Читать книгу Agricultura periurbana y planificación territorial - Carolina Yacamán Ochoa - Страница 7

1 La agricultura en contextos periurbanos

Оглавление

Una pluralidad de formas

1. Un nuevo contexto para la defensa y activación de la agricultura periurbana

Los profundos cambios territoriales y socioeconómicos que se producen o intensifican a partir de la segunda mitad del siglo XX en los entornos rurales de las ciudades, sobre todo en las aglomeraciones urbanas y áreas metropolitanas en distintas fases de evolución, han favorecido la formulación, desde distintas disciplinas, de nuevos o renovados postulados y paradigmas sobre la explicación de la agricultura periurbana (AP) y el desarrollo de políticas e iniciativas para su conservación y fortalecimiento. En este sentido cabe destacar las aportaciones llevadas a cabo desde la geografía rural y la geografía económica sobre la interpretación de las transformaciones operadas en las relaciones campo-ciudad, partiendo del análisis de los cambios producidos en los usos del suelo como consecuencia de los procesos de expansión urbana, de lucha por los recursos de suelo y agua, de la competencia en el mercado de trabajo y de la ruptura de los circuitos comerciales de proximidad y el peso creciente de la globalización y financiarizacion de los mercados agroalimentarios.

José Ortega Valcárcel (2004) señaló ya hace años cómo la Revolución Industrial y el desarrollo capitalista provocaron la redefinición de los vínculos históricos entre agricultura y ciudad, resultado del proceso de concentración del poder económico, político y social en las áreas urbanas, y la desestructuración y pérdida de peso de las sociedades campesinas, con la apropiación consiguiente de los espacios rurales próximos a la ciudad –de su uso y sobre todo de su gestión– por agentes urbanos. Los cambios inducidos por este proceso han provocado el aumento de la distancia geográfica entre las áreas de producción agrícola y de consumo, y la quiebra de los mercados tradicionales. El desarrollo de los medios de transporte (el ferrocarril en el siglo XIX) y, sobre todo, la generalización del automóvil en el siglo XX y de los sistemas de conservación de los alimentos frescos (por ejemplo, las cámaras frigoríficas) ha resultado decisivo también en la deslocalización de la producción de alimentos. De ese modo, la globalización del sistema agroalimentario y la consolidación de la agricultura industrializada han llevado al deterioro de los vínculos sociales y culturales que las ciudades mantenían con el espacio agrario de su entorno (Soulard y Aubry, 2011), al tiempo que la consolidación del paradigma urbano y territorial de corte neoliberal ha configurado una cultura urbana que ignora y hasta renuncia de lo agrario como un hecho ligado histórica y funcionalmente a la ciudad (Sanchis, Cerrada y Ortiz, 2018).

La que se podría denominar, siguiendo a Alberto Magnaghi (2011), crisis de territorialidad de la agricultura periurbana –no solo económica, sino también identitaria y territorial– asiste a nuestro juicio, coincidiendo con el cambio de siglo, a un nuevo contexto argumental, político y social para su conservación y arraigo en el lugar. Todo ello forma parte de una renovada narrativa urbana enraizada en la resiliencia y el metabolismo de las ciudades, para las que las múltiples funciones de la agricultura periurbana, en particular la función alimentaria de proximidad y calidad, y su capacidad modeladora de paisajes valiosos para el disfrute colectivo, resultan muy importantes y obligan a pasar de un enfoque sectorial a otro integrador, fuente de innovación para el desarrollo territorial (Peltier, 2010) y necesitado de buen gobierno y cooperación de diversas políticas, en particular de las de ordenación del territorio y desarrollo rural en las escalas local y regional.

La gestión activa de la agricultura periurbana en este nuevo contexto requiere un mayor y mejor conocimiento del complejo sistema de usos, agentes, intereses y demandas asociados a ella. Concretamente, desde la óptica de la planificación y la gestión urbana y territorial, es preciso mejorar la identificación de la AP y su caracterización espacial, socioeconómica y funcional en relación con las ciudades (Nahmias y Le Caro, 2012; Zasada, 2011). Y hay que seguir avanzando también en la construcción de un marco teórico que dé soporte a la acción pública con objeto de asegurar la activación de su carácter multifuncional.

En efecto, los actuales debates sociales y políticos sobre cómo fortalecer la seguridad y la soberanía alimentarias en las aglomeraciones urbanas (Filippinni et al., 2018; Mougeot, 2000) y cómo contribuir a la formulación de nuevos paradigmas que mejoren la sostenibilidad y resiliencia territorial (Zasada, 2011; Pölling et al., 2016) sitúan a la agricultura periurbana como pieza clave en la ordenación y gobernanza territorial. Por un lado, la AP tiene el reto de desempeñar un papel protagonista en el abastecimiento alimentario de las ciudades (Montasell y Callau, 2015; Morgan, 2014; Yacamán et al., 2019). En este sentido, la función tradicional de la AP como fuente de alimentos frescos, saludables y de proximidad (Opitz et al., 2016) la convierte en un eslabón fundamental para territorializar los sistemas alimentarios, lo que está llevando a las redes alimentarias alternativas a reivindicar su apoyo como recurso necesario para la implementación de políticas alimentarias efectivas en los espacios metropolitanos (Gallent y Shaw, 2007; Lamine et al., 2012). Las renovadas políticas alimentarias urbanas reclaman sistemas agroalimentarios con anclaje territorial (Sanz-Cañada y Muchnik, 2016), frente a los procesos de homogenización cultural ligados a la globalización (Martínez, 2008).

Por otro lado, la agricultura periurbana se considera un componente esencial de conservación activa de los paisajes culturales, especialmente en los países de Europa Occidental (Jouve y Padilla, 2007; Viljoen y Wiskerke, 2012), que aún conservan un importante patrimonio agrario, material e inmaterial, constituido por un sistema de técnicas, construcciones y artefactos ligados a saberes tradicionales enraizados en el potencial agroecológico de cada lugar (Mata y Yacamán, 2017). Contribuye así la AP, en espacios de aglomeración crecientemente saturados, a una oferta apreciable de servicios ecosistémicos y, más aún, paisajísticos (Termorshuizen y Opdam, 2009), que benefician la calidad de vida en las ciudades. En el capítulo quinto se expondrán algunas experiencias francesas y españolas de diversos instrumentos de planificación estratégica que velan por la conservación de los espacios agrarios periurbanos, incidiendo en los servicios paisajísticos que aportan a la sociedad.

También es necesario seguir profundizando en un marco teórico que sirva de soporte para orientar la acción pública con el objetivo de asegurar la activación de su carácter multifuncional. Con este propósito, el capítulo sexto presenta una propuesta de metodología para la identificación y caracterización de la agricultura periurbana, aplicado a la región urbana madrileña.

2. Del productivismo agrario al enfoque territorialista a través de la multifuncionalidad

Ese renovado contexto de la agricultura periurbana tiene, a nuestro juicio, como marco de referencia general el tránsito del productivismo agrario como discurso único a un entendimiento territorial o «territorialista» de la agricultura, de la mano de la emersión y el afianzamiento de la multifuncionalidad agraria. Sin negar el protagonismo global del enfoque productivista, lo cierto es que la incorporación de los planteamientos de la multifuncionalidad agraria al debate político, sobre todo de la agricultura de la Unión Europea a partir de 1992, y su anclaje en el territorio están generando un argumentario favorable para la legitimación y defensa de la agricultura periurbana.

