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El título de esta conferencia se podría haber invertido. Esta conferencia se podría haber titulado «¿Un catolicismo moderno?». Pero es tal la fuerza del adjetivo moderno en nuestra cultura que, inmediatamente, se podría pensar que el objeto de mi investigación sería un nuevo catolicismo, mejor y superior, destinado a reemplazar todas aquellas variedades pasadas de moda que de forma desordenada llenaron nuestro pasado. Sin embargo, pretender algo así sería perseguir una quimera, un monstruo que no puede existir dada la naturaleza de las cosas.

No puede existir por lo que significa el «catolicismo», al menos para mí. Comenzaré comentando algo sobre esto. «Id y enseñad a todas las naciones»1. ¿Cómo podemos entender este mandato? La forma fácil, la que se ha seguido con demasiada frecuencia, es tomar nuestra cosmovisión global, la de los cristianos, y esforzarnos para que otras naciones y culturas se adapten a ella. Pero esto viola una de las demandas básicas del catolicismo. Quiero tomar la palabra original, katholou [universal], en dos sentidos relacionados, comprendiendo tanto la universalidad como la totalidad. Podríamos decir: universalidad a través de la totalidad.

La Redención llega con la Encarnación, el momento en el que la vida de Dios se entrelaza con las vidas humanas. Pero estas vidas humanas son diferentes, plurales, irreductibles entre sí. La Redención-Encarnación trae reconciliación, un tipo de unidad. Es la unidad de unos seres diversos, que llegan a comprender que no pueden alcanzar la totalidad solos, que su complementariedad es esencial; más que la unidad de unos seres que llegan a aceptar que son, en último término, idénticos. O quizá podríamos exponerlo del siguiente modo: ambas, la complementariedad y la identidad, serán parte de nuestra última unidad. La gran tentación histórica ha sido olvidar la complementariedad para ir directamente a la igualdad, convertir a tantas personas como sea posible en «buenos católicos» —y en el proceso fracasa la catolicidad: fracasa la catolicidad, porque fracasa la totalidad—. La unidad se consiguió a costa de suprimir parte de la diversidad con la que Dios creó a la humanidad. Es la unidad de una parte que se hace pasar por el todo. Es universalidad sin totalidad y, por lo tanto, no es verdadero catolicismo.

Esta unidad a través de la diferencia, en oposición a la unidad a través de la identidad, parece la única posible para nosotros. No solo por la diversidad de los seres humanos, que comienza desde la diferencia entre hombres y mujeres y se va ramificando cada vez más. No solo porque el material humano, con el que la vida de Dios debe entrelazarse, impone esta fórmula como una especie de segunda mejor solución para la igualdad. Ni tan siquiera porque cualquier unidad entre los seres humanos y Dios habría de ser una unidad a través de la (inmensa) diferencia. Sino que parece la única unidad posible porque la misma vida de Dios, entendida de forma trinitaria, es ya una unidad de este tipo. La diversidad humana es parte del modo en el que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios.

Así, formulado de un modo quizá exagerado, podríamos decir que no sería un principio católico extender la fe sin permitir incrementar la variedad de devociones, espiritualidades, formas litúrgicas y respuestas a la Encarnación. Esta es una exigencia que, a menudo, nosotros, en la Iglesia católica, no hemos respetado; pero con la que, también a menudo, hemos intentado convivir. Pienso, por ejemplo, en las grandes misiones jesuíticas en China e India al comienzo de la era moderna.

La ventaja para nosotros, los modernos, es que, al vivir en la estela de tan variadas formas de vida cristiana, ya tenemos ante nosotros un amplio campo de espiritualidades con el que compensar nuestra propia estrechez de miras y recordar que todos necesitamos complementar nuestra propia parcialidad en nuestro camino hacia la totalidad —este es el motivo por el que soy tan cauto con las posibles resonancias de un «catolicismo moderno» y con los posibles ecos de triunfalismo y autosuficiencia que residen en el adjetivo (¡añadidos a aquellos que suelen residir en el nombre!)—.

