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A primera vista

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El gran lago de Texcoco se descubre en el fondo. Las tropas de Hernán Cortés, organizadas en guarniciones de soldados con espada, lanza y arcabuz, ocupan en toda su longitud las calzadas de Tacuba, Guadalupe y San Antonio. Su estrategia es conso­lidar un avance envolvente sobre México-Tenoch­ti­tlan a fin de sitiarla y, con ello, poner fin a la resistencia indígena comandada por Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica. En un despliegue desigual, tanto por la protección que otorgan las armaduras y los yelmos como por la presencia de los capitanes a caballo en la retaguardia, el contingente español hace alarde de sus estrategias militares, lo mismo en tierra que sobre el agua, donde el ritmo constante del remo de los bergantines alcanza rápidamente las canoas de los guerreros mexicas.

Los hombres de piel parda y rojiza, cabellos oscuros, largos y atados arriba de la cabeza de acuerdo con su dignidad y rango, se arrojan iracundos a enfrentar a los invasores. No es sólo el color de su piel lo que contrasta con el brillo argento de los combatientes europeos, sino también el fulgor dorado de sus atavíos y las plumas iridiscentes que componen los faldellines y los trajes de los guerreros águila. Se completa así el imaginario de las comunidades americanas que están a punto de perder la guerra.

Las macanas de obsidiana o macahuitl, las lanzas, los arcos y las flechas, configuran una ola humana en movimiento defensivo, sobre todo alrededor del gran cu —como se le llamaba en los tiempos de la conquista al templo dedicado a Huitzilopochtli en la plaza de Tlatelolco—. Este lugar sagrado, el último reducto de las milicias indígenas, fue descrito por Bernal Díaz del Castillo como el mayor templo de la ciudad, una pirámide de 114 gradas con una gran plaza al frente (figura 1).


Figura 1. Autor anónimo, El encuentro de Cortés y Moctezuma, finales del siglo xvii, óleo sobre tela, Jay I. Kislak Collection, Rare Book and Special Collections Division of the Library of Congress, Washington, D. C.

En la pintura, el recinto sagrado ocupa el lugar del punto de fuga, ubicado arriba y en el centro de la composición, es decir, hacia donde converge la mirada después de un recorrido circular por la historia narrada. Efectivamente, el inmenso cu está representado como el corazón de la ciudad, completando así una vista idealizada y, al mismo tiempo, metafórica de lo que fue México-Tenochtitlan.

La urbe mexica se ve como una serie de pequeños islotes interconectados a través de calzadas, cuyas edificaciones distribuidas de forma caótica hacen recordar las campiñas medievales europeas con sus torres cuadrangulares de paredes gruesas y los techos de madera. Las calles y las viviendas aparecen desoladas pues sus habitantes han salido a participar en las batallas o han huido hacia las afueras de la ciudad. No hay niños ni mujeres en la escena.

En la mente del pintor, la disposición de la ciudad de México de esa época se asemeja más a la configuración de los caseríos del Viejo Mundo pues carece de referentes visuales sobre las ciudades precolombinas. Llama la atención el énfasis en la representación de los islotes, ya que parece recrear las reseñas sobre la fundación de México-Tenochtitlan que fueron traducidas visualmente en la imagen que dio origen al plano que Hernán Cortés envió al emperador Carlos V con su “Segunda carta de relación”, publicada en Núremberg en 1524 (figura 2).


Figura 2. Mapa de México-Tenochtitlan encargado por Hernán Cortés para ilustrar su “Segunda carta de relación”. Núremberg, 1524. Colección Edward E. Ayer, Biblioteca Newberry, Chicago (Ayer 655.51 C8 1524).

Por la escalinata del gran templo caen los cuerpos de los sacerdotes asesinados y, en lo alto, el adoratorio envuelto en llamas se contrapone a la figura del victorioso Pedro de Alvarado, quien ondea el estandarte carmesí de la monarquía española antes de clavarlo en el suelo, al tiempo que, jubiloso, levanta su espada simbolizando así la ocupación efectiva del territorio por las fuerzas cortesianas.

Este pasaje encuentra su contraparte discursiva en la esquina inferior derecha de la pintura, donde Hernán Cortés va pertrechado como caballero —con la armadura, la espada y el yelmo de plumas—, portando en la mano izquierda la bengala del rey, símbolo de Capitán General de los ejércitos españoles y, en este caso, también de los tlaxcaltecas aliados —“los nuestros”, como se lee en los textos que acompañan a las imágenes—. El elocuente énfasis en la figura de Cortés, caballero cristiano por excelencia que avanza heroico y convencido de su misión, se constituye como una cita más a las crónicas de la conquista, y en especial a las franciscanas, donde se identifica a Cortés como un estratega sagaz de invencible ánimo y un líder destinado a extirpar las idolatrías. Como Moisés que liberó al pueblo hebreo de la esclavitud de los egipcios, el propósito de esta representación es convertir al conquistador en un nuevo mesías; instrumento a través del que se cumpliría el plan divino de salvar a los indios de su gentilidad mediante la imposición del cristianismo.

En la esquina inferior derecha de la pintura se plasmó una cartela como si fuera un pliego de papel adherido al lienzo, la cual introduce textualmente a la escena: “Último combate de México”. Ahí se enlistan los personajes y los lugares que aparecen en la imagen. Este índice pictórico tiene un sentido ciertamente didáctico, pues ayuda a dirigir la atención del espectador y, sobre todo, pone énfasis en los personajes clave de la historia, haciéndonos ver que la gesta se ganó como resultado del trabajo colaborativo entre los cuatro capitanes: Cristóbal de Olid, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Hernán Cortés. Se confirma así que detrás de quien encargó la pintura hubo un mentor bien informado de las fuentes históricas y, en especial, de la crónica de Bernal Díaz del Castillo publicada en 1632.

