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Capítulo 7 El interrogatorio

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Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.

Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Gerardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de Saint-Meran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escudos, que con las esperanzas -palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes- podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.

El comisario de policía le esperaba a la puerta. La vista de este hombre hízole caer de su cielo a nuestro mundo material. Reformó su semblante de la manera que hemos dicho, y acercándose al oficial de justicia:

-Ya me tenéis aquí -le dijo- He leído vuestra carta: hicisteis bien al prender a ese hombre. Referidme ahora cuanto sepáis de él y de su conspiración.

-De la conspiración, señor, no sabemos nada todavía. En un legajo sellado tenéis sobre vuestro bufete cuantos papeles le hemos encontrado. Del preso tan sólo podré deciros que, según reza la carta que habéis visto, es un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, bergantín propio de la casa Morrel, que hace el comercio de algodón con Alejandría y Esmirna.

-Antes de pertenecer a la marina mercante, ¿había servido quizás en la de guerra?

-No, señor. ¡Si es muy joven!

-¿Qué edad tiene?

-Diecinueve o veinte años, a lo sumo.

En este momento llegaba Villefort con el comisario a la parte de la calle Grande en que desemboca la de los Consejos. Un hombre que estaba como esperándole, salió a su encuentro. Era el señor Morrel.

-¡Ah!, señor de Villefort -exclamó el buen hombre al ver al sustituto-. ¡Gracias a Dios que os encuentro! Sabed que acaba de cometerse la más escandalosa, la más terrible arbitrariedad. Acaban de prender al segundo de mi Faraón, al joven Edmundo Dantés.

-Ya lo sé, caballero -respondió Villefort-; y ahora voy a tomarle declaración.

-¡Oh, caballero! -prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven-, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

-Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

-Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.

Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

-¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró para su capote-: nos devolváis… ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva… Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente… Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

Luego añadió en voz alta:

-Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.

Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

-Que conduzcan aquí al preso.

Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

-¿Quién sois, y cómo os llamáis? -le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

-Me llamo Edmundo Dantés -respondió el joven con voz sonora y tranquila-; soy segundo de El Faraón, buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

-¿Vuestra edad?

-Diecinueve años -respondió Dantés.

-¿Qué hacíais cuando os prendieron?

-Hallábame en la comida de mi boda, señor -repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

-¡Comida de boda! -repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

-Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

«Esta homogeneidad filosófica -pensó interiormente- sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint-Meran.»

En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

-Proseguid -le dijo.

-¿Qué queréis que diga?

-Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

-Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo -añadió con una sonrisa- que cuanto puedo decir es de poca monta.

-¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?

-Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

-Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas -prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

-¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia.

Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

-¡Cáspita! -exclamó para sí Villefort-. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata… , lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo.

De tal modo serenó esta esperanza el ceño de Villefort, que cuando volvió a ocuparse de Dantés, el joven, que había observado atentamente las mudanzas de su rostro, le sonreía también como su pensamiento.

-¿Tenéis enemigos? -le preguntó Villefort.

-¡Enemigos yo! -repuso Dantés-. Afortunadamente valgo poco para tenerlos. Aunque mi carácter es tal vez demasiado vivo, procuro siempre refrenarlo con mis subordinados. Diez o doce marineros tengo a mis órdenes. Que se les pregunte y os responderán que me aprecian y me respetan, no diré como a un padre, que soy muy joven para eso, sino como a un hermano mayor.

-Si no enemigos, podéis tener rivales. Vais a ser capitán a los diecinueve años, lo que para los vuestros es una posición elevada: ibais a casaros con una mujer que os quiere, felicidad rarísima en la tierra. Estos favores del destino os pueden acaso granjear envidias.

-Sí, tenéis razón. Es muy posible, cuando vos lo decís: vos, que debéis conocer el mundo mejor que yo; pero si estos rivales fuesen amigos míos, os declaro que no deseo conocerlos por no verme obligado a aborrecerlos.

