Читать книгу Alcohólicos Anónimos, Tercera edición - Anonimo - Страница 16

Capítulo 4 NOSOTROS LOS AGNÓSTICOS

Оглавление

EN LOS CAPÍTULOS anteriores has aprendido algo sobre el alcoholismo. Nuestro deseo es que hayamos establecido con claridad la diferencia entre el alcohólico y el que no lo es. Si cuando deseándolo sinceramente te das cuenta de que no puedes dejarlo del todo, o si cuando bebes, tienes poco control de la cantidad que tomas, probablemente eres alcohólico. Si éste es el caso, tú puedes estar sufriendo de una enfermedad que sólo una experiencia espiritual puede vencer.

A aquel que se considera ateo o agnóstico, tal experiencia le parece imposible, pero seguir siendo como es significa el desastre, especialmente si es un alcohólico del tipo que no tiene remedio. No siempre es fácil enfrentarse a la alternativa de estar condenado a una muerte por alcoholismo o vivir sobre una base espiritual.

Pero no es tan difícil. Casi la mitad de los miembros de nuestra agrupación original eran exactamente de ese tipo. Al principio, algunos de nosotros tratamos de eludir el tema, esperando contra toda esperanza que no fuéramos realmente alcohólicos. Pero después de algún tiempo tuvimos que enfrentarnos al hecho de que teníamos que encontrar una base espiritual para nuestra vida, o si no atenernos a las consecuencias. Tal vez éste sea tu caso. Pero alégrate, casi la mitad de nosotros nos considerábamos ateos o agnósticos. Nuestra experiencia demuestra que no debes sentirte desconcertado.

Si un mero código de moral o una mejor filosofía de la vida fueran suficientes para superar el alcoholismo, muchos de nosotros ya nos hubiéramos recuperado desde hace largo tiempo. Pero descubrimos que tales códigos y filosofías no nos salvaban, por mucho que lo intentáramos. Podíamos desear ser morales, podíamos desear ser confortados filosóficamente; en realidad, podíamos desear todo esto con todas nuestras fuerzas, pero el poder necesario no estaba ahí. Nuestros recursos humanos bajo el mando de nuestra voluntad no eran suficientes; fallaban completamente.

Falta de poder; ese era nuestro dilema. Teníamos que encontrar un poder por el cual pudiéramos vivir, y tenía que ser un Poder superior a nosotros mismos. Obviamente. ¿Pero dónde y cómo íbamos a encontrar ese Poder?

Pues bien, eso es exactamente de lo que trata este libro. Su objetivo principal es ayudarte a encontrar un Poder superior a ti mismo que resuelva tu problema. Eso quiere decir que hemos escrito un libro que creemos es espiritual así como también moral. Y quiere decir, desde luego, que vamos a hablar acerca de Dios. Aquí surge la dificultad con los agnósticos. Muchas veces hablamos con un nuevo individuo y vemos despertarse sus esperanzas a medida que discutimos sus problemas alcohólicos y que le explicamos de nuestra agrupación. Pero frunce el ceño cuando hablamos de asuntos espirituales, especialmente cuando mencionamos a Dios, porque hemos reabierto un tema que nuestro hombre creía haber evadido hábilmente o completamente ignorado.

Sabemos cómo él se siente. Hemos compartido sus sinceros prejuicios y dudas. Algunos de nosotros hemos sido apasionadamente antirreligiosos. Para otros, la palabra “Dios” traía una idea particular de Él, con la que alguien había tratado de impresionarlos en su niñez. Tal vez rechazamos este concepto particular porque nos parecía inadecuado. Quizá imaginábamos que con ese rechazo habíamos abandonado por completo la idea de Dios. Nos molestaba la idea de la fe y la dependencia de un Poder ajeno era en cierta forma débil e incluso cobarde. Veíamos con profundo escepticismo a este mundo de individuos en guerra, de sistemas teológicos en pugna y de calamidades inexplicables. Mirábamos con recelo a muchos que decían ser piadosos. ¿Cómo podía un Ser Supremo tener algo que ver con todo esto? Y de todos modos ¿quién podía comprender a un Ser Supremo? Sin embargo, en otros momentos, al sentir el encanto de una noche estrellada pensábamos: “¿Quién, pues, hizo todo esto?” Había un momento de admiración y de asombro, pero era fugaz y pronto pasaba.