2.1 El productivismo agrario

El concepto de productivismo agrario hace referencia a las prácticas derivadas del modelo de la agricultura industrial que pretende maximizar la producción y los procesos asociados a la modernización de las explotaciones para mejorar su competitividad en el mercado global. Este enfoque se desarrolla en el contexto de reestructuración del sector agrícola acometido en el caso de Europa tras la Segunda Guerra Mundial con objeto de superar su «atraso» y falta de rentabilidad, y hacer frente al abastecimiento de una demanda urbana creciente a partir de la propia producción y recursos del espacio europeo. Desde esta perspectiva las políticas públicas fomentan la adopción de nuevas técnicas de producción (mecanización, empleo de abonos sintéticos, fitosanitarios, etc.) y de mejora de las estructuras agrarias (concentración parcelaria, saneamiento de tierras, nuevos regadíos, etc.) para aumentar el rendimiento y la productividad. Muchas explotaciones agrarias tradicionales pasaron a ser sustituidas progresivamente por un modelo de empresa agraria gestionada bajo los principios del saber «científico» (Gervais, Jollivet y Tavernier, 1977). Los procesos de intensificación, especialización y concentración generados por este modelo de agricultura provocaron la estandarización de muchos paisajes, cuyas características específicas emanaban de la gestión de los sistemas y las estructuras de producción tradicionales (Otthoffer, Arrojo y Goupil, 2012). Por otro lado, todo este proceso de modernización e intensificación dependiente del petróleo produjo importantes impactos negativos sobre los recursos naturales, principalmente la contaminación de acuíferos y suelos, con episodios cada vez más frecuentes de crisis sanitarias y alimentarias, como el caso del aceite de colza desnaturalizado ocurrido en España en 1981 (1.300 muertos y 25.000 afectados) o la crisis de las «vacas locas» por encefalopatía espongiforme bovina, de proporciones europeas, que provocó una revolución en la legislación y los controles de seguridad alimentaria. Este modo de hacer agricultura ha supuesto, en definitiva, la separación progresiva de la agricultura del entorno próximo en el que tradicionalmente se desenvolvía, para insertarse en un complejo sistema de procesos de producción, distribución y consumo, dominado por el llamado «régimen alimentario corporativo» (Delgado, 2010: 33).

Como han escrito Rosa Gallardo y Felisa Ceña, a partir de la «crisis económica de los ochenta, los altos costes de los alimentos, la sobreproducción agraria y la degradación ambiental forzaron a que se replantearan las políticas agrarias a fin de revertir los impactos negativos del modelo impulsado» hasta el momento (Gallardo y Ceña, 2009: 65). La difícil viabilidad económica que presentaba el sector agrario en esos años favoreció el comienzo de la revisión del paradigma vigente. Además, varias cumbres y declaraciones internacionales contribuyeron a cuestionar el modelo agrícola europeo y a considerar el carácter multifuncional de la agricultura como orientador de políticas renovadas: la Agenda 21 de la UNCTAD (Conferencia de Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), la Cumbre de la Tierra de Río (1992), que incluye la primera referencia explícita (Massot, 2003), y más tarde las contribuciones de la FAO recogidas en la declaración de Quebec (1995) y la declaración de Roma sobre la seguridad alimentaria mundial (1996).

2.2 La emersión de la multifuncionalidad agraria (MFA)

Sin perjuicio de las incertidumbres y contradicciones de la reforma de la PAC iniciada en 1992, esta parece ir desde entonces por unos derroteros en los que se afianza la dimensión territorial de la agricultura y la puesta en valor de un conjunto de externalidades positivas, entre las que el paisaje aparece en un lugar destacado. Doctrinalmente la reforma tenía uno de sus pilares teóricos en la idea o el concepto citado de «multifuncionalidad», que requiere, desde el punto de vista de las políticas rurales y, en particular, de los espacios de la agricultura periurbana, algunos comentarios. «La multifuncionalidad representa –como dice Ernest Reig (2002: 34)– la amplia variedad de outputs, tangibles e intangibles, que la agricultura puede generar según el modo en que haga uso del suelo y según las particularidades de los distintos sistemas de cultivo y explotación ganadera».

Quienes se han ocupado de este concepto en relación con la política agraria y el desarrollo rural han llamado la atención sobre el hecho de que algunos outputs generados por la actividad agraria tienen el carácter de externalidades positivas o bienes públicos, lo que justificaría en determinadas circunstancias la intervención de los poderes públicos mediante ayudas u otro tipo de regulaciones para mantener el nivel de prestaciones derivadas de la actividad que no quedan remuneradas en el mercado a través de los precios. De hecho, la emersión de la «multifuncionalidad» como argumento de una nueva política agraria enfrenta hoy a quienes la entienden como elemento vertebral de un modelo deseable de agricultura (es la posición que se afianza en el seno de la Unión Europea) con quienes consideran que la multifuncionalidad no es más que una forma de proteccionismo comercial encubierto.

La UE viene de hecho reconociendo la multifuncionalidad de la agricultura como argumento de la PAC y del desarrollo rural desde comienzos de los años noventa. La propia Comisión señaló, coincidiendo con la promulgación del Reglamento de 1999, que «los agricultores, produciendo alimentos, fibras y combustibles para cubrir sus necesidades o para su propio beneficio, han contribuido con su trabajo al valor ambiental y social de las zonas rurales. El paisaje está íntimamente ligado a las prácticas sociales que lo han construido, por eso el abandono de las mismas o su modificación lo ponen en peligro […], y el paisaje es un componente esencial del potencial turístico de las zonas rurales» (Comisión Europea, 1999).

Por su parte, la reforma de la PAC recogida en la Agenda 2000 profundizó en la línea abierta en 1992, concretamente en lo referido a los métodos de producción agraria compatibles con las exigencias de la protección del medio ambiente y la conservación del espacio natural. Se trataba de una iniciativa concebida en 1992 como una de las «medidas de acompañamiento» (junto a la jubilación anticipada y la forestación de tierras agrarias) para enjugar las pérdidas de rentas del sector, motivadas por la reducción de los precios institucionales de determinados productos agrarios muy presentes en los campos europeos. La reforma de 1999, frente a quienes defendían cambios más radicales en la línea de la liberalización de los mercados y la ambientalización de la agricultura, resultó ser finalmente muy prudente (Ortiz y Ceña, 2002: 107 y ss.), con objetivos e instrumentos similares a los de siete años antes para el programa agroambiental, incluido ahora en el capítulo del desarrollo rural.

Como escribíamos hace años, todo parece conducir «a la necesidad de “repensar” en profundidad el nuevo sentido de la ruralidad» (Perrier-Cornet, 2002) y «a asumir de una vez por todas que las cosas han cambiado radicalmente y que se precisa una política agraria y rural nueva que dé adecuada respuesta a las demandas sociales sobre la agricultura y el espacio rural, y la legitime socialmente» (Mata Olmo, 2004: 109). Superados los tiempos de la autosuficiencia alimentaria, lo que corresponde ahora es, por una parte, producir mejor para garantizar una alimentación diversa, segura y de calidad, y, por otra, avanzar hacia una «agricultura territorial con carácter sostenible, que, en consonancia con ello, responda a las exigencias de la multifuncionalidad agraria» (Massot, 2003: 52). Es precisamente en ese contexto de reflexión teórica y de acción política en el que emerge el territorio como «referente instrumental» capaz de reemplazar a la producción como base exclusiva de la política agraria y rural; y de hacerlo con pleno reconocimiento político, jurídico y técnico (Belhardi et al., 2002).

El concepto de multifuncionalidad agraria surgido en los años noventa, aun sin romper con los planteamientos del productivismo agrario, resalta, pues, las funciones y externalidades positivas de la agricultura más allá de la producción de alimentos, como los servicios ecosistémicos, la producción de paisajes o la contribución a la creación de empleo y el dinamismo de las zonas rurales (Renting et al., 2009). Estas funciones «no comerciales» tienen un carácter de bien público, que el mercado no puede considerar más que parcialmente. Se pueden sintetizar las siguientes a partir de distintas aportaciones:

Funciones medioambientales y ecológicas:

– Contribución a la diversidad de las especies, de los ecosistemas y del paisaje (Lovell et al., 2010; Mander, Mikk y Külvik, 1999).

– Valorización de los residuos urbanos (sólidos y líquidos) y utilización de residuos orgánicos para los cultivos (Houot, 2009; Soulard y Aubry, 2011; Thiébaut, 1996).

– Conservación de la calidad del suelo, del agua y del aire (por ejemplo, recarga de la capa freática) (Lovell et al., 2010).

– Ocupación y gestión de los espacios que presentan un riesgo medioambiental: protección contra las inundaciones y control de la erosión (Aubry et al., 2012), la conservación de suelos y la prevención de deslizamientos de terreno (Maier y Shobayashi, 2001).

Funciones socioeconómicas:

– Creación de empleos para satisfacer la demanda en mano de obra de las explotaciones agrícolas: producción, transformación, comercialización y actividades ligadas al agroturismo (Sharpley y Vass, 2006; Yang, Cai, y Sliuzas, 2010).

– Contribución a la seguridad alimentaria mediante la producción local (Aubry et al., 2012).

– Creación de vínculo social entre productores y consumidores.

– Contribuir a la viabilidad económica de los espacios agrarios (Pérez, 2013).

