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En el imaginario occidental, no es necesario recalcarlo, la metamorfosis ha sido rara vez presentada como una desviación real y total del ser. Quizá nunca ha sido presentada así. Sean cuales sean sus rarezas –de las cuales las más impactantes son claramente las que despliega Ovidio–, las formas que crea y el resultado de las transmutaciones de los desafortunados que son sus víctimas, permanecen, si se puede decir así, dentro de la normalidad. En efecto, sólo cambia la forma exterior del ser, nunca su naturaleza. El ser sigue siendo lo que es en el seno del cambio mismo. El presupuesto sustancialista es el compañero de ruta de la metamorfosis occidental. La forma se transforma, la sustancia permanece.

En la mitología griega, Metis, diosa de las artimañas, es “capaz de mudarse en todo tipo de formas”: “león, toro, mosca, pez, ave, llama o agua que fluye”.7 Pese a todo, este polimorfismo no es infinito. Corresponde a una paleta de identidades muy extensa pero limitada. Cuando está sin fuerzas, Metis debe pura y simplemente recomenzar el ciclo de sus transformaciones, sin poder seguir innovando. Regreso de la astucia al punto cero. Los cambios de Metis terminan con el agotamiento del registro de las formas animales. Así es como los restantes dioses pueden triunfar sobre Metis. Sin un poder metamórfico acotado, ella sería invencible.

Pero este límite no es sólo una falta que se pueda atribuir a Metis. Está muy lejos de serlo. De manera general, todos los dioses que se metamorfosean conocen el mismo destino. Todas las formas de travestismo están contenidas en una “gama de posibles” que pueden ser enumerados y con los cuales siempre se puede proponer un esquema tipológico, una panoplia o un muestreo.8

Así, por ejemplo, “captado de improviso, el dios toma, para desprenderse, los aspectos más desconcertantes, los más contrarios entre sí, los más terribles; por turnos, él se convierte en agua que corre, llama que quema, viento, árbol, pájaro, tigre o serpiente. Pero la serie de transformaciones no puede continuar indefinidamente. Ellas constituyen un ciclo de formas que, llegado a su término, regresan a su punto de partida. Si el adversario del monstruo no cede, el dios polimorfo, quemando sus últimos cartuchos, debe recuperar su aspecto normal y su figura primera, para no abandonarlas. Así Chiron advierte a Peleo: aunque Tetis se haga agua, fuego o bestia salvaje, el héroe no debe soltarla antes de haberla visto retomar su forma antigua”.9

De igual manera, Idotea pone a Menelao en guardia contra las artimañas de Proteo: “Sostenedlo, por mucho que intente soltarse en su prisa ardiente; tomará todas las formas, se mudará en todo lo que se arrastre en la tierra, en el agua, o en el fuego divino; pero tú, sostenlo sin decaer; sujétalo con más fuerza, y cuando llegue a querer hablar, retomará los rasgos que le habéis visto cuando se dormía”.10

Las metamorfosis proceden así en círculo, un círculo que las liga, las encierra y las detiene. Y esto, una vez más, se debe a que la verdadera naturaleza del ser nunca es arrastrada por ellas. Si esta naturaleza y esta identidad pudiesen cambiar en profundidad, es decir, de un modo sustancial, no habría necesidad de un retorno de las formas anteriores, y el círculo se rompería, ya que la forma previa faltaría repentinamente en la tangente ontológica que perseguía. La transformación ya no sería del orden de la artimaña, de la estratagema o de la máscara que siempre se puede retirar y que permite adivinar los rasgos auténticos del rostro. Ella, más bien, revelaría una clandestinidad existencial que, más allá de la ronda de las metamorfosis, permitiría que el sujeto se hiciese irreconocible. Irreconocible menos por un cambio de apariencia que por el hecho de un cambio de naturaleza, de un cambio de la escultura interior. Sólo la muerte es susceptible de detener ese potencial plástico, cuyos giros no pueden ser agotados por nada, que nunca puede agotar sus giros y que nunca consigue “quemar sus últimos cartuchos” por sí mismo. En principio, todas las mutaciones son posibles para nosotros, y son imprevisibles e irreductibles a una gama o a una tipología. En realidad, nuestras posibilidades plásticas nunca están terminadas.

