueda, el espejo se hace cada vez más claro. Así pues, el autoconocimiento se basa únicamente en una aproximación asintótica al ser que permanece incomprensible en esta vida. En la medida en que este ser consiste en una unidad de voluntad divina y humana, su libertad y autodeterminación escapan al concepto; pero la fe, entendida como un tender intencional hacia Dios, así como las obras de caridad que resultan de ella, proporcionan la certeza de que la voluntad humana es libre, es decir, que se le deben exigir cuentas por sus actos, que le corresponde culpa o mérito y que es responsable de sí misma.

La unión de teología y filosofía, que caracteriza a la posición agustiniana en la cuestión del libre albedrío y que descansa en la idea de una participación del ser humano en el conocimiento divino en la fe, es decisiva para la Edad Media cristiana e influye más allá de ella. Aún en Spinoza, la scientia intuitiva está ligada al amor Dei intellectualis (Ethica v, prop. 33).21 También para Spinoza la libertad de autodeterminación del ser humano y la necesidad de la determinación causal de su obrar coinciden en el conocimiento ideal. A finales de la Edad Media se impone no obstante una interpretación del conocimiento según la cual se diluye la continuidad del conocimiento divino y el humano y con ello la posibilidad de una unión de teología y filosofía. La cosmovisión religiosa y la visión empírico-científica del mundo se distancian, lo cual tiene también consecuencias para la problemática del libre albedrío.

En cuanto a la libertad de la voluntad, ya no es posible una concepción de la verdad en Dios como la que subyace a la especulación en la teoría del conocimiento medieval. La alternativa entre predestinación y libertad se hace excluyente. Este planteamiento se pone claramente de relieve en Lutero, pues, en su opinión, para los cristianos es de importancia fundamental «poder distinguir con absoluta certeza entre el poder de Dios y el nuestro, entre la obra de Dios y la nuestra» (certissimam distinctionem habere inter virtutem Dei et nostram, inter opus Dei et nostrum) (Serv. arb. 614). Con esto Lutero se opone a Guillermo de Occam y a su escuela, la de los occamistas o moderni, que habían contribuido esencialmente al establecimiento de una nueva doctrina del conocimiento con la que defendían una nueva forma de pelagianismo. En Occam la separación de fe y saber da lugar a la suposición de una omnipotencia de Dios (potentia Dei absoluta) (Occam, Scriptum in librum tertium sententiarum, dist. 17, qu. 1 y 2) que escapa completamente a la comprensión y en la que se basa la contingencia del mundo cognoscible. Al no poder entrar aquí en el complicado debate medieval sobre causalidad, necesidad y mérito,22 me limitaré a exponer brevemente y a grandes rasgos la posición de Occam. Este considera que, a causa de la predestinación, el mundo está determinado en la forma de una relación causal universal y necesaria que incluye incluso la secuencia mérito-recompensa. Depende no obstante del poder absoluto de Dios si un mérito se toma o no como tal; el reconocimiento de las buenas obras es por tanto contingente, mientras que su recompensa se deriva necesariamente. La gracia de Dios actúa aquí solo como gratia acceptans, en tanto que establece de antemano qué será tomado como mérito. No existe una gratia auxilians, es decir, una gracia que intervenga en la relación causal respaldándola, tal y como le corresponde a la misericordia de Dios en Agustín. De ahí que la gracia divina no participe de manera necesaria en la realización de buenas obras, teniendo estas esencialmente su origen en el libre albedrío del ser humano. Así pues, el ser humano puede hacer el bien partiendo de su moral natural y hacerse con ello acreedor de la bienaventuranza que permanece sujeta a la impenetrable voluntad de predestinación de Dios.

