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1 UNA NOCHE ETERNA

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La colina está bañada por el sol. Desde su puesto de guardia, el vigía contempla los lejanos montes que se esbozan sobre el horizonte como líneas de un dibujo. Los olivos se cimbrean suavemente con la brisa del mar y hacen que el paisaje lata lentamente y parezca moverse al son de una música inaudible. Las horas pasan despacio en aquel puesto de vigilancia sobre los muros de Micenas, y los hombres que son asignados a él distraen el curso de las horas imaginando, sobre el paisaje de la llanura de la Argólida, escenas que nunca suceden.

Las murallas de la ciudad también reflejan el sol. El centinela percibe cómo la luz se difumina a lo lejos, haciendo que la cercana ciudad de Tirinto se columbre en el horizonte. Sabe que allí reina Alceo, el hermano de su rey, hijo del legendario Perseo. Pero su mente no se detiene en recordar al rey de Tirinto, sino que se complace en ver cómo el sol hace que las líneas de sus murallas y los contornos de sus edificios parezcan mecerse sobre ondas suaves, cual barcos acunados por las olas. No hay nada digno de atención, ningún detalle, nada desacostumbrado, nada que saque al vigía de su ensoñación.

Inclinado suavemente sobre el muro, se siente seguro. Micenas es una ciudad importante. Con sus murallas inexpugnables ha desafiado los ataques de los hombres y los embates de la naturaleza: sus bloques de piedra han detenido el avance de los enemigos y apenas se han movido con la fuerza de los seísmos que Poseidón ha provocado con frecuencia.

El rey de Micenas es Electrión, hermano de Alceo, hijo también de Perseo. Electrión sabe que gobierna una ciudad que proyecta su poder hacia el futuro; se siente dueño de hombres, tierras y ganados, y su casa se asienta con solidez en la tierra, con la misma firmeza que los olivos que pueblan sus dominios. El vigía deja que su imaginación, activa después de tanto tiempo de guardia, vaya filtrando las imágenes en su mente: piensa en el poder del rey, en la belleza de su hija, la inalcanzable Alcmena, destinada a ser la esposa de Anfitrión, el hijo de Alceo.

Mas, de repente, su rostro se contrae en una mueca. Se tensan los músculos de su cuerpo y sus sienes parecen latir más fuerte bajo el yelmo de bronce. Su instinto de soldado ha detectado algo. No sabe lo que es, pero un puño invisible está golpeando la puerta de su consciencia. Entonces, de pronto, un movimiento extraño capta su atención. Hay polvo en el camino. Hay hombres que se desplazan. Están demasiado lejos, pero sabe que la aparente tranquilidad de aquella escena contiene alguna suerte de presagio, de mal augurio. Instintivamente dirige sus ojos hacia los puestos de vigilancia que custodian los caminos y, muy pronto, ve que la antorcha preparada para lanzar señales a Micenas desde el camino de Corinto se enciende. Alerta. La antorcha encendida es un aviso a los guardias de la ciudad.

Enciende él también la suya, y en el interior de la ciudadela todo se pone en movimiento. No hay ninguna visita oficial prevista; ningún otro rey aqueo ha anunciado su presencia en estos días. Quienesquiera que sean los hombres que se acercan, no han querido que su presencia fuera esperada.

Poco a poco la nube de polvo se va haciendo más visible. Dentro de los muros la noticia se ha esparcido por las estrechas callejas. Muchos han visto ya las señales de fuego por todo el camino de Corinto y han salido de sus casas para asomarse por encima de las murallas mientras los soldados cierran las puertas de bronce de la ciudad. Los arqueros ocupan sus posiciones.

Desde su puesto, el vigía ve cómo la confusa nube de polvo toma forma a la vez que el sol declina en el horizonte. Las cumbres de los montes empiezan a perder la luminosidad del día y los árboles, que inundan el paisaje, se van transformando poco a poco en objetos inertes, sin vida. Antes de que se deslicen las primeras sombras del ocaso, el grupo de hombres llega ante las puertas de Micenas.