Funciones culturales:

– Producción de paisajes y salvaguarda del patrimonio material e inmaterial (Groot et al., 2007; Hersperger, Langhamer y Dalang, 2012; Martin, Bertrand y Rousier, 2006).

– Afirmación de la identidad local: la imagen «rural» de los municipios descansa en los espacios agrícolas (Fleury, Moustier y Tolron, 2003; Martin et al., 2006). La identidad del territorio se construye también a través de los productos agrícolas (Peltier, 2010).

– Servicios recreativos y de ocio para la población urbana (Martin et al., 2006).

FIGURA 1.1 Las tres dimensiones de la multifuncionalidad agraria


Fuente: Yacamán (2017a).

2.3 El enfoque territorialista de la agricultura

Aunque con vínculos explícitos e implícitos con la multifuncionalidad agraria, el enfoque territorialista surge como una alternativa radicalmente crítica con el paradigma productivista de la agricultura, integrando los servicios paisajísticos, ambientales, sociales y económicos de la actividad y los espacios agrarios enraizados en cada lugar. Este entendimiento de la agricultura aborda la multifuncionalidad agraria tanto a escala de la explotación agrícola como regional, y considera especialmente importantes los procesos de toma de decisiones ligados a la gobernanza territorial. El enfoque territorialista no surge exclusivamente para dar respuesta a los fallos del mercado y poner en valor las externalidades o bienes públicos generados por la actividad agraria. Se origina, como señalan Gallardo y Ceña (2009: 69), «para orientar incentivos o regulaciones en el nivel que resulte más apropiado, como es en muchos casos la escala local, en lugar de medidas a nivel nacional o europeo». Aunque las cuestiones asociadas a la regulación del mercado también reciben atención, desempeñan un papel menos significativo.

Desde esta aproximación territorialista, las ciencias sociales y naturales estudian la multifuncionalidad agraria incidiendo en su capacidad para valorizar recursos territoriales específicos en el marco del desarrollo sostenible (Renting et al., 2009). El concepto ha sido especialmente empleado para analizar los usos del suelo, ya que implica la necesidad de un compromiso entre los objetivos de desarrollo social, ambiental y económico (Helming y Pérez-Soba, 2011). En este sentido, la MFA puede llegar a ser una estrategia fundamental para introducir un cambio en las prácticas de ordenación y gestión de los usos del suelo, especialmente en las áreas metropolitanas sometidas a fuerte presión urbana y en las que prevalece el uso monofuncional del espacio (Brandt y Vejre, 2004). Esto implica la incorporación de nuevos aprovechamientos y funciones en el espacio agrario, que deben coexistir con la función de producir alimentos. Sin embargo, es necesario que prevalezca la faceta productiva sobre otras y que la actividad económica agraria no pierda protagonismo con respecto a otras funciones e iniciativas, para evitar el riesgo de la banalización del paisaje agrario y su tematización, que pueden resultar contraproducentes para la viabilidad de la agricultura. Desde este enfoque, las explotaciones periurbanas pueden compensar muchas de las restricciones impuestas por la ciudad y sacar provecho de las oportunidades ligadas a la proximidad urbana (Van Huylenbroeck et al., 2005).

El paradigma territorialista, en línea con los principios que preconiza el Convenio Europeo del Paisaje (CdE, 2000), integra en las estrategias territoriales la conservación y gestión de los valores materiales e inmateriales de la agricultura que se manifiestan y perciben en el paisaje: conocimiento, saberes tradicionales, recursos humanos, aspiraciones individuales y colectivas, elementos patrimoniales materiales e inmateriales, vinculados todos ellos a la producción de alimentos y la experiencia cultural de su consumo. El tipo de beneficios que se generan con esas sinergias van desde el fortalecimiento de las rentas a la mejora de la calidad de vida en las ciudades, que se traducen en una mayor y mejor oferta de productos frescos, en la reducción de la contaminación, la mejora del balance energético y la conservación del paisaje agrario, entre otros (Ferrucci, 2010). Desde esta perspectiva, la multifuncionalidad agraria y las externalidades positivas que genera sitúan la agricultura periurbana en el centro de las propuestas de ordenación del territorio de los espacios metropolitanos y de aglomeración urbana, desde la escala más amplia de ámbito regional hasta la más reducida, a escala de finca (figura 1.2). Cada escala tiene necesidades específicas y posibilidades de actuación diferentes.

3. Sobre la definición de la agricultura periurbana

Este texto asume casi como un axioma que la agricultura que se desenvuelve en las proximidades de las grandes ciudades y, sobre todo, en contextos metropolitanos y de región urbana –la que aquí se denomina agricultura periurbana– presenta particularidades espaciales, económicas y socioculturales con respecto a la agricultura de las áreas rurales con baja influencia urbana directa. Esa particularidad múltiple de la agricultura periurbana, sometida a dificultades específicas, pero también con oportunidades estratégicas para el campo y la ciudad, requiere políticas territoriales y sectoriales coordinadas que asuman los retos que impone la singularidad de esta agricultura y sus múltiples funciones en el horizonte de una nueva agenda urbana en la transición ecológica.

FIGURA 1.2 Escalas de la multifuncionalidad agraria


Fuente: Yacamán (2017a).

La definición de la agricultura periurbana, los criterios para tal definición y su delimitación en contextos territoriales e históricos muy diversos han constituido un asunto ampliamente tratado, sobre todo en geografía, desde mediados del pasado siglo. No existe, sin embargo, en la actualidad una definición mayoritariamente aceptada, entre otras razones por la alta diversidad, complejidad y dinamismo de los procesos y tensiones que presentan estos espacios (Qviström, 2007; Sanz Sanz, 2016). Hay quienes piensan incluso que la falta de criterios compartidos de delimitación espacial y de caracterización ha dificultado su tratamiento adecuado por parte de la planificación y las políticas territoriales.

No se pretende volver aquí sobre la conceptuación de la agricultura periurbana y sus distintos enfoques, que han evolucionado con el tiempo y según países y escuelas. Lo hizo ya Josefina Gómez Mendoza en un trabajo de 1987 y lo desarrolló ampliamente y actualizó dos decenios más tarde Valerià Paül en el capítulo introductorio de su tesis doctoral (Paül, 2006). De lo que no cabe duda es de que abordar hoy el estudio prospectivo de la agricultura periurbana requiere tomar en consideración tanto las presiones que la limitan como también las múltiples funciones, en particular la alimentaria, y los valores que la agricultura presenta cuando opera en contextos urbanos y metropolitanos. De hecho, los criterios preferentemente utilizados en los estudios más recientes, desde finales de los años noventa, se agrupan en dos grandes tipos, a su vez interrelacionados: 1) la proximidad a las zonas urbanas, que condiciona la dimensión espacial de la agricultura como actividad económica (Nahmias y Le Caro, 2012; Fleury y Donadieu, 1997), y 2) la multifuncionalidad, sobre todo en relación con la producción de alimentos y servicios paisajísticos (Zasada et al., 2013; Yacamán, 2018b). En cuanto a este último criterio, algunos autores e instituciones resaltan la dimensión geográfica y las dinámicas generadas por las metrópolis contemporáneas que condicionan la viabilidad de la AP (CESE, 2004; Paül y McKenzie, 2013).

Se incluyen a continuación algunas consideraciones de carácter conceptual sobre el sentido que en la actualidad tiene la agricultura periurbana, que más que contribuir a su definición, siempre abierta por su propio dinamismo, pretenden aportar algunas claves de por dónde va hoy el entendimiento multifuncional y territorializado de la agricultura que se hace bajo influencia urbana directa.

3.1 La agricultura periurbana. Diferencias con respecto a la agricultura urbana

En general, buena parte de la bibliografía europea y norteamericana que aborda la conceptuación de la AP se sigue definiendo a partir del criterio de su localización con respecto a la ciudad. Dependiendo de la procedencia geográfica de los textos, la concepción de la AP muestra diferencias significativas. Por ejemplo, la literatura francófona habla de agriculture périurbaine, mientras que la anglosajona ha utilizado mayoritariamente el término agriculture in the urban fringe (Piorr et al., 2011). Sobre este diferente tratamiento conceptual, Paül (2006) señala que el prefijo peri parte de una subordinación a la ciudad, mientras que la noción de «franja» suele enfatizar la idea de transición entre lo rural y lo urbano, con una cierta autonomía de ambos.