Sí, nosotros los agnósticos hemos tenido esos pensamientos y experiencias. Nos apresuramos en asegurártelo. Nos dimos cuenta de que tan pronto como pudimos hacer a un lado el prejuicio y manifestar siquiera la voluntad de creer en un Poder superior a nosotros mismos, comenzamos a obtener resultados; aunque le fuera imposible a cualquiera de nosotros definir o comprender cabalmente a ese Poder, que es Dios.

Para gran consuelo nuestro, descubrimos que no necesitábamos tomar en cuenta el concepto que cualquier otro tuviera de Dios. Nuestro propio concepto, por muy inadecuado que fuese, era suficiente para acercarnos y efectuar un contacto con Él. Tan pronto como admitimos la posible existencia de una Inteligencia creadora, de un espíritu del Universo como razón fundamental de todas las cosas, empezamos a estar poseídos de un nuevo sentido de poder y dirección, con tal de que diéramos otros pasos sencillos. Encontramos que Dios no impone condiciones muy difíciles a quienes le buscan. Para nosotros, el Reino del Espíritu es amplio, espacioso, siempre inclusivo nunca exclusivo o prohibitivo para aquellos que lo buscan con sinceridad. Nosotros creemos que está abierto a todos los seres humanos.

Por consiguiente, cuando te hablamos de Dios, nos referimos a tu propio concepto de Dios. Esto se aplica también a otras expresiones espirituales que puedes encontrar en este libro. No dejes que ningún prejuicio que puedas tener en contra de los términos espirituales te impida preguntarte sinceramente a ti mismo lo que significan para ti. Al principio, esto era todo lo que necesitábamos para comenzar el desarrollo espiritual, para efectuar nuestra primera relación consciente con Dios, tal como lo concebíamos. Después, nos encontramos aceptando muchas cosas que entonces parecían inaccesibles. Eso era ya un adelanto. Pero si queríamos progresar, teníamos que empezar por alguna parte. Por lo tanto, usamos nuestro propio concepto a pesar de lo limitado que fuese.

Solamente necesitábamos hacernos una breve pregunta: “¿Creo ahora, o estoy dispuesto a creer siquiera, que hay un Poder superior a mí mismo?” Tan pronto como una persona pueda decir que cree o que está dispuesta a creer, podemos asegurarte enfáticamente que ya va por buen camino. Repetidamente se ha comprobado entre nosotros que sobre esta primera piedra puede edificarse una maravillosamente efectiva estructura espiritual.4

Esa fue una gran noticia para nosotros porque habíamos supuesto que no podíamos hacer uso de principios espirituales a menos que aceptáramos muchas cosas sobre la fe que parecían difíciles de creer. Cuando nos presentaban enfoques espirituales, cuántas veces dijimos: “Yo quisiera tener la fe que tiene esa persona; estoy seguro de que me daría resultado si creyera como ella cree. Pero no puedo aceptar como una verdad segura muchos artículos de fe que son tan claros para ella”. Así que fue reconfortante aprender que podíamos empezar en un nivel más sencillo.

Además de una aparente incapacidad para aceptar muchas cosas por fe, frecuentemente nos encontrábamos limitados por la obstinación, la sensibilidad y los prejuicios irracionales. Muchos de nosotros hemos sido tan susceptibles que hasta la referencia casual a cosas espirituales nos hacía encrespar de antagonismo. Esta manera de pensar tuvo que ser abandonada. Aunque algunos de nosotros nos resistimos, no encontramos muy difícil desechar tales sentimientos. Viéndonos frente a la destrucción alcohólica, pronto nos volvimos tan receptivos con los asuntos espirituales como habíamos tratado de serlo con otras cuestiones. En este aspecto, el alcohol fue un instrumento efectivo de persuasión. Finalmente a base de golpes nos hizo entrar en razón. A veces resultaba un proceso tedioso; no le deseamos a nadie que mantenga sus prejuicios tanto tiempo como algunos de nosotros.