Esta obra ocupa la séptima posición de una serie compuesta por ocho pinturas cuyo comienzo abarca la victoria de Hernán Cortés en Tabasco y el bautizo de las 20 mujeres entregadas a los españoles por los caciques indígenas, entre quienes se encontraba Marina, más conocida como la Malinche. La narración concluye con la captura de Cuauhtémoc. Llama la atención el esfuerzo de síntesis para la selección de los pasajes, tomando en cuenta que la Historia verdadera de Bernal Díaz del Castillo es copiosa en descripciones y anécdotas. Estas vistas contribuyeron en su tiempo, la última década del siglo xvii, a la construcción del imaginario que reivindicaba las hazañas de Cortés y el triunfo de la religión católica en la Nueva España.

Aunque no se conocen los datos precisos de su comisión, el consenso apunta a que las pinturas fueron hechas en la Nueva España por encargo de algún miembro de la élite local y pensadas como un presente de exportación. La historia de sus traslados refiere que fueron adquiridas entre 1663 y 1669 por sir Hugh Cholmley, procedentes de la captura de un galeón que iba de regreso a España. También es probable que las adquiriera para complementar el escenario de una puesta teatral sobre la conquista de México que patrocinó para agasajar a sus invitados en su residencia en Whitby, Reino Unido. Los cuadros se mantuvieron en la colección de la familia Cholmley, en Whitby, hasta que en 1954 fueron dados a conocer como parte de una exposición en México, como lo señaló Elisa Vargaslugo.

Hoy estos cuadros con escenas de la conquista se conservan en el fondo Jay I. Kislak de la Biblioteca del Congreso, en Washington, D. C. Ninguno tiene firma ni fecha, y su atribución a los artífices novohispanos sigue sujeta a la divergencia. Se les ha vinculado con talleres de éxito reconocido establecidos en la ciudad de México, entre ellos los de Antonio Rodríguez, Baltasar de Echave Rioja, Hipólito de Rioja y Manuel de Arellano. Y aunque su autoría sigue siendo dudosa, lo cierto es que los pintores que trabajaron en su ejecución tenían gran capacidad para la organización de las composiciones a través de la perspectiva aérea y el recurso de los corredores ópticos para conducir la mirada del espectador; dominaban los principios de la representación del paisaje, del manejo variado del color, así como de la verosimilitud en la imitación de las cualidades ópticas y de las texturas de las superficies. Llama la atención el cuidadoso detalle para simular las joyas, representar el brillo de las armaduras, los bordados y hasta la diferenciación de los tipos de plumas.

Con respecto a sus modelos, los historiadores han identificado algunas estampas que fueron empleadas por los artistas para componer la sucesión de eventos. Tres grabados impresos de Matthäus Merian (1593-1650), publicados en 1627 en su Iconum Bibliocarum, fueron adaptados al gusto local en las escenas de La entrada de Cortés en Tabasco, La noche triste y La batalla de Otumba, mientras que en la imagen de la toma de México-Tenochtitlan se emplearon libremente las composiciones originales del grabador florentino Antonio Tempesta (1555-1630), con escenas de batallas que debieron de circular en ediciones como la Historia de los siete infantes de Lara (1612).

Para configurar el arreglo del bando indígena, se ha propuesto que las referencias usadas por los artistas provenían de los imaginarios construidos durante las representaciones teatrales de las celebraciones festivas conocidas como “danzas del mitote”. Estas manifestaciones tenían un carácter propagandístico clave para la consolidación de las esferas de poder que articulaban la sociedad novohispana, y durante su práctica se actualizaban los festejos precolombinos en la memoria colectiva, fortaleciendo un sentido de identidad. Se sabe que desde el 13 de agosto de 1528 el ayuntamiento de la ciudad de México organizó una fiesta con montajes de teatro, danza y música para conmemorar la caída de la ciudad indígena, festejo en el cual se exhibía toda la parafernalia de las costumbres nahuas. Quienes personificaban a Moctezuma II, a los reyes indígenas aliados y a la Malinche, eran los actores centrales que contribuían a validar entre la comunidad la noción de que la sociedad colonial hundía sus raíces en un pasado lleno de riquezas y que esas tierras conformaban un reino antes de la conquista.

Otro testimonio que da cuenta de la celebración de este tipo de rituales es la representación que hacia el año 1600 organizaron don Juan Cano Moctezuma, hijo de Juan Cano de Saavedra (ca. 1502-1572), y doña Isabel Moctezuma (ca. 1510-1550), sucesora directa del emperador mexica. En ella, actores vestidos a la usanza indígena encarnaban personajes de la conquista y danzaban en la plaza mayor del virreinato novohispano, mientras la sociedad española disfrutaba de la fiesta, tal como lo describen los memoriales indígenas de Domingo Chimalpahin.

Efectivamente, al reflexionar sobre la construcción de estas imágenes de la conquista, se hace evidente su interrelación con la historia escrita pero también, y de manera preponderante, con las manifestaciones culturales intangibles de las sociedades virreinales. Estas sociedades revivían y usaban los eventos del pasado para manifestar sus denuncias y reclamos, para defender sus posiciones políticas y de identidad y, con ello, articular y negociar en torno a las estructuras subyacentes al orden social.

1521 en el arte barroco

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