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La liberalidad

Hablemos, a continuación, de la liberalidad, 71 que parece ser el término medio respecto de las riquezas. En efecto, el hombre liberal no es alabado [1119b25] ni por sus acciones en la guerra, ni por aquellas en que es alabado un hombre moderado, ni tampoco por sus juicios, sino por la manera de dar y recibir riquezas, sobre todo de dar. Y por riquezas entendemos todo aquello cuyo valor se mide en dinero.

La prodigalidad y la avaricia también están en relación con la riqueza, una por exceso y otra por defecto. Atribuimos siempre la avaricia [30] a los que se esfuerzan por las riquezas más de lo debido, pero a veces aplicamos el término prodigalidad en un sentido complejo, porque llamamos pródigos a los incontinentes y a los que gastan con desenfreno. Por esta razón, nos parecen más viles, ya que tienen muchos vicios al mismo tiempo. Así pues, el término no se les aplica con propiedad, [1120a] porque el pródigo tiene un vicio concreto, el de malgastar su hacienda; es pródigo, 72 en efecto, el que se arruina a sí mismo, y la destrucción de su riqueza parece ser una especie de ruina de uno mismo, como si la vida dependiera de ella. Así entendemos el término prodigalidad.

Las cosas útiles pueden ser usadas bien o mal, y la riqueza pertenece [5] a las cosas útiles. Ahora bien, el que posee la virtud relativa a una cosa usa mejor de ella; usará, pues, mejor de la riqueza el que posee la virtud relativa al dinero, y éste es el hombre liberal. El uso del dinero parece consistir en gastarlo y darlo; en cambio, la ganancia [ 10] y la conservación son más bien posesiones. Por eso, es más propio del hombre liberal dar a quienes se debe, que recibir de donde debe y no recibir de donde no debe. Pues es más propio de la virtud hacer bien que recibirlo, y practicar lo que es hermoso más que dejar de practicar lo que es vergonzoso. No es difícil de ver que el hacer bien y realizar acciones bellas acompaña al dar; en cambio, el ser objeto del bien o no hacer cosas vergonzosas van con el recibir. La gratitud se le [15] muestra al que da, no al que no recibe, y la alabanza también se tributa más al primero. También es más fácil no tomar que dar, porque los hombres están menos dispuestos a desprenderse de lo suyo que a lo ajeno. Y, así, los que dan son llamados liberales, pero los que no toman no son alabados por su liberalidad, sino, más bien, por su justicia, y los que toman no reciben ninguna alabanza. Finalmente, [20] de los hombres virtuosos, los liberales son, quizá, los más amados, porque son útiles y lo son en el dar.

Las acciones virtuosas son nobles y se hacen por su nobleza. De acuerdo con esto, el liberal dará por nobleza y rectamente, pues dará [25] a quienes debe, cuanto y cuando debe y con las otras calificaciones que acompañan al dar rectamente. Y esto con agrado o sin pena, pues una acción de acuerdo con la virtud es agradable o no penosa, o, en todo caso, la menos dolorosa de todas. Al que da a quienes no debe, o [30] no da por nobleza, sino por alguna otra causa, no se le llamará liberal, sino de alguna otra manera. Tampoco al que da con dolor, porque preferirá su dinero a la acción hermosa, y esto no es propio del liberal. 73 Tampoco el hombre liberal tomará de donde no debe, porque tal adquisición no es propia del que no venera el dinero. Tampoco puede ser pedigüeño, porque no es propio del bienhechor recibir con facilidad [1120b] dádivas. Pero lo adquirirá de donde debe, por ejemplo, de sus propias posesiones, no porque sea hermoso, sino porque es necesario, para poder dar. Tampoco descuidará sus bienes personales, porque quiere ayudar por medio de ellos a otros. Ni dará a cualquiera, para que pueda dar a quienes y cuando debe, y por una causa noble. Y es [5] una elevada nota de liberalidad excederse en dar, hasta dejar poco para sí mismo, pues el no mirar por sí mismo es propio del liberal.

La liberalidad se dice con relación a la hacienda, pues no consiste en la cantidad de lo que se da, sino en el modo de ser del que da, y [10] éste tiene en cuenta la hacienda. Nada impide, pues, que sea más li beral el que da menos, si da poseyendo menos. 74 Pero los que no han adquirido ellos mismos sus riquezas, sino que las han heredado, parecen ser más liberales, porque no tienen experiencia de la necesidad, y, además, todos aman más sus propias obras, como los padres y los poetas. Por otra parte, no es fácil que el liberal se enriquezca, ya que no está dispuesto a recibir ni guardar el dinero, sino a desprenderse [15] de él, y valora el dinero no por sí mismo sino para darlo. De aquí que también se reproche a la suerte que los más dignos sean los menos ricos; pero esto no sucede sin razón, pues, como ocurre con las otras cosas, no es posible que tenga bienes el que no se preocupa de tenerlos. Sin embargo, no dará a quienes no debe y cuando no debe, [20] y así con las otras calificaciones, porque ya no obraría de acuerdo con la liberalidad, y, gastando así, no podría gastarlo en lo que es debido. Pues, como se ha dicho, es liberal el que gasta de acuerdo con su hacienda y paga lo que se debe, y el que se excede es pródigo. Por eso, no llamamos pródigos a los tiranos, porque se piensa que no es fácil [25] que, con sus dádivas y gastos, puedan exceder a la cantidad de sus posesiones.

Siendo, por tanto, la liberalidad un término medio con respecto al dar y tomar riquezas, el hombre liberal dará y gastará en lo que se debe y cuanto se debe, lo mismo en lo pequeño que en lo grande, y ello, con agrado; y tomará de donde debe y cuanto debe, pues siendo [30] la virtud un término medio respecto de ambas cosas, hará las dos como es debido, pues el tomar rectamente sigue al dar rectamente, y si no es el mismo, es contrario. Así pues, las condiciones concordantes están presentes simultáneamente en la misma persona, pero las contrarias [1121a] es evidente que no. Y si ocurre que gasta más allá de lo que se debe y está bien, le pesará, pero moderadamente y como es debido, porque es propio de la virtud complacerse y afligirse en lo debido y como es debido. Además, el hombre liberal es el más fácil de tratar en [5] asuntos de dinero, pues se le puede perjudicar, ya que no valora el dinero y se apesadumbra más por no haber hecho algún gasto que debía, de lo que se apena por haber hecho alguno que no debía, y este proceder no satisface a Simónides. 75

El pródigo, por otra parte, yerra en estas mismas cosas, pues ni se complace ni se aflige con lo que debe y como debe: esto se hará más evidente cuando avancemos. Hemos dicho que la prodigalidad y la avaricia son exceso y defecto, y en dos cosas, en el dar y en el tomar, porque colocamos el gasto en el dar. Así pues, la prodigalidad se excede en dar y en no tomar, y queda corta en tomar; la avaricia, en cambio, queda [15] corta en dar y se excede en tomar, excepto en las pequeñas cosas.