Por otra parte, la bibliografía reciente (Lohrberg et al., 2016) suele utilizar de forma equivalente las expresiones «agricultura urbana» y «agricultura periurbana». Sin embargo, algunos autores alertan sobre la necesidad de clarificar ambos conceptos para poder analizar mejor las presiones a las que están sometidas dichas agriculturas y las oportunidades que resultan de la proximidad urbana (Drescher, 2001). Opitz et al. (2016) identifican tres diferencias fundamentales entre la agricultura urbana y la periurbana (tabla 1):

1. La clasificación del suelo. En términos generales, el suelo sobre el que se desarrolla la AP está clasificado como «suelo rústico» en la planificación urbanística y territorial, y en algunos casos se concreta como «suelo de protección ambiental». La agricultura urbana, por el contrario, se localiza en los intersticios o espacios vacantes a la espera de ser construidos, o incluso sobre áreas urbanizadas y hasta construidas, que pueden ser espacios de titularidad pública o privada ubicados en el interior de la ciudad, como terrazas de edificios residenciales, fachadas y cubiertas, calles, parques urbanos y márgenes y antiguos sotos deforestados de los ríos, etc. Otra diferencia es que el suelo en el que se desarrolla actualmente la AP ha sido históricamente utilizado por la agricultura tradicional para producir alimentos, como ocurre en las vegas, campiñas y llanuras fértiles contiguas a la ciudad, lo que no ocurre en general en los suelos en los que se práctica la agricultura urbana.

2. Regulación y duración de los contratos de arrendamiento. Las explotaciones agrícolas periurbanas utilizan tierras en propiedad o mediante contratos de arrendamiento de fincas tanto privadas como públicas. En general, hay normas específicas que regulan los contratos de arrendamiento del suelo rústico, que según su duración pueden favorecer en mayor o menor medida la realización de inversiones para la mejora de las explotaciones.

3. Estatus legal. La AP, en general, es de carácter profesional y está orientada a producir alimentos. Las explotaciones tienen que cumplir determinadas obligaciones legales (laborales, de seguridad social, prevención de riesgos laborales, sanitarias, ambientales, etcétera) y a su vez cuentan una serie de derechos adquiridos. También pueden recibir subsidios europeos, nacionales y regionales para mejorar su competitividad, por ejemplo, para facilitar la compra de maquinaria, modernizar el sistema de riego, ayudas directas a la producción, etc. Por el contrario, la AU suele estar asociada a fórmulas informales, como el voluntariado o el activismo, y su motivación no suele ser la económica.

TABLA 1 Diferencias entre agricultura urbana y periurbana

Características de la agricultura urbana Características de la agricultura periurbana
Diversidad de perfiles, generalmente no profesionales. Agentes profesionales, generalmente a jornada completa.
Alta densidad urbana. Baja densidad urbana.
Diferentes actividades, generalmente de ocio y de autoconsumo. Actividad económica orientada a la comercialización en el mercado.
Superficies para cultivo reducidas. Superficies grandes para el cultivo.
Bajo/medio conocimiento en producción agraria. Alto conocimiento en producción agraria.
Ubicada entre zonas urbanizadas. Amenazada por la presión urbana.
Servicios y equipamientos más cercanos (centros médicos, colegios, etc.). Menos equipamientos (centros médicos, colegios, etc.).
Pocos recursos naturales. Muchos recursos naturales.
Paisaje predominantemente urbano. Paisaje agrario.
Intensidad baja en los cultivos. Cultivos intensivos, valor añadido.
Manejos manuales. Manejos con mayor uso de tecnologías (riego, maquinaria, etc.).

Fuente: elaborado a partir de Drescher (2001).

3.2 De los criterios demográficos a la conceptuación del espacio agrario periurbano de acuerdo con parámetros de sostenibilidad

Las diferencias entre lo «rural» y lo «urbano» parecían claras hasta bien entrado el siglo XX; sin embargo, en el proceso de afianzamiento de la sociedad postindustrial y su plasmación en el espacio, las diferencias y contrastes resultan cada vez más difusos y difíciles de establecer (Sancho y Reinosa, 2012). La revisión bibliográfica realizada por Yacamán (2018b) pone de manifiesto que las principales clasificaciones europeas y nacionales que diferencian entre lo «rural» y lo «urbano» (OECD, 2002; ESPON, 2005; LDSMR, 2007, entre otras) no facilitan la interpretación del periurbano porque, en general, obvian las particularidades de dicho espacio. Entre otras cosas, desatienden los fenómenos de expansión urbana o de periurbanización, que, en última instancia, generan un continuo urbano-rural; tampoco consideran la mezcla de usos específicamente agrarios con otros que expulsa la ciudad sobre su rústico circundante, todo lo cual cuestiona la pertinencia de las distinciones entro lo rural y lo urbano en las áreas de contacto entre el campo y la ciudad, simplificando una realidad compleja y muy dinámica. La naturaleza artificial de tal dicotomía implica en la práctica una dificultad para abordar políticamente el tratamiento de espacios con actividad económica agraria, pero localizados en áreas de intensa influencia urbana (Halfacree, 2004; Champion y Hugo, 2004; Santangelo, 2018).

Se sintetizan a continuación distintas aproximaciones que establecen la distinción entre lo «urbano» y lo «rural». Por un lado, están las basadas en variables cuantitativas, entre las que destacan las demográficas (tamaño demográfico, densidad de población, etc.). Se dispone de tres grandes clasificaciones realizadas por diferentes organismos internacionales y utilizadas para orientar las políticas en materia de desarrollo agrario y rural. Caracterizan el nivel de ruralidad de los territorios en función de la densidad de población. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 1994) define los municipios rurales por tener menos de 150 hab/km2. Por su parte, la nueva clasificación realizada por la Agencia de Estadística de la Unión Europea (Eurostat, 2011) distingue entre territorios urbanos (densely populated), áreas urbanas intermedias (intermediate) y rurales (thinly populated), mejorando la metodología de la OCDE. Esta nueva propuesta realiza su análisis sobre una cuadrícula espacial y no se atiene a límites administrativos como hace la OCDE. La Ley para el Desarrollo Sostenible del Medio Rural (LDSMR) define las zonas rurales a partir de variables demográficas, con el objetivo de formular las acciones de desarrollo rural con un enfoque territorial integrado, distinguiendo las denominadas «zonas rurales periurbanas», aquellas de población en aumento, con predominio del empleo en el sector terciario, niveles medios o altos de renta y situadas en el entorno de las áreas urbanas o áreas densamente pobladas.

FIGURA 1.3 Definiciones de la AP según diferentes organismos públicos

DEFINICIONES SEGÚN LA RURALIDAD

Ley de Desarrollo Sostenible Medio Rural (2007)

Densidad < 100 hab./km 2

– Medio rural: espacio geográfico formado por la agregación de municipios o entidades locales menores con población <30.000 habitantes y densidad <100 habitantes por km2.

– Municipio rural de pequeño tamaño: población <5.000 habitantes.

OCDE (2002)

Densidad < 100 hab./km2

Clasificación de los municipios:

– Municipios urbanos son aquellos que tienen más de 150 hab./km2

– Municipios rurales son aquellos que tienen menos de 150 hab./km2

EUROSTAT (2010)

– Áreas urbanas de alta densidad (densely populated, cities or large urban area): celdas de 1 km2 contiguas, con una densidad mínima de 1.500 habitantes por km2, y un mínimo de población de 50.000 habitantes.

– Áreas urbanas pequeñas o con densidad intermedia (intermediate urban clusters): áreas con celdas contiguas con una densidad mínima de 300 habitantes por km2, y un máximo de población de 5.000 habitantes.

– Áreas rurales o de baja densidad de población (thinly populated area): corresponde a las celdas o grids que están fuera de las celdas urbanas.

Fuente: elaboración propia.

Para Tacoli (1998), cuando se emplean solo criterios demográficos para definir las áreas urbanas y rurales se producen generalizaciones que llegan a ser problemáticas, pues obvian la particularidad de los espacios que no son ni rurales ni urbanos en sentido estricto. Por lo tanto, no quedan recogidas las características y necesidades específicas, ni las deficiencias estructurales que tienen determinados espacios agrarios periurbanos, con lo que se los excluye, por ejemplo, como espacios susceptibles de proyectos y ayudas de los Programas de Desarrollo Rural y de los fondos de la PAC al quedar enmascarados dentro de la categoría de urbano. Este hecho es lo suficientemente importante como para que se aborde por parte de las administraciones y los organismos internacionales una metodología de caracterización y tipificación diferente.

