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La anatomía de la atención

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Los fundamentos básicos. Cuando nos concentramos en medio del ruido, manifestamos nuestra capacidad neuronal de dirigir la atención hacia un solo objetivo, ignorando simultáneamente un inmenso aluvión de datos. Eso es lo que William James, uno de los fundadores de la psicología moderna, quería decir cuando definió la atención como ‘la toma de posesión, por la mente, de un modo claro y vívido, de uno entre varios objetos o cadenas de pensamientos simultáneamente posibles’.

Hay dos tipos de distracción, la sensorial y la emocional. Los distractores sensoriales son muy sencillos y nos ayudan, por ejemplo, a dejar de prestar atención, mientras leemos, a los márgenes blancos que enmarcan el texto.

Más problemáticas resultan las distracciones asociadas a estímulos emocionalmente cargados. Aunque pueda resultar sencillo concentrarse en responder un correo electrónico, en medio del bullicio de una cafetería, basta con oír, por ejemplo, que alguien pronuncia nuestro nombre, para que ese dato acabe convirtiéndose en un señuelo emocionalmente tan poderoso que nos resulte casi imposible desconectarnos de la voz que acaba de pronunciarlo.

Por eso, el principal reto al que, en este sentido, todos nos enfrentamos procede de la dimensión emocional de nuestra vida, como el reciente choque que acabamos de tener con un conocido y cuyo recuerdo no deja de interferir en nuestro pensamiento. Todos esos pensamientos afloran por una buena razón, obligándonos a prestar atención a lo que tenemos que hacer y a lo que nos está molestando. La línea divisoria entre la especulación infructuosa y la reflexión productiva reside en si nos acerca a alguna solución o comprensión provisional que nos permita dejar atrás esos pensamientos o nos mantiene, por el contrario, obsesivamente atrapados en el mismo bucle de preocupación.

No es de extrañar que, como la atención nos obliga a desconectar de las distracciones emocionales, los circuitos neuronales de la atención selectiva incluyan mecanismos de inhibición de la emoción. Esto significa que las personas que mejor se concentran son relativamente inmunes a la turbulencia emocional, más capaces de permanecer impasibles en medio de las crisis y de mantener el rumbo en medio de una agitación emocional.

Cuanto más fuerte es nuestra atención selectiva, más profundamente podremos sumirnos en lo que estemos haciendo (ya sea que nos veamos conmovidos por una escena muy emocionante de una película o un pasaje de una poesía muy estimulante). La concentración sume a las personas en YouTube o en su trabajo hasta el punto de hacerles olvidar la algarabía que las rodea… o las llamadas de sus padres avisándoles de que la cena está servida.

Podemos, en medio de una fiesta, descubrir a las personas concentradas: son aquellas capaces de zambullirse en una conversación, con los ojos fijos en su interlocutor, como si estuviesen absortos en sus palabras, independientemente de que, a su lado, vociferen los Beastie Boys. La mirada de los no concentrados, por el contrario, deambula a la deriva de un lado a otro, en busca siempre de algo a lo que aferrarse.

¿Le gusta lo que hace? La mayor parte del tiempo, las personas están estresadas o aburridas y solo de manera ocasional experimentan lapsos en los que aman y están plenamente absortos en lo que hacen. Esto se conoce como el estado de flujo.

Una de las claves para intensificar nuestra conexión con este estado consiste en sintonizar lo que hacemos con lo que nos gusta, como sucede en el caso de quienes tienen la inmensa fortuna de disfrutar de su trabajo. Las personas con éxito son, independientemente del entorno considerado, las que han sabido dar con esa combinación.

Son varias, además del cambio de profesión, las puertas de acceso al flujo. Una de ellas consiste en acometer tareas cuya exigencia se aproxime, sin superarlo, al límite superior de nuestras habilidades. Otra vía consiste en hacer algo que nos apasione, porque el estado de flujo se ve impulsado por la motivación. El objetivo último, en cualquiera de los casos, consiste en alcanzar la concentración plena, porque la concentración, independientemente de la forma en que la movilicemos o del modo en que lleguemos a ella, favorece el flujo.

El estado cerebral óptimo para llevar a cabo un buen trabajo se caracteriza por la armonía neuronal, es decir, por la elevada interconexión entre diferentes regiones cerebrales. Los circuitos necesarios para la tarea en curso se hallan, en ese estado, muy activos, mientras que los irrelevantes, por el contrario, permanecen en silencio, lo que favorece la conexión del cerebro con las exigencias del momento.

Las investigaciones realizadas en el entorno laboral ponen de relieve que la gente se halla en estados cerebrales muy diferentes. Fantasean, pierden el tiempo navegando por la web o se limitan a hacer lo imprescindible. Su atención está muy dispersa. Y esa indiferencia y falta de compromiso se encuentran, especialmente en los trabajos poco exigentes y repetitivos, muy extendidas.

Otro grupo considerable, por el contrario, se halla atrapado en un estado que los neurobiólogos denominan “agotamiento extremo”, en el que el estrés continuo inunda su sistema nervioso con oleadas de cortisol y adrenalina. De ese modo, su atención no se centra tanto en su trabajo, sino que se fija obsesivamente en sus preocupaciones, un estado que suele desembocar en el llamado burnout (quemado).

El acercamiento al estado de flujo de los trabajadores desmotivados requiere intensificar la motivación y el entusiasmo, evocar una sensación de objetivo y agregar una pizca de presión.

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