Lutero, que había recibido su formación en el ámbito del occamismo y que se consideraba a sí mismo como uno de los moderni al haber adoptado buena parte de sus fundamentos en materia de teoría del conocimiento, combate sin embargo con vehemencia la tendencia pelagiana al negar radicalmente el libre albedrío del ser humano. No obstante, esta negación es solo válida para los asuntos que atañen a la salvación del ser humano y así, en un sentido más amplio, para las acciones éticas, mientras que en lo relativo a las «cosas inferiores» la libertad de la voluntad no se pone de ningún modo en cuestión (Römerbriefvorlesung [WA (Weimarer Ausgabe) 56], 385). Esta distinción equivale a algo que también era manifiesto para Agustín, a saber, que la libertad de la voluntad se convierte en un problema solo en cuanto a las acciones morales. En el caso de Lutero, la radicalidad de la separación entre el ámbito mundano y el ético-religioso repercute en la autodeterminación. Para Agustín el sí mismo natural y el sí mismo en disposición de pecado se conciliaban de tal modo que en este último aún se mantenía la libertad de la voluntad, aunque fuera en una forma menoscabada. A este respecto, Lutero le critica a Agustín su afirmación de que existe la libertad, aun cuando solo sirva para los pecadores, y llega así al resultado lógico de que el libre albedrío es una mera ficción, un figmentum in rebus seu titulum sine re (Assertio 36, 146).23 Esta conclusión casa con la nueva interpretación en materia de teoría del conocimiento, según la cual es imposible un conocimiento análogo, basado en la participación del saber divino. El conocimiento moderno exige evidencias y una clara fundamentación lógico-racional. Con este ideal científico, que más tarde será defendido de manera prominente por Descartes, tiene que ver también la insistencia de Lutero en la claridad de las Sagradas Escrituras, que no admiten ninguna oscuridad o ambigüedad en la cuestión del libre albedrío. En De servo arbitrio formula Lutero la siguiente alternativa:

… preguntamos si el hombre tiene un libre albedrío frente a Dios, de modo que Dios le obedece y hace lo que el hombre quiere, o si por el contrario, Dios tiene un libre albedrío frente al hombre, de modo que el hombre quiere y hace lo que Dios quiere, y no puede hacer nada sino lo que Dios quiera que haga.24

Lutero se decide por la última opción y no solo con respecto al ser humano del presente, sino también en cuanto a su naturaleza creada antes del pecado original y en relación con el pecado original mismo, que no se explica por el libre albedrío de Adán, sino porque Dios le retira a este su gracia, por la cual estaba provisto de una voluntad buena. Antes del pecado original el ser humano carecía de libre albedrío porque, en su inocencia pueril (puerilis innocentia) (Genesisvorlesungen I [WA 42], 84), estaba sometido a la voluntad de Dios y por eso se encontraba en íntima armonía con él. Tras el pecado original queda sometido del mismo modo al diablo. Para poder hacer plausible el paso de una a otra forma de falta de libertad al producirse el abandono de Dios, debe realmente aceptarse que el ser humano es malo en su naturaleza creada y que solo gracias a la ayuda de Dios es capaz de hacer el bien. Lutero revoca otra vez estas conclusiones de la negación del libre albedrío en la medida en que, tras la escisión de razón y fe, representan especulaciones inadmisibles sobre contenidos de fe, pero descarta con ello una interpretación del libre albedrío como la de Agustín.

Con su doctrina de la alienación y el restablecimiento del libre albedrío como esencia del ser humano, Agustín de Hipona había intentado explicar las exigencias éticas de la capacidad de imputación y responsabilidad de las acciones humanas. Lutero considera que ambas son dudosas si se desarrolla el pensamiento de Agustín de manera consecuente. Si, tal y como él lo ilustra con una imagen, la voluntad del ser humano debe ser considerada como un mulo montado, o bien por Dios o bien por el diablo (De servo arbitrio [WA 18] 635, 709), entonces no se entiende cómo pueden serle imputadas las acciones. Y si el ser humano no toma ni una sola vez parte –mediada como siempre– en una decisión entre el bien y el mal, no se entiende su responsabilidad. En el lugar de la imputación y de la responsabilidad por la acción, se coloca la doctrina de la justificación de Lutero, según la cual lo que conduce a la salvación no son las buenas obras, sino únicamente la fe. Ya por último debemos considerar, aunque sea brevemente, esta doctrina en relación con el problema de la autodeterminación.