Ahora bien, estas dos características de la prodigalidad no se dan en modo alguno juntas, porque no es fácil el dar a todos si no se toma de ninguna parte; pues pronto faltará la hacienda a los particulares dadivosos, [20] que son, precisamente, a los que se tiene por pródigos. Y podría parecer que este hombre es, en no pequeño grado, mejor que el avaricioso, pues puede fácilmente ser curado por la edad y la pobreza, y llegar al término medio. Tiene, en efecto, las condiciones del liberal, puesto que da y no toma, aunque no hace esto ni como se debe ni bien. Por tanto, si pudiera adquirir este hábito o cambiar de alguna manera, sería liberal, pues daría a quienes se debe dar y no tomaría de donde no [25] se debe. Por eso, no se le considera como malo de carácter, ya que no es propio del malvado ni del innoble excederse en dar y en no tomar, sino del insensato. El que es pródigo de este modo parece ser mucho mejor que el avaricioso, por las razones dichas y, también, porque es útil a [30] muchos, mientras que el otro a nadie, ni siquiera a sí mismo.

Pero la mayoría de los pródigos, como hemos dicho, toman también de donde no deben, y son en este sentido avaros. Se vuelven ávidos, porque quieren gastar y no pueden hacerlo a manos llenas, ya que pronto les faltan los recursos; por consiguiente, se ven obligados a [1121b] procurarse los recursos de otra parte, y, al mismo tiempo, como no se preocupan para nada de lo noble, toman sin escrúpulos y de todas partes; pues desean dar, y nada les importa cómo o de dónde. Por esta razón, sus dádivas no son generosas, pues no son nobles ni a causa de [5] lo que es noble, ni como es debido; por el contrario, a veces enriquecen a quienes deberían ser pobres, y no dan a hombres de carácter virtuoso, pero dan mucho a los aduladores o a los que les procuran cualquier otro placer. Por ello, la mayoría de ellos son también licenciosos; pues, gastando despreocupadamente, derrochan también para [10] sus vicios, y, al no orientar la vida hacia lo noble, se desvían hacia los placeres.

El pródigo, pues, si no hay nadie que lo guíe, viene a parar en estos vicios, pero, con una acertada dirección, puede llegar al término medio y a lo que es debido. La avaricia, en cambio, es incurable (parece, en efecto, que la vejez y toda incapacidad vuelven a los hombres avaros) y más connatural al hombre que la prodigalidad, pues la mayoría [15] de los hombres son más amantes del dinero que dadivosos. Y es muy extensa y multiforme, porque parece que hay muchas clases de avaricia. Consiste, en efecto, en dos cosas: en la deficiencia en el dar y el exceso en el tomar, y no se realiza íntegramente en todos, sino que, a veces, se disocia, y unos se exceden en tomar, mientras que otros se [20] quedan cortos en dar. Los que reciben nombres tales como tacaño, mezquino, ruin, todos se quedan cortos en el dar, pero no codician lo ajeno ni quieren tomarlo: unos, por cierta especie de honradez y por precaución de lo que es indigno (existen, en efecto, avaros que parecen o dicen ahorrar, precisamente, para no verse obligados a cometer [25] alguna acción vergonzosa; entre éstos pueden ser incluidos el cominero 76 y todos los de su clase; y se llaman así por su exageración en no dar nada); otros se abstienen de lo ajeno por temor, pensando que no es fácil que uno tome lo de los otros sin que los otros tomen lo de uno; prefieren, pues, ni dar ni tomar. Por otra parte, los que se exceden en [30] tomar toman de todas partes y todo, así los que se dedican a ocupaciones degradantes, como, por ejemplo, la prostitución y otras semejantes, y los usureros que prestan cantidades pequeñas a un interés muy elevado. Todos éstos toman de donde no deben y cantidades que no deben. Parece que es común a todo la codicia, pues todos soportan el [1122a] descrédito por afán de ganancias, por pequeñas que sean. Pues a los que toman grandes riquezas de donde no deben y lo que no deben, como los tiranos que saquean ciudades y despojan templos, no los llamamos avariciosos, sino, más bien, malvados, impíos e injustos. En [5] cambio, el jugador, el ladrón y el bandido están entre los avariciosos pues tienen un sórdido deseo de ganancias. En efecto, unos y otros, se dedican a esos menesteres por afán de lucro y por él soportan el descrédito, unos exponiéndose a los mayores peligros a causa del botín, y [10] otros sacando ganancia de los amigos, a quienes deberían dar. Ambos obtienen ganancias por medios viles, al sacarlas de donde no deben, y todas estas adquisiciones son modos ávidos de adquirir.

Hay buenas razones, pues, para decir que la avaricia es lo contrario de la liberalidad, ya que es un vicio mayor que la prodigalidad, y [15] los hombres yerran más por ella que por la llamada prodigalidad.

Se ha hablado ya bastante acerca de la liberalidad y de los vicios opuestos.

