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Capítulo dos

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Nick miró a Brooke sentada en el asiento del pasajero de su Cadillac Escalade. La única señal del accidente era la venda que tenía en la frente.

–¿Estás lista? –preguntó mientras le ajustaba el cinturón.

–Sí –contestó manteniéndole la mirada–. ¿De dónde has sacado el asiento para Leah?

Nick se giró sobre el asiento trasero en el que estaba el bebé sobre un cojín de lana.

–Randy, el mecánico, tiene dos niños. Él me lo ha colocado. Mi casa no está lejos.

–Mi vuelta a Napa no debería haber sido así.

–¿Cómo tenía que haber sido?

–Tenía que haber llegado de día a casa de mi tía. Tenía que haber llegado a una casa impecable llena de muebles antiguos. Leah y yo habríamos pasado la noche y por la mañana habría pensado en la manera de abrirla al público.

–La vida no siempre es como la planeamos.

–Viniendo de ti eso es un comentario hipócrita.

Nick encendió el motor.

–¿Porque soy rico y afortunado?

Brooke suspiró y dejó escapar el aire por la boca. Nick trató de no reparar en aquella boca. Él era tan solo un buen samaritano. Le molestaba que a Brooke le pareciera extraño que la hubiera ayudado.

En vez de sentirse molesto, Nick sonrió.

–Así que crees que porque conduzco coches buenos y vivo en una casa grande, tengo todo lo que quiero, ¿no?

–¿No es así?

Nick sacudió la cabeza. No necesitaba pensárselo dos veces.

–No, todo no, Brooke.

Había deseado algo por encima de todas aquellas cosas y justo cuando había estado a punto de conseguirlo, lo había perdido.

Sintió cómo lo observaba antes de apoyar la cabeza en el reposacabezas y cerrar los ojos. Eso le dio la oportunidad de mirarla. Por desgracia, le gustaba lo que veía. Unas pestañas largas enmarcaban sus ojos almendrados, y descansaban en unas prominentes mejillas. Le gustaba aquella boca. Ya la había besado antes, pero el recuerdo de aquellos besos se había borrado con los años.

Largos y rizados mechones de pelo rubio caían sobre sus hombros hasta sus pechos. Tenía un cuerpo con curvas, pero por su fina cintura y su vientre liso, nunca habría adivinado que hacía cinco meses que había tenido un bebé.

«No sigas por ahí», se dijo Nick.

Condujo con cuidado, como había prometido, y se dirigió a la autopista.

–¿Dónde está la casa de tu tía?

–Nada más salir de la ciudad, en Waverly Drive.

Nick conocía la zona. Estaba en las faldas de la montaña, antes de que la carretera empezara a subir y se adentrara en los viñedos.

–¿Quieres que pasemos por delante?

Ella abrió los ojos como platos, iluminándosele el rostro.

–Sí.

–¿Estás segura? –preguntó.

–Lo estoy. Siento curiosidad por ver cómo está. Han pasado años desde la última vez que estuve.

–¿Nunca regresaste a Napa, ni aun teniendo una tía que vivía aquí?

–No, nunca volví.

Nick la miró y ella desvió de nuevo la mirada, girándose hacia la ventanilla.

Permanecieron en silencio el resto del camino.

Brooke no quería contarle que su tía Lucy era hermana de su padre y que después de que sus padres se separasen, su madre no había vuelto a hablar con ella. Pero su tía solía verla a escondidas, acompañándola en su paseo del colegio a casa. Una vez en el instituto, tía Lucy le había pedido que pasase por su casa. Brooke apenas tenía familia y le caía bien tía Lucy, a pesar de sus excentricidades. Con el tiempo, su madre se había enterado de las visitas, pero nunca intentó impedirlas.