En el interior la calma vuelve. El número de jinetes que se halla frente a la gran puerta de la ciudad no justifica medidas de seguridad extremas, pero una cierta inquietud recorre el recinto de la muralla. Por fin, los hombres se plantan delante de las puertas. No son más de treinta, de los que seis parecen sobresalir por sus armas y por la disposición noble de su porte. Uno de ellos se acerca. No mira atrás. Solo grita al guardia que lo escucha:

—Abrid la puerta, guardias. ¡Soy Cromio, hijo de Pterelao, rey de los telebeos! Mis hermanos y yo hemos hecho un largo viaje para ver a vuestro rey.

Los hijos de Pterelao fueron conducidos a la sala del trono del palacio de Micenas. Allí esperaron pacientemente a que el rey Electrión entrara y tomara asiento sobre su modesto sitial de piedra.

—¿A qué habéis venido? —dijo sin rodeos el monarca, aunque su ánimo intuía, desde mucho tiempo atrás, la razón de aquella visita repentina e imprevista.

Cromio, el primogénito, contestó también secamente:

—Tenemos una reclamación que hacerte, rey de Micenas, en nombre de nuestro padre.

—¿Y cuál es esa reclamación? —preguntó Electrión.

—Tu reino. —La voz de Cromio resonó como el golpe de una espada en un escudo.

Todos los rostros se volvieron hacia Electrión, que parecía tranquilo. El rey bajó un momento la cabeza, intentado meditar bien la respuesta. Cuando sus ojos se levantaron de nuevo empezó a caminar delante de los hijos de Pterelao, como si quisiera que sus palabras fueran bien entendidas por cada uno de ellos.

—Sabía que tarde o temprano habría de ocurrir esto. Vuestro padre tiene una ambición sin límites, y veo que sus ojos necesitan mirar más allá de Tafos, vuestro pequeño reino.

Guardó silencio durante unos instantes. Pareció evocar otro tiempo, y un gesto de cansancio se perfiló en sus ojos. Finalmente, volvió a mirar a Cromio; apretó las mandíbulas, entornó los ojos, como si la luz los hiriera, y su rostro se endureció.

—Me temo que vuestro viaje ha sido en vano —dijo—. La reclamación de vuestro padre se basa en una historia que ya nadie recuerda y, en el fondo, no es más que la máscara con la que pretende ocultar el rostro de su ambición.

Cromio sostuvo la mirada del rey, pero no habló. Parecía estar meditando una respuesta cuando Tirano, uno de sus hermanos, tomó la palabra.

—No pretendas, Electrión, desviarnos de nuestro objetivo. Los motivos de mi padre no nos incumben, solo sus órdenes.

El monarca de Micenas siguió mirando a Cromio como si no hubiera escuchado las palabras de Tirano. Se acercó un poco más al muchacho y añadió:

—Hace tiempo reinó en Micenas Méstor, mi hermano, antepasado de tu padre. Fue un buen rey, pero abandonó estas tierras para unirse en matrimonio con una mujer extranjera. Vuestro padre, forzando la costumbre, reclama ahora mi trono con el argumento de que Méstor, su bisabuelo, fue rey de Micenas antes que yo mismo.

Calló de nuevo, pero antes de darles la espalda, miró en silencio a cada uno de los hijos de Pterelao. Después, sus ojos se volvieron fríos, duros, ásperos; el rey sabía que las palabras que iba a pronunciar serían el preludio de un tiempo de desdichas.

—Decidle a vuestro padre que sus palabras son viento, humo. Decidle que permanezca en Tafos y olvide para siempre el reino de Micenas.

Cuando los hijos de Pterelao salieron de la ciudad, la noche se había apoderado del cielo. Una hermosa luna llena alumbraba los caminos como una antorcha lejana sostenida por los hilos de luz de las estrellas. Cromio y Tirano abrían la marcha, seguidos por sus otros tres hermanos, Antíoco, Quersidamante y Méstor. En sus rostros había frustración, pero también una mueca de satisfacción, pues, en realidad, la negativa de Electrión era el pretexto que su padre necesitaba para declarar una guerra que deseaba desde hacía tiempo. Marchaban con decisión hacia el norte, siguiendo las indicaciones del guía que habían contratado en Corinto.

De repente, un mugido cercano llamó la atención de los caminantes y, en un instante, la brisa les trajo el olor dulzón del ganado. Cromio se detuvo y miró con ansiedad a sus hermanos.