2

La magnificencia

Parece que debemos hablar, a continuación, de la magnificencia, [20] puesto que también ésta se considera una virtud relacionada con las riquezas. Sin embargo, a diferencia de la liberalidad, no se extiende a todas las acciones que implican dinero, sino sólo a las que requieren grandes dispendios, y en esto excede en magnitud a la liberalidad. En efecto, como el mismo nombre sugiere, es un gasto oportuno a gran escala. Pero la escala es relativa a la ocasión, pues el que equipa un trirreme no gasta lo mismo que el que dirige una procesión pública. [25] Ahora bien, lo oportuno se refiere a las personas, a las circunstancias y al objeto. Pero al que gasta en cosas pequeñas o moderadas, según requiere el caso, no se le llama espléndido, como aquel que, por ejemplo, dice el poeta, «di muchas veces al vagabundo», 77 sino al que lo hace así en grandes cosas. Porque el espléndido es liberal, pero el liberal no es, necesariamente, espléndido. La deficiencia en tal modo de ser se llama mezquindad, y el exceso, ostentación vulgar, extravagancia [30] y semejantes, y estos excesos en magnitud no lo son en lo que es debido, sino por el esplendor en lo que no se debe y como se debe. Pero, después, hablaremos de ello.

El espléndido se parece al entendido, pues es capaz de percibir lo [35] oportuno y gastar grandes cantidades convenientemente. En efecto, como dijimos al principio, un modo de ser se define en términos de la [1122b] correspondiente actividad y de ese objeto. Pues bien, los gastos del espléndido son grandes y adecuados. Así serán también sus obras, ya [5] que será un gasto grande y adecuado a la obra. En consecuencia, la obra debe ser digna del gasto, y el gasto de la obra, o aun excederla, y el espléndido hará tales cosas a causa de su nobleza, ya que esto es común a las virtudes. Además, lo hará gustosa y espléndidamente, pues el cálculo minucioso es mezquindad. Y se preocupará de cómo la obra puede resultar lo más hermosa y adecuada posible, más que de [10] cuánto le va a costar y a qué precio le será más económica. Así, el magnífico será también, necesariamente, liberal, ya que éste gasta lo que es debido y como es debido; en esto radica lo grande del espléndido, es decir, su grandeza: siendo estas mismas cosas objeto de la liberalidad, con un gasto igual producirá una obra más espléndida. Pues no es la misma la virtud de la posesión que la que lleva consigo la obra; en efecto, la posesión más digna es la que tiene más valor; por [15] ejemplo, el oro; pero, si se trata de una obra, es la mayor y más hermosa (pues la contemplación de tal obra produce admiración, y lo magnífico es admirable). La excelencia de una obra, su magnificencia, reside en su grandeza. 78

La magnificencia es propia de los gastos que llamamos honrosos, como los relativos a los dioses —ofrendas, objetos de culto y sacrificios—, [20] e, igualmente, de todos los concernientes a las cosas sagradas y cuantas se refieren al interés público, por ejemplo: cuando uno se cree obligado a equipar con esplendidez un coro o un trirreme o festejar a la ciudad. 79 Pero en todas estas cosas, como se ha dicho, hay también una [25] referencia al agente: quién es y con qué recursos cuenta; pues el gasto ha de ser digno de ellos y adecuado no sólo a la obra, sino también al que la hace. Por eso, un pobre no puede ser magnífico, porque no tiene los recursos para gastar adecuadamente, y el que lo intenta es un insensato, pues va más allá de su condición y de lo debido, y lo recto está de acuerdo con lo virtuoso. Esto conviene a los que ya cuentan con tales [30] recursos, bien por sí mismos, bien por sus antepasados o por sus relaciones, y a los nobles o a las personas de reputación o de otras cualidades así, pues todas ellas implican grandeza y dignidad. Tal es, pues, precisamente, el hombre magnífico, y en tales gastos radica la magnificencia, [35] como hemos dicho; son, en efecto, los mayores y los más honrosos. En los gastos particulares, la magnificencia se aplica a los que se hacen [1123a] una vez, como en una boda o en una ocasión parecida, o en algo que interesa a toda la ciudad o a los que están en posición elevada, o en las recepciones o despedidas de extranjeros, o cuando se hacen regalos o se corresponde con otros; porque el espléndido no gasta para sí mismo, sino en interés público, y los regalos tienen cierta semejanza con las [5] ofrendas votivas. Es, también, propio del espléndido amueblar la casa de acuerdo con su riqueza (pues esto también es decoroso), y gastar, con preferencia, en las obras más duraderas (porque son las más hermosas), y, en cada caso, lo debido, pues las mismas cosas no convienen a los [10] dioses y a los hombres, a un templo y a una sepultura. Cada gasto puede ser grande en su género, y, si bien el más espléndido lo será en una gran ocasión, también puede ser grande en otra ocasión. Tampoco es lo mismo la grandeza de la obra, que la del gasto: así, la pelota o el frasco más [15] bonitos tienen su magnificencia como regalos para un niño, pero su valor es pequeño y mezquino. Por eso, lo propio del espléndido es hacerlo todo con esplendidez (pues tal acción no puede ser fácilmente sobrepasada), y de modo que el resultado sea digno del gasto.

Tal es, pues, el hombre espléndido. El que se excede y es vulgar, se excede por gastar más de lo debido, como hemos dicho. Pues gasta [20] mucho en motivos pequeños y hace una ostentación desorbitada, por ejemplo, convidando a sus amigos de círculo como si fuera una boda, o si, es corego, presentando al coro en escena vestido de púrpura, como [25] los megarenses. 80 Y todo esto lo hará no por nobleza, sino para exhibir su riqueza y por creer que se le admira por esto, gastando poco donde se debe gastar mucho y mucho donde se debe gastar poco. El mezquino, por otra parte, se queda corto en todo y, después de gastar grandes cantidades, echará a perder por una bagatela la belleza de su acto, y, en todo lo que hace, pensará y considerará cómo gastar lo menos posible, [30] y aun así lo lamentará, creyendo que ha gastado más de lo debido.

Estos modos de ser son, pues, vicios: sin embargo, no acarrean reproche, porque ni perjudican al prójimo, ni son demasiado indecorosos.

