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INTRODUCCIÓN

César Covo nació en Sofía, Bulgaria, en 1912, cuatro años después de que Bulgaria se independizara del Imperio turco. Su padre, impresor, era miembro de la comunidad judío-sefardí cuyos antepasados habían sido expulsados de España en 1492 y tuvieron que refugiarse en Salónica. La familia había obtenido la nacionalidad francesa desde los tiempos de Napoleón, lo que hizo que César estudiara en el Colegio La Salle francés, de los Hermanos de las Escuelas Cristianas.

Cuando la crisis económica de 1929 –acompañada por una grave situación política– azota a Bulgaria, la familia decide trasladarse a París. César tiene 18 años y hace el servicio militar en la Caballería. Poco después se implica en los movimientos huelguísticos y manifestaciones frecuentes de aquellos años; es la escuela social que le conduce a ingresar en el Partido Comunista Francés (PCF). Cuando en julio de 1936 se produce el golpe de Estado de los generales españoles César decide ir a España a luchar con los republicanos. No lo conseguirá hasta que el Partido Comunista Francés promueva el alistamiento de voluntarios que formarán, en octubre, las Brigadas Internacionales.

César está entre los primeros en acudir y se integrará en la Compañía Balcánica de la XII BI, comandada por el búlgaro Cristo Cristoff (o Jristov). Inicialmente esta compañía pertenece al batallón Thaelmann, pero desde diciembre pasará al batallón Dombrowski, donde participará en las operaciones de Boadilla (diciembre) y de Mirabueno-Almadrones (enero de 1937).

Poco después, debido a sus conocimientos de idiomas, es reclamado como intérprete del asesor ruso de la brigada del Campesino. Es precisamente con esta unidad con la que afronta las batallas del Jarama y Guadalajara, en la que resulta herido (marzo de 1937). Esto inaugura un largo periplo por los hospitales republicanos hasta ser repatriado a finales de 1938. Su lesión le impedirá estar activo para acciones de primera línea.

Tras la derrota francesa ante el ejército nazi, César pasa a la Resistencia y se integra en un grupo del MOI (Mano de Obra Inmigrante). Su principal trabajo es proporcionar papeles falsos a los miembros clandestinos de la Resistencia, aunque también colabora en los preparativos de las acciones de sabotaje. Cuando se produce el levantamiento en París contra las autoridades nazis (agosto de 1944) César estaba en las barricadas.

Al finalizar la guerra participa en la creación de una agencia de prensa y de la revista París-Sofía, y durante unos años trabaja en la embajada de Bulgaria en París. Poco a poco se va desencantando con el mundo burocrático que le rodea, lejos de sus ideales de comunismo igualitario y, casi, libertario. Paralelamente comienza a reflexionar sobre su compromiso en el PCF y sobre el papel desempeñado por la URSS al comienzo de la guerra, cuando firmó el pacto nazi-soviético. «En Francia estábamos convencidos de que la lucha contra el fascismo debía continuar. Más tarde nos dimos cuenta de que los soviéticos no eran verdaderos comunistas y de que el cambio de mundo no se podía hacer con ellos». César Covo dejó el PCF en 1955.

Por esos años, trabajando en la embajada de Bulgaria en París, conoce a una joven mecanógrafa que se convertirá en su esposa. «Ella era creyente, iba a misa todos los domingos y el Partido no lo veía con buenos ojos». Esa fue la gota que colma el vaso; envía a paseo a la embajada y al Partido y monta una imprenta. El resto de su vida no cesa de reivindicar y difundir la gesta solidaria de las Brigadas Internacionales, no sin ocultar sus agudas críticas a ciertos aspectos con los que no comulgaba. Fruto de esta lucha por la memoria fue la publicación de este libro que ahora tenéis en vuestras manos: La guerre, camarade! Publicado en francés en 2005 y pronto agotado.

Hace unos años Salomé Santa Cruz propuso editar el libro en español y nos pusimos a trabajar con ilusión. Diferentes circunstancias retrasaron la culminación del proyecto, que, finalmente, ha llegado a buen puerto.

