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II

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Así viví, solo, sin nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta que sufrí una avería en el desierto del Sahara, hace seis años. Algo se había roto en mi motor. Y como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajeros, me preparé para realizar yo solo una reparación complicada. Era cuestión de vida o muerte. Apenas tenía agua suficiente para beber durante ocho días.

La primera noche me quedé dormido sobre la arena, a mil millas de distancia de cualquier región habitada. Estaba más aislado que un náufrago en una balsa en medio del océano. Podrán entonces imaginar mi sorpresa cuando, al amanecer, una extraña vocecita me despertó diciendo:

—Por favor… ¡dibújame un cordero!

—¡¿Eh?!

—Dibújame un cordero…

Me levanté de un salto, como si un rayo me hubiera alcanzado. Me froté los ojos con fuerza y miré. Y vi a un hombrecito realmente extraordinario que me miraba con mucha seriedad. Éste es el mejor retrato que, más tarde, logré hacerle, aunque ciertamente mi dibujo es muchísimo menos encantador que el modelo. No es culpa mía. A la edad de seis años, las personas adultas desalentaron mi carrera como pintor, y nunca aprendí a dibujar nada, más que boas cerradas y boas abiertas.

Miré aquella aparición con los ojos atónitos por la sorpresa. Recuerden que me encontraba a mil millas de cualquier región habitada. Pero mi hombrecito no parecía perdido ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No tenía en absoluto el aspecto de un niño extraviado en medio del desierto, a mil millas de cualquier región habitada. Cuando al fin logré hablar, le dije:


—Pero ¿qué haces aquí?

Y muy lentamente repitió, como si fuera algo muy serio:

—Por favor… dibújame un cordero…

Cuando el misterio es demasiado impresionante, uno no osa desobedecer. Por absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de cualquier lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una pluma. Pero entonces recordé que yo solamente había estudiado geografía, historia, cálculo y gramática, y le dije al hombrecito (con un poco de mal humor) que no sabía dibujar. Me respondió:

—No importa. Dibújame un cordero.

Como nunca antes había hecho un cordero, dibujé para él uno de los dos únicos dibujos que sé hacer: el de la boa cerrada. Y me quedé estupefacto al escuchar que el hombrecito me respondía:

—¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una boa. Las boas son muy peligrosas, y los elefantes demasiado estorbosos. De donde vengo todo es muy pequeño. Necesito un cordero. Dibújame un cordero.

Y entonces lo dibujé.

Él lo miró atentamente y dijo:

—¡No! Éste está muy enfermo. Hazme otro.

Y yo dibujé:

Mi amigo sonrió amablemente, con indulgencia:

—No es un cordero, ¿ves? Es un carnero. Tiene cuernos…

Rehíce de nuevo mi dibujo:

Pero el hombrecito lo rechazó, igual que los anteriores:

—Éste ya está muy viejo. Yo quiero un cordero que viva mucho tiempo.

Y entonces, lleno de impaciencia porque deseaba comenzar a desmontar el motor, garabateé el siguiente dibujo:


Y exclamé:

—Ahí está la caja. El cordero que quieres está dentro.

Fue una sorpresa ver cómo el rostro de mi pequeño juez se iluminaba:

—¡Es exactamente como lo quería! ¿Crees que este cordero necesite mucha hierba?

—¿Por qué?

—Porque de donde vengo todo es muy pequeño…

—Seguramente le bastará. El cordero que te di es muy pequeñito.

El hombrecito inclinó la cabeza hacia el dibujo:

—Pues ni tanto… ¡Mira! ¡Se quedó dormido!

Y así fue como conocí al principito.

El principito (con ilustraciones originales del autor)

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