—Tenemos la oportunidad de hacer que la guerra sea inevitable —dijo excitado—. El viento nos trae el olor del ganado real y, si actuamos con rapidez, la sorpresa nos dará ventaja, pues Electrión no espera que nadie robe sus vacas. Esta noche Micenas declarará la guerra a nuestro padre.

Alceo estaba sentado en el mégaron todavía, escuchando a un viejo aedo cantar las hazañas de su padre, el legendario Perseo, en cuyo honor los poetas de toda Grecia habían compuesto ya cientos de versos. Un guardia interrumpió el canto del anciano y se dirigió con gesto serio al rey.

En una de las habitaciones contiguas, un mensajero de Electrión entregó una nota al escriba del rey, que la leyó despacio, delante del monarca. Era una tablilla de barro surcada por signos incomprensibles para la mayoría de los hombres. Cuando el escriba real terminó de leer, Anfitrión se dirigió, nervioso y preocupado, a su padre. Hacía tiempo que ambos reinos estaban unidos por sólidos lazos de amistad, y las noticias que llegaban de Micenas podían comprometer el futuro de Tirinto.

—Déjame partir inmediatamente, padre. Los hijos de Pterelao son muy capaces de provocar una guerra.

Alceo asintió con tristeza. Sabía que su hijo tenía razón y que cualquier agresión contra Micenas también comprometía a su reino. Puso las manos sobre los hombros de su vástago y, con vehemencia, le dijo:

—Parte inmediatamente. Actúa con energía, pero con prudencia.

Al llegar a la cercana Micenas, Anfitrión vio a soldados, funcionarios, toda clase de sirvientes moviéndose con nerviosismo. El propio rey había perdido algo de su aplomo cuando intentó explicarle,en pocas palabras, lo que estaba sucediendo:

—La guerra contra Pterelao parece inevitable, hijo. —Hacía tiempo que se dirigía de este modo al que consideraba ya parte de su familia—. Sus hijos me han pedido que renuncie a mi reino argumentando que una vez perteneció a mi hermano Méstor, bisabuelo de su padre.

—Hace mucho tiempo de eso —intervino Anfitrión—. No es más que un pretexto. Realmente, debes prepararte para la guerra.

Mientras hablaban, un tumulto llegó desde el exterior; un estruendo de pasos precipitados. El rey se dirigió preocupado hacia la puerta principal en el momento en que llegaba uno de sus hijos acompañando a un boyero. Por su aspecto, el sirviente parecía surgido del Hades.

Tras beber un poco de agua, el esclavo fue recuperando poco a poco el resuello. Entonces contó que, en medio de la noche, un grupo de hombres armados había atacado el pequeño campamento en el que descansaban después de su jornada de trabajo. Sus compañeros habían perecido, parte del ganado real yacía en la llanura, herido o muerto. Mientras algunos de los bandidos los habían atacado traicioneramente, el resto trató de reunir el mayor número posible de vacas para poder robarlas y llevárselas. No supo decir quiénes habían sido —repetía asustado—, pues había caído herido e inconsciente tras recibir un golpe de maza en la cabeza.

Electrión escuchaba atónito aquel insólito relato. Poco a poco, mientras el boyero desgranaba los detalles de aquella agresión propia de cuatreros, la indignación fue haciendo presa en su ánimo.

—¡Partid tras ellos! —ordenó Electrión a sus hijos—. Impedid que embarquen con mi ganado y traedlos ante mí. Quizá si su padre tiene que pagar un rescate, se olvide de la guerra.

Diez jinetes salieron a galope: eran nueve de los hijos varones de Electrión, acompañados por Anfitrión, su sobrino, el prometido de su única hija. En el palacio solo quedó Licimnio, demasiado joven todavía, nacido de Media, la segunda esposa del rey.

Mientras los jinetes se alejaban, el silencio se adueñó de nuevo del recinto amurallado de Micenas. Todo el mundo intentó descansar mientras la noche avanzaba y el destino del reino se ponía en mano de los hados. Entonces la alta luna descubrió una silueta sobre las solitarias almenas de la ciudadela. El hermoso rostro de Alcmena, sus mejillas humedecidas por algunas lágrimas furtivas, su cabello rubio mecido por la brisa, componían un cuadro atemporal, como si el eco de un presagio ambiguo sobrevolara el abrupto paisaje de la Argólida.