ALGUNAS PALABRAS SOBRE ESTE LIBRO

César pertenece a esa categoría de personas que se caracterizan por su rabioso amor a la libertad. Como heredero de la cultura sefardí, mantuvo una querencia especial por el Sefarad de sus ancestros, lo que no fue ajeno a ese impulso que le llevó a España en 1936. Pero su formación fue más compleja: al judaísmo «laico» de su familia se unió la veneración por la Francia napoleónica (a la que agradecieron el otorgamiento de la nacionalidad francesa) y una educación formal en el colegio católico francés de La Salle. Todo ello constituyó el bagaje cultural de partida que se iría tamizando a lo largo de su prolongada vida (102 años).

Estas memorias de guerra parten de un leitmotiv que César repite machaconamente y da título a su libro: «¡Es la guerra, camarada!». Es decir, lo que le ocurre a él, como a los miles de internacionales y a los combatientes republicanos, no es sino la consecuencia fatal del hecho dramático y traumático de la guerra de agresión que los generales sublevados, con el apoyo de Hitler y Mussolini, imponen al pueblo español. Siendo la guerra el mal radical, a César no le toca otra que asumirla con todas sus consecuencias, unas más gloriosas, otras más absurdas o indeseables. Por eso deja claro desde el principio a qué ha ido a España: «Vamos a contribuir al derrumbamiento de este mundo podrido y al nacimiento de un mundo justo y en paz. La justicia que nunca reinó aquí abajo será desde ahora la regla para todos, para todos los ilegales, para todos los expulsados, para todos los perseguidos, para todos los reprobados».

Es un planteamiento radical, revolucionario. Pocas veces habla César de la defensa de la República; las más de las veces habla de la ayuda al pueblo español en su lucha contra el poder establecido. Como comunista hecho a sí mismo, pero conociendo el mundo del que proviene, entiende que el comunismo es la solución al guirigay de religiones e injusticias:

En conclusión, como las religiones antiguas resultaban irreconciliables, la única solución aceptable y satisfactoria parecía ser la que clama el advenimiento de un hombre nuevo en un mundo de justicia. Un mundo en el que ya no seríamos judíos, cristianos, musulmanes o budistas, sino ciudadanos del mundo de pleno derecho, con oportunidades iguales.

Pero en la guerra no cuentan solo los fines sino los medios, y ahí es donde se notan más las divergencias de este joven comunista que podríamos etiquetar en cierta manera de «libertario», ya que no acabó de aceptar la lógica de una guerra convencional:

Para luchar contra un ejército regular, nosotros también debemos contar con un ejército estructurado, disciplinado, unificado. Esta creencia nos la machacan muy a menudo, tal vez demasiadas veces; y es que a la larga nos fastidia saber que somos un ejército como los demás, cuando nosotros nos consideramos combatientes revolucionarios.

Esta es la razón por la que a lo largo del libro se mofa con frecuencia del papel jugado por los que él llama «mexicanos», los militantes de la Internacional Comunista (Comintern) que vienen a España para estructurar las unidades internacionales, que tenían unos componentes lingüísticos, políticos y culturales bien dispares. Aunque hay que valorar la positiva aportación de los «mexicanos» al proceso de formación y consolidación de las Brigadas Internacionales, tampoco hay que ignorar u ocultar los casos de prepotencia y abusos que a veces produjeron:

Hay uno que viene de Moscú, uno de aquellos que habíamos recibido como si fuesen superhombres, los líderes que debían conducirnos a la victoria. El «mexicano» en cuestión, rebosante de seguridad, locuaz y rodeado por algunos jóvenes yugoslavos, mantiene a su público subyugado con el relato de sus «hazañas».

Uno de esos abusos eran las diferencias salariales entre el simple soldado y los oficiales, diferencias que escandalizaban a César y otros muchos. Ya al final de su estancia en España se encuentra con un grupo de estos:

Todos son oficiales, están bien vestidos, bien alimentados, y bien ociosos; todos «mexicanos» con buen aspecto. Con curiosidad acogen al recién llegado, que, andando con dificultad y ayudándose de dos bastones, les informa de que no tiene nada que ver con ellos. Con sus preguntas intentan «desmenuzar» al intruso, a sopesarlo, a evaluarlo. Al final descubren que es un franco-búlgaro, entonces viene la pregunta test, que consideran pregunta trampa: «¿Has visto?, tus franceses han puesto objeciones al sueldo de los oficiales» (este es tres o cuatro veces el de los soldados). Esta diferencia de sueldo había sido muy mal recibida por el conjunto de los internacionales, pero son los franceses los que más se habían resistido, y durante más tiempo.