Puede ser que el lector todavía se pregunte por qué debe creer en un Poder superior a é1 mismo. Creemos que hay buenas razones para ello. Vamos a examinar algunas:

El individuo práctico de hoy en día da mucha importancia a los hechos y a los resultados. A pesar de eso, en el siglo veinte se aceptan fácilmente teorías de todas clases, siempre que estén sólidamente basadas en hechos. Tenemos numerosas teorías; acerca de la electricidad, por ejemplo. Todos creen en ellas sin un reproche ni una duda. ¿Por qué esta fácil aceptación? Sencillamente, porque es imposible explicar lo que vemos, sentimos, dirigimos y usamos, sin una suposición razonable como punto de partida.

En la actualidad todos creen en docenas de suposiciones de las que hay buena evidencia, pero ningún testimonio visual perfecto. Y, ¿no demuestra la ciencia que el testimonio visual es el más inseguro? Constantemente se está demostrando, a medida que se va estudiando el mundo material, que las apariencias externas no son de ninguna manera la realidad interior. Ilustraremos esto:

La prosaica viga de acero es una masa de electrones girando uno alrededor del otro a una velocidad increíble. Estos cuerpos insignificantes son gobernados por leyes precisas, y estas leyes son válidas en todo el mundo material. La ciencia nos dice que así es; no tenemos ninguna razón para dudarlo. Pero cuando se sugiere la perfectamente lógica suposición de que, detrás del mundo material, tal como lo vemos, hay una Inteligencia Todopoderosa, Dirigente, y Creadora, ahí mismo salta a la superficie nuestra perversa vanidad y laboriosamente nos dedicamos a convencernos de que no es así. Leemos libros atiborrados de pedante erudición y nos enfrascamos en discusiones pomposas pensando que no necesitamos de ningún Dios para explicamos o comprender este universo. Si fuesen ciertas nuestras pretensiones, resultaría de ellas que la vida se originó de la nada, que no tiene ningún significado y que va hacia la nada.

En vez de considerarnos como agentes inteligentes, puntas de lanza de la siempre progresiva Creación de Dios, nosotros los agnósticos y los ateos preferimos creer que nuestra inteligencia humana es la última palabra, Alfa y Omega, principio y fin de todo. ¿No parece algo vanidoso de nuestra parte?

Nosotros, los que recorrimos este ambiguo camino, te suplicamos que hagas a un lado los prejuicios, incluso aquellos en contra de la religión organizada. Hemos aprendido que, cualesquiera que sean las debilidades humanas de los distintos credos, esos credos han proporcionado un propósito y una dirección a millones de seres. La gente de fe tiene una idea lógica del propósito de la vida. En realidad, no teníamos absolutamente ningún concepto razonable. Nos divertíamos criticando cínicamente las creencias y prácticas espirituales en vez de observar que la gente de todas las razas, colores y credos estaba demostrando un grado de estabilidad, felicidad y utilidad que nosotros mismos debíamos haber buscado.

En vez de hacerlo, mirábamos los defectos humanos de estas personas y a veces nos basábamos en sus faltas individuales para condenarlas a todas. Hablábamos de intolerancia mientras que nosotros mismos éramos intolerantes. Se nos escapaba la belleza y la realidad del bosque porque nos distraía la fealdad de algunos de sus árboles. Nunca escuchamos con imparcialidad las cosas relativas a la parte espiritual de la vida.

En nuestras historias individuales puede encontrarse una amplia variación en la forma en que cada uno de los relatores enfoca y concibe a un Poder que es superior a él mismo. El que estemos de acuerdo o no con determinado enfoque o concepto, parece que tiene poca importancia. La experiencia nos ha enseñado que, para nuestro propósito, estos son asuntos acerca de los cuales no necesitamos preocuparnos. Son asuntos que cada individuo resuelve por sí mismo.

Sin embargo, hay un asunto en el que estos hombres y mujeres están sorprendentemente de acuerdo. Cada uno de ellos ha encontrado un Poder superior a sí mismo y ha creído en Él. Este Poder ha logrado en cada caso lo milagroso, lo humanamente imposible. Como lo ha expresado un célebre estadista americano: “Veamos el expediente”.