-Os equivocáis, Dantés. Importa mucho conocer el terreno que pisamos, y de mí sé decir que me parecéis tan bueno, que por vos me separaré de las ordinarias fórmulas de la justicia, ayudándoos a descubrir quién sea el que os denuncia. Aquí tenéis la carta que me han dirigido. ¿Reconocéis la letra?

Y sacando la denuncia de su bolsillo la presentó Villefort a Dantés. Al leerla éste pasó como una sombra por sus ojos, y respondió:

-No conozco la letra, porque está de propósito disfrazada, aunque correcta y firme. De seguro la trazó mano habilísima. ¡Cuán feliz soy -añadió, mirando a Villefort con gratitud-, cuán feliz soy en haber dado con un hombre como vos, pues reconozco en efecto que el que ha escrito ese papel es un verdadero enemigo!

Y en la fulminante mirada con que acompañó el joven estas frases, pudo comprender Villefort cuánta energía se ocultaba bajo aquella apariencia de dulzura.

-Seamos francos -dijo el sustituto-, habladme no como preso al juez, sino como hombre en una posición falsa a otro que se interesa por él. ¿Qué hay de verdad en esto de la acusación anónima?

Y Villefort arrojó con disgusto sobre su bufete la carta que Dantés acababa de devolverle.

-Todo y nada, señor: voy a deciros la pura verdad, por mi honor de marino, por el amor de Mercedes y por la vida de mi padre.

-Hablad -dijo en voz alta Villefort.

Luego añadió para sí:

«Si Renata me viese, creo que quedaría contenta de mí, y no me llamaría ya corta-cabezas.»

-Oíd, señor. Al salir de Nápoles, el capitán Leclerc se sintió atacado de calentura cerebral. Como no había médico a bordo, y el capitán se negaba a que desembarcásemos en cualquier punto de la costa, porque tenía prisa en llegar a la isla de Elba, su enfermedad subió de punto hasta que a los tres días, sintiéndose acabar, me llamó y me dijo:

«-Querido Dantés, juradme por vuestro honor que haréis lo que os voy a encargar ahora. De ello dependen los mayores intereses.

»-Lo juro, capitán-le respondí.

»-Pues oíd. Como después de que yo muera os pertenece el mando del Faraón, en calidad de segundo, lo tomaréis, y haciendo rumbo a la isla de Elba desembarcaréis en Porto-Ferrajo, preguntaréis por el gran mariscal y le entregaréis esta carta. Acaso entonces os darán otra con una comisión, que me estaba reservada a mí. La cumpliréis y todo el honor será vuestro.

»-Así lo haré, mi capitán; pero supongo que no será tan fácil como pensáis el llegar hasta el gran mariscal.

»-Esta sortija os abrirá todas las puertas, y allanará todas las dificultades -respondió Leclerc.

»Y me entregó la sortija. Ya era tiempo, porque dos horas después deliraba, y a la mañana siguiente había ya muerto.

-¿Qué hicisteis entonces?

-Lo que debía, señor, lo que otro cualquiera en mi lugar hubiera hecho. Siempre son sagrados los deseos de un moribundo, y entre los marinos, órdenes. Hice, pues, rumbo a la isla de Elba, adonde llegué a la mañana siguiente, desembarcando yo solo, después de mandar que nadie se moviese. Conforme había previsto se me presentaron algunas dificultades para ver al gran mariscal, pero todas las allanó la sortija.

Tras rogarme que le refiriera los detalles de la muerte de Leclerc, como el pobre capitán había sospechado, me entregó una carta encargándome que la llevara en persona a París. Prometíselo resueltamente porque así cumplía también la última voluntad de mi capitán.

