Читать книгу Obras completas de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle, Исмаил Шихлы - Страница 25

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Capítulo XII:

La extraña historia de Jonathan Small

Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre muy paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me reuniera con él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.

—Adiós a la recompensa —dijo en tono abatido—. Si no hay dinero, no hay paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de esta noche nos habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por cabeza.

—El señor Thaddeus Sholto es rico —dije—. Él se ocupará de que sean recompensados, con tesoro o sin él.

Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.

—Es un mal trabajo —repitió—. Y lo mismo pensará Athelney Jones.

Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la caja vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque habían cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una comisaría. Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su habitual expresión de indiferencia, y Small se sentaba impasible frente a él, con la pata de palo cruzada sobre la pierna buena. Cuando presenté la caja vacía, se echó hacia atrás en su asiento y soltó una carcajada.

—Esto es obra suya, Small —dijo Athelney Jones, furioso.

—Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano —exclamó exultante—. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme con él, ya pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro. Les aseguro que ningún ser viviente tiene derecho a él, con excepción de tres hombres que cumplen condena en el presidio de Andaman y de mí mismo. Me consta que yo ya no podré aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo momento he actuado en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre hemos sido fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos habrían querido que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al Támesis antes que permitir que se lo quedasen los amigos y familiares de Sholto o de Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para enriquecerlos a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio que la llave y que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a alcanzar, escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes en este viaje.

—Usted nos quiere engañar, Small —dijo Athelney Jones en tono firme—. Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría resultado más fácil tirarlo con caja y todo.

—Más fácil para mí tirarlo, y más fácil para ustedes recuperarlo —respondió Small, con una astuta mirada de soslayo—. Un hombre lo bastante listo como para seguirme la pista tiene que ser también lo bastante listo como para sacar una caja de hierro del fondo de un río. Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo largo de unas cinco millas, puede que le resulte más difícil. La verdad es que me rompió el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes nos alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos momentos en mi vida, he tenido malos, pero he aprendido a no llorar por leche derramada.

—Este es un asunto muy serio, Small —dijo el inspector—. Si hubiera usted ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este modo, habría tenido más posibilidades a favor en su juicio.

—¡La justicia! —se burló el ex presidiario—. ¡Bonita justicia! ¿A quién pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia en que se lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren cómo me lo gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de fiebres, trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la noche en las mugrientas barracas de los presos, comido por los mosquitos, atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los abusos de todos aquellos malditos policías negros, encantados de poder ajustarle las cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de Agra, ¡y ustedes me hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de haber pagado este precio solo para que otro lo disfrute! Antes me dejaría colgar una docena de veces, o que me clavaran en la piel uno de los dardos de Tonga, que vivir en una celda de la cárcel sabiendo que otro vive cómodamente en un palacio con el dinero que debería haber sido mío.

Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este discurso lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos echando llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados movimientos de sus manos. Podía comprender, al contemplar la furia y el ardor de aquel hombre, que no era nada infundado ni ridículo el terror que se había apoderado del mayor Sholto al enterarse de que el agraviado presidiario le seguía la pista.

—Olvida usted que no sabemos nada de todo eso —dijo Holmes tranquilamente—. No conocemos su historia y no podemos decir hasta qué punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.

—Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me doy perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes que llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha jugado limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar mi historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede dejar el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.

»Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que si se pasan por allí, encuentran un montón de gente de apellido Small. Muchas veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la verdad es que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo de que se alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable, que va a la iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en toda la región, y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía unos dieciocho años, dejé de causarles problemas, porque me metí en un lío por culpa de una chica y la única manera que encontré de salir fue aceptando el salario de la reina, alistándome en el Tercero de Casacas Amarillas, que estaba a punto de partir hacia la India.

»Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo. Apenas había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete cuando cometí la estupidez de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la suerte de que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno de los mejores nadadores de todo el ejército, estuviera también en el agua en aquel momento. Cuando estaba en medio del río, un cocodrilo me atacó y me arrancó la pierna derecha tan limpiamente como lo habría hecho un cirujano. Con el susto y la pérdida de sangre, me desmayé, y me habría ahogado si Holder no me hubiera sostenido y llevado a la orilla. Pasé cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir renqueando con esta pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el ejército e incapacitado para cualquier ocupación activa.

»Aquello fue, como podrán imaginar, un golpe muy duro: me veía convertido en un inválido sin haber cumplido aún los veinte años. No obstante, al poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición disfrazada. Un hombre llamado Abel White, que se había establecido allí para cultivar añil, buscaba un capataz que supervisara a sus peones y se ocupara de que trabajaran. Dio la casualidad de que era amigo de nuestro coronel, el cual se había interesado por mí desde mi accidente. Para abreviar la historia, el coronel me recomendó encarecidamente para el puesto y, como la mayor parte del trabajo se hacía a caballo, mi pierna no era un grave inconveniente porque me sujetaba perfectamente a la silla con lo que quedaba de muslo. Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, vigilar a los hombres durante el trabajo y dar parte de los holgazanes. La paga era buena, tenía un alojamiento confortable y, en general, me daba por satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. El señor Abel White era un hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi cabaña a fumar una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres blancos se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en su país.

»Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una señal de advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes antes, la India parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al mes siguiente había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y el país era un completo infierno. Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto..., probablemente, mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la lectura. Yo solo sé lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación se encontraba en un lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se iluminaba con las llamas de los búngalos incendiados, y día tras día veíamos pasar por nuestras tierras pequeños grupos de europeos con sus mujeres y niños, que se dirigían hacia Agra, donde se encontraba la guarnición más cercana. El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en su terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros, mientras el país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo nos quedamos con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de llevar los libros y la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado en una plantación bastante alejada y al atardecer cabalgaba despacio hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un bulto informe que yacía en el fondo de una hondonada. Descendí a caballo para ver lo que era y se me heló el corazón al descubrir que se trataba de la mujer de Dawson, cortada en tiras y medio devorada por los chacales y perros salvajes. Un poco más adelante, en la carretera, estaba el propio Dawson caído de bruces y completamente muerto, con un revólver vacío en la mano y cuatro cipayos tendidos uno sobre otro delante de él. Tiré de las riendas de mi caballo, preguntándome hacia dónde debía dirigirme; pero en aquel momento vi una espesa columna de humo que se elevaba del búngalo de Abel White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas. Comprendí que ya no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo no lograría más que perder yo también la vida. Desde donde me encontraba podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía vestidos con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa en llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los muros de Agra.

»Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy seguro. El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas. Allí donde los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, podían mantener el terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de millones contra centenares; y lo más sangrante del asunto era que aquellos hombres contra los que luchábamos, infantería, caballería y artillería, eran nuestras propias tropas selectas, soldados a los que habíamos enseñado y preparado nosotros, que manejaban nuestras propias armas y utilizaban nuestros propios toques de corneta. En Agra estaban el Tercero de Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos compañías de caballería y una batería de artillería. Se había formado también un cuerpo voluntario de empleados y comerciantes, y a él me incorporé con mi pata de palo y todo. A principios de julio hicimos una salida para enfrentarnos con los rebeldes en Shahgunge, y los hicimos retroceder por algún tiempo, pero se nos acabó la pólvora y tuvimos que volver a refugiarnos en la ciudad.

»De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos encontrábamos en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a poco más de cien millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la misma distancia por el Sur. En cualquier dirección de la brújula no había más que torturas, matanzas y atrocidades.

»La ciudad de Agra es una gran lugar, en la que proliferan toda clase de fanáticos y feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de hombres habría estado perdido en sus estrechas y tortuosas calles. Así pues, nuestro jefe decidió cruzar el río y tomar posiciones en el viejo fuerte de Agra. No sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá leído u oído algo acerca de aquel viejo fuerte. Es un sitio muy extraño..., el más extraño que he visto, y eso que he estado en rincones de los más raros. En primer lugar, tiene un tamaño enorme. Yo creo que el recinto debe abarcar varias hectáreas. Hay una parte moderna, donde se instaló toda la guarnición, las mujeres, los niños, las provisiones y todo lo demás, y aún sobraba cantidad de sitio. Pero la parte moderna no es nada, comparada con el tamaño de la parte vieja, donde no iba nadie, y que había quedado abandonada a los escorpiones y los ciempiés. Está toda llena de grandes salas vacías, pasadizos tortuosos y largos pasillos que tuercen a un lado y a otro, de manera que es bastante fácil perderse allí. Por está razón, casi nunca se metía nadie por aquella parte, aunque de vez en cuando se enviaba un grupo con antorchas a explorar.

»El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y, naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y apenas disponíamos de hombres suficientes para controlar las esquinas del edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba imposible montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables puertas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco y dos o tres nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas horas de la noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del edificio. Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me ordenó que si ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome que inmediatamente llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia central. Pero como el cuerpo de guardia se encontraba a sus buenos doscientos pasos de distancia, y el espacio intermedio estaba formado por un laberinto de pasadizos y corredores, yo tenía grandes dudas de que la ayuda pudiera llegar a tiempo en caso de un verdadero ataque.

»La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me hubieran confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como era un recluta sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches monté guardia con mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto feroz, llamados Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos combatientes que habían empuñado las armas contra nosotros en Chilian Wallah. Hablaban inglés bastante bien, pero yo apenas pude arrancarles unas pocas palabras. Preferían quedarse juntos y charlar toda la noche en su extraña jerga sikh. Yo solía situarme fuera de la puerta, contemplando el ancho y ondulante río y el centelleo de las luces de la gran ciudad. El redoblar de los tambores, el batir de los timbales y los gritos y alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de bhang, bastaban para que nos acordáramos durante toda la noche de los peligrosos vecinos que teníamos al otro lado del río. Cada dos horas, el oficial de noche recorría todos los puestos de guardia para asegurarse de que todo iba bien.

»La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina y pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras hora en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer hablar a mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada pasó la ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche. Viendo que resultaba imposible entablar conversación con mis compañeros, saqué mi pipa y dejé a un lado el mosquete para encender una cerilla. Al instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno de ellos se apoderó de mi fusil y me apuntó con él a la cabeza, mientras el otro me aplicaba un enorme cuchillo a la garganta y juraba entre dientes que me lo clavaría si me movía un paso.

»Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban confabulados con los rebeldes y que aquello era el comienzo de un asalto. Si nuestra puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte caería, y las mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en Kanpur. Es posible que ustedes, caballeros, crean que pretendo darme importancia, pero les doy mi palabra de que cuando pensé aquello, a pesar de sentir en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con la intención de dar un grito, aunque fuera el último de mi vida, para alertar a la guardia principal. El hombre que me sujetaba pareció leer mis pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento susurró: “No hagas ningún ruido. El fuerte está seguro. No hay perros rebeldes a este lado del río”. Se notaba en su voz que decía la verdad, y supe que si levantaba la voz era hombre muerto. Podía leerlo en los ojos castaños de aquel hombre. Así que aguardé en silencio, hasta enterarme de lo que querían de mí.

»—Escúchame, sahib —dijo el más alto y feroz de los dos, al que llamaban Abdullah Khan—. O te pones de nuestra parte ahora mismo o tendremos que hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos es demasiado grande para que vacilemos. O te unes a nosotros en cuerpo y alma, jurando sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu cuerpo irá a parar al foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué eliges, la vida o la muerte? Solo podemos darte tres minutos para decidir, porque el tiempo corre y todo tiene que hacerse antes de que vuelva a pasar la ronda.