Después de mudarse, Brooke había tenido la intención de mantener el contacto con su tía, pero había pasado el tiempo y no había hecho. Se había sentido culpable por no haberse esforzado más en ver a su tía antes de que muriera. Había sido toda una sorpresa heredar su casa y solo había una condición en el testamento: Brooke no podría venderla en los cinco primeros años. Estando su madre casada otra vez y viviendo en Hawái, tenía sentido que Brooke regresara y empezara una nueva vida junto a Leah.

Miró a Nick, que acababa de salir de la autopista. Él era una de las razones por la que nunca había querido volver allí. Los trece años transcurridos habían apagado el dolor y casi había olvidado aquella sensación de rechazo. Se había enamorado del chico equivocado y se había sentido como una estúpida. El destino siempre había vuelto su vida patas arriba.

Había acabado teniendo un accidente con el único hombre al que había querido evitar a toda costa. Ahora, se había convertido en su obra de caridad. Iba a vivir bajo su techo y a aceptar su ayuda, y estaría en deuda con él el resto de la eternidad.

–¿Cuál es la dirección exacta? –preguntó Nick mirándola, nada más tomar Waverly Drive.

–Está a mitad de la manzana que hay a la derecha. Es la única casa de tres plantas de la calle.

Las casas estaban separadas unas de otras. Cada una tenía una superficie de casi media hectárea. Si Brooke no recordaba mal, la de su tía era más grande que la de los vecinos. Lo cierto era que contaba con la mayor extensión de terreno del vecindario.

–Ahí está –dijo Brooke, señalando la parcela que recordaba.

Se sentía excitada y ansiosa. Era el comienzo de su nueva vida. Pero de repente, una sensación de tristeza se apoderó de ella. El corazón se le encogió. La verja de hierro forjado estaba oxidada. El jardín que solía estar lleno de pensamientos, narcisos y lavanda, estaba lleno de hierbajos. Mientras Nick conducía por el camino que llevaba a la casa, a Brooke el corazón de se le encogió aún más.

–Vaya –dijo con los ojos llenos de lágrimas–. No es así como la recordaba.

–¿Quieres entrar? –preguntó Nick mirándola.

Su tía había estado enferma los últimos años de su vida. Era evidente que mantener la casa no había sido una de sus prioridades. Otra punzada de culpabilidad la invadió. ¿Habría muerto sola? ¿Habría tenido a alguien junto a su cama mientras había estado enferma?

–Debería hacerlo. Tengo que saber lo que me espera –dijo, y forzó una sonrisa–. Pero Leah está dormida.

–Me quedaré con ella. Tú entra y échale un vistazo a la casa –dijo Nick, y al ver que se quedaba pensativa, añadió–: A menos que quieras que entre contigo.

–No, no hace falta. Si puedes vigilar a Leah, entraré.

Nick salió del coche a la vez que ella. La tomó del brazo y la acompañó a los escalones. Su roce y su cercanía al caminar se mezclaron al resto de sensaciones que le nublaban la cabeza. No quería deberle nada, pero ahí estaba, haciéndole de nuevo un favor. Su cortesía le resultaba reconfortante y le hacía recordar los días en los que Nick la había sorprendido con su amabilidad, para después romperle el corazón. En ese momento, a pesar de su debilidad, no permitiría que el roce de Nick significara algo.

Avanzó por el porche hasta la puerta y se quedó allí pensativa unos segundos.

–¿Estás bien? –le preguntó Nick sujetándola con fuerza por el brazo derecho.

–Sí, es solo que no puedo creerlo.

–Estaré aquí. Llámame si me necesitas.

Nick la miró escéptico, pero bajó los escalones y se fue a cuidar a Leah, que dormía en su asiento de coche. Ella se giró hacia la puerta y buscó en su bolso las llaves.

Cinco minutos más tarde Brooke había visto todo lo que tenía que ver y no le había gustado. La casa llevaba años abandonada. Las únicas habitaciones que estaban decentes eran la cocina y el dormitorio de su tía. Las demás necesitaban bastantes arreglos. Iba a tener que dedicar mucho esfuerzo y dinero, y en aquel momento, la situación la abrumaba. Salió al porche y se encontró a Nick apoyado en el coche, con la puerta abierta para que le entrara aire a Leah.