»Lo demás ya lo sabéis. Desembarqué en Marsella, arreglé todos los asuntos de aduana y sanidad, y corrí por último a ver a mi novia, que he encontrado más bella y más encantadora que nunca. Gracias al señor Morrel todas las diligencias eclesiásticas se apresuraron, de modo que cuando me prendieron asistía como dije a la comida de boda. Una hora después pensaba casarme y partir mañana a París, cuando esta maldita denuncia que parece despreciáis tanto como yo…

-Sí, sí -murmuró Villefort-, todo lo creo, y a ser culpable lo sois de imprudencia, aunque imprudencia legítima, pues vuestro capitán os la impuso. Por consiguiente, dadme esa carta de la isla de Elba, y con palabra de presentaros así que os llame, podéis volver al lado de vuestros amigos.

-¿Conque, es decir, que ya estoy libre, señor? -exclamó Dantés lleno de júbilo.

-Sí, pero dadme primero esa carta.

-Debe de estar en vuestro poder, porque en ese paquete reconozco algunos papeles de los que me cogieron.

-Aguardad -dijo el sustituto a Dantés, que ya cogía su sombrero y sus guantes-; ¿a quién iba dirigida?

-Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, París.

Un rayo que hiriera a Villefort no le trastornara más que este imprevisto golpe. Dejóse caer sobre su asiento, del que se había separado un si es no es para asir el legajo, y ojeándolo precipitadamente, entresacó la carta fatal, contemplándola con terror indescriptible.

-¡Al señor Noirtier, calle de Coq-Heron, número 13! -murmuró palideciendo cada vez más.

-Sí, señor -respondió Dantés-. ¿Le conocéis?

-No -respondió el sustituto vivamente-. Un fiel servidor del rey no conoce a los conspiradores.

-¿Es una conspiración? -le preguntó Edmundo, que después de haberse creído libre empezaba de nuevo a asustarse-. De todos modos, os lo repito, señor, ignoraba el contenido de esa carta.

-Sí -repuso Villefort con voz sorda-, pero no ignorabais el nombre de la persona a quien va dirigida.

-Era preciso que lo supiese para poder entregársela a él mismo.

-¿Y no se la habéis enseñado a nadie? -dijo Villefort leyendo y demudándose al mismo tiempo.

-A nadie; os lo juro por mi honor.

-¿Ignora todo el mundo que sois portador de una carta de la isla de Elba para el señor Noirtier?

-Todo el mundo, señor… , salvo la persona que me la entregó.

-Eso ya es mucho… , muchísimo -murmuró Villefort.

Su frente fruncíase cada vez más, a medida que proseguía la lectura de la carta: sus labios blancos, sus manos temblorosas, sus ojos sanguinolentos, hacían cruzar por el cerebro de Dantés las más dolorosas fantasías.

Terminada la lectura, el sustituto dejó caer la cabeza entre las manos, permaneciendo un instante como fuera de sí.

-¡Dios mío! ¿Qué ocurre de nuevo? -preguntó tímidamente Dantés.

Villefort no respondió, y al cabo de un rato volvió a levantar su rostro descompuesto para releer la misiva.

-¿Decís que no sabéis el contenido de esta carta? -volvió a preguntar a Edmundo.

-Os juro por mi honor -respondió Dantés-, que lo ignoraba, pero, ¡Dios mío!, ¿qué tenéis? ¿Estáis malo? ¿Queréis que llame?

-No, señor -dijo el sustituto levantándose vivamente-; no abráis la boca, no digáis una palabra. Yo soy quien manda aquí, no vos.

-Era, señor, no más que por ayudaros -dijo Dantés un tanto herido en su amor propio.

-De nada necesito; fue un mareo pasajero. Ocupaos de vos: dejadme a mí. Responded.

Dantés esperó el interrogatorio que auguraba este mandato; pero vanamente. Volvió el sustituto a caer en el sillón, y pasándose por la frente su mano fría se puso a leer la carta por tercera vez.

-¡Oh! ¡Si sabe lo que contiene esta carta, si sabe que Noirtier es padre de Villefort, estoy perdido, perdido para siempre!

Y de vez en cuando miraba de reojo a Dantés, como si quisiese penetrar ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los labios.