»—¿Cómo puedo decidir? —dije—. No me habéis explicado lo que queréis de mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la seguridad del fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis clavarme el cuchillo en cuanto queráis.

»—No se trata de nada contra el fuerte —dijo él—. Solo te pedimos que hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra. Te proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche, te juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento que ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del botín. Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una oferta más justa.

»—Pero ¿de qué tesoro me hablas? —pregunté—. Estoy tan dispuesto a hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis que decirme cómo vamos a lograrlo.

»—Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de tu padre, por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no levantarás la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni después?

»—Lo juraré —dije—, siempre que el fuerte no corra peligro.

»—En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta parte del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros cuatro.

»—No somos más que tres —dije yo.

»—No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y avisa cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento porque sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos y que podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque hubieras jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre habría corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero los sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los sikhs. Escucha, pues, lo que voy a decirte.

»“En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas, aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre, y mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter ruin, más propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la revuelta, quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos y con el gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después empezó a creer que se acercaba el fin de los hombres blancos, porque las noticias que le llegaban de todas partes no hablaban más que de su muerte y su derrota. Aun así, como era hombre precavido, trazó sus planes de manera que, pasara lo que pasara, le quedara al menos la mitad de su tesoro. Todo el oro y la plata los guardó consigo en las bóvedas de su palacio; pero las piedras más preciosas y las perlas más perfectas que poseía las metió en un cofre de hierro y se las confió a un sirviente de confianza, para que este, disfrazado de mercader, las trajera a la fortaleza de Agra, donde estarían a salvo hasta que vuelva a haber paz. Así, si triunfan los rebeldes, él conservará su dinero; pero si vence la Compañía, salvará sus joyas. Después de dividir así su tesoro, se sumó a la causa de los cipayos, porque estos eran los más fuertes en torno a sus fronteras. Fíjate, sahib, en que al hacer esto, su propiedad se convierte en botín legítimo de los que se han mantenido leales.

»“Este falso mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se encuentra ahora en la ciudad de Agra y pretende entrar en el fuerte. Lleva como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que conoce su secreto. Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una puerta lateral del fuerte, y ha elegido esta para sus propósitos. Está a punto de llegar, y aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí aguardándolo. Es un lugar solitario y nadie se enterará de su llegada. El mundo no volverá a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro del rajá se dividirá entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?

»En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de fuego y sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en cada esquina. Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía completamente sin cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había animado el corazón y pensé en lo que podría hacer con él en mi tierra, en la cara que pondría mi familia al ver que el vástago inútil regresaba con los bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya había tomado mi decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que aún vacilaba, insistió todavía un poco más.

»—Ten en cuenta, sahib —dijo—, que si este hombre cae en manos del comandante, este le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a poder del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues bien, si lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también lo demás? Las joyas estarán igual de bien con nosotros que en las arcas de la Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro en hombres ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque estamos aislados de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor? Así pues, sahib, dime otra vez si estás con nosotros o si debemos considerarte como un enemigo.

»—Estoy con vosotros en cuerpo y alma —dije.

»—Está bien —respondió él, devolviéndome mi fusil—. Ya ves que nos fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás a tu palabra. Ahora solo tenemos que esperar a que lleguen mi hermano y el mercader.

»—¿Sabe tu hermano lo que vas a hacer? —pregunté.

»—El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar guardia junto a Mahomet Singh.

»La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos encontrábamos al comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras nubes cruzaban por el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero estaba casi seco por algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía extraño encontrarme allí con aquellos dos feroces punjabíes, aguardando a un hombre que se encaminaba hacia la muerte.

»De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.

»—¡Ahí están! —exclamé.

»—Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre —susurró Abdullah—. Que no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y nosotros haremos el resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten preparada la linterna, para estar seguros de que es nuestro hombre.

»La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces y avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al otro lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a través del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y entonces les di el alto.

»—¿Quién va? —dije con voz apagada.

»—Somos amigos —me respondieron. Descubrí mi linterna y proyecté un chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme, con una barba negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en una feria, jamás he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y gordo, con un gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto envuelto en un chal. Parecía estar temblando de miedo, porque retorcía las manos como si tuviera fiebre y giraba constantemente la cabeza a derecha e izquierda, escudriñando con sus ojillos relucientes y parpadeantes, como un ratón al aventurarse fuera de su madriguera. Me daba escalofríos pensar en matarlo, pero entonces me acordé del tesoro y el corazón se me volvió duro como el pedernal. Al ver mi rostro blanco, soltó un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.

»—Tu protección, sahib —gimió—. Dale tu protección al desdichado mercader Achmet. He atravesado toda Rajpootana en busca de la seguridad del fuerte de Agra. Me han robado, golpeado e insultado por haber sido amigo de la Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a estar a salvo... yo y mis humildes pertenencias.

»—¿Qué llevas en ese paquete? —pregunté.

»—Una caja de hierro —respondió—, que contiene uno o dos recuerdos de familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que lamentaría perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le recompensaré, joven sahib, y también a su gobernador, si me da la protección que le pido.

»Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto más miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba pensar que íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de una vez.

»—Llevadlo a la guardia principal —dije.

»Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la puerta con la linterna.

»Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por él venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo lanzando destellos en su mano. jamás he visto un hombre que corriera tan rápido como aquel pequeño mercader. Iba sacándole ventaja al sikh y me di cuenta de que si pasaba por donde yo estaba y lograba salir al aire libre, todavía podría salvarse. Mi corazón empezó a ablandarse, pero, una vez más, pensar en el tesoro me volvió duro y despiadado. Cuando pasaba corriendo junto a mí, le metí mi fusil entre las piernas y cayó dando un par de vueltas, como un conejo alcanzado por un disparo. Antes de que pudiera incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal dos veces en el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un solo músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió, tanto si me favorece como si no.»

Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a estas alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no solo por el crimen a sangre fría en el que había participado, sino, sobre todo, por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo había narrado. Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no esperara ninguna simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados con las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por la historia, pero con la misma expresión de repugnancia en sus caras. Es posible que Small se diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato había un toque de desafío en su voz y su actitud.

—Aquello estuvo muy mal, no cabe duda —dijo—. Pero me gustaría saber cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado una parte del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el cuello. Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o la mía. Si hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y me habrían juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado. En momentos como aquellos, la gente no suele ser muy indulgente.

—Continúe su relato —dijo Holmes, tajante.

—Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya si pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de guardia en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían preparado. Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a una gran sala vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo a pedazos. En un punto, el suelo de tierra se había hundido, formando una tumba natural, y allí dejamos a Achmet el mercader, después de cubrir su cuerpo con ladrillos sueltos. Una vez hecho esto, fuimos todos por el tesoro.

»Estaba donde él lo había dejado caer al ser atacado por primera vez. La caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del asa tallada que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de seda. La abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de joyas como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de niño en Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al mirarlas. Cuando nos saciamos de contemplarlas, las sacamos todas e hicimos una lista. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera calidad, entre ellos uno que creo que llamaban “El Gran Mogol” y que dicen que es el segundo más grande del mundo. Había, además, noventa y siete esmeraldas preciosísimas y ciento setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños. También había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y una ágatas y gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los aprendí más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente trescientas perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de oro. Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros tesoros, los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta para que los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente nuestro juramento de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto. Acordamos esconder el botín en un lugar seguro hasta que el país volviera a estar en paz, y entonces dividirlo entre nosotros a partes iguales. No tenía sentido repartirlo en aquel momento, porque si nos encontraban encima joyas de tanto valor se despertarían sospechas, y en el fuerte no había intimidad ni existía lugar alguno donde poder guardarlas. Así pues, llevamos la caja a la misma sala donde habíamos enterrado el cadáver y allí, debajo de unos ladrillos de la pared mejor conservada, abrimos un hueco y metimos en él nuestro tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y al día siguiente yo dibujé cuatro planos, uno para cada uno de nosotros, y al pie de cada plano puse el signo de nosotros cuatro, porque habíamos jurado que cada uno defendería siempre los intereses de los demás, de manera que ninguno saliera más favorecido. Y puedo asegurar, con la mano sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel juramento.

»Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como concluyó la rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó Lucknow, se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas tropas a montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso en fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba el momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del botín. Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un momento, al vernos detenidos por ser los asesinos de Achmet.

»La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de Achmet, lo hizo porque sabía que este era digno de confianza. Sin embargo, esos orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que hizo el rajá? Pues recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y ponerlo a espiar al primero. A este segundo hombre se le ordenó que no perdiera nunca de vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese su sombra. Aquella noche lo había seguido y lo había visto entrar por la puerta. Como es natural, pensó que se había refugiado en el fuerte, y al día siguiente también él solicitó ser admitido, pero no pudo encontrar ni rastro de Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló del asunto con un sargento de exploradores, el cual lo puso en conocimiento del comandante. Inmediatamente se procedió a un registro minucioso y se descubrió el cadáver. Y de este modo, justo cuando creíamos estar a salvo, los cuatro fuimos detenidos y llevados ajuicio por asesinato: tres de nosotros por haber estado de guardia en la puerta aquella noche, y el cuarto porque se sabía que había acompañado a la víctima. Durante el juicio no se dijo ni una palabra acerca de las joyas, porque el rajá había sido derrocado y desterrado de la India, así que nadie tenía un interés particular por ellas. Sin embargo, lo del asesinato quedó perfectamente demostrado, y estaba claro que los cuatro teníamos que haber participado en él. A los tres sikhs les cayeron trabajos forzados de por vida, y a mí me condenaron a muerte, aunque más adelante me conmutaron la sentencia por la misma que a los demás.

»Nos encontrábamos, pues, en una situación bastante curiosa. Allí estábamos los cuatro, con una cadena al tobillo y poquísimas probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada uno de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en un palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse loco de rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de todos aquellos fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua, cuando fuera teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la recogiéramos. Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui bastante tozudo, así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.

»Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron desde Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En aquella prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté bien desde el principio, no tardé en convertirme en una especie de privilegiado. Se me asignó una cabaña en Hope Town, que es un poblado pequeño en la ladera del monte Harriet, y me dejaron prácticamente a mi aire. Es un lugar horrible e infecto, y todo él, excepto los pequeños claros donde vivíamos, está plagado de salvajes caníbales, siempre dispuestos a dispararnos un dardo envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que cavar, abrir zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de manera que nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la noche disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por si surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.

»El médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y aficionado al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por la noche en sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería, donde yo solía preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de estar, y había una pequeña ventana que comunicaba las dos habitaciones. Muchas noches, cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la enfermería y me quedaba allí, escuchando lo que decían y viéndolos jugar. A mí también me gustan las partidas de cartas, y mirarlos era casi tan entretenido como jugar uno mismo. Además del médico, allí iban el mayor Sholto, el capitán Morstan y el teniente Bromley Brown, que estaban al mando de las tropas nativas, y también dos o tres funcionarios de prisiones, unos viejos zorros que jugaban un juego fino, astuto y seguro. Formaban un pequeño grupo muy unido.

»Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y era que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire que no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que ganaban. Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y conocían al dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban solo para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier manera. Noche tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más perdían, más ansiosos estaban por jugar.