3

La magnanimidad

[35] La magnanimidad, como su nombre también parece indicar, tiene por objeto grandes cosas. Veamos ante todo qué cosas. No hay diferencia [1123b] entre examinar el modo de ser o el hombre que lo posee. Se tiene por magnánimo al hombre que, siendo digno de grandes cosas, se consi dera merecedor de ello, pues el que no actúa de acuerdo con su mérito es necio y ningún hombre excelente es necio ni insensato. Es, pues, magnánimo el que hemos dicho. El que es digno de cosas pequeñas y [5] las pretende, es morigerado, pero no magnánimo; pues la magnanimidad se da en lo que es grande, tal como la hermosura en un cuerpo grande; los pequeños pueden ser elegantes y bien proporcionados, pero hermosos no. El que se juzga a sí mismo digno de grandes cosas siendo indigno, es vanidoso; pero no todo el que se cree digno de cosas mayores de las que merece es vanidoso. El que se juzga digno de [10] menos de lo que merece es pusilánime, ya sea digno de grandes cosas o de medianas, y el que incluso es digno de pequeñas y crea merecer aún menos; pero, especialmente, si merece mucho, porque ¿qué haría si no mereciera tanto? El magnánimo es, pues, un extremo con respecto a la grandeza, pero es un medio en relación con lo que es debido, porque sus pretensiones son conformes a sus méritos; los otros se exceden o se quedan cortos.

Así pues, si un hombre es y se cree digno de grandes cosas, sobre [15] todo de las más excelentes, tendrá relación, especialmente, con una cosa. El mérito se dice con relación a los bienes exteriores y podemos considerar como el mayor aquel que asignamos a los dioses, y al que aspiran en grado sumo los de más alta posición, y es el premio que se [20] otorga a las acciones gloriosas: tal es el honor; éste es, en verdad, el mayor de los bienes exteriores. Así, el magnánimo está en la relación debida con los honores y la privación de ellos. Y, aparte de este argumento, está claro que los magnánimos tienen que ver con el honor; pues se creen dignos especialmente del honor a causa de su dignidad. El pusilánime se queda corto no sólo con relación a sí mismo, sino [25] también con la pretensión del magnánimo. El vanidoso se excede respecto de sí mismo, pero no sobrepasa al magnánimo. Éste, si es digno de las cosas mayores, será el mejor de todos, pues el que es mejor que otros es siempre digno de cosas mayores, y el mejor de todos de las [30] más grandes. Por consiguiente, el hombre verdaderamente magnánimo ha de ser bueno; incluso la grandeza en todas las virtudes podría parecer ser propia del magnánimo. Y de ninguna manera cuadraría al magnánimo huir alocadamente del peligro o cometer injusticias; pues ¿con qué fin un hombre que no sobreestima nada haría cosas deshonrosas? Y si examinamos en su conjunto cada una de las disposiciones, aparecería completamente ridículo que un hombre magnánimo no fuera bueno. Y si fuera malo, tampoco sería digno de honor, porque el [35] honor es el premio de la virtud y se otorga a los buenos. Parece, pues, [1124a] que la magnanimidad es como un ornato de las virtudes; pues las realza y no puede existir sin ellas. Por esta razón, es difícil ser de verdad magnánimo, porque no es posible sin ser distinguido. 81

[5] Así pues, el magnánimo está en relación, principalmente, con los honores y los deshonores, y será moderadamente complaciente con los grandes honores otorgados por los hombres virtuosos, como si hubiera recibido los adecuados o, acaso, menores, ya que no puede haber honor digno de la virtud perfecta. Sin embargo, los aceptará, porque [10] no puede existir nada mayor para otorgarle; pero, si proceden de gente ordinaria y por motivos fútiles, los despreciará por completo, porque no es eso lo que merece, e, igualmente, el deshonor, ya que no se le aplica justamente. Como se ha establecido, el magnánimo tiene que ver, entonces, sobre todo, con los honores, pero también se comportará con moderación respecto de la riqueza, el poder, y toda buena o [15] mala fortuna, sea ésta como fuere, y no se alegrará excesivamente en la prosperidad ni se apenará con exceso en el infortunio. Así, respecto del honor no se comporta como si se tratara de lo más importante; pues el poder y la riqueza se desean por causa del honor (al menos, los que los poseen quieren ser honrados por ellos), pero para quien el [20] honor es algo pequeño también lo son las demás cosas. Por esto, parecen ser altaneros.

La situación ventajosa también se cree que contribuye a la magnanimidad. Así, los de noble linaje se juzgan dignos de honor y también los poderosos o ricos, pues son superiores, y todo lo que sobresale por algún bien es más honrado. Por eso, estos bienes hacen a los hombres más magnánimos, pues algunos los honran por ello. Sin embargo, [25] sólo en verdad el bueno es digno de honor, si bien al que posee ambas cosas se le considera más digno. Los que sin tener virtud poseen tales bienes, ni se juzgan justamente a sí mismos dignos de grandes cosas ni son llamados con razón magnánimos, porque estas cosas no son posibles [30] sin una virtud completa. También los que poseen tales bienes se vuelven altaneros e insolentes, porque sin virtud no es fácil llevar convenientemente los dones de la fortuna, y como son incapaces de llevarlos y se creen superiores a los demás, lo desprecian y hacen lo que [1124b] les place. Así, imitan al magnánimo sin ser semejantes a él, pero lo hacen en lo que pueden; y no actúan de acuerdo con la virtud, sino que desprecian a los demás. El magnánimo desprecia con justicia [5] (pues su opinión es verdadera), pero el vulgo, al azar.

Además, el magnánimo ni se expone al peligro por fruslerías ni ama el peligro, porque estima pocas cosas, pero afronta grandes peligros, y cuando se arriesga, no regatea su vida porque considera que no es digna de vivirse de cualquier manera. Y es de tal índole [10] que hace beneficios, pero se avergüenza de recibirlos, porque una cosa es propia de un superior y la otra de un inferior. Y está dispuesto a devolver un beneficio con creces, porque el que hizo el servicio primero le será deudor y saldrá ganando. También parecen recordar el bien que hacen, pero no el que reciben (porque el que recibe un [15] bien es inferior al que lo hace, y el magnánimo quiere ser superior), y oír hablar del primero con agrado y del último con desagrado. Por eso, Tetis no menciona a Zeus 82 los servicios que ella le ha hecho, sino los que ha recibido, como tampoco los laconios al dirigirse a los atenienses. 83