He aquí a miles de hombres y mujeres, con experiencia de la vida, ciertamente. Declaran categóricamente que desde que empezaron a creer en un Poder superior a ellos mismos, a tener cierta actitud hacia ese Poder y hacer ciertas cosas sencillas, ha habido un cambio revolucionario en su manera de pensar y de vivir. Ante el derrumbamiento y desesperación, ante el fracaso completo de sus recursos humanos, encontraron que un poder nuevo, una paz, una felicidad y un sentido de dirección afluía en ellos. Esto les sucedió poco después de haber cumplido de todo corazón con unos cuantos sencillos requisitos. Antes confundidos y desconcertados por la aparente futilidad de su existencia, demuestran las razones subyacentes por las que les resultaba difícil la vida. Dejando a un lado la cuestión de la bebida, cuentan por qué la vida les resultaba tan insatisfactoria. Demuestran cómo se produjo el cambio en ellos. Cuando muchos cientos de personas pueden decir que el conocimiento consciente de la Presencia de Dios es hoy el hecho más importante de sus vidas, están presentando una poderosa razón por la que uno debe tener fe.

Este mundo nuestro ha realizado en un siglo más progresos materiales que en todos los miles de años anteriores. Casi todos conocen la razón. Los investigadores de la historia antigua nos dicen que la inteligencia de los hombres de entonces era igual a la de los de la actualidad. A pesar de eso, en la antigüedad era penosamente lento el progreso material. El espíritu moderno de indagación, investigación e inventiva científica era casi desconocido. En el dominio de lo material, la mente del hombre estaba encadenada por la superstición, la tradición y toda clase de obsesiones. Algunos de los contemporáneos de Colón consideraban como algo absurdo el que la Tierra fuera redonda. Otros estuvieron a punto de dar muerte a Galileo por sus herejías astronómicas.

Nosotros nos preguntamos lo siguiente: ¿No somos tan irrazonables y estamos tan predispuestos en contra del dominio del espíritu como lo estaban los antiguos respecto al dominio de lo material? Aún en el presente siglo, los periódicos americanos tuvieron miedo de publicar el relato del primer vuelo venturoso que los hermanos Wright hicieron en Kitty Hawk. ¿No habían fracasado todos los intentos de volar? ¿No se había hundido en el río Potomac la máquina voladora del profesor Langley? ¿No era cierto que los más grandes matemáticos habían comprobado que el hombre no podría volar nunca? ¿No había dicho la gente que Dios había reservado ese privilegio para los pájaros? Solamente treinta años después, la conquista del aire era historia antigua y los viajes en avión estaban en pleno apogeo.

Pero en la mayoría de los terrenos, nuestra generación ha presenciado una completa liberación de nuestra manera de pensar. Si se le enseña a cualquier estibador un periódico en el que se informe un proyecto para llegar a la luna en un cohete, exclamará: “Apuesto a que lo harán, y pronto”. ¿No se caracteriza nuestra época por la facilidad con que se cambian viejas ideas por nuevas, con que desechamos una teoría o un aparato que ya no sirve por otros que sí sirven?

Tuvimos que preguntarnos por qué no aplicábamos a nuestros problemas humanos esa aptitud para cambiar nuestro punto de vista. Teníamos dificultades en nuestras relaciones interpersonales, no podíamos controlar nuestra naturaleza emocional, éramos presa de la angustia y de la depresión, no encontrábamos un medio de vida, teníamos la sensación de ser inútiles, estábamos llenos de temores, éramos infelices, parecía que no podíamos servirles para nada a los demás. ¿No era más importante la solución básica de estos tormentos que la posibilidad de ver la noticia de un viaje a la luna? Desde luego que lo era.

Cuando vimos a otros resolver sus problemas mediante una confianza sencilla en el Espíritu del Universo, tuvimos que dejar de dudar en el poder de Dios. Nuestras ideas no servían; pero la idea de Dios sí.

La casi infantil fe de los hermanos Wright en que podían construir un aparato que volara, fue el principal móvil de su realización. Sin eso, nada hubiera pasado. Los que éramos agnósticos y ateos nos estuvimos aferrando a la idea de que la autosuficiencia resolvería nuestros problemas. Cuando otros nos demostraron que la “dependencia de Dios” les daba resultados, empezamos a sentirnos como aquellos que insistieron en que los hermanos Wright nunca volarían.