»Al que peor le iba era al mayor Sholto. Al principio, solía pagar en billetes y monedas de oro, pero pronto empezó a firmar pagarés, y por grandes sumas. A veces ganaba unas cuantas manos, lo suficiente para cobrar ánimos, y entonces la suerte se volvía contra él, peor que nunca. Se pasaba el día andando de un lado a otro con un humor de perros, y empezó a beber mucho más de lo que le convenía.

»Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose, camino de sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se separaban nunca. El mayor iba rabiando por sus pérdidas.

»—Esto se acabó, Morstan —iba diciendo al pasar ante mi cabaña—. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy en la ruina.

»—¡Tonterías, amigo mío! —dijo el otro, palmeándole la espalda—. A mí también me ha ido mal, pero...

»Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.

»Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la playa y aproveché la oportunidad para hablar con él.

»—Me gustaría pedirle un consejo, señor —dije.

»—Bien, Small, ¿de qué se trata? —preguntó, sacándose el puro de la boca.

»—Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada para hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un botín que vale aproximadamente medio millón de libras y, como yo no puedo aprovecharlo, he pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a las autoridades competentes, y de ese modo es posible que me redujeran la condena.

»—¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para asegurarse de que hablaba en serio.

»—Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien vaya a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico propietario está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades, de manera que pertenece al primero que llegue.

»—Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno —balbuceó. Pero lo dijo sin demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón que lo tenía atrapado.

»—Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al gobernador general? —pregunté muy tranquilo.

»—Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría arrepentirse. Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.

»Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no pudiera identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que le temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se libraba una lucha.

»—Este es un asunto muy importante, Small —dijo por fin—. Lo mejor es que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a hablar.

»Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la noche, alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo, el capitán Morstan.

»—Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus propios labios —dijo. Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.

»—Suena a auténtico, ¿verdad? —dijo—. Parece lo bastante bueno como para hacer algo al respecto.

»El capitán Morstan asintió.

»—Mire usted, Small —dijo el mayor—. Mi amigo y yo hemos estado hablando del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas, ese secreto suyo no puede considerarse competencia del Gobierno, sino que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene derecho a disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta es: ¿qué precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las condiciones, podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al menos, tomarlo en consideración.

»Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los ojos de excitación y codicia.

»—En cuanto a eso, caballeros —respondí, procurando también mostrarme frío, pero sintiéndome tan excitado como él—, solo hay un trato que pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes me ayuden a conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres compañeros. Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos una quinta parte para que se la repartan entre ustedes.

»—¡Hum! —dijo él—. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.

»—Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza —dije yo.

»—Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que pide un imposible.

»—Nada de eso —respondí—. Lo tengo todo pensado hasta el último detalle. El único impedimento para la fuga es que no podemos conseguir una embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones que nos duren tanto tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay montones de yates y quichés pequeños que nos servirían perfectamente. Nosotros subiremos a bordó por la noche, y si ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa india, habrán cumplido su parte del trato.

»—Si se tratara solo de una persona... —dijo.

»—O todos o ninguno —respondí—. Lo hemos jurado. Tenemos que ir siempre los cuatro juntos.

»—Ya lo ve, Morstan —dijo el mayor—. Small es un hombre de palabra. No abandona a sus amigos. Creo que podemos confiar en él.

»—Es un negocio sucio —respondió el otro—. Pero, como tú dices, ese dinero nos sacaría a flote perfectamente.

»—Muy bien, Small —dijo el mayor—, supongo que tendremos que aceptar sus condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que comprobar la veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida la caja y yo solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual de suministros, para investigar el asunto.

»—No tan deprisa —dije yo, que me iba enfriando a medida que él se acaloraba—. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres camaradas. Ya le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.

»—¡Tonterías! —estalló—. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro trato?

»—Negros o azules —dije yo—, están conmigo en esto y vamos todos juntos.

»Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia. Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a la isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar allá), y por último, regresar a sus responsabilidades. A continuación, el capitán Morstan solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y allí repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y la del mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la noche dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos planos, firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar, Mahomet y yo.

»Bien, caballeros, los estoy cansando con mi larga historia y sé que mi amigo el señor Jones está impaciente por dejarme bien guardado en la jaula. Seré lo más breve que pueda. Aquel canalla de Sholto marchó a la India, pero ya no regresó jamás. Muy poco tiempo después, el capitán Morstan me enseñó su nombre en una lista de pasajeros de un buque correo. Había muerto un tío suyo, dejándole en herencia una fortuna, y él había abandonado el ejército. Sin embargo, aquello no le impidió rebajarse hasta el punto de traicionar a cinco hombres como lo hizo con nosotros. Poco después, Morstan fue a Agra y, tal como esperábamos, descubrió que el tesoro había volado. Aquella sabandija lo había robado todo, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las que le habíamos confiado el secreto. Desde aquel día, viví solo para la venganza. Pensaba en ella de día y me recreaba en ella por la noche. Se convirtió en una pasión absorbente que me dominó por completo. No me importaba nada la ley, ni me asustaba la horca. Escapar, seguirle la pista a Sholto, echarle la mano al cuello... aquellos eran mis únicos pensamientos. Incluso el tesoro de Agra se había convertido para mí en algo secundario, comparado con el querer matar a Sholto.

»Pues bien, en esta vida yo me he propuesto muchas cosas, y jamás hubo una que dejara de hacer. Pero pasaron largos años hasta que llegó mi momento. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. Un día, cuando el doctor Somerton estaba en cama con fiebre, un grupo de presos recogió en el bosque a uno de aquellos pequeños isleño de Andamán. Estaba mortalmente enfermo y había buscado un lugar solitario para morir. Me hice cargo de él, aunque era tan venenoso como una cría de serpiente, y al cabo de un par de meses lo tuve curado y capaz de andar. A partir de entonces, me cogió cariño y se quedó siempre rondando alrededor de mi cabaña, sin regresar casi nunca a su bosque. Aprendí de él un poco de su idioma, y esto hizo que se encariñara aún más conmigo.

»Tonga, porque así se llamaba, era un hábil piragüista y poseía una canoa grande y espaciosa. Cuando comprendí que sentía devoción por mí y que haría cualquier cosa por ayudarme, vi la oportunidad de fugarme. Hablé con él del asunto. Le dije que llevara su canoa cierta noche a un viejo embarcadero que nunca estaba vigilado y que me recogiera allí. Le indiqué además que llevara varias calabazas de agua y un buen montón de ñames, cocos y batatas.

»¡Qué firme y leal era el pequeño Tonga! Nadie tuvo jamás un camarada más fiel. La noche convenida, llevó su bote al embarcadero. Pero dio la casualidad de que allí se encontraba uno de los guardias del presidio, un asqueroso afgano que jamás había dejado pasar una ocasión de insultarme y humillarme. Yo había jurado vengarme de él, y ahora tenía la oportunidad. Era como si el destino lo hubiera puesto en mi camino para que saldara cuentas con él antes de abandonar la isla. Estaba de pie a la orilla del agua, de espaldas a mí, con la carabina al hombro. Busqué una piedra con la que aplastarle los sesos, pero no encontré ninguna.

»Entonces se me ocurrió una idea extraña, y supe dónde podía conseguir un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de palo. Con tres largos saltos a la pata coja, caí sobre él. Se llevó la carabina al hombro, pero yo le golpeé de lleno, hundiéndole toda la parte delantera del cráneo. Todavía se ve la muesca en la madera, donde pegó el golpe. Los dos caímos al suelo juntos, porque yo no pude mantener el equilibrio, pero cuando me incorporé vi que él se quedaba caído e inmóvil. Salté a la canoa y en menos de una hora estábamos ya bastante mar adentro. Tonga se había llevado todas sus posesiones, sus armas y sus dioses. Entre otras cosas, tenía una larga lanza de bambú y varias esteras de palma de cocotero, con las que construí una especie de vela. Navegamos sin rumbo fijo durante diez días, confiando en la suerte, y al undécimo nos recogió un barco mercante que iba de Singapur a Yidda con un pasaje de peregrinos malayos. Era una gente bastante rara, pero Tonga y yo tardamos muy poco en instalarnos entre ellos. Tenían una buena cualidad: que te dejaban en paz y no hacían preguntas.

»En fin, si fuera a contarles todas las aventuras que corrimos mi pequeño camarada y yo, no creo que ustedes me lo agradecieran, porque los entretendría aquí hasta después de salir el sol. Fuimos de un lado a otro, dando tumbos por el mundo, y siempre ocurría algo que nos impedía llegar a Londres. Pero en ningún momento perdí de vista mi objetivo. Por las noches soñaba con Sholto. Lo habré matado en sueños cientos de veces. Pero por fin, hace tres o cuatro años, conseguimos llegar a Inglaterra. No me resultó muy difícil averiguar donde vivía Sholto, y me propuse descubrir si había vendido el tesoro o todavía lo tenía en su poder. Hice amistad con alguien que estaba en condiciones de ayudarme, y no doy nombres, porque no quiero meter en líos a nadie más, y pronto averigüé que aún tenía las joyas. Entonces intenté llegar hasta él de muchas maneras; pero era un tipo astuto, y siempre tenía dos boxeadores protegiéndolo, además de sus hijos y su khitmutgar.

»Sin embargo, un día me avisaron de que se estaba muriendo. Corrí inmediatamente a su jardín, enloquecido al pensar que se me iba a escapar de las manos de aquella manera. Miré por la ventana y lo vi tendido en su cama, con uno de sus hijos a cada lado. Estaba dispuesto a entrar y enfrentarme a los tres, pero justo en aquel momento vi que se le desplomaba la mandíbula y comprendí que había muerto. A pesar de todo, aquella misma noche entré en su habitación y registré sus papeles para ver si había dejado alguna constancia de dónde estaban escondidas las joyas. Sin embargo, no encontré nada y tuve que marcharme, frustrado y enfurecido a más no poder. Antes de retirarme, se me ocurrió que si alguna vez volvía a ver a mis amigos sikhs, les agradaría saber que había dejado alguna señal de nuestro odio; así que garabateé el signo de los cuatro, igual que en el plano, y se lo clavé en el pecho con un alfiler. No podíamos permitir que lo llevaran a la tumba sin algún recuerdo de los hombres a los que había robado y engañado.

»Por aquella época nos ganábamos la vida exhibiendo al pobre Tonga, en ferias y sitios así, como “el caníbal negro”. Comía carne cruda y bailaba su danza de guerra, y al final de la jornada siempre teníamos el sombrero lleno de peniques. Seguía al corriente de todo lo que sucedía en el Pabellón Pondicherry, y durante varios años no hubo novedades, aparte de que continuaban buscando el tesoro. Pero por fin llegó la noticia que tanto tiempo llevaba esperando: habían encontrado el tesoro. Estaba en el piso alto de la casa, en el laboratorio de química del señor Bartholomew Sholto. Me fui para allá de inmediato y eché un vistazo al sitio, pero no vi manera de llegar hasta él con mi pata de palo. Sin embargo, me enteré de que había una trampilla en el tejado y me informé de la hora a la que cenaba el señor Sholto. Me pareció que, con ayuda de Tonga, podía conseguirlo con facilidad. Lo llevé allí y le enrollé a la cintura una cuerda larga. Tonga trepaba como un gato y no tardó en alcanzar el tejado. Pero la mala suerte quiso que Bartholomew Sholto se encontrara aún en su habitación, y eso le costó caro. Tonga pensaba que había hecho algo muy inteligente al matarlo, porque cuando yo llegué arriba trepando por la cuerda, lo encontré pavoneándose, orgulloso como un pavo real. Y qué sorpresa se llevó cuando lo azoté con el cabo de la cuerda y lo maldije, llamándole diablo sediento de sangre. Cogí la caja del tesoro y la descolgué por la ventana. Luego bajé yo, pero antes dejé el signo de los cuatro sobre la mesa, para que se supiera que las joyas habían vuelto por fin a manos de los que más derecho tenían a ellas. Entonces Tonga recogió la cuerda, cerró la ventana y salió por donde había entrado.

