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I

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Índice

No sé si he dicho en la primera parte de estos verídicos apuntes que Luis Portal, mi sensato, cuco y oportunista condiscípulo, era bastante feo y desgarbado, lo cual probablemente influía mucho en su manera de entender la vida y en su intransigencia para con los sueños, las ilusiones, la poesía, la pasión y demás cosas que dan interés a nuestro existir.

Tenía Portal el cuerpo cuadradote y macizo; las manos anchas; la pierna corta; la cabeza bien desarrollada, pero redonda cual perilla de balcón; el cuello gordo; los hombros altos; las facciones demasiadamente grandes para su estatura, de lo cual resultaba una facies nada vulgar, pero de mascarón de proa; una carofla, como le decían para hacerle rabiar, cuando era chico, sus compañeros en el Instituto de Orense. El claro entendimiento de Portal le inducía a sufrir con risueña cachaza las bromas relativas a su físico; pero el amor propio inherente a la condición humana debía de hacerle sentir a veces su aguijón, y lo revelaba, sin querer, en cierto afectado desprecio hacia la belleza masculina, y en las pullas que nos soltaba a los compañeros a quienes creía mejor tratados por la naturaleza.

Nunca había yo reparado la mala gracia y prosaico exterior de Luis como un día que vino a verme, hallándome ya convaleciente de la enfermedad que atrapé a la salida del teatro Real —y que no sé si debo llamar bronco-pneumonía, bronquitis capilar, laringitis aguda, pulmonía doble, o darle otro de los infinitos nombres que entretejen la complicada red de las afecciones de los órganos respiratorios—. Después de haber estado en verdadero peligro, alcanzando esas temperaturas altísimas más allá de las cuales el organismo se deshace y sobreviene la muerte, de pronto se inició franca mejoría, y ya me permitían levantarme un poco a las horas favorables, y permanecer al lado de mi mesita repantigado en una butaca. El día en que Portal vino a acompañarme —domingo por señas— estaba el cielo encapotado, cosa no frecuente en Madrid, y el camarada entró hasta mi habitación metido en luengo impermeable barato, de esos que apestan a azufre desde una legua. Oculto en aquella garita de tela rígida, con su esclavina, su capucha caída a la espalda y su hongo, Portal parecía más rechoncho y desairado, y el color bazo de la prenda se confundía con el moreno sucio de su gran cara. Esta, no obstante, irradiaba júbilo, que yo atribuí a la compra y estreno del impermeable, y así se lo dije al comprador.

—¡Qué tono nos damos! ¿Cuánto vales hoy con funda?

Portal sonrió, giró sobre sus tacones, se puso de perfil, se volvió de espaldas...

—¿No parece increíble que lo den por cuatro duros menos una peseta? ¡Y vengan chaparrones! Ya puede uno salir al campo, hacer cuantas expediciones quiera...

—Sí, pero no estar al lado de un amigo convaleciente. Hijo, eso huele a demonios —advertí sin fijarme en la rareza de que Portal, tan sedentario y comodón, soñase en hacer excursiones campestres cuando se necesita chubasquero.

Mi amigo salió a colgar en el perchero del recibimiento la prenda, y volvió, ya a cuerpo gentil, a sentarse cerca de mi sillón, dirigiéndome la pregunta clásica:

—¿Qué tal ese valor?

Abrí la válvula. ¡Necesitaba tanto explayarme! ¿Y con quién mejor que con Luis, el amigote conocedor de la rara historia de mi alma durante el período de un año?

—De la enfermedad, muy bien; a pedir de boca. Cada sorbo de caldo es vida que bebo. Ya puedo andar ¿ves? sin trémolos en las piernas ni telarañas en los ojos.

Hice la prueba: me puse en pie y di algunos pasos firmes, tropezando en seguida con la pared, pues mi cuarto era, como ustedes no ignoran, reducidísimo.

—¡Eh, pocas valentías!... A sentarse —ordenó Luis—. ¿De modo que hecho un héroe? ¿Con ánimos para todo?

—Según para qué —respondí, dejándome caer en la butaca y envolviendo las piernas otra vez en mi capa raída—. La carne va robusteciéndose; pero el espíritu... ps, ps.

La faz de Portal expresó claramente este signo ortográfico: «?».

—Tú no sabes las cosazas que yo soñé en los días de mayor gravedad, en los días del calenturón, de los treinta y nueve grados y muchas décimas... Soñé (pero mira que lo estaba viendo y oyendo tan claro como te puedo ver y oír a ti, si me hablas ahora) que la tití... ¿entiendes? la tití en carne y hueso me hacía mil caricias, me decía palabras tiernas así por lo bajo, me abrazaba, consentía que la abrazase... en fin, que teníamos resuelto el problema.

