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Era aquello… ¿cómo lo diré yo?… un gallardo artificio sepulcral de atrevidísima arquitectura, grandioso de traza, en ornamentos rico, por una parte severo y rectilíneo a la manera viñolesca, por otra movido, ondulante y quebradizo a la usanza gótica, con ciertos atisbos platerescos donde menos se pensaba; y por fin cresterías semejantes a las del estilo tirolés que prevalece en los kioskos. Tenía piramidal escalinata, zócalos greco-romanos, y luego machones y paramentos ojivales, con pináculos, gárgolas y doseletes. Por arriba y por abajo, a izquierda y derecha, cantidad de antorchas, urnas, murciélagos, ánforas, búhos, coronas de siemprevivas, aladas clepsidras, guadañas, palmas, anguilas enroscadas y otros emblemas del morir y del vivir eterno. Estos objetos se encaramaban unos sobre otros, cual si se disputasen, pulgada a pulgada, el sitio que habían de ocupar. En el centro del mausoleo, un angelón de buen tallo y mejores carnes se inclinaba sobra una lápida, en actitud atribulada y luctuosa, tapándose los ojos con la mano como avergonzado de llorar; de cuya vergüenza se podía colegir que era varón. Tenía este caballerito ala y media de rizadas y finísimas plumas, que le caían por la trasera con desmayada gentileza, y calzaba sus pies de mujer con botitos, coturnos o alpargatas; que de todo había un poco en aquella elegantísima interpretación de la zapatería angelical. Por la cabeza le corría una como guirnalda con cintas, que se enredaban después en su brazo derecho. Si a primera vista se podía sospechar que el tal gimoteaba por la molestia de llevar tanta cosa sobre sí, alas, flores, cintajos, y plumas, amén de un relojito de arena, bien pronto se caía en la cuenta de que el motivo de su duelo era la triste memoria de las virginales criaturas encerradas dentro del sarcófago. Publicaban desconsoladamente sus nombres diversas letras compungidas, de cuyos trazos inferiores salían unos lagrimones que figuraban resbalar por el mármol al modo de babas escurridizas. Por tal modo de expresión las afligidas letras contribuían al melancólico efecto del monumento.

Pero lo más bonito era quizás el sauce, ese arbolito sentimental que de antiguo nombran llorón, y que desde la llegada de la Retórica al mundo viene teniendo una participación más o menos criminal en toda elegía que se comete. Su ondulado tronco elevábase junto al cenotafio, y de las altas esparcidas ramas caía la lluvia, de hojitas tenues, desmayadas, agonizantes. Daban ganas de hacerle oler algún fuerte alcaloide para que se despabilase y volviera en sí de su poético síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no se hacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado de graciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversos tamaños. Había margaritas, pensamientos, pasionarias, girasoles, lirios y tulipanes enormes, todos respetuosamente inclinados en señal de tristeza… El fondo o perspectiva consistía en el progresivo alejamiento de otros sauces de menos talla, que se iban a llorar a moco y baba camino del horizonte. Más allá veíanse suaves contornos de montañas, que ondulaban cayéndose como si estuvieran bebidas; luego había un poco de mar, otro poco de río, el confuso perfil de una ciudad con góticas torres y almenas; y arriba, en el espacio destinado al cielo, una oblea que debía de ser la Luna a juzgar por los blancos reflejos de ella que esmaltaban las aguas y los montes.

El color de esta bella obra de arte era castaño, negro y rubio. La gradación del oscuro al claro servía para producir ilusiones de perspectiva aérea. Estaba encerrada en un óvalo que podría tener media vara en su diámetro mayor, y el aspecto de ella no era de mancha sino de dibujo, hallándose expresado todo por medio de trazos o puntos. ¿Era talla dulce, agua fuerte, plancha de acero, boj o pacienzuda obra ejecutada a punta de lápiz duro o con pluma a la tinta china?… Reparad en lo nimio, escrupuloso y firme de tan difícil trabajo. Las hojas del sauce se podrían contar una por una. El artista había querido expresar el conjunto, no por el conjunto mismo sino por la suma de pormenores, copiando indoctamente a la Naturaleza; y para obtener el follaje, tuvo la santa calma de calzarse las hojitas todas una después de otra. Habíalas tan diminutas, que no se podían ver sino con microscopio. Todo el claro-oscuro del sepulcro consistía en menudos órdenes de bien agrupadas líneas, formando peine y enrejados más o menos ligeros según la diferente intensidad de los valores. En el modelado del angelote había tintas tan delicadas, que sólo se formaban de una nebulosa de puntos pequeñísimos. Parecía que había caído arenilla sobre el fondo blanco. Los tales puntos, imitando el estilo de la talla dulce, se espesaban en los oscuros, se rarificaban y desvanecían en los claros, dando de sí, con esta alterna y bien distribuida masa, la ilusión del relieve… Era, en fin, el tal cenotafio un trabajo de pelo o en pelo, género de arte que tuvo cierta boga, y su autor D. Francisco Bringas demostraba en él habilidad benedictina, una limpieza de manos y una seguridad de vista que rayaban en lo maravilloso, si no un poquito más allá.

La de Bringas

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