»Creo que no tengo más que contarles. Había oído a un barquero hablar de lo veloz que era la lancha de Smith, la Aurora, y pensé que nos vendría muy bien para escapar. Me puse de acuerdo con el viejo Smith, y pensaba pagarle una fuerte suma si nos llevaba a salvo a nuestro barco. Supongo que Smith se daba cuenta de que aquí había gato encerrado, pero no sabía nada de nuestro secreto. Esta es toda la verdad, y si se la he contado no ha sido para divertirlos, ya que ustedes me han jugado una mala pasada, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada y dejar que todos sepan lo mal que se portó conmigo el mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.»

—Un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un cierre apropiado para un caso sumamente interesante. En la última parte de su narración no había nada nuevo para mí, excepto lo de que llevó usted la cuerda. Eso no lo sabía. Por cierto, tenía la esperanza de que Tonga hubiera perdido todos sus dardos, pero se las arregló para dispararnos uno en la lancha.

—Los había perdido todos, excepto el que llevaba montado en la cerbatana.

—Ah, claro —dijo Holmes—. No había pensado en eso.

—¿Hay algún otro detalle que deseen preguntarme? —preguntó el preso en tono afable.

—Creo que no, gracias —respondió mi compañero.

—Bien, Holmes —dijo Athelney Jones—. Ya le hemos dado gusto y todos sabemos que es usted un entendido en crímenes; pero el deber es el deber y ya he llegado bastante lejos haciendo lo que usted y su amigo me pidieron. Estaré más tranquilo cuando haya puesto a buen recaudo a nuestro narrador. El coche aún espera y tengo dos inspectores abajo. Les estoy muy agradecido por su ayuda. Como es natural, tendrán que asistir al juicio. Buenas noches.

—Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.

—Usted delante, Small —dijo el prudente Jones al salir de la habitación—. Pienso poner especial cuidado en que no me aporree con su pata de palo, como dice que le hizo a aquel caballero en las islas Andaman.

—Bien, con esto termina nuestro pequeño drama —comenté, después de que hubiéramos estado un buen rato fumando en silencio—. Me temo que esta puede ser la última investigación en la que tenga ocasión de estudiar sus métodos. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como futuro marido.

Holmes dejó escapar un gemido de lamentación.

—Me temía algo así —dijo—. Y, sinceramente, no puedo felicitarle.

Me sentí un poco ofendido.

—¿Tiene algún motivo para que le desagrade mi elección? —pregunté.

—No, en absoluto. Opino que es una de las muchachas más encantadoras que he conocido, y podría haber resultado muy útil en un trabajo como el nuestro. Posee verdadero talento para estas cosas. Fíjese en cómo conservó el plano de Agra, seleccionándolo entre todos los demás papeles de su padre. Pero el amor es una cosa emotiva, y todo lo emotivo es contrario a la razón pura y serena, que yo valoro por encima de todo lo demás. Yo nunca me casaría, porque eso podría condicionar mi buen juicio.

—Confío —dije, echándome a reír— en que mi buen juicio logre sobrevivir a este sufrimiento. Pero le veo fatigado.

—Sí, ya me viene la reacción. Estaré más flojo que un trapo durante la próxima semana.

—Extraño —dije— cómo alternan en usted períodos de lo que en otra persona podríamos llamar pereza con esplendidos arranques de energía y vigor.

—Sí —respondió él—. Llevo dentro materia para hacer de mí un holgazán de campeonato y también un tipo de lo más activo. A veces me acuerdo de aquella frase del viejo Goethe:

“Schade, daß die Natur nur einen Mensch aus dir schuf, Denn zum würdigen Mann war und zum

Schelmen der Stoff”.2

Por cierto, a propósito del asunto de Norwood, ya ve usted que, como yo suponía, tenían un cómplice en la casa, que no puede ser otro que Lal Rao, el mayordomo. Así pues, Jones tiene el honor exclusivo de haber atrapado al menos un pez en su gran captura.

—La división me parece tremendamente injusta —comenté—. Usted ha realizado todo el trabajo en este asunto. Yo he sacado una esposa de esto, Jones se lleva el crédito... ¿Quiere decirme qué le queda a usted?

—A mí —dijo Sherlock Holmes— todavía me queda la botella de cocaína.

Y levantó su mano blanca y alargada para cogerla.

Es una lástima que la naturaleza haya creado solo a un hombre de ti, pues había material para un hombre valiente y para un bromista.


Las Aventuras de Sherlock Holmes

Escándalo en Bohemia

I

Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. En sus ojos, ella eclipsa y sobrepasa a todo su sexo. No es que haya sentido por Irene Adler nada parecido al amor.

Todas las emociones, y aquella especialmente, eran aborrecibles para su fría, precisa pero admirablemente balanceada mente. Yo le considero como la más perfecta máquina de razonar y de observar que ha conocido el mundo; pero como amante, no habría sabido estar en su papel. Él nunca hablaba de los sentimientos más tiernos, salvo con mofa y sarcasmo. Eran temas admirables para el observador, excelentes para descorrer el velo de los móviles y de los actos de las personas. Pero el hombre entrenado en el razonar que admitiese semejantes intrusiones en su temperamento delicado y finamente ajustado, daría con ello entrada a una distracción, capaz de arrojar la duda sobre todos los resultados de su actividad mental. Ni arenilla en un instrumento de gran sensibilidad, ni una hendidura en uno de sus cristales de gran aumento, serían más perturbadores que una emoción fuerte en un temperamento como el suyo. Pero a pesar de todo eso, no existía más que una mujer para él, Irene Adler, de memoria sospechosa y cuestionable.

Había sabido poco de Holmes en los últimos tiempos. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi completa felicidad y los diversos intereses que, centrados en el hogar, rodean al hombre que se ve por vez primera con casa propia, bastaban para absorber mi atención; Holmes, por su parte, dotado de alma bohemia, sentía aversión a todas las formas de la vida de sociedad, y permanecía en sus habitaciones de Baker Street, enterrado entre sus libracos, alternando las semanas entre la cocaína y la ambición, entre los adormilamientos de la droga y la impetuosa energía de su propia y ardiente naturaleza. Continuaba con su profunda afición al estudio de los hechos criminales, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarias dotes de observación a seguir determinadas pistas y aclarar los hechos misteriosos que la policía oficial había puesto de lado por considerarlos insolubles. Habían llegado hasta mí, de cuando en cuando, ciertos vagos rumores acerca de sus actividades: que lo habían llamado a Odesa cuando el asesinato de Trepoff; que había puesto en claro la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de cierto cometido que había desempeñado de manera tan delicada y con tanto éxito por encargo de la familia reinante de Holanda. Sin embargo, fuera de estas señales de su actividad, que yo me limité a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, era muy poco lo que sabía de mi antiguo amigo y compañero.

Una noche, fue el 20 de marzo de 1888, regresaba yo de una visita a un enfermo (porque había vuelto al ejercicio de la medicina civil) y tuve que pasar por Baker Street. Al cruzar por delante de la puerta tan recordada por mí, y que por fuerza tenía que asociarse siempre en mi mente con mi noviazgo y con los tétricos episodios del Estudio en escarlata, me asaltó un vivo deseo de volver a charlar con Holmes y de saber en qué estaba empleando sus extraordinarios poderes. Vi sus habitaciones brillantemente iluminadas y, cuando alcé la vista llegué incluso a distinguir su figura, alta y enjuta, al proyectarse dos veces su negra silueta sobre la cortina. Él se paseaba por la habitación a paso vivo con impaciencia, la cabeza caída sobre el pecho las manos entrelazadas por detrás de la espalda. Para mí, que conocía todos sus humores y hábitos, su actitud y sus maneras tenían cada cual una historia propia. Otra vez estaba dedicado al trabajo. Había salido de las ensoñaciones provocadas por la droga, y estaba lanzado por el humillo fresco de algún problema nuevo. Tiré de la campanilla, y me hicieron subir a la habitación que había sido en parte mía.

Sus maneras no eran efusivas. Rara vez lo eran pero, según creo, se alegró de verme. Sin hablar apenas, pero con mirada cariñosa, me señaló con un vaivén de la mano un sillón, me echó su caja de cigarros, me indicó una garrafa de licor y un recipiente de agua de seltz que había en un rincón. Luego se puso en pie delante del fuego, y me pasó revista con su característica manera introspectiva.

—Le sienta bien el matrimonio —dijo—. Me parece, Watson, que ha engordado usted siete libras y media desde la última vez que le vi.

—Siete —le contesté.

—Pues, la verdad, yo habría dicho que un poco más. Yo creo, Watson, que un poquitín más. Y, por lo que veo, otra vez ejerciendo la medicina. No me había dicho usted que tenía el propósito de volver a su trabajo.

—Pero ¿cómo lo sabe usted?

—Lo estoy viendo, lo deduzco. Como sé que últimamente ha cogido usted mucha humedad, y que tiene a su servicio una doméstica torpe y descuidada.

—Mi querido Holmes —le dije—, esto es demasiado. De haber vivido usted hace unos cuantos siglos, con seguridad que habría acabado en la hoguera. Es cierto que el jueves pasado tuve que hacer una excursión al campo y que regresé a mi casa todo sucio, pero como no es esta la ropa que llevaba no puedo imaginarme cómo saca usted esa deducción. En cuanto a María Juana, sí que es una muchacha incorregible, y por eso mi mujer le ha dado ya el aviso de despido, pero tampoco sobre ese detalle consigo imaginarme de qué manera llega usted a razonarlo.

Se rio por lo bajo y se frotó las manos, largas y nerviosas.

—Es la cosa más sencilla —dijo—. La vista me dice que dentro de su zapato izquierdo, precisamente en el punto en que se proyecta la claridad del fuego de la chimenea, está el cuero marcado por seis cortes casi paralelos. Es evidente que han sido producidos por alguien que ha rascado sin ningún cuidado el borde de la suela todo alrededor para arrancar el barro seco. Eso me dio pie para mi doble deducción de que había salido usted con mal tiempo y de que tiene un ejemplar de doméstica londinense que rasca las botas con verdadera mala saña. Respecto al ejercicio de la medicina, cuando entra un caballero en mis habitaciones oliendo a cloroformo, con una marca negra de nitrato de plata en su índice derecho y un bulto saliente en uno de los costados de su sombrero de copa que me indica dónde ha escondido su estetoscopio, tendría yo que ser muy torpe para no declarar que se trata de un miembro activo de la profesión médica.

No pude evitar reírme de la facilidad con que explicaba el proceso de sus deducciones, y le dije:

—Cuando le oigo aportar sus razones, me parece todo tan ridículamente sencillo que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad, aunque, en cada uno de los casos, me quedo desconcertado hasta que me explica todo el proceso que ha seguido. Y, sin embargo, creo que tengo tan buenos ojos como usted.

—En efecto —me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón—. Usted ve, pero no observa. Es una distinción clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia los escalones para subir desde el vestíbulo a este cuarto.