Los planteamientos renovados de la geografía de la alimentación urbana, las redes alimentarias alternativas y el movimiento de la planificación alimentaria están propiciando la reconceptualización del espacio periurbano de acuerdo con parámetros de sostenibilidad (Condon et al., 2010; Greig, 1998; Parham, 2013). Desde esta perspectiva, surgen aproximaciones para caracterizar el periurbano basadas en criterios cualitativos, que suponen planteamientos más complejos sobre flujos de bienes y servicios. En la conceptuación cualitativa se constata el carácter dual del periurbano, marcado en primer lugar por las presiones urbanas y, en segundo término, por los usos de carácter agrario. En este sentido, la atención reciente a la agricultura periurbana, a la producción de alimentos y a los valores culturales relacionados con estas prácticas está diluyendo las fronteras entre lo «urbano» y lo «rural» (Santangelo, 2018).

Iaquinta y Drescher (2000: 2) redefinen lo periurbano como un concepto que emerge para destacar las limitaciones de la dicotomía entre rural y urbano. Desde el enfoque económico, por ejemplo, el periurbano se considera como «área integrada» donde las actividades de producción y consumo compiten por el suelo (Caruso, 2001). Pero también se ha tratado el periurbano como zona de contacto entre dos ámbitos que tradicionalmente se consideraban opuestos: el rural y el urbano (Ávila, 2009). Iaquinta y Drescher (2000) señalan, además, que la existencia de la interacción entre lo «urbano» y lo «rural» deriva en una serie de conflictos que se acentúan precisamente en el periurbano. Desde esta perspectiva, el espacio periurbano se define por su precariedad territorial, ambiental y social, con características y limitaciones específicas derivadas de la expansión urbana (CESE, 2004). Para Buciega et al. (2009: 10), por ejemplo, resulta más adecuado usar el concepto de espacios rururbanos, haciendo referencia a que se caracterizan por su proximidad a grandes ciudades y por el hecho de que están afectados por un rápido y agresivo proceso de ocupación del suelo y de sustitución de funciones agrarias, aunque sin embargo mantienen importantes cualidades rurales. Como resultado de todo lo anterior, Poulot (2008) concluye que el periurbano no es ni campo ni ciudad; no lo es ni por su morfología ni por los factores que determinan su desarrollo, sino que representa una nueva forma de organización espacial.

3.3 La agricultura periurbana y su contribución a la seguridad alimentaria de la ciudad

La agricultura en situación periurbana es funcional para la ciudad si existen interacciones recíprocas entre residentes urbanos y agricultores a través de la venta de productos en circuitos cortos, acceso y uso recreativo, paisaje, etc. (Zasada, 2011). Estas formas de agricultura integran la proximidad a la ciudad como una oportunidad de construir nuevas relaciones ancladas localmente que respondan a la demanda de servicios y actividades que reclaman los habitantes de las ciudades (Aubry y Chiffoleau, 2009; Maréchal y Spanu, 2010). Son prácticas y modos de producción que se orientan en general a satisfacer la demanda ecosocial de productos de temporada y/o procedentes de la agricultura ecológica (Jarosz, 2008). La mejor ilustración de estas formas de consumo, aunque todavía minoritarias, son la diversidad de iniciativas de circuitos cortos alimentarios y la emergencia de grupos de consumo (Lamine et al., 2012). En este contexto, un número cada vez mayor de agricultores ven en los circuitos cortos una oportunidad para modificar las relaciones con los consumidores urbanos que den sentido a su trabajo y a su saber hacer (Minvielle, Consales y Daligaux, 2011; Raynal y Razafimahefa, 2014). A su vez, abonarse a una cesta de frutas y verduras de temporada a través de los grupos de consumo representa una forma de compromiso político para los consumidores que desean apoyar formas de agricultura respetuosas con el medio ambiente y conectadas funcionalmente con la ciudad (Dubuisson-Quellier, Lamine y Le Velly, 2011).

Existe un creciente número de iniciativas en las que se establece una relación bidireccional entre las agriculturas en situación periurbana y la ciudad, y que presentan las especificidades y necesidades propias y las del conjunto del mundo «rural» y «urbano» (Yacamán, 2016). Sin embargo, la mayoría de las agriculturas periurbanas están orientadas a satisfacer las demandas de la industria agroalimentaria1 y de los sistemas de distribución dominantes y globalizados de las regiones metropolitanas, frente a las necesidades de su contexto geográfico próximo (Guiomar, 2003; Soulard y Thareau, 2009). Estas últimas formas de agricultura, pese a localizarse en el entorno urbano, presentan un perfil profesional y una lógica productiva y comercial propia del sector agrícola productivista (Peltier, 2010), así como los rasgos de una actividad desterritorializada.

La AP suele estar fuertemente especializada y en general asume la dinámica productiva de la comarca en la que se encuentra, por ejemplo, el predominio cerealista en las campiñas de secano o la producción de aceite o vitícola en las áreas con denominación de origen. El desarrollo de estos tipos de AP está desconectado del mercado urbano más próximo, desconexión inducida por las políticas agrarias europeas y el auge del sistema agroindustrial, como hemos señalado anteriormente.

Puesto que este libro se sitúa en la óptica de la planificación urbana y territorial en relación con la agricultura de proximidad, en adelante se abordarán sobre todo los criterios ligados a esa noción de proximidad o contigüidad. Se analizarán para ello las distintas formas de agricultura periurbana en su dimensión morfológica y productiva, priorizando aquellas que mantienen una relación directa con la ciudad a través de políticas alimentarias, agrarias y de gestión territorial sobre su territorio.

Desde esta perspectiva, y tomando en consideración el contexto de la globalización y la liberalización de los mercados agroalimentarios, la AP tiene el reto de adaptarse a los desafíos de los procesos de urbanización, la rápida artificialización y fragmentación del suelo fértil, y también a las nuevas demandas urbanas, modificando los productos y los servicios que puede ofrecer. En efecto, para dar respuesta a las demandas urbanas contemporáneas por una alimentación saludable, la AP se convierte en un recurso esencial para que las administraciones públicas locales y regionales puedan articular un modelo alternativo de producción, comercialización y consumo que fortalezca la seguridad alimentaria urbana (Opitz et al., 2016; Ackerman et al., 2014). La seguridad alimentaria existe según la FAO cuando «todas las personas tienen acceso físico, social y económico permanente a alimentos seguros, nutritivos y en cantidad suficiente para satisfacer sus requerimientos nutricionales y preferencias alimentarias, y así poder llevar una vida activa y saludable» (Cumbre Mundial de Alimentación, FAO, 1996).

En la última década se empieza a documentar desde el ámbito de la investigación el cambio de políticas alimentarias, fundamentalmente orientadas a mejorar la seguridad alimentaria, en las que la AP desempeña un papel fundamental. Entre las estrategias más destacadas en esa línea están aquellas que trabajan para: a) mejorar la calidad nutricional y el acceso de la población urbana a alimentos frescos, locales y de temporada; b) fomentar iniciativas para la relocalización del sistema alimentario; c) reducir y evitar los desperdicios; y, por último, d) diversificar la producción local e incentivar las buenas prácticas agrarias. Para hacer frente al reto de la seguridad alimentaria es importante implementar políticas urbanas efectivas en el campo de la alimentación con iniciativas eficientes de gobernanza territorial y alimentaria, que incorporen la participación de los agentes sociales, económicos y políticos en la escala municipal y metropolitana, en especial de los integrantes de la comunidad agraria (productores, sindicatos, comunidades de regantes, cooperativas, etc.), las redes alimentarias alternativas y los gobiernos locales.

En términos conceptuales, la transformación más importante sobre la manera de abordar la seguridad alimentaria en el siglo XXI ha sido el cambio de perspectiva que implica poner el foco de atención en la demanda y el acceso a la comida en lugar de sobre el suministro de alimentos, como se venía haciendo en la década de 1990 (Morgan, 2014: 5). Este cambio de enfoque obliga a que la AP sea tratada no solo en términos de producción, sino también atendiendo a la calidad nutritiva de los alimentos y a la reducción de prácticas contaminantes. Desde esta perspectiva, la AP se convierte en un medio importante para mejorar el acceso físico, social y económico a los alimentos, seguros y nutritivos, satisfaciendo las necesidades energéticas diarias de la creciente población urbana (FAO, 2006).