La mayoría de las veces, en las metamorfosis antiguas, la transformación interviene en el lugar y sitio de la huida. Por ejemplo, cuando Dafne es perseguida por Febo y no puede correr tan rápido, se transforma en árbol. Ahora bien, la metamorfosis por destrucción no es un equivalente de la huida; ella es más bien la forma que toma la imposibilidad de huir. La imposibilidad de huir allí donde, sin embargo, la huida se impondría como la única solución. Hay que pensar la imposibilidad de huir en situaciones en las que una tensión extrema, un dolor o una enfermedad empujan hacia un afuera que no existe.

¿Qué es una salida, qué puede ser una salida donde no hay ningún afuera, ninguna otra parte? Precisamente en esos términos Freud describe la pulsión, esta extraña excitación que no puede encontrar su descarga al exterior del psiquismo y que se caracteriza, como lo dice en Pulsiones y destinos de pulsión, por “su incoercibilidad por acciones de huida”. La cuestión es precisamente saber cómo “eliminar” la fuerza constante de la pulsión. Freud escribe: “Lo que así se forma es un intento de huida”.11 Aquí hay que tomar en serio el verbo “lo que se forma”, “es kommt zu Bildung”, literalmente “lo que viene a formarse”, ya que este verbo no hace más que anunciar el intento de huida, constituyéndola. La única salida posible ante la imposibilidad de huir parece ser, precisamente, la constitución de una forma de huida. Es decir, la constitución de un género o de un ersatz de huida y, a la vez, la constitución de una identidad que huye, que huye de la imposibilidad de huir. Identidad desertada y disociada, que no se reflexiona sobre sí misma, que no vive ni subjetiviza su propia transformación.

La plasticidad destructiva hace posible la aparición o la formación de la alteridad en donde el otro falta absolutamente. La plasticidad es la forma de la alteridad en donde falla toda trascendencia, sea a la manera de una huida o de una evasión. El único otro que existe entonces es el otro para sí mismo.

Es cierto que Dafne sólo puede escapar de Febo transformándose. En cierto sentido, para ella también la huida es imposible. También para ella el momento de transformación es un momento de destrucción: la donación y la supresión de forma son contemporáneas. “Recién terminado su rezo, una pesada torpeza invadió sus miembros; su tierno pecho está rodeado por una corteza delgada; sus cabellos crecen y se transforman en follaje, sus brazos en ramas; sus pies hace poco tan rápidos se congelan en raíces inertes, su cabeza porta una copa de árbol; sólo le queda su brillo”. Del antiguo cuerpo sólo queda un corazón que late algún tiempo bajo la corteza, sólo quedan algunas lágrimas. La formación de un nuevo individuo es precisamente esta explosión de la forma que libera la salida y que permite el surgimiento de una alteridad inasimilable por parte del perseguidor. Sin embargo, en el caso de Dafne, paradójicamente el ser-árbol conserva, preserva y salva el ser-mujer. La transformación es una forma de redención, una extraña salud, pero al fin y al cabo una salud. A la inversa, la identidad de huida forjada por la plasticidad destructiva huye primero de sí misma, ella no conoce ni salud ni redención y no está allí para nadie, y sobre todo no está para sí misma. Ella no tiene cuerpo de corteza, ni armadura, ni ramas. Al conservar su piel, ella se vuelve irreconocible para siempre.

En El Teorema de Almodóvar, Antoni Casas Ros describe el accidente de automóvil que lo desfiguró: un ciervo surgió del camino, el escritor pierde el control de su automóvil, su compañera muere con el impacto, él queda con el rostro completamente destruido. “Al principio creí a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle a mi rostro su estilo cubista. Picasso me habría odiado, pues soy la negación de su invención. Cualquiera diría que él también me vio en la estación de Perpignan, el centro del universo según Dalí. Soy una fotografía movida que podría hacer pensar en un rostro”.12