—Muchas veces.

—¿Como cuántas?

—Centenares de veces.

—Dígame entonces cuántos escalones hay.

—¿Cuántos? Pues no lo sé.

—¡En efecto! Usted ha visto, pero no se ha fijado. Ese es mi punto. Pues bien: yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y, al mismo tiempo, me he fijado. A propósito, ya que le interesan a usted estos pequeños problemas, y puesto que ha llevado su bondad hasta hacer la crónica de uno o dos de mis insignificantes experimentos, quizá sienta interés por este. Me tiró desde donde él estaba una hoja de un papel de cartas grueso y de color de rosa, que había estado hasta ese momento encima de la mesa. Y añadió:

—Me llegó por el último correo. Léala en voz alta.

Era una carta sin fecha, sin firma y sin dirección. Decía:

“Esta noche, a las ocho menos cuarto, irá a visitarle a usted un caballero que desea consultarle sobre un asunto del más alto interés. Los recientes servicios que ha prestado usted a una de las casas reinantes de Europa han demostrado que es usted la persona a la que se pueden confiar asuntos cuya importancia no es posible exagerar. En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado. Esté usted en sus habitaciones a la hora que se le indica, y no tome a mal que el visitante se presente enmascarado”.

—Este sí que es un caso misterioso —comenté yo—. ¿Qué cree usted que hay detrás de esto?

—No tengo datos todavía. Es un error garrafal el teorizar sin poseer datos. De manera insensible uno empieza a retorcer los hechos para acomodarlos a sus teorías, en vez de acomodar las teorías a los hechos. Pero respecto a la carta misma, ¿qué deduce usted de ella?

Yo examiné con gran cuidado la escritura y el papel.

—Puede presumirse que la persona que ha escrito esto ocupa una posición desahogada —hice notar, esforzándome por imitar los procedimientos de mi compañero—. Es un papel que no se compra a menos de media corona el paquete. Su cuerpo y su rigidez son característicos.

—Ha dicho usted la palabra exacta: característicos —comentó Holmes—. Ese papel no es en modo alguno inglés. Póngalo al trasluz.

Así lo hice, y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula seguida de una t minúscula, entrelazadas en la fibra misma del papel.

—¿Qué saca usted de eso? —preguntó Holmes.

—Debe de ser el nombre del fabricante, o mejor dicho, su monograma.

—De ninguna manera. La G mayúscula con t minúscula equivale a Gesellschaft, que en alemán quiere decir Compañía. Es una abreviatura como nuestra Cía. La P es, desde luego, Papier. Veamos las letras Eg. Echemos un vistazo a nuestro Diccionario Geográfico. Bajó de uno de los estantes un pesado volumen pardo, y continuó:

—Eglow, Eglonitz... Aquí lo tenemos, Egria. Es una región de Bohemia en la que se habla alemán, no lejos de Carlsbad. Es notable por haber sido el escenario de la muerte de Vallenstein y por sus muchas fábricas de cristal y de papel. Ajajá, amigo mío, ¿qué saca usted de este dato?

Le centelleaban los ojos, y envió hacia el techo una gran nube triunfal del llamo azul de su cigarrillo.

—El papel ha sido fabricado en Bohemia —le dije.

—Precisamente. Y la persona que escribió la carta es alemana, como puede deducirse de la manera de redactar una de sus oraciones “En esta referencia sobre usted coinciden las distintas fuentes en que nos hemos informado” . Ni un francés ni un ruso le habrían dado ese giro. Los alemanes tratan con muy poca consideración a sus verbos. Solo nos queda, pues, por averiguar qué quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y que prefiere usar una máscara a mostrar su cara. Pero aquí está él, si no me equivoco, para aclarar nuestras dudas.

Mientras hablaba, se oyó el agudo rechinar de cascos de caballos y unas ruedas rozando el bordillo de la acera, todo ello seguido de un fuerte campanillazo en la puerta de calle. Holmes dejó escapar un silbido.

—De dos caballos, a juzgar por el ruido —dijo.

Luego prosiguió, mirando por la ventana:

—Sí, un lindo coche Brougham, tirado por una yunta preciosa. Ciento cincuenta guineas valdrá cada animal. Watson, en este caso hay dinero o, por lo menos, aunque no hubiera otra cosa.

—Holmes, estoy pensando que lo mejor será que me retire.

—De ninguna manera, doctor. Permanezca donde está. Yo estoy perdido sin mi Boswell. Esto promete ser interesante. Sería una lástima que usted se lo perdiese.

—Pero quizá su cliente...

—No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda y él también. Aquí llega. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos su mayor atención.

Unos pasos lentos y fuertes, que se habían oído en las escaleras y en el pasillo, se detuvieron junto a la puerta, del lado exterior. Y de pronto resonaron unos golpes secos.

—¡Adelante! —dijo Holmes.

Entró un hombre que no bajaría de los seis pies y seis pulgadas de altura, con el pecho y extremidades de un Hércules. Sus ropas eran de una riqueza que en Inglaterra se habría considerado como lindando con el mal gusto. Le acuchillaban las mangas y los delanteros de su chaqueta cruzada unas posadas franjas de astracán, y su capa azul oscura, que tenía echada hacia atrás sobre los hombros, estaba forrada de seda color llama, y sujeta al cuello con un broche consistente en un berilo resplandeciente. Unas botas que le llegaban hasta la media pierna, y que estaban festoneadas en los bordes superiores con rica piel parda, completaban la impresión de bárbara opulencia que producía el conjunto de su aspecto externo. Traía en la mano un sombrero de anchas alas y, en la parte superior del rostro, tapándole hasta más abajo de los pómulos, ostentaba un antifaz negro que, por lo visto, se había colocado en ese mismo instante, porque aún tenía la mano puesta en él cuando hizo su entrada. A juzgar por las facciones de la parte inferior de la cara, se trataba de un hombre de carácter fuerte, de labio inferior grueso y caído, y una recta y prolongada barbilla, que sugería una firmeza llevada hasta la obstinación.

—¿Recibió mi carta? —preguntó con voz profunda y ronca, de fuerte acento alemán—. Le anunciaba mi visita.

Nos miraba uno por uno, como dudando a cuál de los dos tenía que dirigirse.

—Tome usted asiento por favor —le dijo Sherlock Holmes—. Este señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que a veces lleva su amabilidad hasta ayudarme en los casos que se me presentan. ¿A quién tengo el honor de hablar?

—Puede hacerlo como si yo fuese el conde von Kramm, aristócrata bohemio. Doy por supuesto que este caballero amigo suyo es hombre de honor discreto al que yo puedo confiar un asunto de la mayor importancia. De no ser así, preferiría muchísimo tratar con usted solo.

Me levanté para retirarme, pero Holmes me agarró de la muñeca y me empujó, obligándome a sentarme.

—O a los dos, o a ninguno —dijo—. Puede usted hablar delante de este caballero todo cuanto quiera decirme a mí.

El conde encogió sus anchos hombros, y dijo:

—Siendo así, tengo que empezar exigiendo de ustedes un secreto absoluto por un plazo de dos años, pasados los cuales el asunto carecerá de importancia. En este momento, no exageraría afirmando que la tiene tan grande que pudiera influir en la historia de Europa.

—Lo prometo —dijo Holmes.

—Y yo también.

—Ustedes disculparán este antifaz —prosiguió nuestro extraño visitante—. La augusta persona que se sirve de mí desea que su agente permanezca incógnito para ustedes, y no estará de más que confiese desde ahora mismo que el título nobiliario que he adoptado no es exactamente el mío.

—Ya me había dado cuenta de ello —dijo secamente Holmes.

—Se trata de circunstancias sumamente delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para ahogar lo que pudiera llegar a ser un escándalo inmenso y comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto implica a la gran casa de los Ormstein, reyes hereditarios de Bohemia.

—También sabía eso —murmuró Holmes arrellanándose en su sillón, y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con algo de sorpresa aparente la figura lánguida y repantigada del hombre, al que sin duda le habían pintado como el razonador más incisivo y al agente más enérgico de Europa. Holmes reabrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.

—Si su majestad se dignase exponer su caso —dijo a modo de comentario—, estaría en mejores condiciones para aconsejarle.

Nuestro hombre saltó de su silla y se puso a pasear por el cuarto, presa de una agitación imposible de dominar. De pronto se arrancó el antifaz de la cara con un gesto de desesperación y lo tiró al suelo, gritando:

—Está usted en lo cierto. Yo soy el rey. ¿Por qué voy a tratar de ocultárselo?.

—Naturalmente. ¿Por qué? —murmuró Holmes—. Aún no había hablado su majestad y ya me había yo dado cuenta de que estaba tratando con Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Falstein y rey hereditario de Bohemia.

—Pero ya comprenderá usted —dijo nuestro extraño visitante, volviendo a tomar asiento y pasándose la mano por su frente, alta y blanca— ya comprenderá usted, digo, que no estoy acostumbrado a realizar personalmente esta clase de gestiones. Se trataba, sin embargo, de un asunto tan delicado que no podía confiárselo a un agente mío sin entregarme en sus manos. He venido bajo incógnito desde Praga con el propósito de consultar con usted.

—Pues entonces, consúlteme —dijo Holmes, volviendo una vez más a cerrar los ojos.

—He aquí los hechos, brevemente expuestos: Hará unos cinco años, y en el transcurso de una larga estancia mía en Varsovia, conocí a la célebre aventurera Irene Adler. Con seguridad que ese nombre le será familiar a usted.

—Tenga la amabilidad de buscarla en el índice, Doctor —murmuró Holmes sin abrir los ojos.

Por muchos años venía haciendo extractos de párrafos referentes a personas y cosas, por lo que era difícil tocar un tema o hablar de alguien sin que él pudiera suministrar en el acto algún dato sobre los mismos. En el caso actual encontré la biografía de aquella mujer emparedada entre la de un rabino hebreo y la de un oficial de la Marina, autor de una monografía acerca de los peces abismales.

—Déjeme ver —dijo Holmes—. ¡Ejem! Nacida en Nueva Jersey en el año mil ochocientos cincuenta y ocho. Contralto. ¡Ejem! La Scala. ¡Ejem! Prima donna en la Ópera Imperial de Varsovia... Eso es... Retirada de los escenarios de ópera, ¡Ajá! Vive en Londres... ¡Justamente!... Su majestad, según tengo entendido, se enredó con esta joven, le escribió ciertas cartas comprometedoras, y ahora desea recuperarlas.

—Exactamente... Pero ¿cómo?

—¿Hubo matrimonio secreto?

—En absoluto.

—¿Ni papeles o certificados legales?.

—Ninguno.

—Pues entonces, no alcanzo a ver adónde va a parar su majestad. En el caso de que esta joven exhibiese cartas para realizar un chantaje, o con otra finalidad cualquiera, ¿cómo iba ella a demostrar su autenticidad?

—Está la letra.

—¡Puf! Falsificada.

—Mi papel especial de cartas.

—Robado.

—Mi propio sello.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—En la fotografía estamos los dos.

—¡Vaya, vaya! ¡Esto sí que está mal! Su majestad cometió, desde luego, una indiscreción.

—Estaba fuera de mí, loco.

—Se ha comprometido seriamente.

—Entonces yo no era más que príncipe heredero. Y, además, joven. Hoy mismo no tengo sino treinta años.

—Es preciso recuperar esa fotografía.

—Lo hemos intentado y fracasamos.