La cuestión no es ser un «católico moderno», si con ello empezamos a vernos (quizá de modo semiinconsciente y subrepticio) como los últimos «católicos completos», englobando y superando a nuestros antepasados menos avanzados (una poderosa connotación que deriva, en gran parte, del uso contemporáneo de la palabra moderno2). Más bien la cuestión es, tomando nuestra civilización moderna como una más entre las grandes formas culturales que van y vienen en la historia de la humanidad, entender qué significa aquí ser cristiano, encontrar nuestra auténtica voz en el eventual coro católico, intentar hacer en nuestro tiempo y lugar lo que Matteo Ricci procuró hacer en China hace cuatro siglos.

Soy consciente de cuán extraño e incluso extravagante puede parecer tomar como modelo a Matteo Ricci y el gran experimento jesuita en China. Mantener esta postura en la actualidad parece imposible por dos razones opuestas. En primer lugar, estamos demasiado cerca. En muchos aspectos, esta aún es una civilización cristiana o, al menos, una sociedad con muchos fieles. ¿Cómo podemos comenzar desde el punto de vista del extranjero que, de forma inevitable, era el punto de vista de Ricci?

Pero, en segundo lugar, inmediatamente después de haber dicho esto, debemos recordar todas aquellas facetas de la cultura y del pensamiento modernos que se esfuerzan en definir la fe cristiana como aquello que debe superarse y dejarse en el pasado si queremos que la ilustración, el liberalismo y el humanismo prosperen. Con esta imagen en mente, no es difícil sentirse como un extranjero. Sin embargo, por esta misma razón, el proyecto de Ricci puede parecer totalmente inapropiado. Ricci se enfrentó a otra civilización, una construida, en gran parte, en la ignorancia de la revelación judeocristiana; así que la cuestión que podríamos plantear aquí es cómo adaptar el mandato a nuevas direcciones. Considerar la modernidad desde su aspecto no cristiano significa, generalmente, considerarla como anticristiana, como excluyendo deliberadamente el kerigma cristiano. Entonces, ¿cómo podemos adaptar el mensaje ante su negación?

Visto desde nuestro tiempo, el proyecto de Ricci nos parece extraño por dos razones aparentemente incompatibles. Por una parte, nos sentimos como en casa aquí, en esta civilización que ha surgido desde la cristiandad. Entonces, ¿por qué tenemos que esforzarnos en comprenderla? Por otra parte, todo lo que es ajeno al cristianismo parece implicar su rechazo. Entonces, ¿cómo podemos pensar en adaptarlo? Dicho de otra forma, el proyecto de Ricci conlleva la difícil tarea de hacer nuevas discriminaciones. ¿Qué representa una diferencia humana válida en la cultura? ¿Qué es incompatible con la fe cristiana? La famosa controversia de los ritos chinos planteó estas cuestiones. Pero, para la modernidad, parece que las cosas están claramente dispuestas: lo que está en continuidad con nuestro pasado es legítima cultura cristiana y el novel giro secular simplemente es incompatible. No parece necesaria ninguna investigación adicional.

Ahora bien, pienso que esta doble reacción, con la que fácilmente nos sentimos tentados, es bastante errónea. La idea que me gustaría defender, si puedo resumirla en pocas palabras, es que en la cultura secular moderna se encuentran mezclados los auténticos desarrollos del Evangelio de un modo de vida encarnado con un cierre hacia Dios que niega el Evangelio. Al romper con las estructuras y creencias de la cristiandad, la cultura moderna impulsó ciertas facetas de la vida cristiana mucho más lejos de lo que nunca habían sido o podrían haber sido llevadas a cabo dentro de la cristiandad. En relación con las anteriores formas de cultura cristiana, tenemos que enfrentarnos a la humillante comprensión de que la ruptura fue una condición necesaria para el desarrollo.