Los jinetes alcanzaron a los ladrones ya en la playa. Muchos de los hombres estaban ya en el agua; las popas de algunas de las naves se movían; las proas, libres, intentaban encontrar el viento y enfilar el mar abierto.

El olor dulzón del sudor de los caballos se mezcló con el del mar y las voces se entrecruzaron. Unos intentaban ganar las naves; otros impedírselo. Entonces, Gorgófono se hizo oír sobre el informe griterío, vociferando, aullando con estrépito:

—¿Dónde están los hijos de Pterelao? —gritó con los músculos de su rostro contraídos—. ¿Dónde están los cobardes ladrones de ganado?

Tirano y Cromio se miraron entonces, se dieron la vuelta y se encaminaron hacia la playa seguidos de sus hermanos. Sus ojos brillaban, sus pétreos rostros parecían despedir un calor extraño, y la noche se llenó de destellos. En la playa el ruido del bronce entrechocando lo inundó todo, pues un silencio extraño había caído sobre la costa, como si la oscuridad y la intensidad del odio acumulado hubieran acallado los sonidos de la noche.

Las voces se apagaron y los gritos de guerra y de dolor se diluyeron, tragados por el estruendo del bronce. Miembros desgarrados, heridas abiertas, tajos despiadados nacidos de un odio cuyo origen no importaba. Uno a uno, poco a poco, los cuerpos de los jóvenes se fueron desplomando sobre la tierra, como si los dioses estuvieran cargando sobre ellos las culpas de sus padres.

Solo Anfitrión consiguió sobrevivir. Mientras permanecía de rodillas ante los cuerpos de sus primos, los soldados que habían salido tras ellos del palacio comenzaron a llegar, haciendo que los hombres de Pterelao se retiraran definitivamente a sus naves. Sobre la arena ensangrentada yacían los cadáveres de los hijos de Electrión y Pterelao, y, desde la popa de una de las naves, Everes, que había contemplado impotente la batalla, lloraba amargamente; sabía muy bien que habría de ser portador de malas noticias, y que su padre enloquecería de dolor.

Anfitrión envió un mensajero para que comunicara al rey de Micenas una noticia que, en poco tiempo, se extendió a través de las calles y, en un instante, un ronco y sordo lamento recorrió los muros; los llantos de las mujeres se mezclaron con la inquietud de los hombres; toda la ciudad parecía poseída por una oscuridad extraña, plomiza, más densa que la niebla. Un sudario húmedo y blanco envolvía a Micenas.

Había amanecido cuando llegó Anfitrión. Un leve rumor hizo levantar la cabeza al rey, que, con los ojos inundados de lágrimas, vio a su sobrino entrar en la sala con las ropas manchadas de sangre.

—He decidido marchar hacia el norte en cuanto las honras fúnebres de mis hijos se hayan celebrado —dijo el monarca—. No descansaré hasta vengar su muerte.

Hizo una pausa y, con un gesto de la mano, pidió a su sobrino que se acercara. Cuando estuvo a su lado, decidió hacer oficial lo que, desde hacía tiempo, era el deseo de su corazón. La vida lo ponía en una encrucijada y lo empujaba hacia un lugar del que, quizá, no habría de regresar ya. En el fondo de su alma, el rey sabía que había llegado la hora de hacer pública una decisión que había tomado hacía mucho tiempo.

—Te entrego mi reino, Anfitrión. No sé si regresaré vivo o si moriré lejos de Micenas; solo los dioses conocen tales cosas. Pero, con mi reino, te entrego también la mano de mi hija, Alcmena. Vuestra unión sellará para siempre la alianza entre nuestros dos reinos y será la garantía de un período de paz y prosperidad para esta tierra.

Algunos de los presentes agitaron brevemente los hombros, intentando encajar la noticia. Esténelo, el hermano del rey, permanentemente en la sombra, vio que con las palabras del rey Electrión se esfumaba para siempre su esperanza de heredar algún día el reino de Micenas. Cansado de vivir a la sombra de sus hermanos, una mancha de reserva nubló sus ojos.