–¿Y bien?

–Digamos que el interior hace que el exterior parezca el palacio de Buckingham.

–¿Tan mal está?

Brooke bajó los escalones demasiado deprisa y todo empezó a darle vueltas. Trató de mantener el equilibrio, pero perdió el paso. Enseguida, Nick la rodeó con sus brazos.

–Vaya.

Su cuerpo se estrechaba contra el de él. Aunque era fuerte, sus brazos la sujetaban con delicadeza.

–¿Estás bien? –preguntó acariciándole la espalda.

–Lo estaré en cuanto dejes de dar vueltas.

Nick sonrió, mientras Brooke se agarraba a él para recuperar el equilibrio. El respirar su olor masculino no le resultaba de ayuda. Hacía más de año y medio que un hombre no la había tocado. Esa era la única explicación para las cálidas sensaciones que le recorrían el cuerpo. Ya hacía mucho tiempo que había olvidado a Nick Carlino.

–No ha sido una buena idea –le susurró Nick al oído–. No debería haberte traído aquí. No estás preparada.

–Creo que tienes razón, pero ya me siento bien. La cabeza ha dejado de darme vueltas.

La tomó de la mano y la acompañó al coche.

–Venga, te llevaré a casa. Tienes que descansar.

Brooke se metió en el coche y mantuvo cerrados los ojos durante todo el camino, en parte para descansar y también para olvidar lo bien que se había sentido entre los brazos de Nick. Era fuerte, robusto y tierno.

Brooke se masajeó las sienes y se ajustó la venda, pensando en que el destino tenía un gran sentido del humor. Pero a ella no le parecía divertido.

Había oído hablar del patrimonio de los Carlino y había pasado por delante muchas veces en sus años de juventud, pero Brooke no estaba preparada para lo que vio al entrar en la casa. Esperaba encontrar opulencia y un ambiente frío y lo que se encontró fue calidez. Aquello fue una sorpresa.

El estilo de la casa era el de una villa. La planta baja era abierta y la alta se dividía en cuatro alas, según le explicó Nick.

–¿Estás bien? –preguntó Nick mientras subía la escalera detrás de ella con sus maletas.

–Sí, no tendrás que volver a cargar conmigo.

–Lástima no tener esa suerte.

¿Estaba flirteando con ella?

Al llegar al último escalón, Brooke se detuvo y se dio la vuelta.

–¿Por dónde?

Nick se quedó un escalón por debajo. La miró fijamente y luego bajó la vista hasta donde Leah se aferraba a su blusa, dejándole al descubierto el sujetador. Nick dedicó una sonrisa a Brooke y después volvió a mirar a Leah, que parecía completamente fascinada con él. Acarició la nariz de la niña y la hizo sonreír.

–Dirígete hacia las primeras puertas dobles que ves.

Brooke entró en la habitación.

–Este es tu cuarto.

Era imposible no darse cuenta. Sus trofeos de béisbol estaban en una estantería, junto a fotos de Nick con sus hermanos y un retrato familiar de cuando sus padres vivían. Un gran ventanal ofrecía una vista increíble de Napa.

–Sí, es mi habitación.

Brooke se dio la vuelta y lo miró.

–Seguro que no esperas que...

No pudo terminar la frase. Se le llenó la cabeza de imágenes de la última vez que estuvo con Nick.

Nick dejó el equipaje en el suelo y la miró desde la cabeza a los pies.

–Tiene sentido, Brooke. Hay una habitación al lado donde dormirá la enfermera. Yo dormiré en la habitación de invitados, la segunda puerta del pasillo.

Se escuchó el suspiro de alivio y se sintió tan avergonzada que no pudo mirarlo. ¿Qué le hacía pensar que estaba interesado en ella? Seguramente había un montón de mujeres esperando una llamada suya.