El pecado se sigue de que Dios deja de dirigir la voluntad del ser humano, lo cual se expresa particularmente en que este se considera a sí mismo autónomo y capaz de cumplir las leyes divinas y de hacer buenas obras por propia voluntad. Por consiguiente, aceptar un libre albedrío a la vez que la imputación de las acciones y la responsabilidad por ellas no solo es teóricamente imposible para Lutero, sino también moralmente reprobable. Es cierto que esta idea de Lutero recuerda el papel de la soberbia (superbia) en Agustín, pero mientras que para este último la gracia de Dios restablecía el libre albedrío, de manera que el ser humano estaba en disposición de determinarse a obrar conforme al verdadero autoconocimiento, así como de realizar buenas obras, para Lutero en cambio solo se vence el pecado en la medida en que Dios ocupa el lugar del arbitrario sí mismo. La responsabilidad y la imputación de las acciones serán insignificantes solo en tanto en cuanto el ser humano vea en sí mismo únicamente a un pecador y en la fe en Dios su salvación. La «libertad cristiana» de la que habla Lutero en su escrito del mismo nombre no es la libertad de hacer el bien, sino la libertad de las buenas obras; más exactamente: la libertad «de la creencia en las obras, es decir, de la necia presunción de buscar justificación por las obras» (ab opinionibus operum, idest a stulta praesumptione iustificationis per opera quae sitae) («Epistola Lutheriana ad Leonem Decimum summum pontificem», Tractatus de libertate christiana [WA 7], 70).

La justificación tiene lugar mediante la fe en el punto neurálgico de la doctrina cristiana, esto es, mediante la fe en que Cristo cargó con los pecados de los seres humanos. Esta justificación les llega de fuera a quienes se confiesan pecadores al tiempo que Dios cubre (Röm. Vorl. 280) sus pecados. En la fe el ser humano es a la vez pecador y justo (simul iustus et peccator) (Röm. Vorl. 272): al considerarse a sí mismo pecador en la confesión es completamente injusto; en cambio es completamente justo cuando desde la fe considera que Dios no tiene en cuenta los pecados como tales. La autodeterminación es aquí doble. En el primer caso el creyente se define como un ser autónomo que se imputa los pecados y se responsabiliza; en el segundo, se define por medio de la comunión con Cristo, que actúa sobre él y cubre sus pecados. La fe hace, como escribe Lutero, de ambos «casi una persona» (quasi unam personam) (Gal. Vorl. 285), donde el concepto de persona en sentido propio solo se aplica al primer aspecto, mientras que en cuanto al segundo la persona se convierte en una simple máscara y en un instrumento (larva et instrumentum) de la voluntad divina (In epistolam S. Pauli ad Galatas commentarius ex praelectione [WA 40], 176). Semejante a la autodeterminación, en tanto que contradictorio, es en Lutero el obrar ético. Dado que la libertad de las obras no significa nada, los creyentes no realizan ninguna obra buena. Según Lutero, cuando al ser humano se le quita el peso de la responsabilidad, las buenas obras fluyen completamente de quien es justo; ya no se realizan por la propia dicha, sino únicamente por amor a Dios (Von der Freiheit eines Christenmenschen [WA 7], 36). Que las buenas obras como síntoma, por así decir –no como causa–, de lo justo son una prueba necesaria de la fe verdadera es algo que entra sin embargo de nuevo en cierta contradicción con su depreciación, así como con la doble autodeterminación. Por último y en relación con esto, también el concepto de conciencia es aporético. Por un lado, la buena conciencia tiene que ver con la obra buena particular como un signo de la fe, pero, por otro lado, se deriva de ese quedar cubiertos los pecados sobre todo por Cristo en la justificación y se refiere al individuo. La misma persona es a un tiempo justa y pecadora, de tal modo que la buena conciencia también tiene que ir siempre acompañada de una mala.