Entonces, rompiendo con sus palabras el ensimismamiento de Esténelo, el monarca se dirigió de nuevo a su sobrino:

—Quiero que prometas una cosa, Anfitrión: cuidarás de mi hija, la protegerás con tu vida si hiciera falta, pero la respetarás. No te casarás con ella hasta mi regreso.

Lejos de allí, mirando los haces de luz de la luna sobre el mar, Pterelao esperaba noticias de sus hijos. Cuando regresó al interior de su casa, un hilo de la luz de la luna rozó su cabeza y uno de sus cabellos lanzó un destello; un fleco de oro en medio de la noche.

Alcmena estaba sobre los muros de Tebas. Paseaba al atardecer, recordando con nostalgia los días en que, siendo apenas una niña, subía a las imponentes murallas de Micenas. Aquella época había quedado atrás para siempre, aunque sus imágenes asaltaban sus recuerdos casi a diario, especialmente en las tardes de primavera, cuando el viento acariciaba su rostro con dedos tibios, precursores del verano.

Había acudido a la parte más alta de la muralla de Tebas, la ciudad que la había acogido como a una hija. Oteaba el horizonte, barruntaba cualquier movimiento, cualquier indicio que le hiciera intuir siquiera el regreso de Anfitrión. Mientras sus ojos recorrían la llanura, los ecos del pasado poblaban su mente y el rostro de su padre emergía de la bruma del tiempo, llenando sus ojos de lágrimas.

Había llorado mucho. Había maldecido a los dioses y a los hombres desde el día aciago en que su padre había perecido a manos de Anfitrión. Ocurrió en los momentos que siguieron a la muerte de sus hermanos, caídos todos en combate contra los hijos del maldito Pterelao, contra quien su esposo estaba combatiendo en ese momento. Ahora, cuando el tiempo había pasado y nuevas esperanzas llenaban su espíritu, era capaz de recordar con calma, incluso con piedad, lo sucedido entonces.

Fue la misma tarde en que Electrión anunció su intención de partir contra Pterelao y de confiar su reino, y a ella misma, a su sobrino Anfitrión. Los dos hombres salieron del salón del trono y se dirigieron fuera de la muralla, al lugar en que habían sido reunidos los restos del ganado robado por los hijos de Pterelao. Repentinamente, un mugido los sobresaltó. Anfitrión caminaba cabizbajo, algo agobiado por la responsabilidad que afrontaba, y cuando levantó su mirada ya era tarde. Una vaca recién parida se había arrancado con furia y estaba embistiendo al desprevenido rey; fue solo un instante, pero el cuerpo del monarca se elevó por los aires antes de caer, desmadejado, sobre el suelo. Pugnaba por levantarse cuando el animal cargó de nuevo contra él. Entonces Anfitrión sacó su maza y la arrojó con toda su fuerza contra la vaca.

No erró el golpe, mas un dios quiso que ocurriera la desgracia. La maza golpeó de lleno en la testuz del animal, pero resbaló sobre ella como impelida por un resorte, saliendo rebotada con fuerza extraordinaria y dando de lleno en la sien del aturdido Electrión, que se desplomó muerto en el suelo antes de haber podido incorporarse por completo. La vida abandonó el cuerpo del monarca; sus miembros se desplegaron en un escorzo grotesco y Anfitrión comprendió que acababa de matar al rey de Micenas.

Un escalofrío recorrió la espalda de Alcmena al recordar tales sucesos. Alzó sus ojos sobre el cielo, que se había cubierto ya con el oscuro manto de la noche, y vio que algunas estrellas brillaban ya sobre la llanura tebana. Cruzando los brazos por delante del pecho, se abrazó los hombros con sus propias manos, intentando darse algo de calor, y avanzó hacia el interior del palacio, buscando con la mirada a sus sirvientas.

Cuando entró en su habitación, dos esclavas la estaban esperando. Mientras una la desnudaba despacio, otra deslizaba un peine de hueso sobre sus largos cabellos. Sintió sobre su cuerpo el cálido tacto de los aceites y dejó que su imaginación vagara de nuevo.