Fui testigo de transformaciones de este tipo, aun cuando ellas no deformaron los rostros e incluso si ellas procedían de un modo menos directo de accidentes que se puedan reconocer como tales. Menos espectaculares y menos brutales, pero no por eso tienen menos poder para empezar un fin y para desplazar el sentido de una vida. En esa pareja que no se recuperó de una infidelidad. En esa mujer de un medio acomodado cuyo hijo se apartó brutalmente y que abandonó a su familia para ocupar en el Norte de Francia. En un colega que partió a vivir a Texas creyendo que ahí sería feliz. En muchas personas, en el centro de Francia, donde viví mucho tiempo, quienes perdieron su trabajo cerca de los cincuenta años durante la crisis del ’85, en los profesores en zonas difíciles, en los enfermos de Alzheimer. Lo impactante en todos estos casos era que la metamorfosis efectuada, por explicable que sean sus causas (desempleo, problemas relacionales, enfermedad), era absolutamente sorprendente en sus efectos, y de ese modo se volvía incomprensible, desplazando a posteriori la causalidad y quebrando los lazos etiológicos. Estas personas se convertían súbitamente en extraños para sí mismos por el hecho de no poder huir. No se trata, o al menos no solamente, de que estuvieran fracturados, agobiados por el pesar o el infortunio. No, ellos se convirtieron en personas nuevas, otros, nuevamente engendrados, como si pertenecieran a un espacio diferente. Como si efectivamente hubiesen tenido un accidente. “Una autobiografía es en principio el relato de una vida muy llena. Una sucesión de actos. Los desplazamientos de un cuerpo en el espacio tiempo. Aventuras, fechorías, alegría, sufrimientos y fin. Mi vida de verdad comenzó por un fin”.13

La crisis del año ‘85 es la del lazo, que da a la exclusión todo su sentido. Ella provocó una verdadera revolución de los conceptos de malestar y de trauma, transformándose en un trastorno cuya magnitud sólo ahora alcanzamos a medir. Desocupados, personas en situación de calle, sujetos que sufren de síndrome de estrés postraumático, depresivos profundos, víctimas de catástrofes naturales, todos han empezado a parecerse: una nueva internacional cuya fisonomía intenté describir en Les Nouveaux Blessés.14 Formas de subjetividad postraumática, como la denomina Žižek, figuras inéditas del vacío o de la deserción identitarias, que escapan a la mayoría de las terapias, en particular al psicoanálisis.

En esos casos –¿pero en el fondo no es siempre ese el caso?–, existir significa hacer la experiencia de una ausencia de exterioridad, que es también una ausencia de interioridad. De ahí la huida imposible, la transformación en su mismo sitio. No hay adentro ni afuera del mundo. La modificación es allí más radical y violenta; con seguridad, ella fragmenta. La peor de las disensiones del sujeto consigo mismo, el más grave de los conflictos, ya no tienen una figura trágica. Paradójicamente, están marcados por la indiferencia y la frialdad.

La Metamorfosis de Kafka es sin duda el intento más acabado, más bello y más pertinente para aproximarse a este tipo de accidente. Blanchot lo dice muy bien: “El estado de Gregorio es el propio estado del ser que no puede dejar la existencia, para quien existir es estar condenado a recaer siempre en la existencia. Transformado en insecto, sigue viviendo al modo de la decadencia, se hunde en la soledad animal, se acerca a lo más próximo del absurdo y de la imposibilidad de vivir. Mas ¿qué ocurre? Precisamente sigue viviendo (…)”.15 La metamorfosis es la existencia misma, que desune la identidad en lugar de reunirla.

El despertar de Gregorio al inicio de la novela me parece la expresión perfecta de la plasticidad destructiva. El carácter inexplicable de la transformación en insecto es tal que continúa fascinando siempre como un peligro posible, una amenaza para cada uno de nosotros. Quién sabe si mañana…

Pese a todo, el monstruo alcanza a tejer un capullo. Un capullo que, lentamente, se convierte en texto. Este texto es La Metamorfosis misma, y quienes cumplimos esta metamorfosis somos nosotros, los lectores. En cierto modo, el círculo de las posibilidades plásticas también se cierra ahí. La voz narrativa no es totalmente la de un insecto. Esa mariposa invisible tiene una voz no bestial, una voz de hombre, una voz de escritor. ¿Qué es una metamorfosis que todavía puede hablar por sí misma y escribirse, que no puede mantenerse completamente singular, pese a que se experimenta a sí misma como tal? El arte no salva, Kafka lo dirá en su correspondencia. Sin embargo, conserva. Después de todo, no podemos evitar reconocer el caparazón de Dafne en Gregorio.