La lógica es una gran cosa. Nos gustaba. Todavía nos gusta. No se nos dio por casualidad la facultad de razonar, de examinar la evidencia de nuestros sentidos y de llegar a conclusiones. Éste es uno de los atributos magníficos del ser humano. Los que nos inclinamos al agnosticismo no nos sentiríamos satisfechos con una proposición que no se preste a ser abordada o interpretada razonablemente. De ahí que nos esforcemos tanto por explicar por qué creemos que nuestra fe actual es razonable, por qué pensamos que es más sensato y lógico creer que no creer; por qué decimos que nuestra antigua manera de pensar era débil y exageradamente sentimental cuando, llenos de duda, levantábamos las manos diciendo: “No sabemos”.

Cuando nos volvimos alcohólicos, aplastados por una crisis que nosotros mismos nos habíamos impuesto y que no podíamos posponer o evadir, tuvimos que encarar sin ningún temor el dilema de que Dios lo es todo o de otra manera Él no es nada. Dios es, o no es. ¿Qué íbamos a escoger?

Llegados a este punto, nos encontramos cara a cara con la cuestión de la fe. No pudimos evadir el asunto. Algunos de nosotros ya habíamos andado un buen trecho sobre el Puente de la Razón con rumbo a la deseada ribera de la fe. El delineamiento y la promesa de la Nueva Tierra habían dado brillo a nuestros ojos fatigados y nuevo valor a nuestros postrados espíritus. Manos amistosas se habían tendido para darnos la bienvenida. Estábamos agradecidos de que la Razón nos hubiera llevado tan lejos. Pero de cualquier manera, no podíamos bajar a tierra. Quizá en la última milla estábamos apoyándonos demasiado en la Razón y no queríamos perder nuestro apoyo.

Eso era natural, pero pensémoslo con un poco más de detenimiento. ¿No habríamos sido conducidos, sin saberlo, hasta donde estábamos por determinada clase de fe? Porque, ¿no creíamos en nuestro propio razonamiento? ¿No teníamos confianza en nuestra propia capacidad para pensar? ¿Qué era eso, sino cierta clase de fe? Sí, habíamos tenido fe, una fe ciega y servil en el Dios de la Razón. Por lo tanto, descubrimos en una forma u otra que la fe había tenido que ver con todo, todo el tiempo.

También descubrimos que habíamos sido adoradores. ¡La emoción que esto nos producía! ¿No habíamos adorado indistintamente a personas, objetos, dinero y a nosotros mismos? Y, por otra parte y con mejor razón, ¿no habíamos contemplado con adoración la puesta del sol, el mar o una flor? ¿Quién de entre nosotros no había amado a alguna persona o alguna cosa? ¿Cuánto tenían que ver con la razón pura esos sentimientos, ese amor, esa adoración? Poco o nada, como pudimos ver por fin. ¿No eran estas cosas los hilos que formaban el tejido de nuestras vidas? ¿No determinaban estos sentimientos, después de todo, el curso de nuestra existencia? Era imposible decir que no teníamos capacidad para la fe, para el amor y la adoración. En una u otra forma habíamos estado viviendo por la fe, y casi por nada más.

¡Imagínate la vida sin la fe! Si no hubiera nada más que razón pura, no sería vida. Pero creíamos en la vida — ¡claro que creíamos en ella! No podíamos comprobarla en el sentido en que se puede comprobar que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta; pero sin embargo, ahí estaba. ¿Podíamos decir todavía que todo no era más que una masa de electrones creada de la nada, sin ningún significado, girando hacia un destino que es la nada? Desde luego que no podíamos. Los mismos electrones parecían demostrar mayor inteligencia. Cuando menos eso nos aseguraba la Química.

De allí que nos dimos cuenta de que la razón no lo es todo. Tampoco es la razón, en la forma que la mayoría de nosotros la usamos, algo de lo que se pueda depender por completo aunque venga de las mentes más privilegiadas. Y ¿qué de los que probaron que el hombre jamás volaría?

Sin embargo, habíamos estado viendo otra clase de vuelo: una liberación espiritual de este mundo, gente que se elevaba por encima de sus problemas. Decían que Dios hacía posibles estas cosas, y nosotros sólo sonreíamos. Habíamos visto la liberación espiritual, pero nos gustaba decirnos a nosotros mismos que no era verdad.

