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V

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—Y yo te pregunto, querida hermana: ¿vas a estar así toda la vida? ¿No es ya bastante duelo? ¿No te hartas todavía de obscuridad, de silencio, de rezos monjiles y de ese quietismo, que al fin dará al traste con tu salud y hasta con tu vida?... ¿No respondes? Bueno. Conociendo tu terquedad, ese silencio me indica que aún tenemos melancolías y soledades para un rato. ¡Ah! Catalina, ¿por qué no eres como yo? ¿por qué no tienes un poco de sentido práctico, y das de mano a esas exageraciones? Ea, planteemos la cuestión en terreno despejado. ¿Piensas consagrar absolutamente tu vida a las devociones, a la religión, en una palabra?

—Sí —respondió la de Halma con lacónica firmeza.

—Bueno. Ya tenemos una afirmación, ya es algo, aunque sea un disparate. Vida religiosa: corriente. ¿Y tú lo has pensado bien? ¿No temes que venga el desaliento, el cambio de ideas cuando ya sea tarde para el remedio?

—No.

—Corriente. Una negación tan rotunda ya es algo. Adelante... Luego, tu determinación es irrevocable; luego, te sientes con fuerzas para afrontar esa vida, que yo soy el primero en alabar y enaltecer... esa vida, ¡ah! de la cual hallamos ejemplos tan hermosos en los tiempos pasados, pero que en los presentes... ¡ah!... Resumiendo: que te propones ingresar en alguna de las Órdenes existentes, y acabar tu vida en un claustro. Perfectamente; pero aquí entro yo, aquí entra tu hermano mayor, el jefe actual de la familia, el cual tiene la suerte de ver las cosas con gran claridad, y de plantear todas las cuestiones en el terreno positivo. Yo te pregunto: ¿es tu deseo pertenecer a alguna de las Órdenes claustradas y reclusas, o a estas modernas, a la francesa, que persiguen fines esencialmente prácticos y sociales? Te lo pregunto, querida hermana, no porque piense oponerme a tu resolución en ninguno de los dos casos, sino para fijar bien los términos de la cuestión, y puntualizar tus relaciones ulteriores con la familia bajo el punto de vista social y económico. Conviene tratar el tema de la dote, o sea de tu religiosidad bajo el aspecto de los intereses materiales... Porque si no fijamos bien... si no demarcamos bien...

Doña Catalina interrumpió con nerviosa impaciencia a su hermano, en el momento en que este acentuaba sus argumentaciones con los dos dedos índices sobre el filo de la elegantísima mesa de su despacho.

—No te canses en tratar este asunto como si fuera una discusión del Senado. Esto es sencillísimo; tanto, que yo sola puedo resolverlo sin consejo ni auxilio de nadie. Quédense tus sabidurías para cosas de más importancia. Yo tengo mis ideas...

Aquí la interrumpió él prontamente, apoderándose de la frase para comentarla con cierta acritud:

—Eso es lo que yo temo, señora hermana; y cuando te oigo decir: «Tengo mis ideas», me echo a temblar, porque los hechos me prueban que tus ideas no son de una perfecta congruencia con la realidad.

—Ello es que las tengo, querido hermano —dijo la Condesa de Halma con humildad—, y tú tienes las tuyas. Fácil es que no concuerden unas con otras. Pensamos, sentimos la vida de un modo muy distinto. Déjame a mí por mi camino, y sigue tú el tuyo. Quizás nos encontremos, quizás no. ¿Eso quién lo sabe? Cierto es que yo quiero hacer vida religiosa. No puedo decirte aún si entraré en las Órdenes antiguas, o en las modernas. Soy un poco lenta en mis resoluciones, y mis ideas han de madurar mucho para que yo me decida a ponerlas en práctica. Quizás te sorprenda con algún proyectillo que pase un poquito la línea de lo común. No sé. Cada cual tiene sus aspiraciones. Yo las tengo en mi esfera, como tú en la tuya.

—Ya, ya —dijo el Marqués encontrando un fácil motivo de argumentación humorística—. Mi señora hermana pica alto. La fuerza de su humildad le sugiere ideas que se parecen al orgullo como una gota a otra gota. No encuentra dignas de su ardor religioso las Órdenes consagradas por el tiempo, y aspira a eclipsar la gloria de las Teresas y Claras, fundando una nueva Regla monástica para su recreo particular... Y yo pregunto: ¿corresponderán las facultades intelectuales de mi querida hermana a la nobilísima aspiración de su alma generosa? Me permito dudarlo... No me niegues que has pensado en ello, Catalina, y que sueñas con la celebridad de fundadora. Te lo he conocido en lo que callas, conversando conmigo, más que en lo que dices. Te lo he conocido en ciertas reticencias sorprendidas en ti, cuando de soslayo tratamos alguna vez del empleo que pensabas dar a los restos de tu legítima. Y ahora, hermana mía, abordo nuevamente la cuestión de intereses, asaltado de una duda. Yo pregunto: ¿mi señora hermana, en el estado cerebral particularísimo que es producto infalible del misticismo, está en el caso de apreciar con exactitud la cuantía de su legítima, después de los suplidos de Oriente, que no hay para qué recordar ahora? Permítaseme dudarlo.

—Creo poder apreciarlo —dijo la de Halma con firmeza—; aunque, según tú, me falta el sentido de las cosas materiales.