Es también propio del magnánimo no necesitar nada o apenas 〈nada〉, sino ayudar a los otros prontamente, y ser altivo con los de elevada posición y con los afortunados, pero mesurado con los de nivel [20] medio, porque es difícil y respetable ser superior a los primeros, pero es fácil con los últimos; y darse importancia con aquéllos no indica vil nacimiento, pero sería grosero hacerlo con los humildes, de la misma manera que usar la fuerza física contra los débiles. Asimismo, es propio [25] del magnánimo evitar ir hacia cosas que se estiman o a donde otros ocupan los primeros puestos; y estar inactivo o ser remiso, excepto allí donde el honor o la empresa sean grandes, y sólo en contadas ocasiones, pero que sean grandes y notables. Es necesario también que sea hombre de amistades y enemistades manifiestas (porque el ocultarlas es propio del miedoso, y se preocupará más de la verdad que de la reputación), y que hable y actúe abiertamente (tiene, en efecto, [30] desparpajo porque es desdeñoso, y es veraz, excepto cuando es irónico, y esto, sólo con el vulgo); tampoco puede vivir de cara a otro, a no ser al amigo, porque esto es de esclavos, y, por eso, todos los aduladores [1125a] son serviles y los de baja condición son aduladores. 84 Tampoco es dado a la admiración, porque nada es grande para él. Ni es rencoroso, porque no es propio del magnánimo recordar lo pasado, especialmente lo que es malo, sino, más bien, pasarlo por alto. Ni murmurador, pues no hablará de sí mismo ni de otro; pues nada le importa [5] que lo alaben o que 〈lo〉 critiquen los otros; y no es inclinado a tributar alabanzas, y por eso no habla tampoco mal ni aun de sus enemigos, excepto para injuriarlos. Es el menos dispuesto a lamentarse y pedir por cosas necesarias y pequeñas, pues es propio de un hombre serio actuar así respecto de esas cosas. Y preferirá poseer cosas hermosas e [10] improductivas a productivas y útiles, pues es una nota de suficiencia poseer las primeras más que las últimas. Parece que es propio del magnánimo 〈tener〉 movimientos sosegados, y una voz grave, y una [15] dicción reposada; pues el que se afana por pocas cosas no es apresurado, ni impetuoso aquel a quien nada parece grande; la voz aguda y la rapidez proceden de estas causas.

Tal es, pues, el magnánimo. El que se queda corto es pusilánime, y el que se excede es vanidoso. Ahora bien, tampoco a éstos se los considera [20] malos (pues no perjudican a nadie), sino equivocados. En efecto, el pusilánime, siendo digno de cosas buenas, se priva a sí mismo de lo que merece, y parece tener algún vicio por el hecho de que no se cree a sí mismo digno de esos bienes y parece no conocerse a sí mismo; pues [25] desearía aquello de que es digno, por ser cosa buena. Ésos no parecen necios, sino, más bien, tímidos. Pero tal opinión parece hacerlos peores: todos los hombres, en efecto, aspiran a lo que creen que es digno, y se apartan, incluso, de las acciones y ocupaciones nobles, por creerse indignos de ellas, e, igualmente, se apartan de los bienes exteriores. Por otro lado, los vanidosos son necios e ignorantes de sí mismos, y [30] esto es manifiesto. Pues sin ser dignos emprenden empresas honrosas y después quedan mal. Y se adornan con ropas, aderezos y cosas semejantes, y desean que su buena fortuna sea conocida de todos, y hablan de ella creyendo que así serán honrados. Pero la pusilanimidad es más opuesta a la magnanimidad que la vanidad, ya que es más común y peor. La magnanimidad, pues, está en relación con los grandes honores, como se ha dicho.

4

La ambición

Respecto del honor parece que existe, además, otra virtud, según dijimos [1125b] en los primeros libros, que, podría pensarse, está en relación con la magnanimidad, como la liberalidad lo está con la esplendidez. Ambas, [5] en efecto, están alejadas de lo grande, pero nos disponen para actuar como se debe respecto de las cosas moderadas y pequeñas; y, así como en el tomar y el dar dinero hay un término medio, un exceso y un defecto, así también en el deseo de honores es posible el más y el menos de lo debido, e igualmente de donde uno debe y como se debe. Así, censuramos, a la vez, al ambicioso por aspirar al honor más de lo debido y de [10] donde no se debe, y al que carece de ambición por no querer recibir honores ni aun por sus nobles acciones. A veces, al contrario, alabamos al ambicioso por juzgarlo viril y amante de lo que es noble, y al que carece de ambición, como moderado y prudente, según dijimos también en los primeros libros. Es evidente que, teniendo la expresión «amigo de tal cosa» varios significados, no aplicamos siempre el término ambicioso [15] a la misma persona, sino que la alabamos en cuanto que posee esta cualidad en mayor grado que la mayoría y la censuramos en cuanto que la posee más de lo debido; y, como el término medio no tiene nombre, los extremos parecen luchar por este lugar como si estuviera desierto. Pero donde hay un exceso y un defecto, hay también un término medio. Ahora bien, los hombres desean el honor más o menos de lo debido, luego también se le puede desear como es debido. Alabamos, por tanto, [20] este modo de ser, que es un término medio respecto del honor, pero sin nombre. Frente a la ambición se da también una falta de ambición; frente a la falta de ambición, la ambición; y frente a ambas, ya una ya otra. Lo mismo parece ocurrir con las demás virtudes; pero los extremos parecen opuestos entre sí, porque el término medio no tiene nombre. [25]

5

La mansedumbre

La mansedumbre es un término medio respecto de la ira; pero, como el medio mismo, carece de nombre, y casi lo mismo ocurre con los extremos, aplicamos la mansedumbre a ese medio, aunque se inclina [30] hacia el defecto, que carece también de nombre. El exceso podría llamarse irascibilidad; pues la pasión es la ira, pero las causas son muchas y diversas. Así pues, el que se irrita por las cosas debidas y con quien es debido, y además como y cuando y por el tiempo debido, es alabado. Éste sería manso, si la mansedumbre fuese justamente alabada; porque el que es manso quiere estar sereno y no dejarse llevar por la pasión, [35] sino encolerizarse en la manera y por los motivos y por el tiempo que la razón ordene. Pero parece, más bien, pecar por defecto, ya que [1126a] el manso no es vengativo, sino, por el contrario, indulgente. El defecto, ya se trate de una incapacidad por encolerizarse o de otra cosa, es censurado. Pues los que no se irritan por los motivos debidos o en la manera [5] que deben o cuando deben o con los que deben, son tenidos por necios. Un hombre así parece ser insensitivo y sin padecimiento, y, al no irritarse, parece que no es capaz tampoco de defenderse, pero es servil soportar la afrenta o permitir algo contra los suyos.