Al poner el foco de atención en la calidad de los alimentos surge la necesidad de evaluar también el carácter multifuncional que tiene la alimentación. Autores como Morgan (2009) defienden que el alimento tiene la capacidad de transformar una serie de asuntos que afectan a las disfunciones del modelo agroalimentario globalizado. Porque, como asegura Carolyn Stell, «la alimentación emerge como un elemento capaz de transformar no solo los paisajes, sino también las estructuras políticas, los espacios públicos, las relaciones sociales y las ciudades» (Steel, 2013: 307). En este sentido, hay que entender la AP como eje vertebrador de las políticas y las manifestaciones urbanas que trabajan por el derecho a una alimentación saludable (Aubry et al., 2008) y por el cuidado del medio ambiente y la biodiversidad a través del fomento de los circuitos cortos de comercialización, la agricultura ecológica y el cultivo de variedades locales (Lamine y Perrot, 2008).

Desde la geografía humana y rural se está trabajando en un nuevo campo de estudio y de acción centrado en la planificación alimentaria (food planning), que aborda la importancia de relocalizar y territorializar los sistemas agroalimentarios a través de la activación de la agricultura de proximidad para fortalecer la seguridad alimentaria urbana a partir de relaciones más justas y sostenibles en términos tanto económicos y sociales como ambientales. Según Sanz-Cañada y Muchnik (2002), la territorialización de los productos alimentarios implica la activación de los recursos locales –ambientales, agrícolas, técnicos, jurídicos, sociales y económicos– ligados a la identidad territorial, para mejorar el valor añadido de los alimentos al vincularlos con las especificidades territoriales de cada lugar. Por su parte, la noción de relocalizar hace referencia al conjunto de prácticas y estrategias que buscan conectar el consumo con la producción de cercanía, con objeto de reducir la huella ecológica y apoyar la producción local de base campesina (Sanz-Sanz et al., 2018). Desde esta perspectiva, la AP se convierte en el principal agente que estructura los sistemas alimentarios urbanos y que permite conseguir un giro relevante en la calidad y la disponibilidad de alimentos en los entornos metropolitanos.

3.4 Una agricultura periurbana que lucha por sobrevivir y mejorar. Necesidad de un reconocimiento político específico

La conceptuación de la agricultura periurbana no puede ser ajena al modelo contemporáneo de producción neoliberal de ciudad, ampliamente tratado por numerosos autores (Molina, 2002; Mata, 2004; Naredo, 2010; Romero et al., 2015; Gallardo, 2017; Yacamán, 2017a; Entrena, 2005), que ha supuesto el aumento de las superficies artificiales en detrimento de una parte muy importante del mosaico de paisajes agrarios tradicionales del mundo mediterráneo –litoral e interior–. López de Lucio (2003, 2007) sostiene que la mayor transformación de los usos del suelo en las áreas metropolitanas se ha debido a la intensa fragmentación y ocupación causada por las grandes infraestructuras de transporte sobre las que se basa la extensión de este modelo. Otros autores resaltan el impacto que causa el intenso metabolismo socioeconómico de las áreas metropolitanas, caracterizado por la extensión físico-espacial de formas urbanas discontinuas que genera una profunda reorganización territorial de nuevos espacios industriales, centros empresariales y equipamientos de ocio dispersos a lo largo y ancho del territorio, lo que ha provocado un aumento considerable de la movilidad obligada y de la huella ecológica en el territorio circundante que amenaza su sostenibilidad ambiental y alimentaria (Gutiérrez Puebla, 2004; Méndez, 2007).

Para un cambio de paradigma, Magnaghi (2011) defiende que «debería de ser condición sine qua non la búsqueda de horizontes sostenibles para las megalópolis del mundo» (2011: 185), para lo que es necesario «que reconstruyan una relación de intercambio solidario entre la ciudad y el campo» (2011: 189). Sin embargo, las presiones derivadas de la expansión de las metrópolis continúan intensificándose, por lo que surgen nuevos interrogantes sobre cómo recomponer una AP por lo general en regresión, desarticulada e invadida. La escasa legislación estatal y autonómica que reconoce la especificidad de la AP, no solo de su protección, sino de su gestión y activación en relación con las renovadas políticas urbanas –ambientales y alimentarias–, implica que la agricultura emplazada en el espacio periurbano tiene condicionada su identidad profesional (actividad, modos de producción y comercialización) por las políticas sectoriales y por la legislación urbanística, en general municipal. Esto provoca que la franja rural-urbana donde se desarrolla la AP, descrita como una zona de transición entre las áreas urbanas y rurales, con menor densidad de población y menos infraestructuras en comparación con los núcleos urbanos, sea a menudo un lugar de conflicto caracterizado por una mezcla de usos y estilos de vida diferentes (Allen, 2003; Pior et al., 2011; Heimlich y Anderson, 2001) que va generando espacios agrarios marginales con agriculturas poco competitivas y paisajes de baja calidad.

La compleja tarea de identificación y definición de la AP a partir de los procesos socioeconómicos metropolitanos que la condicionan –aumento de población urbana, competencia en el mercado de trabajo, reducción de la disponibilidad de recursos naturales, sobre todo de agua y suelo– ha interesado desde hace tiempo a distintos campos del saber, en particular a la geografía. Los estudios de las escuelas francesa y española han contribuido a explicar los procesos inducidos por la creación de expectativas de reclasificación del suelo, que convierten el suelo fértil en potencialmente urbanizable, ignorando su función productiva y generando una dinámica especulativa que provoca la regresión de la actividad agraria tradicional, un proceso que se mantiene hasta la actualidad (Gómez Mendoza, 1984, 1987; Valenzuela, 2010; Jouve y Napoléone, 2003; Verdaguer Viana-Cárdenas, 2010a; Mata y Yacamán, 2015; Yacamán, 2017a; Sanz-Sanz, 2016).

Casi todos esos análisis coinciden en que la política territorial de las áreas metropolitanas, cuando existe, considera la AP como un componente subsidiario con respecto a los sectores económica y espacialmente dominantes, el inmobiliario, el logístico y el industrial. Por ejemplo, autores como Cavailhès y Wavresky (2003) y Corrochano et al. (2010) analizan los efectos que genera la proximidad al núcleo urbano en el incremento del precio del suelo agrícola, mientras que Ambroise y Toublanc (2015) y Otthoffer y Arrojo (2012) destacan la pérdida de los valores asociados a los paisajes agrícolas. Para Tolron (2001) el aumento de la distancia entre las parcelas periurbanas, fruto de la fragmentación provocada por la implantación de usos no agrarios, es un distintivo de la AP, lo que se traduce en mayores costes de laboreo y gestión para las explotaciones agrarias. A esto hay que sumar la precariedad territorial y ambiental derivada de la localización periurbana de esta agricultura, que ha de convivir con fenómenos como el aumento del ruido, la contaminación atmosférica, la dispersión en el espacio de residuos controlados e incontrolados y la artificialización del suelo. En definitiva, por sus propias características geográficas, la AP se ve afectada por procesos ambientales y cambios de uso en sus entornos, que exacerban el valor de cambio sobre el valor de uso y afectan de forma directa a la estructura productiva de la AP (Darly y Torre, 2013; Chanel et al., 2014; Melot y Torre, 2013; Mata Olmo, 2018). La base física, el sistema productivo y las funciones de la AP están, por todo ello, fuertemente condicionados por la expansión espacial de los fenómenos urbanos y metropolitanos.

Muchos estudios coinciden también en la necesidad de considerar la agricultura en la planificación territorial y urbana por su dimensión productiva, así como también por su contribución al mantenimiento y gestión del paisaje, centrándose los análisis en las oportunidades que genera la multifuncionalidad de la agricultura y en las nuevas preocupaciones ciudadanas en torno a la seguridad alimentaria (Paül y Haslam, 2013; Simón et al., 2012; Mata, 2018; Yacamán, 2018b). Por la complejidad de funciones y presiones que convergen sobre la AP, sus suelos y paisajes necesitan un reconocimiento político y jurídico específico para superar la división entre lo urbano y lo rural, y fortalecer de esta forma la sinergia estratégica entre el campo y la ciudad. Como se viene argumentando hasta aquí, no basta ya con definir la AP exclusivamente por su función productiva, sino que debe ser reconocida como una actividad económica que se reivindica en sí misma y a través de sus paisajes, como factor importante de identidad territorial y como vía para conservar la cultura y la memoria de los lugares (Yacamán, 2018b).