—Su majestad tiene que pagar. Es preciso comprar esa fotografía.

—Pero ella no quiere venderla.

—Robársela entonces.

—Cinco intentos han sido realizados. Ladrones a sueldo mío registraron su casa de arriba abajo por dos veces. En otra ocasión, mientras ella viajaba, sustrajimos su equipaje. Le tendimos celadas dos veces más. Siempre sin resultado.

—¿Ningún rastro de la foto?

—En absoluto.

Holmes se echó a reír y dijo:

—He ahí un problemita peliagudo.

—Pero muy serio para mí —le replicó en tono de reconvención el rey.

—Muchísimo, desde luego. Pero ¿qué se propone hacer ella con esa fotografía?

—Arruinarme.

—¿Cómo?

—Estoy en vísperas de contraer matrimonio.

—Eso tengo entendido.

—Con Clotilde Lothman von Saxe Meningen. Hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá sepa usted que es una familia de principios muy estrictos. Y ella misma es la esencia de la delicadeza. Bastaría una sombra de duda acerca de mi conducta para que todo se viniese abajo.

—¿Y qué dice Irene Adler?

—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Usted no la conoce. Tiene un alma de acero. Posee el rostro de la más hermosa de las mujeres y el temperamento del más resuelto de los hombres. Es capaz de llegar a cualquier extremo antes de consentir que yo me case con otra mujer.

—¿Está seguro de que no la ha enviado ya?

—Lo estoy.

—¿Por qué razón?

—Porque ella aseguró que la enviará el día mismo en que se haga público el compromiso matrimonial. Y eso ocurrirá el lunes próximo.

—Entonces tenemos por delante tres días aún —exclamó Holmes, bostezando—. Es una suerte, porque en este mismo instante traigo entre manos un par de asuntos de verdadera importancia, Supongo que su majestad permanecerá por ahora en Londres, ¿no es así?

—Ciertamente. Usted me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.

—Le haré llegar unas líneas para informarle de cómo llevamos el asunto.

—Hágalo así, se lo suplico, porque vivo en una pura ansiedad.

—Otra cosa. ¿Y la cuestión dinero?

—Tiene usted carte blanche.

—¿Sin limitaciones?

—Le aseguro que daría una provincia de mi reino por tener en mi poder la fotografía.

—¿Y para gastos de momento?

El rey sacó de debajo de su capa un grueso talego de gamuza y lo puso encima de la mesa, diciendo:

—Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes.

Holmes garrapateó en su cuaderno un recibo, y se lo entregó.

—¿Y la dirección de esa señorita? —preguntó.

—Pabellón Briony. Serpentine Avenue, St. John’s Wood.

Holmes tomó nota, y dijo:

—Otra pregunta: ¿era la foto de tamaño exposición?

—Sí que lo era.

—Entonces, majestad, buenas noches, y espero que no tardaremos en tener alguna buena noticia para usted. Y a usted también, Watson, buenas noches —agregó, así que rodaron en la calle las ruedas del Brougham real—. Si tuviese la amabilidad de pasarse por aquí mañana por la tarde, a las tres, me gustaría charlar con usted de este asuntito.

II

A las tres en punto me encontraba yo en Baker Street, pero Holmes no había regresado todavía. La casera me informó que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté junto al fuego, no obstante, resuelto a esperarle por mucho que tardase. Esta investigación me había interesado profundamente: no estaba rodeada de ninguna de las características extraordinarias y horrendas que concurrían en los dos crímenes que he dejado ya relatados, pero la índole del caso y la alta posición del cliente de Holmes lo revestían de un carácter especial. La verdad es que, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo emprendía, había algo en su magistral manera de abarcar las situaciones, y en su razonar agudo e incisivo, que convertía para mí en un placer el estudio de su sistema de trabajo, y el seguirle en los rápidos y sutiles métodos con que desenredaba los misterios más inextricables. Me hallaba yo tan habituado a verle triunfar que la posibilidad de un fracaso suyo ni siquiera me entraba en la cabeza.

Eran ya cerca de las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo, con aspecto de borracho, desaseado, de puntillas largas, cara abotagada y ropas indecorosas. A pesar de hallarme acostumbrado a la asombrosa habilidad de mi amigo para el uso de disfraces, tuve que examinarlo detenidamente antes de cerciorarme de que era él en persona Me saludó con una inclinación de cabeza y se metió en su dormitorio, del que volvió a salir antes de cinco minutos vestido con traje de mezclilla y con su aspecto respetable de siempre. Con las manos en los bolsillos, estiró las piernas frente al fuego y se rio a carcajadas por unos minutos.

—Pero ¡quién iba a decirlo! —exclamó, se rio y luego se ahogó; y volvió a reír hasta tener que recostarse, cansado e impotente, en su sillón.

—¿De qué se ríe?

—La cosa tiene demasiada gracia. Estoy seguro de que no es usted capaz de adivinar en qué invertí la mañana, ni lo que acabé por hacer.

—No puedo imaginármelo, aunque supongo que habrá estado estudiando las costumbres, y hasta quizá la casa de la señorita Irene Adler.

—Exactamente, pero las consecuencias que se me originaron han sido bastante fuera de lo corriente. Se lo voy a contar. Salí esta mañana de casa poco después de las ocho, disfrazado de mozo de caballos sin trabajo. Existe entre la gente de caballerizas una asombrosa simpatía y hermandad masónica. Sea usted uno de ellos, y sabrá todo lo que hay que saber. Pronto di con el Pabellón Briony. Es una joyita de chalet, con jardín en la parte posterior, pero con su fachada de dos pisos construida en línea con la calle. La puerta tiene cerradura sencilla. A la derecha hay un cuarto de estar, bien amueblado, con ventanas largas, que llegan casi hasta el suelo y que tienen anticuados cierres ingleses de ventana, que cualquier niño pudiera abrir. En la fachada posterior no descubrí nada de particular, salvo que la ventana del pasillo puede alcanzarse desde el techo del edificio de la cochera. Caminé alrededor y lo examiné todo cuidadosamente y desde todo punto de vista, aunque sin descubrir ningún otro detalle de interés.

—Luego me fui paseando tranquilamente por la calle de adelante y descubrí, tal como yo esperaba, unos establos en una travesía que corre a lo largo de una de las tapias del jardín. Eché una mano a los mozos de cuadra en la tarea de almohazar los caballos, y me lo pagaron con dos peniques, un vaso de leche cremosa, dos rellenos de la cazoleta de mi pipa con mal tabaco, y toda la información que yo podría querer acerca de la señorita Adler, sin contar con los que me dieron acerca de otra media docena de personas de la vecindad, en las cuales yo no tenía ningún interés, pero que no tuve más remedio que escuchar.

—¿Y qué supo de Irene Adler? —le pregunté.

—Pues verá usted, tiene locos a todos los hombres que viven por allí. Es la cosa más linda que haya bajo un sombrero en todo el planeta. Así aseguran, como un solo hombre, todos los de las caballerizas de Serpentine. Lleva una vida tranquila, canta en conciertos, sale todos los días en carruaje a las cinco y regresa a las siete en punto para cenar. Salvo cuando tiene que cantar, es muy raro que haga otras salidas. Solo es visitada por un visitante varón, pero con mucha frecuencia. Es un hombre moreno, hermoso, impetuoso, no se pasa un día sin que la visite, y en ocasiones lo hace dos veces el mismo día. Es un tal señor Godfrey Norton, del colegio de abogados de Inner Temple. Fíjese en todas las ventajas que ofrece ser confidente el oficio de cochero. Estos que me hablaban lo habían llevado a su casa una docena de veces, desde las caballerizas de Serpentine, y estaban al tanto sobre su persona. Una vez que me hube enterado de todo cuanto podían decirme, me dediqué otra vez a pasearme calle arriba y calle abajo por cerca del Pabellón Briony, y a trazarme mi plan de campaña.

»Este Godfrey Norton jugaba, sin duda, un gran papel en el asunto. Era abogado, lo cual sonaba ominoso. ¿Qué clase de relaciones existían entre ellos, y qué finalidad tenían sus repetidas visitas? ¿Era ella cliente, amiga o amante suya? En el primero de estos casos era probable que le hubiese entregado a él la fotografía. En el último de los casos, ya resultaba menos probable. De lo que resultase dependía el que yo siguiese con mi labor en el Pabellón Briony o volviese mi atención a las habitaciones de aquel caballero, en el Temple. Era un punto delicado y que ensanchaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo a usted con todos estos detalles, pero si usted ha de hacerse cargo de la situación, es preciso que yo le exponga mis pequeñas dificultades.

—Le sigo a usted con gran atención —le contesté.

—Aún seguía sopesando el tema en mi mente cuando se detuvo delante del Pabellón Briony un coche de un caballo, y saltó fuera de él un caballero. Era un hombre de extraordinaria belleza, moreno, aguileño, de bigotes, sin duda alguna el hombre del que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa: gritó al cochero que esperase e hizo a un lado con el brazo a la doncella que le abrió la puerta, con el aire de quien está en su casa. Permaneció en el interior cosa de media hora, y yo pude captar rápidas visiones de su persona al otro lado de las ventanas del cuarto de estar. Se paseaba de un lado para otro, hablaba animadamente y agitaba los brazos. A ella no conseguí verla. De pronto volvió a salir aquel hombre con muestras de llevar más prisa que antes. Al subir al coche, sacó un reloj de oro del bolsillo y miró la hora con gran ansiedad. “Salga como una exhalación —gritó—. Primero a Gross y Hankey, en Regent Street, y después a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Hay media guinea para usted si lo hace en veinte minutos!”.

»Allá se fueron, y cuando yo estaba preguntándome si no haría bien en seguirlos, veo venir por la travesía un elegante landó pequeño, cuyo cochero traía aún a medio abrochar la chaqueta y el nudo de la corbata debajo de la oreja, mientras que los extremos de las correas de su atalaje saltaban fuera de las hebillas. Ni siquiera tuvo tiempo de parar delante de la puerta, cuando salió ella del vestíbulo como una flecha, y subió al coche. No hice sino verla un instante, pero me di cuenta de que era una mujer adorable, con una cara como para que un hombre se dejase matar por ella.

»—A la iglesia de Santa Mónica, John —le gritó—, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos.

»Watson, aquello era demasiado bueno para perdérselo. Estaba yo calculando qué me convenía más, si echar a correr o colgarme de la parte trasera del landó; pero en ese instante vi acercarse por la calle un coche de alquiler. El cochero miró y remiró al ver un cliente tan desaseado, pero yo salté dentro sin darle tiempo a que pusiese inconvenientes, y le dije: “A la iglesia de Santa Mónica, y hay para ti medio soberano si llegas en veinte minutos”. Eran veinticinco para las doce y no resultaba difícil inferir de qué se trataba.

»Mi cochero arreó rápidamente. No creo que yo haya ido nunca en coche a mayor velocidad, pero lo cierto es que los demás llegaron antes. Cuando lo hice yo, el coche de un caballo y el landó se hallaban delante de la iglesia, con sus caballos humeantes. Pagué al cochero y me metí a toda prisa en la iglesia. No había en ella un alma, fuera de las dos a quienes yo había venido siguiendo, y un clérigo vestido de sobrepelliz, que parecía estar arguyendo con ellos. Se hallaban los tres formando grupo delante del altar. Yo me metí por el pasillo lateral muy sosegadamente, como uno que ha venido a pasar el tiempo a la iglesia. De pronto, con gran sorpresa mía, los tres que estaban junto al altar se volvieron a mirarme, y Godfrey Norton vino a todo correr hacia mí.