¡Cómo deseaba el regreso de su esposo! ¡Cómo deseaba sentir de nuevo su abrazo, la cálida sensación de sentirse protegida! Mas, en esos momentos, Anfitrión estaba luchando contra Pterelao y los telebeos.

Sintió un repentino y fogoso deseo por él, y respiró hondo, tratando de que su turbación no fuera percibida por las sirvientas. Recordó el día de su boda, después de que Creonte, el rey de Tebas, hubiera purificado a Anfitrión de su involuntario crimen. Experimentó de nuevo el afectuoso cariño con que ambos habían sido acogidos en aquella ciudad, después de haber sido desterrados de Micenas por Esténelo, su celoso tío, que aprovechó la infortunada muerte del rey para hacerse con el reino prometido a Anfitrión.

Con los ecos del pasado golpeando como un ariete el muro de sus recuerdos, Alcmena pidió a sus sirvientas que se retiraran. Permaneció un momento quieta, sentada sobre una silla de madera, pensando en el regreso de su esposo. Lo imaginaba combatiendo sin cesar contra los hombres de Pterelao y pedía a los dioses que cuidaran de él, que no volvieran a castigarla con el peso de una nueva desgracia.

Se recostó despacio sobre el lecho, desnuda, dejando que el calor del fuego acariciase su cuerpo. Sintió un hondo placer, una calma tan intensa que, por un momento, creyó que la sombra de su marido se deslizaba temblorosa a través de las paredes de la estancia. Fijó su atención en las pinturas que decoraban los muros, figuras que parecían moverse despacio, caprichosamente, estremeciéndose con la cadencia de la trémula luz del fuego. Entonces concentró su atención en el imponente rostro de Zeus, dibujado sobre una de las paredes. Parecía emerger de las profundidades del cielo observándolo todo, escudriñando cada rincón de la tierra.

Un repentino calor inundó todo su cuerpo. Instintivamente, cerró los ojos y extendió los brazos, imaginando abrazar el cuerpo de su esposo; giró sobre sí misma y se deslizó entre las sábanas, poseída por un repentino deseo. Apretó los muslos, entornó los labios y, con un quejido ronco y profundo, dijo:

—¡Anfitrión!

Apenas había tenido tiempo de disfrutar de su marido. Permanentemente perseguida por la sombra de Pterelao, Alcmena añoraba una vida tranquila, un lecho caliente y la esperanza de tener hijos que perpetuaran el linaje de su padre. Deseaba ardientemente dar a su esposo descendencia y, con frecuencia, imaginaba una vida llena solo de las preocupaciones propias de las madres, pero había tomado la decisión, invocando el recuerdo de su padre, de no consumar su matrimonio hasta ver vengada la muerte de sus hermanos.

—¿Dónde estás, Anfitrión? —musitó despacio, como si sus palabras pudieran conjurar la tristeza de su ausencia.

Se abrazó con fuerza a la almohada, sintiendo clavada en su alma la afilada espina de la soledad. Pero su cuerpo seguía bullendo, envuelto por un calor intenso nacido del interior de su vientre. Dejó a un lado sus tristes pensamientos y se entregó por completo a aquella sensación cálida y agradable. Sentía a su alrededor una melodiosa armonía, una deliciosa sensación de bienestar. Cerró los ojos y vio de nuevo la imagen de Zeus.

La figura del dios parecía emerger de la pintura de la pared, liberándose de su estática presencia. Sintió los pasos, oyó la respiración del dios, creyó notar el calor de sus dedos deslizándose sobre su cuerpo; por un momento se dejó vencer por aquel sueño vívido que parecía cada vez más intenso, más real.

Abrió los ojos algo asustada, con el ánimo perturbado por las sensaciones que invadían su cuerpo. Entonces divisó el contorno de una silueta deslizándose ante ella, a los pies de su lecho. Un fleco de cálida luz rozó el rostro de la sombra, revelando su perfil por un instante.