En realidad, nos estábamos engañando a nosotros mismos, porque en lo más profundo de cada hombre, mujer y niño, está la idea fundamental de Dios. Puede ser oscurecida por la calamidad, la pompa o la adoración de otras cosas; pero de una u otra forma, allí está. Porque la fe en un Poder superior al nuestro y las demostraciones milagrosas de ese poder en las vidas humanas, son hechos tan antiguos como el mismo hombre.

Nos dimos cuenta, por fin, de que la fe en alguna clase de Dios era parte de nuestra manera de ser, como puede serlo el sentimiento que tenemos para con algún amigo. Algunas veces tuvimos que buscar sin temor, pero allí estaba Él. Él era un hecho tan real como lo éramos nosotros. Encontramos la Gran Realidad en lo más profundo de nosotros mismos. En última instancia, solamente allí es donde Él puede ser encontrado. Así sucedió con nosotros.

Nosotros podemos solamente aclarar el terreno un poco. Si nuestro testimonio ayuda a barrer los prejuicios, te permite pensar objetivamente y te estimula a buscar diligentemente dentro de ti mismo, entonces puedes, si así lo deseas, unirte a nosotros en el camino ancho. Con esta actitud, no puedes fallar. El conocimiento consciente de tu creencia te llegará con seguridad.

En este libro leerás algo sobre la experiencia de un individuo que creía ser ateo. Su historia es tan interesante, que vale la pena contar parte de ella ahora. El cambio que se operó en su corazón fue dramático, convincente y conmovedor.

Nuestro amigo era hijo de un ministro religioso. Asistió a una escuela de su iglesia en donde se rebeló contra lo que creía ser una dosis excesiva de educación religiosa. Durante los años siguientes las dificultades y frustraciones lo persiguieron. Fracasos en los negocios, demencia, enfermedades graves, suicidio — todas estas calamidades ocurridas entre sus familiares cercanos lo amargaron y deprimieron. La desilusión de la postguerra, un alcoholismo cada vez más grave, el inminente colapso físico y mental, lo llevaron al punto de la autodestrucción.

Una noche, estando confinado en un hospital, se le acercó un alcohólico que había tenido una experiencia espiritual. Sintiéndose harto de aquello, gritó amargamente: “Si es que hay un Dios, no ha hecho nada por mí”. Pero más tarde, estando solo en su cuarto, se preguntó: “¿Es posible que estén equivocadas todas las personas religiosas a quienes he conocido?” Mientras estuvo tratando de contestarse, se sintió muy mal; pero de pronto, como un rayo, le vino una idea que opacó todo lo demás:

“¿Quién eres tú para decir que no hay Dios?”

Este individuo relata que se levantó precipitadamente de la cama para caer de rodillas. Al cabo de unos segundos se sintió abrumado por la convicción de la Presencia de Dios. Lo saturó la seguridad y majestuosidad de una marea creciente. Las barreras que había construido a través de los años fueron arrolladas. Estaba ante la Presencia del Poder Infinito y del Amor. Había pasado del puente a la orilla. Por primera vez vivía en compañía consciente con su Creador.

Así fue colocada en su lugar la piedra angular de nuestro amigo. Ninguna vicisitud posterior la ha hecho tambalear. Su problema alcohólico fue eliminado. Esa misma noche, hace años, el problema desapareció. Salvo algunos breves momentos de tentación, el pensamiento de beber nunca ha vuelto a su mente; y en esos momentos de tentación ha sentido una gran repulsión. Es aparente que no podría beber, ni aun queriendo hacerlo. Dios le ha devuelto la cordura.

¿Qué es esto sino un milagro de recuperación? Sin embargo, sus elementos son sencillos. Las circunstancias hicieron que estuviera dispuesto a creer. Humildemente se ofreció a su Hacedor — entonces supo.

De igual manera, Dios nos ha devuelto el sano juicio. Para este individuo, la revelación fue súbita. A algunos de nosotros nos llega más lentamente. Pero Él ha llegado a todos los que lo han buscado sinceramente.

Cuando nosotros nos acercamos a Él, Él se nos reveló.

4 Por favor, no dejes de leer el Apéndice sobre “Experiencia Espiritual”.

Alcohólicos Anónimos, Tercera edición

Подняться наверх