Miró a su alrededor en busca de un lugar donde poner a Leah a dormir. Después, se giró hacia Nick, que estaba sacando algunas prendas de la cómoda.

–Había un parque en el baúl de mi coche.

–Está aquí. Esta mañana saqué el resto de tus cosas del baúl.

–¿Y las trajiste aquí?

–Supuse que le harían falta a la niña. Te las traeré luego.

Sintiéndose agradecida y a punto de llorar, no supo qué decir.

–Yo... Muchas gracias, Nick.

–De nada. Usa todo lo que necesites. Hay bañera y ducha. Métete en la cama si te apetece. La enfermera llegará en media hora.

–¿Y tú? Seguramente tenías planes para hoy. No dejes que te entretengamos.

–Cariño, nadie impide que haga lo que quiera –dijo él y le guiñó el ojo antes de salir de la habitación.

Brooke lo sabía muy bien.

–Bueno Leah, ese era Nick Carlino.

Leah miró a su alrededor con los ojos abiertos como platos, fascinada por el nuevo entorno. Luego balbució y Brooke sintió que el corazón se le ablandaba. Lo único que importaba era que ambas estaban sanas y salvas. Se sentó en la cama de Nick y sostuvo a Leah sobre su rodilla.

–Prométeme que no te encariñarás con él, pequeña –dijo, haciendo chocar su mano con la de Leah–. No se puede confiar en él. Mami lo hizo una vez y no salió bien.

–Eso es toda una novedad –dijo su hermano Joe, mientras se secaba con la toalla al salir de la piscina–. Vas a dejar que una mujer y su hija se queden en tu casa.

–No tenía otra opción –replicó Nick mirando a su hermano–. ¿Qué se suponía que debía hacer? Está herida y no tiene dónde ir. No podía marcharme sin más. Se dio un golpe en la cabeza.

–Eso lo explica todo –dijo Joe poniéndose otra vez las gafas.

–Menos mal que sabes cómo usar un ordenador. Como humorista no tienes futuro.

Joe lo ignoró.

–¿De quién se trata?

–Brooke Hamilton. Fuimos juntos al instituto.

–¿Brooke Hamilton? Ese nombre me resulta familiar.

Nick permaneció callado, a la espera de que su hermano cayera en la cuenta.

–Ah, es la que trabajaba en el Cab Café, ¿verdad? –continuó Joe–. Ahora la recuerdo. Era la camarera que estaba enamorada de ti.

–Eso es agua pasada.

Nick no quería hablar del pasado. Había sido la única vez que había hecho lo correcto. La única vez que había antepuesto las necesidades de otra persona a las suyas. Aun así, después de todos los años que habían pasado, cada vez que lo miraba, lo hacía con cautela y desprecio. ¿Todavía le guardaba rencor por lo que había pasado?

–¿Así que ahora eres un buen samaritano?

–Algo así –murmuró Nick–. Pero ya te dicho que sólo estará unos días, hasta que Maynard le dé el alta.

–Sí, claro. Por cierto, ¿cómo es que mi hermano pequeño tiene un accidente y no se lo cuenta a sus hermanos?

–Iba a llamar, pero luego me acordé que estabais en las Bahamas.

–Llegamos anoche. ¿Y cómo estás tú?

–Sobreviviré –contestó alzando los brazos.

–¿Cuántos años tiene su hija?

–Leah tiene cinco meses.

–¿Un bebé? –dijo Joe con mirada suspicaz–. No serás el...

Nick sacudió la cabeza.

–Me encontré con Brooke anoche. No la veía desde el instituto, pero gracias por el voto de confianza, hermano.

–No te ofendas –dijo Joe–. Ya sabes que tienes toda una reputación con las mujeres.