Portal continuaba mirándome, pensando tal vez: «Dejemos a este que desembuche. A ver en qué para.»

—Pues hijo —continué—, cesar el peligro y disiparse el sueño, fue todo uno. Mi tití ya es la de siempre: fuerte e inexpugnable, revestida de su deber lo mismo que de una cota de mallas. Cariñosa conmigo, sí; ¿pero qué? El cariño que nadie rehúsa a un enfermo, a no tener entrañas de fiera. ¡Nada de lo otro... nada! Así es que echo de menos la fiebre, y la antipirina, y las drogas puercas que me disponía nuestro paisano el doctorcillo Saúco, el cual me ha vuelto loco a fuerza de potingues. ¡Ay! Me papaba yo ahora un cuartillo de óxido blanco a trueque de oír alguna de aquellas palabritas de azúcar... o por soñar que las estaba oyendo.

Mi amigo se cogía la barbilla como quien reflexiona. Al fin resolló:

—¿Y estás bien seguro de que efectivamente no has soñado las demostraciones de la tití? ¡Cuando se tiene calentura alta!

—¿De cuándo acá me ilusiono yo tratándose de esta mujer?

—Baja la voz —advirtió el prudente orensano—. Pueden andar por el pasillo, y si nos oyen...

—Tienes razón —contesté poniendo la sordina—. Conste que no me ilusiono, ni hay tales carneros. Habré delirado, habré divagado; pero aquello... ni fue divagación ni delirio. Tan verdad como que ahora charlamos los dos aquí.

—Y después —interrogó Luis—, ¿nada?

—Nada absolutamente; ni esto.

Calló Portal un instante, y dándome suave palmada en el hombro, declaró con énfasis:

—Hijito, piensa bien si te es igual ser perdigón o aprobar las asignaturas. Si te es igual, sigue enamorado así, a lo don Quijote, de la fermosa Dulcinea; si no, manda a paseo figuraciones y delirios; trinca los libritos en cuanto estés bueno del todo... y a vivir. Desde que te amartelaste, hablas y obras lo mismo que si tuvieses dos mil duros de renta asegurados y siguieses la carrera por adorno. Mira que estamos en abril, y que una enfermedad retrasa. Ya sabes que nuestros arrenegados estudios son como las cabras del cuento de la pastora Torralba: si saltamos una cabra, hay que empezar el cuento otra vez. Aprende de mí; me descuidé el año pasado... ¡No volverá a suceder, juro a Dios, por muchas tentaciones que se me presenten!

Al hablar así, sonrisa misteriosa iluminó la amplia faz de mi amigo, y sus ojos, expresivos a fuerza de inteligencia, destellaron chispas de orgullo, lo mismo que si dijesen: «Tampoco por acá somos costal de paja, y tenemos nuestras aventuras como cada hijo de vecino.»

—Chacho —pregunté—, ¿qué pasa? ¿Hay gato encerrado?... ¿De cuándo acá secretitos para mí? ¿No te lo cuento yo todo?

La sonrisa de Portal se difundió por su gran cara, y más que sonrisa fue resplandor de alegría verdadera. Los hombres que tienen poco partido con las mujeres, sonríen así cuando pueden afirmar que han cautivado a una.

—¡Psh...! —respondió, alardeando de modesto y de discreto—, verás. Como se trata de una cosa tan particular, tan distinta de lo acostumbrado... No sé si te harás cargo... ¿eh? Porque es de lo que no abunda.

—Gracias por la brillante opinión que tienes formada de mis entendederas.

—No es eso, hombre... no es eso. Es que no estando en pormenores...

—Bueno cállatelo si te da la gana, pero no me vengas con músicas. A fe que si quieres explicarte...

—Pues procuraré enterarte bien... y enterarme yo mismo: estoy aún como quien ve visiones. Lo primero, te diré que es una extranjera, una inglesa...

—¿Inglesa?

—Sí, hijito; castiza, del mismo Londres... Una mujer preciosa; el tipo de allí, ya sabes... alta, blanca como la nieve, muy fresca, facciones regulares, y el pelo de un rubio así pálido, pálido... casi ceniza... ¡No creas que sosa... no! ¡Más maliciosa y más salada!... En los carrillos dos hoyos llenos de chiste.

—Que me estás haciendo agua la boca... Ten caridad, hombre.