-¡Oh! No vacilemos -exclamó de repente.

-Pero en nombre del cielo -exclamó el desdichado joven-, si dudáis de mí, si sospecháis de mi honradez, interrogadme, que estoy dispuesto a contestaros.

Hizo Villefort un violento esfuerzo sobre sí mismo, y con un acento que en vano procuraba fuese firme:

-Caballero -le dijo-, resultan contra vos los más graves cargos. No está ya en mi poder, como creía antes, el poneros en libertad ahora mismo. Antes de paso tan grave, debo consultar al juez de instrucción. Mientras tanto, ya habéis visto de qué manera os traté…

-¡Oh!, sí, señor -exclamó Dantés-, y os lo agradezco en el alma que habéis sido para mí más un amigo que un juez.

-Pues, amigo, voy a teneros preso algún tiempo todavía, lo menos que pueda. El principal cargo que existe contra vos es esta carta, y ahora veréis…

Villefort se acercó a la chimenea, y arrojó la carta al fuego, sin apartarse de allí hasta verla convertida en cenizas.

-Mirad… , ya no existe.

-¡Oh, señor! -exclamó Dantés-; no sois la justicia: sois la Providencia.

-Escuchadme -prosiguió Villefort-: con lo que acabo de hacer me parece que confiaréis en mí, ¿no es verdad?

-¡Oh, señor! Mandad y seréis obedecido.

-No -dijo Villefort, aproximándose al joven-; no son órdenes lo que quiero daros, sino consejos.

-Pues bien, los miraré como si fueran órdenes.

-Hasta la noche os tendré aquí en el palacio de justicia: si otra persona viniese a interrogaros, decidle todo lo que me habéis dicho, excepto lo de la carta.

-Os lo prometo, señor.

Era como si el juez rogase y el preso concediese.

-Ya comprendéis -añadió mirando las cenizas que aún conservaban la forma de papel, y revoloteaban en torno a la llama-; ya comprendéis que destruida esta carta y guardando el secreto por vos y por mí, nadie os la volverá a presentar. Negad, pues, si os hablan de ella, negadlo todo, y os habréis salvado.

-Os lo prometo, señor -dijo Dantés.

-¡Bien! ¡Bien! -añadió Villefort llevando la mano al cordón de la campanilla; pero se detuvo al ir a cogerlo.

-¿No teníais más carta que ésa? -le preguntó.

-No, señor, era la única.

-Juradlo.

-Lo juro -dijo Dantés extendiendo la mano.

Villefort llamó, y apareció un comisario de policía.

Acercóse Villefort al comisario para decirle al oído ciertas palabras, a las que respondió aquél con una leve inclinación de cabeza.

-Seguidle -dijo Villefort a Dantés.

Hizo el joven una genuflexión, y con una postrera mirada de gratitud salió de la estancia.

Apenas se cerró tras él la puerta, cuando faltaron las fuerzas al sustituto, y cayendo en un sillón casi desvanecido, murmuró:

-¡Oh, Dios mío! ¡De qué sirven la vida y la fortuna! Si hubiese estado en Marsella el procurador del rey, si hubieran llamado al juez de instrucción en lugar mío, segura era mi ruina. Y todo por ese papel, ¡por ese papel maldito! ¡Ah, padre mío, padre mío! ¿Habéis de ser siempre un obstáculo para mi felicidad en este mundo? ¿He de luchar yo siempre con vuestra vida pasada?

De repente, brilló en toda su fisonomía un fulgor extraordinario: dibujóse en sus labios contraídos aún una sonrisa; sus ojos vagos parecían como si se fijasen con un solo pensamiento.

-Eso es, sí… -dijo-. Esa carta, que debía perderme, labrará acaso mi fortuna. Ea, Villefort, manos a la obra.

Y asegurándose de que el reo no estaba ya en la antecámara, salió a su vez el sustituto del procurador del rey, y se encaminó apresuradamente hacia la casa de su prometida.

El conde de montecristo

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