»—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Usted nos servirá. ¡Venga, venga!

»—¿Qué ocurre? —pregunté.

»—Venga, hombre, venga. Se trata de tres minutos, o no será legal.

»Me llevó medio a rastras al altar, y antes que yo comprendiese de qué se trataba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban al oído, y siendo garante de cosas que ignoraba por completo y, en términos generales, colaborando en unir con lazos a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí me tiene usted entre el caballero, a un lado mío, que me daba las gracias, y al otro lado la dama, mientras el clérigo me sonreía delante, de una manera beatífica. Fue la situación más absurda en que yo me he visto en toda mi vida, y fue el recuerdo de la misma lo que hizo estallar mi risa hace un momento. Por lo visto, faltaba no sé qué requisito a su licencia matrimonial, y el clérigo se negaba rotundamente a casarlos si no presentaban algún testigo; mi afortunada aparición ahorró al novio la necesidad de lanzarse a la calle a la búsqueda de un padrino. La novia me regaló un soberano, que tengo intención de llevar en la cadena de mi reloj en recuerdo de la ocasión.»

—Las cosas han tomado un giro inesperado —dije yo—. ¿Ahora qué?

—Pues, la verdad, me encontré con mis planes seriamente amenazados. Tuve la impresión de que quizá la pareja se iba a largar de allí inmediatamente, lo que requeriría de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. Sin embargo, se separaron a la puerta de la iglesia, regresando él en su coche al Temple y ella en el suyo a su propia casa. Al despedirse, le dijo ella: “Me pasearé, como siempre, en coche a las cinco por el parque”. No oí más. Los coches tiraron en diferentes direcciones, y yo me marché a lo mío.

—Y ¿qué es lo suyo?

—Alguna carne fiambre y un vaso de cerveza —contestó, tocando la campanilla—. He andado demasiado atareado para pensar en tomar ningún alimento, y es probable que al anochecer lo esté aún más. A propósito doctor, necesitaré su cooperación.

—Encantado.

—¿No le importará faltar a la ley?

—Absolutamente nada.

—¿Ni el ponerse a riesgo de que lo detengan?

—No, si se trata de una buena causa.

—¡Oh, la causa es excelente!

—Entonces, cuente conmigo.

—Estaba seguro de que podía contar con usted.

—Pero ¿qué es lo que desea de mí?

—Se lo explicaré una vez que la señora Turner haya traído su bandeja. Y ahora —dijo, encarándose con la comida sencilla que le había servido nuestra patrona—, como es poco el tiempo del que dispongo, tendré que explicárselo mientras como. Son ya casi las cinco. Es preciso que yo me encuentre dentro de dos horas en el lugar de la escena. La señorita, o mejor dicho, la señora Irene, regresará a las siete de su paseo en coche. Necesitamos estar junto al Pabellón Briony para recibirla.

—Y entonces, ¿qué?

—Deje eso de cuenta mía. Tengo dispuesto ya lo que tiene que ocurrir. He de insistir tan solo en una cosa. Ocurra lo que ocurra, usted no debe intervenir. ¿Me entiende?

—Quiere decir que debo permanecer neutral.

—Sin hacer nada. Ocurrirá probablemente algún incidente desagradable. Usted quédese al margen. El final será que me tendrán que llevar dentro de la casa. Cuatro o cinco minutos después, se abrirá la ventana del cuarto de estar. Usted se situará cerca de la ventana abierta.

—Entendido.

—Estará atento a lo que yo haga, porque me situaré en un sitio visible para usted.

—Entendido.

—Y cuando yo levante mi mano así, arrojará usted al interior de la habitación algo que yo le daré y, al mismo tiempo, dará usted la voz de “¡fuego!”. ¿Va usted siguiéndome?

—Completamente.

—No se trata de nada muy formidable —dijo, sacando del bolsillo un rollo largo, de forma de cigarro—. Es un cohete ordinario de humo de plomero, armado en sus dos extremos con sendas cápsulas para que se encienda automáticamente. A eso se limita su papel. Cuando dé usted la voz de fuego, la repetirá a una cantidad de personas. Entonces puede usted marcharse hasta el extremo de la calle, donde yo iré a juntarme con usted al cabo de diez minutos. ¿Me he explicado con suficiente claridad?

—Debo mantenerme neutral, acercarme a la ventana, estar atento a usted y, en cuanto usted me haga una señal, arrojar al interior este objeto, dar la voz de fuego, y esperarle en la esquina de la calle.

—Exactamente.

—Pues entonces confíe en mí.

—Magnífico. Pienso que quizá sea ya tiempo de que me caracterice para el nuevo papel que tengo que representar.

Desapareció en el interior de su dormitorio, regresando a los pocos minutos vestido como un clérigo disidente, bondadoso y sencillo. Su ancho sombrero negro, pantalones abolsados, corbata blanca, sonrisa de simpatía y aspecto general de observador curioso y benévolo eran tales, que solo un señor John Hare sería capaz de igualarlos. Cada vez que se disfrazaba parecía cambiar hasta de expresión, maneras e incluso de alma. Cuando Holmes se especializó en criminología, la escena perdió un actor, y hasta la ciencia perdió un agudo razonador.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y faltaban todavía diez minutos para la hora señalada cuando llegamos a Serpentine Avenue. Había ya oscurecido y se empezaban a encender los faroles del alumbrado. Nos paseamos de arriba para abajo por delante del Pabellón Briony esperando a su ocupante. La casa era tal y como yo me la había figurado por la concisa descripción que de ella había hecho Sherlock Holmes, pero el lugar parecía menos recogido de lo que yo me imaginé. Para tratarse de una calle pequeña de un barrio tranquilo, resultaba notablemente animada. Había en una esquina un grupo de hombres mal vestidos que fumaban y se reían, dos soldados de la guardia flirteando con una niñera, un afilador con su rueda y varios jóvenes bien trajeados que se paseaban tranquilamente con el cigarro en la boca.

—Verá —me dijo Holmes mientras íbamos y veníamos frente a la casa— esta boda simplifica bastante el asunto. La fotografía resulta ahora un arma de doble filo. Es probable que ella sienta la misma aversión a que sea vista por el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente a que la princesa la tenga delante de los ojos. Ahora bien, la cuestión que se plantea es esta: ¿dónde encontraremos la fotografía?

—Eso es, ¿dónde?

—Es muy poco probable que se la lleve de un lado para otro en su viaje. Es de tamaño de exposición. Demasiado grande para poder ocultarla entre el vestido. Sabe, además, que el rey es capaz de tenderle una celada y hacerla registrar y, en efecto, lo ha intentado un par de veces. Podemos, pues, dar por sentado que no la lleva consigo.

—¿Dónde la tiene, entonces?

—Puede guardarla su banquero o puede guardarla su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero estoy inclinado a pensar que ni lo uno ni lo otro. Las mujeres son por naturaleza aficionadas al encubrimiento, pero les gusta ser ellas mismas las encubridoras. ¿Por qué razón habría de entregarla a otra persona? Podía confiar en sí misma como guardadora, pero no sabría qué influencias políticas, directas o indirectas, podrían llegar a emplearse para hacer fuerza sobre un hombre de negocios. Además, tenga usted en cuenta que ella había tomado la resolución de servirse de la fotografía dentro de unos días. Debe, pues, encontrarse en un lugar en que le sea fácil echar mano de la misma. Debe de estar en su propio domicilio.

—Pero la casa ha sido asaltada y registrada dos veces.

—¡Bah! No supieron registrar debidamente.

—Y ¿cómo lo hará usted?

—Yo no haré registros.

—¿Qué hará, pues?

—Haré que ella misma me indique el sitio.

—Se negará.

—No podrá. Pero ya oigo traqueteo de ruedas. Es su coche. Tenga cuidado con cumplir mis órdenes al pie de la letra.

Mientras él hablaba apareció el brillo de las luces laterales de un coche doblando la esquina de la avenida. Era este un bonito y pequeño landó, que avanzó con estrépito hasta detenerse delante de la puerta del Pabellón Briony. Uno de los vagabundos echó a correr para abrir la puerta del coche y ganarse de ese modo una moneda, pero otro, que se había lanzado a hacer lo propio, lo apartó violentamente. Esto dio lugar a una furiosa riña que atizaron aún más los dos soldados de la guardia, poniéndose de parte de uno de los dos vagabundos, y el afilador, que tomó con igual calor partido por el otro. Alguien dio un puñetazo y en un instante la dama, que se apeaba del coche, se vio en el centro de un pequeño grupo de hombres que reñían acaloradamente y que se acometían de una manera salvaje con puños y palos. Holmes se precipitó en medio del zafarrancho para proteger a la señora pero, en el instante mismo en que llegaba hasta ella, dejó escapar un grito y cayó al suelo con la cara convertida en un manantial de sangre. Al ver aquello, los soldados de la guardia pusieron pies en polvorosa por un lado y los vagabundos hicieron lo propio por el otro, mientras que cierto número de personas bien vestidas, que habían sido testigos de la trifulca sin tomar parte en la misma, se apresuraron a acudir en ayuda de la señora y en socorro del herido. Irene Adler —seguiré llamándola por ese nombre— se había apresurado a subir la escalinata de su casa pero se detuvo en el escalón superior y se volvió para mirar a la calle, mientras su figura espléndida se dibujaba sobre el fondo de las luces del vestíbulo.

—¿Es importante la herida de ese buen caballero? —preguntó.

—Está muerto —gritaron varias voces.

—No, no, aún vive —gritó otra, pero si se le lleva al hospital, fallecerá antes que llegue.

—Se ha portado valerosamente —dijo una mujer—. De no haber sido por él, se habrían llevado el bolso y el reloj de la señora. Formaban una cuadrilla, y de las violentas, además. ¡Ah! Miren cómo respira ahora.

—No se le puede dejar tirado en la calle. ¿Podemos entrarlo en la casa, señora?

—¡Claro que sí! Tráiganlo al cuarto de estar. Hay un cómodo sofá. Por aquí, hagan el favor.

Lenta y solemnemente fue metido en el Pabellón Briony y tendido en la habitación principal, mientras yo me limitaba a observar el procedimiento desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las luces pero no habían corrido las cortinas, de modo que veía a Holmes tendido en el sofá. Yo no sé si él se sentiría en ese instante arrepentido del papel que estaba representando, pero sí sé que en mi vida me he sentido yo tan sinceramente avergonzado de mí mismo como cuando pude ver a la hermosa mujer contra la cual estaba yo conspirando, y la gentileza y amabilidad con que cuidaba al herido. Sin embargo, el echarme atrás en la representación del papel que Holmes me había confiado equivaldría a la más negra traición. Endurecí mi sensibilidad y saqué de debajo de mi amplio gabán el cohete de humo. Después de todo pensé que no le causábamos a ella ningún perjuicio. Lo único que hacíamos era impedirle que ella se lo causara a otro.