En este sentido, la planificación territorial tiene un rol decisivo en la preservación y gestión de los espacios agrarios periurbanos y en su activación. Esto exige medidas y estrategias heterogéneas, innovadoras y creativas, con un importante componente de participación y consenso social, que vayan más allá del enfoque «proteccionista». Resulta urgente reducir las presiones derivadas de la dispersión urbana, de los procesos de fragmentación territorial y de la especulación urbanística, y generar así un marco territorial más equilibrado para los diferentes usos del suelo, capaz de integrar el uso agrario en una perspectiva multifuncional y territorialista.

En el siglo XXI, la acción pública en este campo se debe nutrir de los actuales paradigmas de la resiliencia urbana y el desarrollo sostenible, la seguridad alimentaria, los bienes comunes y la lucha contra el cambio climático. Para avanzar por ese camino se requiere un cambio desde los enfoques sectoriales hacia metodologías sistémicas de caracterización, diagnóstico y actuación a favor de la AP, adaptadas a la escala y especificidades de cada realidad a través de los instrumentos de urbanismo y la ordenación del territorio, que han de cooperar con otras políticas sectoriales de alta incidencia en la viabilidad de la agricultura y su multifuncionalidad (Sanz-Sanz, 2016). Se trata de un importante reto, por la diversidad de enfoques, agentes, intereses e innovaciones que convergen en torno a la AP (figura 1.4). En el capítulo segundo se presentan varios paradigmas fundamentadores de la teoría y la práctica de la ordenación del territorio respecto a los espacios agrarios periurbanos y se exponen también diversas estrategias actuales para el buen gobierno del territorio y la formulación de un nuevo paradigma agrourbano.

FIGURA 1.4 Conflictos e innovaciones asociados a la agricultura periurbana


Fuente: Yacamán (2017a).

FIGURA 1.5 Marco conceptual de la agricultura periurbana


Fuente: elaboración propia.

4. Delimitación y caracterización de la agricultura periurbana

El espacio periurbano, que alberga la agricultura periurbana, es difícil de definir, a pesar de la abundancia de estudios e investigaciones que le han sido dedicados, sobre todo desde mediados de los años setenta del siglo XX (Piorr, Ravetz y Tosics, 2011). De hecho, no existe consenso científico sobre su conceptuación espacial, social, económica, funcional o morfológica. Y, lógicamente, no se cuenta tampoco con una delimitación unívoca de los espacios de la agricultura periurbana, lo que dificulta su tratamiento desde la ordenación territorial y urbanística. A continuación, se presentan y explican algunos de los modelos más frecuentemente utilizados para delimitar dentro de ese espacio impreciso la agricultura periurbana, así como para describir la pluralidad de formas de agricultura presentes en la interfase urbano-rural.

4.1 Los modelos radiales centro-periferia. Pertinencia y límites para delimitar los espacios de la agricultura periurbana

El primer modelo de orden espacial formulado para definir la agricultura en función de su distancia a las ciudades fue el del economista alemán Johann Heinrich von Thünen (Von Thünen, 1826). Sus ideas han inspirado los análisis científicos sobre la distribución espacial de las actividades económicas vinculadas con la actividad agraria hasta nuestros días2 y han sido precursoras de la economía espacial, sobre todo a partir de los años setenta. Von Thünen enunció un modelo espacial de la renta del suelo basado en la noción de lo que él llamo el «Estado aislado», es decir, una ciudad aislada del resto del mundo que concentra la población y el mercado físico en su centro, y donde los distintos tipos de usos agrarios se desarrollan sobre la llanura fértil que la rodea. La idea clave es que, puesto que el suelo no es un recurso reproductible, la localización de las actividades viene determinada por la capacidad competitiva entre los diferentes usos del suelo según la remuneración productiva de cada uno, que está en función de la rentabilidad y de los costes de transporte. Como hipótesis no existe más que un mercado situado en el centro de la ciudad; los usos más competitivos (los que generan las ganancias por unidad de suelo más elevadas) deberán ubicarse cerca del centro, donde la renta del suelo es elevada, mientras que los usos menos remuneradores serán relegados a la periferia. El modelo de Von Thünen define así mecánicamente círculos concéntricos en torno a la ciudad-mercado y explica la distribución espacial de las producciones agrícolas y forestales en función de la proximidad al centro urbano y su rentabilidad (figura 1.6): cerca del centro, los cultivos que dan más beneficio y que corresponden a los productos rápidamente perecederos y difíciles de transportar (verduras, frutas, lácteos); lejos del centro, los cultivos menos intensivos, que necesitan mucho espacio y que generan productos que pueden ser almacenados fácilmente (cereales, ganadería extensiva).

FIGURA 1.6 Modelo radioconcéntrico de Von-Thünen


Usos del suelo en función de la distancia al mercado urbano Fuente: Yacamán (2017a).

Se ha debatido mucho sobre la validez del modelo de Von Thünen para definir la agricultura periurbana desde su dimensión espacial. Prácticamente todos los estudios recientes coinciden en la pérdida de validez del modelo ante los cambios territoriales, de transporte y socioeconómicos que se han producido en los últimos decenios. Las dinámicas actuales de abandono de la agricultura por rentas expectantes o especulativas generadas por la influencia del fenómeno urbanizador sobre los espacios periurbanos no tenían lugar con la misma intensidad cuando se propuso el modelo (Paül, 2010; Sancho et al., 2013). Por otro lado, el coste de transporte se ha reducido considerablemente gracias a la mejora de las infraestructuras viarias y de los medios de transporte (Grigg, 1995). En efecto, en la sociedad actual del automóvil, la proximidad no está tan determinada por la distancia al centro urbano como por la accesibilidad (Wiel, 1999), y en el caso del sector agroalimentario, por la aparición de innovaciones en las cadenas productivas y de refrigeración (Ruiz y Delgado, 2008).

Otro de los referentes más utilizados para caracterizar la AP desde el punto de vista espacial es la definición de espacio periurbano elaborada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) a finales de los años setenta, y que sigue siendo empleada en la actualidad por algunos organismos públicos. Se define la AP como aquella que se practica en espacios dentro de un radio de 20 kilómetros desde un núcleo urbano de más de 200.000 habitantes y de 15 kilómetros de radio si se trata de ciudades de entre 100.00 y 200.000 habitantes, o de 10 kilómetros con respecto a poblaciones de entre 50.000 y 100.000 habitantes. Esta definición también utiliza el criterio «radial», como el modelo de Von Thünen, pero establece la distancia hasta donde llega la influencia urbana en función del tamaño de la población urbana sobre el sistema agrario (OCDE: 1979). A partir de la definición de la OCDE, diversos autores de distintos países han ido señalando diferentes umbrales en relación con la distancia a la ciudad, sin que exista un umbral plenamente compartido ni en el ámbito académico ni en el institucional, para concretar a qué distancia deja de generar impactos significativos el fenómeno del urban sprawl de las áreas urbanas.

4.2 Una pluralidad de formas de la agricultura periurbana. Tendencias no localizadas

A pesar de la falta de consenso respecto a la definición de periurbano y de la agricultura que se desarrolla en este tipo de espacios, sí que hay acuerdo en afirmar que la expansión urbana y la imbricación creciente entre espacios cultivados y urbanizados tienen consecuencias en las actividades, prácticas y organización del trabajo agrícola (Soulard y Aubry, 2011). Por ejemplo, la pérdida de intensidad productiva que puede constatarse en ciertas formas de agricultura periurbana en contextos metropolitanos viene determinada desde hace tiempo por la dificultad de encontrar mano de obra agrícola en las zonas próximas a las ciudades (Mata Olmo y Rodríguez Chumillas, 1987). Por otra parte, la actividad agrícola periurbana es interdependiente de otras actividades que puedan desarrollarse en la unidad familiar, que cuenta a menudo con miembros activos que complementan el trabajo agrícola con un empleo urbano (Ortega Valcárcel, 1988). La literatura especializada da cuenta de las tendencias de la agricultura periurbana mediante estudios de caso y monografías (por ejemplo, la revista Cahiers Agricultures, vol. 22, n.° 6, de 2013) o de análisis de prácticas (por ejemplo, el dosier n.° 158, «Agriculture et ville», de Espace et Sociétés, de 2014). La diversidad de agriculturas periurbanas se ve reflejada sobre todo en los sectores y plataformas de producción agrícolas regionales, aunque con especificidades ligadas a su localización periurbana en contexto metropolitano (Soulard y Thareau, 2009).