—No es caprichosa esa opinión mía, pues la fundo en una triste experiencia. Por no haber sabido a tiempo amaestrar la imaginación, esta te desfigura los hechos, te agranda todo lo que pertenece al concepto ventajoso, y te empequeñece lo...

—¡Ay, no! —replicó la viuda con viveza—. ¿Piensas que la imaginación me empequeñece lo malo?... Di más bien lo contrario. Veo siempre considerablemente extendido todo aquello que me perjudica...

—Seguramente creerás que la parte de tu legítima que está en mi poder —dijo don Francisco de Paula con cierta conmiseración—, se eleva a una cifra fabulosa. Fuera de que la legítima era en sí bastante menor de lo que pudimos creer en vida de nuestro querido padre (que de Dios goce), hay que tener en cuenta que tu disparatado casamiento más ha sido para disminuirla que para aumentarla.

—Dejaremos esta cuestión para cuando sea más oportuno tratarla —dijo doña Catalina levantándose.

—Como quieras. Pero no te impacientes por subir a tu nido, y oye la observación que quiero hacerte respecto a tus proyectos de vida monástica. Siéntate un momento más, y bueno será que atiendas ahora, más que otras veces lo hiciste, a las sanas advertencias de tu hermano, que a falta de otra sabiduría, tiene la de presentar las cuestiones en su aspecto serio. No te censuro que te lances con ardor a la vida religiosa y santa. También eso, aunque con apariencias imaginativas, puede ser práctico, esencialmente práctico. Si tu conciencia, si tu corazón te impulsan por ese camino, síguelo, que tu carácter y los hábitos adquiridos no te permitirán quizás, o sin quizás, ir por otro. Mi aprobación en toda regla. Cuanto pertenezca al orden de la piedad, y a los supremos intereses espirituales, me tendrá siempre en favorable disposición. Pero concrétate a un papel puramente pasivo, pues no naciste tú para la iniciativa ni para la actividad, en su acepción más lata. Temo mucho a tus ambiciones de fundadora, y veo en peligro los reducidos intereses que constituyen tu legítima. Con ellos se te podría constituir una dote decorosa, y si me apuran, una dote espléndida. Pero si en vez de concretarte a ser humilde oveja, como piden tu carácter débil y, permíteme que lo diga, tus cortos alcances, te quieres meter a pastora, no tienes ni para empezar. ¡Ah! vivimos en un siglo en que no se pueden desmentir las leyes económicas, querida hermana; y el que no tenga en cuenta las leyes económicas, se estrellará en toda empresa que acometa, aun aquellas del orden espiritual. Así como no se puede hacer una tortilla sin romper huevos, no puede emprenderse cosa alguna sin capital. Hoy no se crean Órdenes o Congregaciones con el esfuerzo puro de la fe y del ejemplo edificante. Se necesita que el que funda, posea una fortuna que consagrar al servicio de Dios, o que encuentre protectores ricos y piadosos. Tú no los encontrarás para ese objeto, si piensas buscar apoyo en la familia. Los parientes próximos, puedo citártelos uno por uno, no están en disposición de consagrar a un negocio tan problemático como la salvación de las almas propias y ajenas sus apuradas rentas. De modo, que si te obstinas en llevar adelante un pensamiento demasiado ambicioso, no harás nada de provecho, y perderás en vanas tentativas lo poco que tienes. Nuestra época admite los arrebatos místicos, pero con la razón siempre por delante; admite la caridad en grado heroico, pero con capital a la espalda, capital para todo, hasta para allanarle a la humanidad los caminos del Cielo. Tú no posees ni ese capital encefálico que se llama razón, ni esa razón suprema de los actos colectivos, que se llama capital. Intenta algo que se salga de lo común, y verás como sale un despropósito. Siembra tu pobre iniciativa, y cogerás cosecha de tristes desengaños.

—¿Has concluido?... ¡Qué bien se explica el señor senador! —le dijo Catalina con gracejo—. ¿Y si te dijera que no me has convencido? Me reñirías un poquito más. ¿Y si al reñirme más, yo me permitiera el atrevimiento de no hacerte caso? Pero si no conoces mis ideas, ni mis planes, ¿para qué los criticas? Es una verdadera desdicha que seas tan parlamentario, porque a todo le das el giro de discusión de negocio grave, y te sale un debate político de cada dedo. Yo no discuto, ni critico, ni parlamenteo nada. Lo que pienso hacer lo haré si puedo, y si no, no. ¿Ya te estás curando en salud, creyendo que voy a pedirte algo que no sea mío? Respira tranquilo, hombre práctico, apóstol del dogma económico, y de las sacrosantas doctrinas del capital y la renta, y tal y qué sé yo. Niégame que existe un capital más eficaz que el que se forma con el dinero y la razón.

—A ver... ¿qué?

—La fe... No te rías...

—Si no me río. Pues estaría bueno que yo me riera de la fe... no, querida y respetada hermana... Debo poner punto por hoy en estas discusiones. Sé que no he de convencerte. Yo digo: «terquedad, tu nombre es Catalina de Halma...» Espero que otro será más afortunado que yo.

—¿Quién?

—Don Manuel... Nuestro buen amigo triunfará de tus manías.

En aquel punto entró en el despacho la Marquesa, que acababa de llegar de misa, y cogiendo al vuelo las últimas palabras, terció en el debate, repitiendo, como un eco de su marido:

—Don Manuel, don Manuel te convencerá.

Halma

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