El exceso puede ocurrir con respecto a todas estas calificaciones, es [10] decir, con quienes no se debe, por motivos indebidos, más de lo debido, antes y por más tiempo de lo debido; pero no todos estos errores pertenecen a la misma persona, ya que no es posible, pues el mal se destruye incluso a sí mismo, y cuando se presenta en su integridad es insoportable. Así, los irascibles se encolerizan pronto, con quienes no [15] deben, por motivos que no deben y más de lo que deben, pero se apaciguan pronto, y esto es lo mejor que tienen. Esto les ocurre, porque no contienen su ira, sino que se desquitan abiertamente a causa de su impulsividad, y luego se aplacan. Los coléricos son excesivamente [20] precipitados y se irritan contra todo y por cualquier motivo, de ahí su nombre. 85 Los amargados son difíciles de calmar y se irritan durante mucho tiempo, porque contienen su coraje. Éste cesa cuando se desquitan, pues la venganza pone fin a la ira, produciendo placer en vez de dolor. Pero si esto no ocurre, conservan su pesadumbre, pues al no manifestarse, nadie intenta aplacarlos, y requiere mucho tiempo digerir la cólera en uno mismo. Estas gentes son las personas más molestas [25] para sí mismos y para sus seres más queridos. Y llamamos difíciles a los que se incomodan por motivos indebidos, y más de lo debido o por demasiado tiempo, y no se reconcilian sin venganza o castigo.

[30] A la mansedumbre oponemos, más bien, el exceso, pues es más frecuente (ya que el vengarse es más humano), y los intransigentes son peores para la convivencia. Lo que dijimos antes resulta también claro por estas consideraciones. No es fácil, en efecto, especificar cómo, con quiénes, por qué motivos y por cuánto tiempo debemos irritarnos, ni tampoco los límites dentro de los cuales actuamos rectamente o pecamos. El que se desvía poco, ya sea hacia el exceso o hacia el defecto, no [35] es censurado, y a veces alabamos a los que se quedan cortos y los llamamos sosegados, y a los que se irritan, viriles, considerándolos capaces de mandar a otros. No es fácil establecer con palabras cuánto y [1126b] cómo un hombre debe desviarse para ser censurable, pues el criterio en estas materias depende de cada caso particular y de la sensibilidad. Pero, al menos, una cosa es clara, que la disposición intermedia, de acuerdo con la cual nos irritamos con quienes debemos, por los motivos debidos, como debemos y, así, con las otras calificaciones, es laudable, y que los excesos y defectos son reprensibles: poco, si son débiles; más si ocurren en un grado más elevado, y muy mucho, si en un [5] grado muy elevado. Es evidente, pues, que debemos mantenernos en el término medio.

Quedan, pues, tratados los modos de ser referentes a la ira. [10]

6

La amabilidad

En las relaciones sociales, es decir, en la convivencia y en el intercambio de palabras y de acciones, unos hombres son complacientes: son los que todo lo alaban para agradar, y no se oponen a nada, creyéndose en la obligación de no causar molestias a aquellos con quienes se encuentran;[15] otros, por el contrario, a todo se oponen, y no se preocupan lo más mínimo de no molestar; son los llamados descontentadizos y pendencieros. Es claro que estos modos de ser son censurables y que el modo de ser intermedio es laudable, y, de acuerdo con él, aceptaremos lo debido y como es debido, y rechazaremos, análogamente, lo contrario. Ningún nombre se ha dado a este modo de ser, pero se parece, sobre [20] todo, a la amistad. En efecto, si añadimos el cariño al hombre que tiene este modo de ser intermedio, tendremos lo que llamamos un buen amigo. Pero este modo de ser se distingue de la amistad por no implicar pasión ni afecto hacia los que trata, ya que no es por amor u odio por lo que lo toma todo como es debido, sino por ser un hombre de tal [25] carácter. Pues actuará de igual manera con los desconocidos y con los conocidos, con los íntimos y con los que no lo son, pero, en cada caso, como es adecuado, pues uno no debe mostrar el mismo interés por los íntimos que por los extraños ni causarles penas semejantes.

En general, pues, cabe decir, por una parte, que este hombre tratará con los demás como es debido, y, por otra, que, para no molestar o [30] complacer, hará sus cálculos mirando a lo noble y a lo útil. Pues parece que su objeto son los placeres y molestias que ocurren en las relaciones sociales: así, si fuera, a su juicio, innoble o perjudicial dar gusto, rehusará hacerlo y preferirá disgustar; y si una acción va a causar daño y no pequeña inconveniencia, mientras la contraria va a producir una pequeña molestia, no aceptará la primera, sino que demostrará su disconformidad. [35] Su conducta con los hombres de posición elevada y con el vulgo será diferente, y así, también, con los más o menos conocidos; [1127a] igualmente, con respecto a las demás diferencias. Dará a cada uno lo que se le debe, prefiriendo el complacer por sí mismo, evitando el molestar y atendiendo a las consecuencia, si son más importantes, esto es, lo bueno y lo conveniente, y, en vista de un gran placer futuro, [5] causará alguna pequeña molestia.

Tal es el hombre que tiene el modo de ser intermedio, pero no ha recibido nombre. De los que procuran complacer, el que aspira a ser agradable, pero no por otra cosa, es obsequioso; el que lo hace para obtener alguna utilidad de dinero o de lo que se adquiere por dinero, [10] es adulador, y, como ya hemos dicho, el que disgusta a todos es llamado descontentadizo y pendenciero. Los extremos parecen opuestos el uno al otro, porque el término medio no tiene nombre.

7

La sinceridad

El término medio de la jactancia y el de la ironía tienen como objeto casi las mismas cosas, y tampoco tienen nombre. No estará mal examinar [15] también estos modos de ser, pues conoceremos mejor lo referente al carácter, si discutimos cada caso, y estaremos más convencidos de que las virtudes son modos de ser intermedios, después de haber visto que es así en todos los casos. En la convivencia hemos hablado ya de los que tratan a las personas para agradar o desagradar; vamos a [20] hablar ahora, igualmente, de los que son verdaderos o falsos, tanto en sus palabras como en sus acciones y pretensiones.