Las tendencias de la agricultura periurbana descritas por los geógrafos son similares en diferentes países de Europa Occidental, y esto es una constante desde la década de 1980. De este modo, las dinámicas señaladas por Christopher Bryant en su estudio sobre los paisajes agrícolas en las regiones urbanas de Francia y de Canadá (Bryant, 1984) son similares a las analizadas por José Ortega Valcárcel (Ortega Valcárcel, 1988) en España y, concretamente, en la región de Madrid. En la actualidad, la problemática y características principales del fenómeno agrícola periurbano son análogas, tal y como lo demuestran los resultados del proyecto DAUME –Durabilité des Agricultures Urbaines en Méditerranée– (Soulard et al., 2016). Se encuentra el germen de las actuales formas de agricultura periurbana en los trabajos precursores de Michel Phlipponneau sobre la «vida rural» de las afueras de París (Phlipponneau, 1949, 1952) o en su descripción de los cinturones hortícolas de las grandes ciudades de otros países del noroeste europeo (Gran Bretaña, Bélgica, Países Bajos) (Phlipponneau, 1951). De este modo, la agricultura en espacios periurbanos es dinámica y las transformaciones que experimenta pueden conducirla o bien a un nuevo modelo económico innovador o a su práctica desaparición por la inviabilidad de las explotaciones.

La agricultura periurbana no es una actividad marginal (Matarán, 2013b). Las dinámicas periurbanas se basan en la permanencia de la actividad agraria a través de diversas adaptaciones a las presiones urbanas, que vienen acompañadas por el consumo de suelo agrícola y por la reducción del número de explotaciones y de agricultores. Las superficies y activos agrícolas, en el caso español, han disminuido desde los años setenta, según la serie de datos históricos del censo agrario. Las estrategias de los agricultores periurbanos, en general, en todos los países europeos, coinciden en la misma situación de incertidumbre sobre el uso agrario del suelo frente a la expansión de la ciudad. Los espacios agrarios periurbanos son un mosaico complejo de estructuras de explotación y de procesos, en función de las diferencias de su base ambiental, de las estructuras socioeconómicas de la producción agrícola, de comportamientos individuales y de dinámicas distintas de reestructuración del espacio agrícola y no agrícola (Bryant, 1997).

En todo caso, la agricultura periurbana resiste y se adapta a la presión que ejerce el mercado sobre el valor del suelo, provocado por la proximidad a las zonas urbanizadas (Marois, Deslauriers y Bryan, 1991; Poulot, 2014), lo que genera dinámicas específicas, con estrategias particulares según si los agricultores son propietarios o no del suelo que cultivan (Jarrige, Jouve y Napoleone, 2003). Así, por ejemplo, surgen nuevas explotaciones que se podrían calificar como oportunistas al cultivar parcelas periurbanas arrendadas o cedidas para su uso durante un periodo de tiempo corto o incierto, debido a que los propietarios esperan un cambio en la clasificación del suelo que permitirá su urbanización. Este fenómeno es denominado por algunos autores como de «espera especulativa» (Jouve y Napoléone, 2003). Tales formas de agricultura pueden desplazarse por el territorio en función de las oportunidades y del suelo disponible, ya que en general no precisan de grandes infraestructuras, como en el caso del cultivo cerealista. Además, son formas desconocidas y no controladas por parte de la Administración, puesto que los contratos de arrendamiento o cesión se hacen habitualmente de forma oral.

En efecto, según el enfoque ricardiano clásico (Ricardo, 1817), el valor del suelo depende de la anticipación del beneficio que genera el agricultor a partir de la remuneración de su uso sobre la duración de su contrato. A partir de ese hecho, existe un límite de precio del suelo a partir del cual la agricultura no es posible porque la remuneración de la actividad agrícola no es suficiente para compensar la carga de la renta. Para algunos autores, es precisamente la incertidumbre sobre el uso del suelo la característica principal que define la AP (Bertrand et al., 2006; Guiomar, 2014; Laurens, 2009; Ortega Valcárcel, 1988). Por ejemplo, Brunori y Orsini (2010) señalan que, en caso de que continúe el modelo de expansión urbana y la presión sobre el precio del suelo, la AP estará representada únicamente por pequeñas explotaciones que produzcan alimentos con alto valor añadido, como es el caso de la horticultura ecológica.

Algunos autores destacan el aumento de explotaciones periurbanas que desarrollan estrategias heterogéneas y actividades complementarias a la producción de alimentos (Busck et al., 2006; Zasada, 2011; Pölling et al., 2016). Esta diversificación de la actividad resulta clave para compensar la falta de rentabilidad derivada de los altos costes de producir en la vecindad de áreas urbanas (Lange et al., 2013; Le Caro, 2007). Un ejemplo muy ilustrativo es el de las explotaciones que ofrecen actividades asociadas al agroturismo (Ilbery, 1991; Rouyres, 1994; Paül y Araújo, 2012) o al ocio ecuestre (Busck, Kristensen, Præstholm, Reenberg y Primdahl, 2006). De este modo, algunas formas de AP responden a las presiones sobre el suelo adaptando la estructura productiva o, en otros casos, impulsando el valor añadido por unidad de cultivo (Pölling et al., 2016). Así, las explotaciones pueden especializarse en ciertos productos con alto valor añadido (por ejemplo, la producción ecológica) y orientar una parte significativa de su producción al circuito corto (Aubry y Kebir, 2013; Zasada et al., 2013). Estas estrategias ya fueron descritas por Phlipponneau en la banlieu de París de 1952, provocadas por el comienzo de la expansión urbana y la formación de espacios periurbanos (Phlipponneau, 1952). Actualmente, responden a la creciente demanda urbana de productos locales, como, por ejemplo, del sector de la restauración colectiva, los grupos de consumo o los mercados de productores (Darly y Aubry, 2014). En efecto, diversos estudios de ámbito local y metropolitano demuestran que la AP hortícola tiene una importante capacidad adaptativa para rentabilizar las ventajas que supone la proximidad a los mercados urbanos (Perón y Geoffriau, 2007; Zasada, 2011). En este sentido, el desarrollo de los circuitos cortos de comercialización se considera un indicador de innovación social, porque supone la creación de nuevos emprendimientos para satisfacer las nuevas demandas urbanas (Lamine y Perrot, 2008; Yacamán et al., 2019). Por consiguiente, como ya señaló Josefina Gómez Mendoza en la década de 1980, la AP constituye, por definición, «el dominio privilegiado de la adaptación y la renovación» (Gómez, 1987: 13).

Estas formas de agricultura profesional se desarrollan a la par de otras no competitivas orientadas al ocio o hobby farming (Mata Olmo y Rodríguez Chumillas, 1987; Ortega Valcárcel, 1988). Por último, cabe destacar las explotaciones periurbanas que definen su estrategia con independencia de la ciudad, como, por ejemplo, las explotaciones históricas que se encuentran en una zona de calidad de tipo IGP (Indicación Geográfica Protegida).

Podemos concluir que la agricultura periurbana es plural y que el espacio agrícola periurbano es un mosaico heterogéneo (Charvet, 1994; Gómez Mendoza, 1987; Martínez Garrido y Mata Olmo, 1987; Paül, 2006; Soulard, 2014). Además, la gran diversidad de explotaciones periurbanas hace que el trabajo de categorización con fines de planificación territorial sea complicado (Valette, 2014) y que, pese al tiempo transcurrido desde que fuera escrita, «la conclusión más relevante es la variedad de comportamientos y estrategias de las empresas agrarias en un espacio relativamente homogéneo –el espacio periurbano– en cuanto a demandas y servidumbres que impone el crecimiento metropolitano» (Martínez Garrido y Mata Olmo, 1987: 201).

1. La integración de la agricultura en los sectores de la industria agroalimentaria al acabar la Segunda Guerra Mundial para desarrollar una producción de masas marcó considerablemente la orientación agrícola (Gervais et al., 1977).

2. Por ejemplo, en relación con la ordenación del territorio, puede consultarse Lardon y Schott (1995), Salomon-Cavin y Niwa (2011), Soulard (2014), Viganò (2014) y Wiel (1999).

Agricultura periurbana y planificación territorial

Подняться наверх