El análisis realizado hasta aquí ha mostrado que, con el paso de la doctrina del conocimiento especulativo medieval a la moderna doctrina del conocimiento empíricoracional, aparece ligada una agudización del problema del libre albedrío, que en Lutero lleva al rechazo radical de una libertad moral de la voluntad y con ello a una amplia disolución de la consistencia de los conceptos de imputación, responsabilidad, autodeterminación y conciencia. La estricta contraposición de determinación y libertad en la que se fundamenta este desarrollo es característica del pensamiento moderno hasta los debates actuales sobre el libre albedrío y la autodeterminación. Pese a que la determinación se presenta en las concepciones aquí tratadas como predestinación por medio de Dios, ya en Occam se señala que la providencia se piensa en la forma de una relación causal natural que después, sin la representación efectiva de Dios, todavía solo formal, se convierte en oposición a la libertad. Por el contrario, el pensamiento especulativo queda abierto a que Dios intervenga en la relación causal, posibilitando una reconciliación de predestinación y libertad. Estas consideraciones podrían también ser de interés para un compatibilismo moderno. Del mismo modo, la idea de que en lo relativo a la moral la autodeterminación ligada a la libertad no le concierne al sí mismo autónomo, sino al sí mismo en relación con otro (ya sea Dios u otro ser humano), ofrece un enfoque adicional en los debates actuales.

BIBLIOGRAFÍA

AGUSTÍN DE HIPONA (1952): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, IX: Tratados sobre la gracia (2.º), Madrid, BAC.

— (1956): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, VI: Tratados sobre la gracia, Madrid. BAC.

— (1957): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, XV: Tratados escriturarios, Madrid, BAC.

— (1959): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, XVIII: Exposición de las Epístolas a los Romanos y los Gálatas-Exposición de la Epístola a los Partos, Madrid, BAC.

— (1963): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, III: Obras filosóficas, Madrid, BAC.

— (1969): Obras de San Agustín, I: Introducción general y primeros escritos, ed. bilingüe, Madrid, BAC.

— (1979): Obras de San Agustín, ed. bilingüe, II: Las Confesiones, Madrid, BAC.

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KOßLER, M. (1999): Empirische Ethik und christliche Moral: Zur Differenz einer areligiösen und einer religiösen Grundlegung der Ethik am Beispiel der Gegenüberstellung Schopenhauers mit Augustinus, der Scholastik und Luther (Beiträge zur Philosophie Schopenhauers), Würzburg, Königshausen und Neumann.

SPINOZA, B. (1987): Ética demostrada según el orden geométrico, trad. de Vidal Peña, Madrid, Alianza.

NOTA: Esta contribución ha surgido en el marco del proyecto de investigación «Hacia una Historia Conceptual comprehensiva: giros filosóficos y culturales» (FFI2011-24473) del Ministerio de Economía y Competitividad.

Traducción del alemán de Lorena Rivera León. Título original: «Zur Frage der Willensfreiheit bei Augustinus und Luther». Agradezco a Faustino Oncina Coves su consejo en la resolución de algunos pasajes difíciles, y a José García Roca que haya compartido generosamente conmigo su sabiduría para que pueda ofrecer aquí traducciones fieles de los textos latinos citados (N. de la t.).

1. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1963, III: 232).

2. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 329).

3. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1979, II: 292).

4. Hay particularmente en Plotino (Eneida III: 3-4 y VI: 8) planteamientos a este respecto que se mantienen sin embargo todavía dentro del marco de la problemática de los actos voluntarios formulada por Aristóteles.

5. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1969, I: 594).

6. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1963: III: 200).

7. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1995, XL: 5-300).

8. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1963, III: 407-408).

9. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1957, XV: 87).

10. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 999).

11. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1957, III: 351-352).

12. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 382-383).

13. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 380-381).

14. Cf. el escrito De dono perseverantiae; trad. cast.: Agustín de Hipona (1956, VI: 571-674).

15. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1963, III: 380-381).

16. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1959, XVIII: 19).

17. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1952, IX: 99).

18. Trad. cast.: Agustín de Hipona (1995, XL: 95-97).

19. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 754).

20. Trad. cast.: Agustín de Hipona (ibíd.: 123).

21. Trad. cast.: Spinoza (1987: 230-231).

22. Cf. Koßler (1999: 324-331).

23. Una ficción en las cosas o un título sin contenido (N. de la t.).

24. «… hoc quaerimus, an erga Deum habeat [homo] liberum arbitrium, ut ille obediat et faciat, quae homo voluerit, vel potius, an Deus in hominem habeat liberum arbitrium, ut is velit et faciat, quod Deus vult, et nihil possit, nisi quod ille voluerit et fecerit» (Serv. arb. 781).

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