De manera parecida habla César de los rusos, los tovaritchs. En una conversación que mantiene con uno de esos asesores, el asignado a la brigada del Campesino, se atreve a decirle: «Otra cosa, soy miembro del Partido desde hace varios años y, como TÚ bien sabes, en el Partido nos tuteamos». Y prosigue:

Ahora sí que el tovaritch se siente incómodo; queda claro que el mundo capitalista es muy complicado: el subordinado no se subordina y –resulta evidente– no aprecia la suerte que tiene de estar supeditado a un oficial del ejército soviético. No solo se dirige a él de igual a igual, sino que se expresa sin el comedimiento obligado a la jerarquía.

Pero no son estos aspectos los principales de su experiencia española, aunque la empañen en parte. César tiene claro a qué ha venido y sabe que tiene que arrostrar todas las inclemencias de la guerra. Así, cuando recuerda los duros combates de la Casa de Labor en noviembre de 1936 (capítulo 5. Casa de Campo) escribe:

Lo que nos hace resistir es el hecho de estar aquí por voluntad propia. Sí, somos voluntarios. Nosotros decidimos venir. Y sin embargo, en nuestro fuero interno, cada uno de nosotros intenta desesperadamente acallar al ángel malo que no deja de recordarnos la vida apacible y tranquila, incluso feliz, que llevábamos del otro lado de los Pirineos hace tan solo unos días […] Con esos desvaríos insidiosos y el miedo en las tripas, hay que aguantar de pie o tumbado, según el caso, con el fusil en la mano. Sí, hay que resistir cueste lo que cueste y evitar contagiarles el miedo a los demás. Si bien es cierto que los demás no necesitan que nadie les contagie nada, pues cada uno ya padece lo suyo.

Y de todas las vivencias, claro, la peor es la muerte del compañero, que se repite con una cadencia infernal:

Ha llegado el momento de asistir a la ceremonia fúnebre de los primeros caídos. Qué duro es, a los veinte años, contemplar un objeto inerte, ya tieso, con las manos ensangrentadas y crispadas sobre el pecho, como si quisiera, desde el más allá, impedir el estallido de un shrapnel que le ha socavado las costillas. Desde luego que vengaremos su muerte; pero, mientras tanto, lo tendemos en el hoyo que él mismo cavó, profundizado, claro está, por sus camaradas.

Pero todo ello tiene un sentido; han venido a echar una mano y ya no hay marcha atrás. Por el contrario, existe el orgullo del papel jugado en esos primeros meses de resistencia a las embestidas fascistas:

Resulta inimaginable que el ser humano pueda seguir un ritmo de vida semejante. Y sin embargo, esa ha sido nuestra realidad cotidiana durante días, semanas y meses, con algunos intervalos de descanso. Así hicimos creer a los franquistas desde 1936 que éramos decenas de miles. Estábamos por todas partes. Nuestros ataques sorpresa los desconcertaban; su radio informaba con rabia de los estragos de aquellos «rufianes internacionales» que desplegaban ataques simultáneos por doquier. Y eso que solo éramos tres batallones. Nos enorgullecía ser tan temidos.

En cuanto a sus relaciones con la gente de España, cabe destacar una escena –que presenta en el capítulo 7– que refleja la prudencia de los internacionales y la mutua admiración que existe entre estos y la gente del pueblo. Se produce tras la batalla de Boadilla, cuando el batallón se retira a un pueblito cercano a El Escorial:

Hemos llegado sin bombo ni platillo, pero también sin intendencia […] Pero aquí no hay tiendas abiertas, bueno, ni abiertas ni cerradas, y estos campesinos apenas tienen para sobrevivir ellos, y nosotros somos una caterva de hambrientos. Y además no nos sentimos con ánimo para pedirles nada. Sin embargo, ellos se dan cuenta que llevamos ahí desde por la mañana, que el tiempo pasa, y que algunos de nosotros, más previsores, han sacado de su mochila un mendrugo de pan.