Holmes se había incorporado en el sofá, y le vi que accionaba como si le faltase el aire. Una doncella corrió a la ventana y la abrió de par en par. En ese mismo instante le vi levantar la mano y, como respuesta a esa señal, arrojé yo al interior el cohete y di la voz de “¡fuego!”. No bien salió la palabra de mi boca cuando toda la muchedumbre de espectadores, bien y mal vestidos, caballeros, mozos de cuadra y criadas de servir, lanzaron a coro un agudo grito de “¡fuego!”. Se alzaron espesas nubes ondulantes de humo dentro de la habitación y salieron por la ventana al exterior. Tuve una visión fugaz de figuras humanas que echaban a correr, y oí dentro la voz de Holmes que les daba la seguridad de que se trataba de una falsa alarma. Me deslicé por entre la multitud vociferante, abriéndome paso hasta la esquina de la calle, y diez minutos más tarde tuve la alegría de sentir que mi amigo pasaba su brazo por el mío, alejándonos del escenario de aquel griterío. Caminamos rápidamente y en silencio durante algunos minutos, hasta que doblamos por una de las calles tranquilas que desembocan en Edgware Road.

—Lo hizo usted muy bien, doctor —me dijo Holmes—. No hubiera sido posible mejorarlo. Todo ha salido perfectamente.

—¿Tiene ya la fotografía?

—Sé dónde está.

—¿Y cómo lo descubrió?

—Ella me lo indicó, como le dije a usted que lo haría.

—Sigo a oscuras.

—No quiero hacer un misterio del asunto —dijo, riéndose—. Era una cosa sencilla. Ya se daría usted cuenta de que todos cuantos estaban en la calle eran cómplices. Los había contratado para la velada.

—Lo asumí.

—Pues cuando se armó la trifulca, yo ocultaba en la mano una pequeña cantidad de pintura roja, húmeda. Me abalancé, caí, me di con fuerza en la cara con la palma de la mano, y ofrecí un espectáculo que movía a compasión. Es un truco ya viejo.

—También llegué a imaginar ese detalle.

—Luego me metieron en la casa. Ella no tenía más remedio que recibirme. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y tuvo que recibirme en el cuarto de estar, es decir, en la habitación misma en que yo sospechaba que se encontraba la fotografía. O allí o en su dormitorio, y yo estaba resuelto a ver en cuál de los dos. Me tendieron en el sofá, hice como que me ahogaba, no tuvieron más remedio que abrir la ventana, y tuvo usted de ese modo su oportunidad.

—¿Y de qué le sirvió mi acción?

—De ella dependía todo. Cuando una mujer cree que su casa está ardiendo, el instinto la lleva a precipitarse hacia el objeto que tiene en más aprecio. Es un impulso irresistible, del que más de una vez me he aprovechado. Recurrí a él cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth. Si la mujer es casada, corre a coger en brazos a su hijito; si es soltera, corre en busca de su estuche de joyas. Pues bien: era evidente para mí que nuestra dama de hoy no guardaba en casa nada que fuese más precioso para ella que lo que nosotros buscábamos. La alarma, simulando que había estallado un fuego, se dio admirablemente. El humo y el griterío eran como para sobresaltar a una persona de nervios de acero. Ella actuó de manera magnífica. La fotografía está en un escondite que hay detrás de un panel corredizo, encima mismo de la campanilla de llamada de la derecha. Ella se plantó allí en un instante, y la vi medio sacarla fuera. Cuando yo empecé a gritar que se trataba de una falsa alarma, volvió a colocarla en su sitio, echó una mirada al cohete, salió corriendo de la habitación, y no volví a verla. Me puse en pie y, dando toda clase de excusas, hui de la casa. Estuve dudando si apoderarme de la fotografía entonces mismo, pero el cochero había entrado en el cuarto de estar y no quitaba de mí sus ojos. Me pareció, pues, más seguro esperar. Con precipitarse demasiado se puede arruinar todo.

—¿Y ahora? —le pregunté.

—Nuestra investigación está prácticamente acabada. Mañana iré allí de visita con el rey, y usted puede acompañarnos, si le agrada. Nos pasarán al cuarto de estar mientras avisan a la señora, pero es probable que cuando ella se presente no nos encuentre ni a nosotros ni a la fotografía. Quizá constituye para su majestad una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

—¿A qué hora irán ustedes?

—A las ocho de la mañana. Ella no se habrá levantado todavía, de modo que tendremos el campo libre. Además, es preciso que actuemos con rapidez, porque quizá su matrimonio suponga un cambio completo en su vida y en sus costumbres. Es preciso que yo telegrafíe sin perder momento al rey.

Habíamos llegado a Baker Street, y nos habíamos detenido delante de la puerta. Mi compañero rebuscaba la llave en sus bolsillos cuando alguien le dijo al pasar:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Había en ese instante en la acera varias personas, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado que vestía ancho gabán y que se alejó rápidamente. Holmes dijo mirando con fijeza hacia la calle débilmente alumbrada:

—Yo he oído antes esa voz. ¿Quién diablos ha podido ser?

III

Dormí esa noche en Baker Street, y nos hallábamos desayunando nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia entró con gran prisa en la habitación.

—¿De verdad que se apoderó usted de ella? —exclamó agarrando a Sherlock Holmes por los dos hombros, y clavándole en la cara una ansiosa mirada.

—Todavía no.

—Pero ¿confía en hacerlo?

—Confío.

—Vamos entonces. Ya estoy impaciente por ponerme en camino.

—Necesitamos un carruaje.

—No, tengo esperando mi Brougham.

—Eso simplifica las cosas.

Bajamos a la calle, y nos pusimos una vez más en marcha hacia el Pabellón Briony.

—Irene Adler se ha casado —hizo notar Holmes.

—¡Que se ha casado! ¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Y con quién?

—Con un abogado inglés apellidado Norton.

—Pero no es posible que esté enamorada de él.

—Yo tengo ciertas esperanzas de que lo esté.

—Y ¿por qué ha de esperarlo usted?

—Porque ello le ahorraría a su majestad todo temor de futuras molestias. Si esa dama está enamorada de su marido, será que no lo está de su majestad. Si no ama a su majestad, no habrá motivo de que se entremeta en vuestros proyectos.

—Eso es cierto. Sin embargo... ¡Pues bien: ojalá ella hubiese sido una mujer de mi misma posición social! ¡Qué gran reina habría sabido ser!

El rey volvió a caer en un silencio ceñudo, que nadie rompió hasta que nuestro coche se detuvo en la Serpentine Avenue.

La puerta del Pabellón Briony estaba abierta y vimos a una mujer anciana en lo alto de la escalinata. Nos miró con ojos burlones cuando nos apeamos del coche del rey, y nos dijo:

—El señor Sherlock Holmes, ¿verdad?

—Yo soy el señor Holmes —contestó mi compañero alzando la vista hacia ella con mirada de interrogación y de no pequeña sorpresa.

—Me lo imaginé. Mi señora me dijo que usted vendría probablemente a visitarla. Se marchó esta mañana con su esposo en el tren que sale de Charing Cross a las cinco horas quince minutos con destino al Continente.

—¡Cómo! —exclamó Sherlock Holmes retrocediendo como si hubiese recibido un golpe, y pálido de pesar y de sorpresa—. ¿Quiere usted decirme con ello que su señora abandonó ya Inglaterra?

—Para nunca más volver.

—¿Y los documentos? —preguntó con voz ronca el rey—. Todo está perdido.

—Eso vamos a verlo.

Sherlock Holmes apartó con el brazo a la criada y se precipitó al interior del cuarto de estar, seguido por el rey y por mí. Los muebles se hallaban desparramados en todas direcciones; los estantes, desmantelados; los cajones, abiertos, como si aquella dama lo hubiese registrado y saqueado todo antes de su fuga. Holmes se precipitó hacia el cordón de la campanilla, corrió un pequeño panel, y, metiendo la mano dentro del hueco, extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era la de Irene Adler en traje de noche, y la carta llevaba el siguiente sobrescrito: “Para el señor Sherlock Holmes. La retirará él en persona”. Mi amigo rasgó el sobre, y nosotros tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a medianoche del día anterior, y decía así:

“Mi querido señor Sherlock Holmes:

La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me la pegó usted por completo. Hasta después de la alarma del fuego no sospeché nada. Pero entonces, al darme cuenta de que yo había traicionado mi secreto, me puse a pensar. Desde hace meses me habían puesto en guardia contra usted, asegurándome que si el rey empleaba a un agente, sería usted, sin duda alguna. Me dieron también su dirección. Y sin embargo, logró usted que yo le revelase lo que deseaba conocer. Incluso cuando se despertaron mis recelos, me resultaba duro el pensar mal de un anciano clérigo, tan bondadoso y simpático. Pero, como usted sabrá, también yo he tenido que practicar el oficio de actriz. La ropa varonil no resulta una novedad para mí, y con frecuencia aprovecho la libertad de movimientos que ello proporciona. Envié a John, el cochero, a que lo vigilase a usted, eché a correr escaleras arriba, me puse la ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé cuando usted se marchaba.

Pues bien: yo le seguí hasta su misma puerta comprobando así que me había convertido en objeto de interés para el célebre señor Sherlock Holmes. Entonces, y con bastante imprudencia, le di las buenas noches, y marché al Temple en busca de mi marido.

Nos pareció a los dos que lo mejor que podríamos hacer era huir, al vernos perseguidos por tan formidable adversario; por eso encontrará usted el nido vacío cuando vaya a visitarme mañana. Por lo que respecta a la fotografía, puede tranquilizarse su cliente. Amo y soy amada por un hombre que vale más que él. Puede el rey obrar como bien le plazca, sin que se lo impida la persona a quien él lastimó tan cruelmente. La conservo tan solo a título de salvaguardia mía, como arma para defenderme de cualquier paso que él pudiera dar en el futuro.

Dejo una fotografía, que quizá le agrade conservar en su poder, y soy de usted, querido señor Sherlock Holmes, muy atentamente,

Irene Norton, nacida Adler.”

—¡Qué mujer; oh, qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia una vez que leímos los tres la carta—. ¿No le dije lo rápida y resuelta que era? ¿No es cierto que habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no esté a mi mismo nivel?

—A juzgar por lo que de esa dama he podido conocer, parece que, en efecto, ella y su majestad están a un nivel muy distinto —dijo con frialdad Holmes—. Lamento no haber podido llevar a un término más feliz el negocio de su majestad.

—Todo lo contrario, mi querido señor —exclamó el rey—. No ha podido tener un término más feliz. Me consta que su palabra es sagrada. La fotografía es ahora tan inofensiva como si hubiese ardido en el fuego.

—Me alegra oírle decir eso a su majestad.

—Tengo contraída una deuda inmensa con usted. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo...

Se sacó del dedo un anillo de esmeralda en forma de serpiente, y se lo presentó en la palma de la mano.

—Su majestad está en posesión de algo que yo valoro mucho más —dijo Sherlock Holmes.

—No tiene usted más que nombrármelo.

—Esta fotografía.

El rey se le quedó mirando con asombro, y exclamó:

—¡La fotografía de Irene! Suya es, desde luego, si así lo desea.

—Doy las gracias a su majestad. De modo, pues, que ya no queda nada por tratar de este asunto. Tengo el honor de dar los buenos días a su majestad.

Holmes se inclinó, se volvió sin darse por enterado de la mano que el rey le alargaba, y echó a andar, acompañado por mí, hacia sus habitaciones.

Y así fue como se cernió, amenazador, sobre el reino de Bohemia un gran escándalo, y cómo los planes mejor trazados de Sherlock Holmes fueron desbaratados por el ingenio de una mujer. En otro tiempo, acostumbraba él a bromear sobre la inteligencia de las mujeres, pero ya no le he vuelto a oír expresarse así en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de la mujer.

Obras completas de Sherlock Holmes

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