Pues bien, el jactancioso se cree que es el que pretende reputación en cosas que no le pertenecen, o en mayor medida de lo que le pertenece, mientras que el irónico niega lo que le pertenece o le quita importancia. [25] El término medio, contemplando la situación como es, parece ser un hombre sincero 86 tanto en su vida como en sus palabras, que reconoce que posee lo que tiene, ni más ni menos. Cada una de estas cosas puede hacerse a causa de algo o no. Y todo hombre, si no actúa con vistas a alguna cosa, lo que dice, hace y vive se corresponde con su carácter. La falsedad en sí misma es vil y reprensible, mientras que la verdad, noble y laudable. Así, también, el hombre sincero, que [30] es un término medio, es laudable, y los falsos son, ambos, reprensibles, pero más el jactancioso.

Hablemos de ambos, empezando por el veraz. No nos referimos [1127b] al hombre que es verdadero en sus contratos, ni en las cosas que atañen a la justicia o a la injusticia (pues esto sería propio de otra virtud), sino a aquel que, cuando nada de esto está en juego, es verdadero en sus palabras y en su vida, simplemente porque tiene tal carácter. Tal hombre parecería ser un hombre íntegro. Pues el que ama la verdad y [5] la dice cuando da lo mismo decirla o no, la dirá aún más cuando no da lo mismo, pues evitará la falsedad como algo vergonzoso, una cosa que evitaba por sí mismo. Tal hombre merece ser alabado. Y se inclina, más bien, a atenuar la verdad, lo cual parece de mejor gusto, porque las exageraciones son odiosas.

El que pretende más de lo que le corresponde sin razón alguna, [10] parece un hombre vil (pues, de otro modo, no se complacería en la falsedad), pero, evidentemente, es más vanidoso que malo. Si lo hace por alguna razón, ya se trate de gloria u honor, como un jactancioso, no es muy reprensible; pero si lo hace por dinero o por algo para obtener dinero, es más vergonzoso (el ser jactancioso no está en la capacidad, [15] sino en la intención; pues se es jactancioso en virtud de un modo de ser por tener una cierta cualidad; como también es embustero el que se complace en la mentira misma o aspira a la gloria o a la ganancia). Así pues, los que son jactanciosos por amor a la gloria se atribuyen cualidades que logran alabanzas o felicitaciones; los que lo son [20] por amor a la ganancia se atribuyen dotes de utilidad al prójimo cuya inexistencia puede ocultarse, como adivino, sabio o médico. Por ello, la mayoría de los hombres fingen cosas tales, y se jactan de ellas, pues poseen las cualidades mencionadas.

Los irónicos, que minimizan sus méritos, tienen, evidentemente, un carácter más agradable, pues parecen hablar así no por bueno, sino [25] para evitar la ostentación. Éstos niegan, sobre todo, las cualidades más reputadas, como hacía Sócrates. A los que niegan poseer cualidades pequeñas y manifiestas se les llama hipócritas y son más despreciables; y, en ocasiones, parece ser jactancia, como es el caso del vestido laconio, 87 pues no sólo es jactancia el exceso, sino la negligencia exagerada. En cambio, los que usan con moderación la ironía, ironizando en cosas que no saltan demasiado a la vista o no son manifiestas, nos resultan [30] agradables. El jactancioso parece, pues, ser opuesto al veraz, ya que es peor 〈que el irónico〉.

8

La agudeza

Puesto que en la vida hay también momentos de descanso, en los que es posible la distracción con bromas, parece que también aquí se [1128a] da una relación social en la que se dice lo que se debe y como se debe y se escucha lo mismo. Y habrá, igualmente, diferencia con respecto a lo que se hable o se escuche. Y es evidente que, tratándose de esto, [5] hay un exceso y un defecto del término medio. Pues bien, los que se exceden en provocar la risa son considerados bufones o vulgares, pues procuran por todos los medios hacer reír y tienden más a provocar la risa, que a decir cosas agradables o a no molestar al que es objeto de sus burlas. Por el contrario, los que no dicen nada que pueda provocar la risa y se molestan contra los que lo consiguen, [10] parecen rudos y ásperos. A los que divierten a los otros decorosamente se les llama ingeniosos, es decir, ágiles de mente, pues tales movimientos se consideran notas de carácter, y lo mismo que juzgamos a los cuerpos por sus movimientos, lo hacemos también con el carácter. Como lo risible es lo que predomina y la mayoría de los hombres se complacen en las bromas y burlas más de lo debido, también [15] a los bufones se les llama ingeniosos y se les tiene por graciosos. Pero que difieren unos de otros y en no pequeña medida es evidente por lo que hemos dicho.

Al modo de ser intermedio pertenece también el tacto. Es propio del que tiene tacto decir y oír lo que conviene a un hombre distinguido y libre; hay, pues, bromas en el decir y en el escuchar que convienen [20] a tal hombre, pero las bromas del hombre libre difieren de las del hombre servil, y las del educado de las del que no tiene educación. Puede verse esta diferencia en las comedias antiguas y en las nuevas: 88 pues, en las primeras, lo cómico era el lenguaje obsceno, y en las segundas, la suposición; estas cosas difieren no poco en relación con el decoro. ¿Debemos, entonces, definir al buen gracioso como un hombre [25] que dice cosas que no son impropias de un hombre libre, o como un hombre que no molesta o, incluso, divierte al que lo oye? ¿Pero esta definición no es más bien indefinida? Lo odioso y lo agradable, en efecto, son distintos para las distintas personas. Pero tales son las cosas que escuchará, pues las burlas que hace son las mismas que soportará oír. Mas no lo dirá todo, porque la burla es una especie de insulto y los legisladores prohíben ciertos insultos; quizá deberían también prohibir ciertas burlas. [30]

El que es gracioso y libre se comportará como si él mismo fuera su propia ley. Tal es el término medio ya sea llamado hombre de tacto o ingenioso.

El bufón, por otra parte, es víctima de su bromear, y no se respetará a sí mismo ni a los demás, si puede hacer reír, aun diciendo cosas que ningún hombre de buen gusto diría y algunas que ni siquiera escucharía.