Por ejemplo, la política liberal moderna se caracteriza por la defensa de los derechos humanos universales —el derecho a la vida, a la libertad, a la ciudadanía, a la autorrealización—; derechos que son considerados como radicalmente incondicionados, es decir, que no dependen de cosas como el género, la pertenencia cultural, el desarrollo de la civilización o la alianza religiosa, que los habían limitado en el pasado. Mientras siguiésemos viviendo dentro de los términos de la cristiandad —es decir, dentro de una civilización en la que las estructuras, las instituciones y la cultura reflejasen la naturaleza cristiana de la sociedad (incluso en la forma no confesional de los tempranos Estados Unidos)—, no podríamos haber alcanzado esta radical incondicionalidad. En este sentido, es difícil para una sociedad «cristiana» aceptar la plena igualdad de derechos de los ateos, de las personas de una religión extraña o de aquellos que violan lo que parece ser el código moral cristiano (por ejemplo, los homosexuales).

No se trata de que tener una fe cristiana te haga pequeño o intolerante, como afirman los militantes no creyentes; aunque también tenemos nuestra cuota de fanáticos y extremistas, pero no somos los únicos en esto. El auge de ciertas formas de ateísmo militante en este siglo está lejos de ser tranquilizador. No, la imposibilidad no radica en la misma fe cristiana, sino en el proyecto de la cristiandad: en el intento de unir la fe a una forma de cultura y a un modelo de sociedad. Hay algo noble en el intento; de hecho, se inspira en la misma lógica de la Encarnación que, tal y como mencioné antes, se esfuerza por entrelazarse cada vez más con la vida humana. Pero, como proyecto que ha de realizarse en la historia, está definitivamente condenado al fracaso e, incluso, amenaza con convertirse en todo lo contrario.

Esto es así porque la constitución de una sociedad humana en la historia implica inevitablemente coerción (al menos como sociedad política, pero también de otros modos), presión hacia la conformidad y algún tipo de confiscación de ideales superiores en pro de intereses estrechos, entre otras imperfecciones. Nunca puede darse una total fusión entre la fe y una sociedad particular, y el intento de lograrla es peligroso para la fe. Algo de esto se reconoció desde el comienzo del cristianismo al diferenciar Iglesia y Estado. Desde entonces, las diversas construcciones de la cristiandad se veían con desagrado, como los intentos posteriores a Constantino de acercar el cristianismo a otras formas predominantes de religión, donde lo sagrado estaba ligado y era apoyado por el orden político. Del proyecto de la cristiandad se puede decir mucho más que lo que esta sentencia desfavorable permite. Sin embargo, este proyecto corre el peligro de convertirse en una paródica negación de sí mismo.

Afirmar que la plenitud de la cultura de derechos no se podría haber logrado bajo el cristianismo no significa señalar una especial debilidad de la fe cristiana. De hecho, el intento de poner alguna filosofía secular en el lugar de la fe —como el jacobinismo o el marxismo— apenas ha conducido a mejores resultados (en algunos casos, ha llevado a resultados espectacularmente peores). Esta cultura de derechos pudo prosperar allí donde la envoltura de la cristiandad se rompió y ninguna filosofía singular ocupó su lugar, al tiempo que la esfera pública se convirtió en el lugar de competición de las visiones fundamentales.

Tampoco me parece que la moderna cultura de derechos esté perfectamente bien tal y como está. Al contrario, presenta muchos problemas. Volveré sobre esta idea más adelante. Pero, pese a todos sus inconvenientes, ha producido algo bastante notable: el intento de invocar al poder político en contra de un criterio de requisitos humanos fundamentales aplicados universalmente. Como ha declarado el actual papa [Juan Pablo II], es imposible que la conciencia cristiana no se agite ante esto.