La lectura que Deleuze propone de La Metamorfosis es sin duda injusta, en la medida en que concluye un “fracaso” de Kafka. Pero no es completamente errada. Por un lado, Deleuze reconoce la efectividad del “devenir-animal de Gregorio, su devenir coleóptero, escarabajo, abejorro, cucaracha, que traza la línea de fuga intensa en relación con el triángulo familiar, pero sobre todo en relación con el triángulo burocrático y comercial”.16 El resultado de la metamorfosis es justamente un ser de fuga, que constituye un modo de salir en sí mismo, que forma “un solo y único proceso (progresión) que reemplaza a la subjetividad”.17 Por otro lado, Deleuze ve también en esta metamorfosis “la historia ejemplar de una reedipización”, un trayecto que está atrapado en la triangulación familiar: madre-padre-hermana. “Gregorio, entregado a su devenir-animal, re-edipizado por la familia, y conducido a la muerte”.18 Su muerte vuelve a situar a la metamorfosis en el orden de las cosas; en cierta medida, la anula. La familia misma no fue metamorfoseada, y Gregorio no dejó de reconocerla, llamando y nombrando a su padre, a su madre y a su hermana.

Deleuze simplemente atribuye el “fracaso” de la metamorfosis al hecho de que ella se sostiene en una aventura de la forma, la de un animal identificable. Gregorio se convierte en un coleóptero. Una verdadera metamorfosis sería una metamorfosis que, pese a su nombre, no tendría nada de devenir-forma. Para Deleuze, “cuando hay forma, hay reterritorialización”.19 Es por eso por lo que el “devenir-animal” no es “devenir un animal”; lo primero es un agenciamiento, lo segundo es una forma, que no puede sino paralizar el devenir.20

No pienso que el problema del límite de las metamorfosis concebidas tradicionalmente dependa de que ellas se presenten como un trayecto de una forma a otra. El problema no es la forma, es el hecho de que la forma sea pensada con independencia de la naturaleza del ser que se transforma: que ella sea pensada como una piel, una vestimenta o un atuendo que uno siempre se puede despojar sin que lo esencial sea alterado. Pese a lo que afirma fuerte y alto, la crítica de la metafísica no quiere reconocer que en realidad la metafísica efectúa sin cesar la disociación entre la esencia y la forma, o entre la forma y lo formal, como si siempre pudiera despojarse de la forma, como si, al llegar la tarde, la forma pudiera ser dejada sobre la silla del ser o de lo esencial. En la metafísica, la forma siempre puede cambiar, pero la naturaleza del ser permanece. Es eso lo que es discutible, y no el concepto de forma mismo, que sería absurdo pretender abandonar.

Hay que llegar a pensar una mutación que comprometa tanto a la forma como al ser, una nueva forma que sea literalmente una forma de ser. Una vez más, la metamorfosis radical que intento pensar aquí es precisamente una fabricación de una nueva persona, de una forma inédita de vida, sin ningún punto en común con la forma que la precede. Gregorio cambia de forma; nunca sabremos a qué se asemejaba antes, pero, de cierta manera, sigue siendo el mismo, esperando sentido. Continúa su monólogo interior y no parece sustancialmente transformado. Es por eso por lo que sufre, por no ser reconocido como lo que nunca ha dejado de ser. Quizá se habría podido imaginar a Gregorio perfectamente indiferente a su transformación, no concernido por ella. ¡Una historia completamente distinta!

La plasticidad destructiva invita a reflexionar sobre un sufrimiento hecho de una ausencia de sufrimiento, sobre la emergencia de una forma nueva de ser, extraña a la antigua. Dolor que se manifiesta como indiferencia al dolor, impasibilidad, olvido, pérdida de referentes simbólicos. Ahora bien, la síntesis de un alma y de un cuerpo distintos en su misma deserción es también una forma, un todo, un sistema de lo viviente. El nombre de “forma” no caracteriza aquí a la evidencia de una presencia o de una idea, ni a la de un contorno escultórico.

Un arte plástico muy particular está en juego, que se asemeja mucho a la pulsión de muerte. Freud sabía que la pulsión de muerte creaba formas, que denominaba “ejemplos”. Pero aparte del sadismo y del masoquismo, no conseguía dar ejemplos ni citar tipos. En efecto, ¿cómo dar a la pulsión de muerte su visibilidad?21

Ontología del accidente

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