El patán es inútil para estas relaciones sociales, pues no contribuye [1128b] a ellas y todo lo lleva a mal; y el descanso y la diversión parecen ser indispensables para la vida.

En la vida, pues, hay tres términos medios, ya discutidos, todos [5] ellos relativos a ciertas clases de palabras y acciones. Se distinguen en que uno se refiere a la verdad y los otros dos a lo agradable. De los que se refieren al placer, el uno se da en las bromas y el otro en otro género de vida.

9

El pudor y la vergüenza

[10] No debe hablarse del pudor como de una virtud, pues se parece más a una pasión que a un modo de ser. 89 En todo caso, se lo define como una especie de miedo al desprestigio y equivale a algo parecido al miedo al peligro: así, los que sienten vergüenza se ruborizan, y los que temen la muerte palidecen. Ambos (el pudor, la vergüenza) parecen [15] ser, de alguna manera, afecciones corporales, y esto parece más propio de la pasión que del modo de ser.

Ahora bien, la pasión no se adapta a todas las edades, sino sólo a la juventud. Creemos que los jóvenes deben ser pudorosos, porque, como viven de acuerdo con la pasión, yerran muchas veces, pero son refrenados por el pudor; y alabamos a los jóvenes pudorosos; pero [20] nadie alabaría a un viejo que fuera vergonzoso, pues no creemos que deba hacer nada por lo que tenga que avergonzarse. Tampoco la vergüenza es propia del hombre distinguido, si es verdad que se siente vergüenza de las malas acciones (tales acciones, en efecto, no deben cometerse, y nada importa que sean, en verdad, vergonzosas o que lo sean en la opinión de los hombres: en ninguno de los casos deben cometerse, [25] para no tener que avergonzarse), y ser de tal índole como para realizar una acción vergonzosa es propio de un hombre malo. Y es absurdo creer que, porque uno sienta vergüenza cuando realiza una acción de esta clase, es un hombre distinguido; pues el pudor acompaña a las acciones voluntarias, y el hombre distinguido jamás [30] comete voluntariamente acciones vergonzosas. La vergüenza, sin embargo, podría ser buena en hipótesis: si alguien hiciera tal cosa, se avergonzaría; pero, esto no se aplica a las virtudes. Y si la desvergüenza es mala, y lo mismo el no tener reparo en cometer acciones vergonzosas, no por eso es bueno avergonzarse por hacerlas. La continencia [35] tampoco es una virtud, sino una mezcla; pero esto será mostrado más adelante.

Ahora hablemos de la justicia.

71 El término griego eleutheriótes significa la cualidad de un hombre libre por contraposición a los esclavos. El estado jurídico del hombre libre obliga a la generosidad, a la liberalidad (cf. lat. liberalitas ).

72 Juego de palabras en el original, ya que pródigo es ásotos , propiamente «no salvado», que equivale a «sin esperanza de salvación», «perdido».

73 Tres son, pues, las cualidades del generoso: que da por la belleza misma del acto de dar, que da rectamente y que da con placer.

74 Uno no puede menos de recordar el pasaje de Lucas (21, 1-4) en que Jesús alaba la generosidad de la viuda pobre, que echó en el «gazofilacio» más que los ricos, ya que se desprendió de lo único que tenía para vivir.

75 Simónides de Ceos, uno de los más grandes poetas líricos griegos, gozó de larga vida (556-467 a.C.) y, a juzgar por el testimonio de Aristófanes (La paz , 697-699), se volvió en su vejez muy avaro.

76 El texto dice propiamente: «partir un grano de comino». El comino se empleaba como condimento y era considerado un rasgo de avaricia partir un grano en dos (cf. Teofrasto, Caracteres , X , 13).

77 Homero, Odisea , XVII , 420.

78 Así, la magnificencia se distingue de la liberalidad no sólo por la cantidad de los bienes materiales, sino también por la naturaleza de la obra a realizar.

79 Se refiere aquí Aristóteles a las «liturgias» o servicios públicos que la ciudad imponía a los ciudadanos más ricos. Las principales eran: la «trierarquía», que consistía en equipar un trirreme; la «coregía» o hacerse cargo de los gastos que ocasionaba la organización de un coro dramático, y la «hastiasis» u organización de una comida pública a los miembros de una misma tribu.

80 Megara, en lugar de las sencillas decoraciones de los coros de las comedias, solía hacer gala de costosos vestidos de púrpura que no se compaginaban con las groseras burlas de las bufonadas megarenses.

81 La kalokagathía , que empezó siendo un concepto político, pasó a ser con Sócrates un concepto moral que designaba la perfección moral constitutiva de la verdadera nobleza.

82 Ilíada , 1, 394-407. Cuando Tetis habla a Zeus, no sigue los consejos de su hijo Aquiles que le decía que recordara los servicios que ella había prestado al soberano de los dioses.

83 Según el historiador Calístenes, sobrino de Aristóteles, así se comportaron los espartanos, cuando pidieron ayuda a los atenienses contra los tebanos, en el año 379 a.C. (F. Jacoby, Die Fragmente der griechischen Historiker , Berlín, 1923, vol. II , B, pág. 642).

84 Una vez más, se nos muestra, en toda su crudeza, el espíritu aristocrático de la moral de Aristóteles: los esclavos, hombres de humilde condición, son aduladores, carecen del sentimiento de su dignidad personal.

85 En el texto, akrócholoi , de ákros «extremo» y cholḗ «bilis».

86 El término griego authékastos ha sido diversamente interpretado: para unos (Brunet, Rackham, Dirlmeier), significa «el hombre que llama a las cosas por su nombre»; para otros (Stewart, Wilpert), «el hombre que se muestra tal cual es».

87 Aristóteles quiere decir que el vestido espartano, a pesar de su sencillez, era una jactancia comparado con el endurecimiento corporal.

88 La distinción aristotélica no coincide con la que establecieron los gramáticos griegos. Aquí, «nueva» equivale a lo que conocemos por «comedia media».

89 Para Aristóteles, el pudor no es una virtud, sino un justo medio en la pasión, una mesótēs pathetikḗ.

Aristóteles II

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