Uno de los chicos se aleja, el otro se queda para mantener la conversación, tan contento de codearse con franceses. Al cabo de un rato, su compañero vuelve, la cara resplandeciente y, discretamente, susurra algo al mayor. Este, reticente, explica que no son ricos. Que su casa no es muy grande. Que no pueden invitar a todo el mundo. Pero que para nosotros cuatro sería un gran placer. Y sin esperar la respuesta nos arrastran hasta la entrada de su casucha. En su interior, necesitamos un tiempo para acostumbrarnos a la penumbra, ya que solo una escasa llama de la chimenea alumbra la habitación. Nos invitan a sentarnos alrededor de la mesa, solo nosotros cuatro; mientras que los dos chicos, la «madre» y alguien más… se quedan de pie detrás de nosotros.

Para finalizar, en un relato como este no podían faltar las referencias a los judíos, un colectivo excepcional que sumó cerca de nueve mil voluntarios procedentes de casi todos los países y con mentalidades muy diversas. Ya al comienzo del libro, al narrar el viaje a España, mantiene César una conversación en la que un compañero le espeta: «Algunos camaradas militan muy bien hasta que surge el peligro y se apartan. Pero no se debe generalizar, tú, por ejemplo, has venido. Aunque también es verdad que algunos camaradas judíos solo son revolucionarios de boquilla. Por eso nos alegramos de que estés aquí». Y César reflexiona: «Así que era eso… El condenado asunto de ser judío».

Pero será en el capítulo 7 cuando César confronte su mentalidad «laica» con el judaísmo más hermético de otros grupos:

De todas las unidades de la brigada, solo la sección judía de los polacos se empeña en tener una actividad autónoma, o al menos mantenerse en un grupo distinto, sin dejar de pertenecer a la formación polaca, pero como unidad independiente, con un comandante judío. Esto sorprende bastante en las otras formaciones donde también hay judíos internacionales en el conjunto de los efectivos, sin que por eso se cree el menor litigio. Hay hasta judíos y árabes de Palestina combatiendo codo a codo. Esto resulta incomprensible para los judíos polacos, que no se imaginan poder convivir y actuar con los demás polacos. No conciben, lo que es evidente, que en las otras formaciones haya judíos, sin que ello resulte problemático. Porque en el grupo de polacos, con ese aislamiento, y a pesar de la vigilancia de los responsables políticos, siempre suele haber enfrentamientos, litigios que degeneran en peleas, con insultos como «judíos asquerosos».

Sin embargo, la sección judía pone un punto de honor al presentarse voluntaria para todos los golpes duros, y les da mucha rabia no poder igualar a los otros polacos en la acción, arrastrándose hacia las posiciones enemigas sin producir alarma o, cuando se aborta una operación, poder correr tan deprisa y durante tanto tiempo como ellos.

En definitiva, César sabe bien por qué lucha, y eso le lleva a mantener una coherencia indudable, una positiva adaptación al medio ambiente bélico. Por ello confesará:

La guerra es una cosa inhumana y contra natura. Pero es ahí donde me he descubierto a mí mismo y me he encontrado, donde me he conocido y reconocido. He constatado con asombro que me gustaba, me sentía vivir libre al contacto con la naturaleza. Vivir libre y despreocupado, solo había que caminar y esconderse frente al enemigo. Los días eran desmesuradamente largos y variados. Quiero decir que en un día pasaban tantas cosas que parecía multiplicarse. Los camaradas eran auténticos, cualquiera de ellos; a pesar de sus defectos, sus carencias y a pesar de la relativa distancia intelectual entre unos y otros, el ambiente estaba impregnado de un sentimiento de camaradería.

Coherencia que no le induce a ocultar aquello que a él le parecía injusto. Esto es precisamente el mayor mérito de este libro: su sinceridad y su tono. Un tono narrativo de gran plasticidad, veteado por comentarios llenos de una ironía generalmente compasiva, no mordaz. Todo esto permite mantener muy vivo el interés de la lectura. Son muchos los aspectos humanos de la guerra los que César desvela. Sus memorias no contribuyen tanto a completar el relato cronológico-militar de la guerra, cuanto a mostrar el lado más escondido de su trastienda, así como las complejas interacciones humanas que a su calor se desarrollaron. Esta es su principal aportación al conocimiento y valoración de aquellos «Voluntarios de la Libertad», aunque él, probablemente, hubiese preferido ser llamado «luchador por la justicia y la igualdad».

SEVERIANO MONTERO BARRADO

Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales

¡Es  la guerra, camarada!

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