Nick no podía negarlo. Le gustaban las mujeres y tenía éxito con ellas. Disfrutaba de su compañía hasta que se cansaba y se marchaba. A veces eran ellas las que se cansaban de esperar un compromiso y lo dejaban. Pero nunca las engañaba. De joven, había pensado que cambiaría cuando apareciera la mujer adecuada, pero su padre le había quitado esa idea en su intento por controlarlo. Santo Carlino siempre había querido que uno de sus hijos se hiciera cargo de los negocios y, una vez que Tony se fue para dedicarse a las carreras de coches y Joe a Nueva York a trabajar en una compañía de software, el hijo pequeño se había llevado la peor parte de sus manipulaciones.

–No me interesa Brooke Hamilton. Dame un respiro, Joe. Estoy haciendo una buena acción, no buscando una familia.

Nick levantó la cabeza y vio a Brooke detrás de Joe. El biberón se le escapó de las manos. Joe recogió el biberón y se lo dio.

–Aquí tienes. Hola, me llamo Joe.

–Lo recuerdo. Hola, Joe.

Brooke tomó el biberón y sonrió.

–Siento lo del accidente –dijo Joe–. Espero que te recuperes pronto de las heridas.

–Gracias –respondió.

–¿No deberías estar descansando? –preguntó Nick.

Hacía una hora que había acompañado hasta la habitación a la enfermera, quien había prometido cuidar de la madre y de la hija.

Lo miró y la luz de sus ojos desapareció tan rápido como su sonrisa.

–No podía relajarme, así que decidí tomar un poco de aire.

–¿Con eso? –dijo Nick señalando el biberón.

–Iba de camino a la cocina para guardarlo. Es leche materna recién extraída.

–¿Extraída? –preguntó Nick extrañado.

–Creo que ha llegado el momento de irme –dijo Joe, y se puso las gafas.

Luego los miró, se despidió con la mano y se marchó.

–Siento molestarte –dijo Brooke mientras se giraba para marcharse.

–¿Brooke?

Ella se detuvo y se dio la vuelta.

–Leah y yo no tenemos otra opción, Nick. No quiero parecer desagradecida, pero me apetece estar aquí tan poco como a ti tenernos.

–Si no quisiera que estuvierais aquí, no estaríais. ¿Por qué no podías relajarte?

Brooke jugueteó con el biberón entre sus manos. No quería pararse a pensar en cómo había extraído aquella leche. Algunas cosas eran difíciles de entender para los hombres. Brooke apartó la vista y miró hacia la piscina, luego al jardín y por último a él.

–Es por el accidente. No dejo de pensar en ello. Cada vez que cierro los ojos, ahí está –dijo y tragó saliva–. Y cuando pienso en lo que le podía haber pasado a Leah...

Nick se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros.

–Pero no le ha pasado nada a Leah. Te pondrás bien.

Cerró los ojos un segundo y cuando volvió a abrirlos, sintió un nudo en el estómago. Era algo que no reconocía, algo nuevo y extraño para él.

Le acarició la mejilla y se perdió en sus ojos. Sentía la necesidad de protegerla, de reconfortarla. Acercó su boca a la de ella y rozó sus labios. Con aquel beso pretendía tranquilizarla, ayudarla a encontrar algo de paz, pero una extraña sensación lo asaltó. Deseaba más.

Durante años se había preguntado si había sido un acto de nobleza o el miedo porque ella fuera la que pudiera atarlo. Durante años también se había imaginado qué se sentiría al hacerle el amor. Había deseado que su primera vez fuera con él, a pesar de que se había apartado de ella. Desde luego que había hecho lo adecuado apartándose.

Sus labios eran cálidos y tentadores. Le resultaría fácil devorar aquella boca con forma de corazón, pero Nick se apartó. Ella lo miró interrogante.

–Espero que sepas que no hay nada que te obligue a quedarte aquí –dijo Nick, tomando un mechón de pelo entre sus dedos.

–Lo sé. Estás haciendo una buena acción.

Reencuentro inesperado

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