—¡Anfitrión! —gritó sobresaltada Alcmena, mientras se incorporaba sobre su lecho. La vacilante luz de uno de los candiles iluminó a la vez los desnudos pechos de la mujer y el rostro anhelante del hombre, detenido a los pies de la cama. Durante unos instantes la respiración de ambos se adueñó de la habitación, repitiendo su acompasado eco sobre el silencio de la noche y, en ese momento, la voz de Anfitrión sonó como un susurro, como la brisa cálida y suave de una noche de primavera:

—Te he echado de menos, esposa. Antes de anunciar mi llegada y de proclamar mi victoria sobre Pterelao, he querido disfrutar de una noche contigo, sin fastos, sin ceremonias de bienvenida ni canciones de victoria. Tus hermanos están vengados.

Alcmena escuchaba la voz de su marido con las lágrimas agolpándose en el interior de las cuencas de sus ojos, sintiendo que la sensación de calor que había experimentado momentos antes se transformaba en un torbellino de fuego, de irreprimible deseo. Mas algo en el tono de la voz, un sutil e inapreciable matiz, la desconcertó. No pudo identificar la causa que, repentinamente, estaba filtrando un hilo de inquietud dentro de la intensa felicidad que la poseía, pues las manos de Anfitrión aferraron su cintura y su boca se abrió sobre la suya, abarcándola.

Alcmena se entregó por completo al placer y dejó que su cuerpo respondiera a las caricias de su esposo hasta que sintió saciada el ansia irreprimible de su deseo. Mas Anfitrión parecía poseído por una urgencia insaciable y nada parecía ser capaz de complacerlo por completo; toda su alma, todo su cuerpo, parecían entregados a una pelea contra sí mismo. Alcmena cerró los ojos y, poco a poco, sintió, confusa y ofuscada, cómo la cálida, profunda y estimulante sensación que había experimentado al sentirse, por fin, fundida con su esposo, se iba diluyendo al ritmo de sus desesperadas embestidas.

Una y otra vez Alcmena sintió en el interior de su cuerpo el miembro de Anfitrión, entregado a un acto que parecía prolongarse eternamente, sin descanso. Con frecuencia buscaba con angustia el rastro de algún rayo de luz que anunciara la llegada de la madrugada, pero tenía la sensación de que aquella era una noche interminable, eterna, durante la cual Anfitrión intentaba dejar atrás los fantasmas de todas sus pesadillas.

Agotada, creyó que su esposo había dejado parte de su personalidad en Tafos. No era capaz de sentir su ternura, la delicadeza y el respeto con que la había tratado desde los días que siguieron a la muerte de su padre y, por un momento, se preguntó si la guerra contra los telebeos había terminado con el Anfitrión amable y comprensivo del que ella se había enamorado perdidamente. Intentó hablar, intentó contener la violencia con que él satisfacía su deseo, quiso convencerlo con caricias, incluso con lágrimas,pero todo fue inútil. Como si un extraño frenesí lo hubiera poseído por completo, su esposo prolongó su afán durante aquella noche interminable.

Cuando, por fin, la luz del alba empezó a difuminar las sombras de la noche, Anfitrión se levantó del lecho sin decir una sola palabra. Al ver su rostro, Alcmena comprendió que la leve inquietud que había sentido la noche anterior se clavaba hondamente en su ánimo. Cerró un instante los ojos, intentando comprender, y creyó divisar un águila volando hacia el cielo. Sus alas batían con fuerza, sus ojos lo escudriñaban todo. Intentó decir algo, compartir con su esposo el desasosiego que la embargaba, pero estaba sola.

Instintivamente, se llevó la mano a la base de su cuello, para acariciar la pequeña gema que siempre llevaba colgada, regalo de su padre. Tocar aquella hermosa piedra le producía una sensación de tranquilidad y su tacto la transportaba a los lejanos y felices días de su infancia. Mas solo sintió su piel, todavía sudorosa.

Miró a su alrededor, palpó a ciegas sobre las sábanas, buscó por el suelo, pero no fue capaz de encontrarla.

Agotada, con la sensación de que había vivido una noche eterna, notó que un frío húmedo y helado abrazaba sus miembros. Cerró los ojos, tratando de que el sueño la liberara de sus malos presentimientos; se estiró y notó que, en su vientre, algo ajeno a ella, algo que no formaba parte de su cuerpo, comenzaba a bullir con fuerza.

Las aventuras de Hércules

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