Este ejemplo ilustra la tesis que estoy intentando argumentar. En algún momento, a lo largo de los últimos siglos, la fe cristiana fue atacada y, finalmente, destronada desde dentro del cristianismo. En algunos casos fue gradualmente destronada, sin ser frontalmente atacada (como en gran parte de los países protestantes); pero este desplazamiento también significó marginación, pues hizo de la fe algo irrelevante para grandes segmentos de la vida moderna. En otros casos, la confrontación fue amarga, incluso violenta, y al destronamiento lo siguió un largo y vigoroso ataque (por ejemplo, en Francia y en España, es decir, en gran parte de los países católicos). En cualquiera de estos casos, el proceso no resulta particularmente reconfortante para la fe cristiana. A pesar de ello, tenemos que aceptar que este proceso fue el que hizo posible lo que ahora reconocemos como un gran avance de la penetración práctica del Evangelio en la vida humana.

¿Adónde nos lleva todo esto? Bueno, es una experiencia humillante, pero también liberadora. El lado humillante nos lo recuerdan nuestros colegas seculares más agresivos: «es una suerte que el programa ya no está siendo ejecutado por los cristianos o regresaríamos a los tiempos de la Inquisición». El lado liberador llega cuando reconocemos la verdad que hay en esta afirmación (aun siendo una formulación exagerada) y cuando extraemos las conclusiones adecuadas. Solo alcanzamos este tipo de libertad, en gran parte fruto del Evangelio, cuando nadie (es decir, cuando ninguna perspectiva particular) ejecuta el programa. Debemos agradecer a Voltaire, entre otros, habernos mostrado (no necesariamente a sabiendas) esta realidad y habernos dado la oportunidad de vivir el Evangelio de un modo más puro, libres de ese continuo y sangrante forcejeo de conciencia que fue el pecado y la plaga de todos aquellos siglos «cristianos». El Evangelio estaba destinado a destacarse sin armas. Ahora, hemos podido acercarnos a este ideal —con un poco de ayuda por parte de nuestros enemigos—.

¿Reconocer nuestra deuda significa que tenemos que permanecer en silencio? No, en absoluto. Esta libertad, que es apreciada por muchas personas por distintas razones, también tiene su significado cristiano. Por ejemplo, es la libertad de llegar a Dios por uno mismo o, dicho de otro modo, impulsado solo por el Espíritu Santo, cuya voz apenas audible se escuchará mejor cuando los altavoces de la autoridad armada estén en silencio.

Esto es así; pero es posible que los cristianos se muestren reticentes a articular este significado para que no se les acuse de que, de nuevo, están intentando imponer un significado (autoritario). En tal caso, pueden estar haciendo un flaco favor a esta libertad, porque no son los únicos en hacerlo, aunque suelen ser más propensos a discernir que sus compatriotas seculares.

El hecho de que la libertad se haya administrado mejor en una situación en la que ninguna visión está al cargo —es decir, una situación lograda por la relativa debilidad del cristianismo y por la ausencia de cualquier otra perspectiva trascendental fuerte3— parece acreditar la idea de que la vida humana está mejor sin una visión trascendental. En este caso, el desarrollo de la libertad moderna se identifica con el auge de un humanismo exclusivo —esto es, un humanismo basado exclusivamente en una noción del florecimiento humano que no reconoce objetivos válidos más allá de él—. La fuerte sensación, que continuamente surge, de que hay algo más, de que la vida humana apunta más allá de sí misma, se tilda de ilusión y se la considera peligrosa. La convivencia pacífica de las personas en libertad llega a entenderse como consecuencia del menguar de las visiones trascendentales.

Para un cristiano, esta perspectiva parece sofocante. ¿Realmente tenemos que pagar este precio —un tipo de lobotomía espiritual— para disfrutar de la libertad moderna? Nadie puede negar que la religión genera peligrosas pasiones, pero esta no es toda la historia. El humanismo exclusivo también conlleva grandes peligros que permanecen inexplorados en el pensamiento moderno.

El futuro del pasado religioso

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