—No exagero pizca. ¡Si te aseguro que he tomado el asunto con cierta serenidad! No soy como tú, que te vas amelonando, amelonando... hasta que pierdes la chaveta. Nada de eso; yo en mis trece... Pero de ahí a cerrar los ojos y desconocer las cualidades de la persona...

—Anda con ellas. Inglesa, alta, pelo ceniza, hoyos... ¿Qué más?

—¡Bah!... ¿Soy algún simplón? Lo de los hoyos y del pelo es lo que menos me importa. Si algo me interesa o podrá llegar a interesarme, es el modo de ser de la chica. Ya sabes que a mí no me hace feliz la ignorancia cerril de la mujer española. Me gusta una muchacha instruida, capaz de alternar en conversación, despreocupada, con aficiones artísticas y conocimientos en todas las materias... Esta creo que es la mujer del porvenir. Bueno; pues mi Mo realiza ese tipo.

—Tu... ¿qué? —pregunté interrumpiéndole—. ¿Cómo dices que se llama esa señorita?

Portal se acercó a la mesa, cogió un lápiz y escribió sobre el primer papel que halló a mano: Maud.

—¡Ah! —exclamé, recordando mi inglés prendido con alfileres—. Eso me parece que significa Matilde. ¿Por qué no la llamas Matilde, que es más bonito y suena mejor?

—¡Hombre, qué ha de sonar! Mo es precioso... Mo, Mo... —repitió Luis relamiéndose.

—Bueno, pues convenido; responde por Mo la inglesa —dije, comprendiendo que mi amigo estaba encariñado con la sílaba británica—. ¿Y dónde has descubierto ese tesoro?

—En el tranvía. Suelo meterme en él a la tarde, ir hasta el fin del trayecto y volver luego paseando. Muchas veces subo por el de la Puerta del Sol a la calle de Fuencarral, y no me bajo hasta la Glorieta de Bilbao; desde allí, pédibus andando, a casa, a comer. Esto, generalmente, de seis a siete. Dos o tres tardes noté que en la misma Puerta del Sol entraba una señorita de aspecto extranjero. Chico, desde el primer día me llamó la atención. ¡Iba tan decidida y tan sencilla y tan seria! Por el camino sacaba un libro y leía. Miré de reojo... y debía de ser una edición de Shakespeare, porque distinguí una lámina de Romeo subiendo por el balcón de Julieta.

—Bonito misal para una señorita —interrumpí yo—. ¿Sabes que por ahora no veo nada de particular en todo eso?

—Ni lo verás después —replicó Portal con algún enfado—. Para ti, todo lo que no sea descolgarse por una reja, robar a una esposa del Señor o seducir a una creyente heroína...

—No te sulfures, y sigue palante.

—Pues poco tengo ya que añadir —exclamó mi amigo, evidentemente amostazado por la interrupción—. Escalamientos y raptos, no los hay en esta historia. No la canté ninguna trova, ni la propuse la fuga. ¡Ha sido lo más vulgarón!... En vez de afincarme de hinojos, fui y la pagué el tranvía...

—¿Y diez a diez céntimos, entruchasteis la inglesa y tú?

—No sé si puede llamarse entruchar —prosiguió el oportunista—. A las tres veces que pagué ya me saludó. Al otro viaje después del saludo, me pidió prestado El Imparcial, que yo acababa de comprar, y comentamos juntos alguna noticia. Ella solía bajarse poco más allá del Tribunal de Cuentas, a la entrada de una calle muy solitaria, donde me dijo que vivía. Así que se estableció el trato, la propuse que llegase conmigo hasta la iglesia de Chamberí, que luego nos volveríamos a pie; y aceptó la proposición sin empacho, porque en el extranjero no existen esas ñoñerías ridículas de aquí, y una señorita y un hombre se pasean juntos sin que tiemblen las esferas. A pie nos volvimos, con una tarde preciosa, y charlando que era una bendición de Dios.

—¿Y qué tal de varas? ¿Entra bien en suerte?

—¡Varas! ¡Estás fresco! Te equivocas de nación, hijo. A mi inglesa no ha nacido el que le ponga varas. Con una española, en el mero hecho de dar ese paseíto entre dos luces, teníamos arreglado el asunto; pero con esas barbianas... ¡Si ni sabe uno por dónde empezar!.

—¡Inocente! —exclamé gozándome en ver al sagaz Luis cogido en la red, como un doctrino—. ¿No te acuerdas de lo que dice Shakespeare (ya ves que cito un inglés) en Otelo?: «El vino que ella bebe está hecho con uvas.»

—¿Sí? Pues aplícale eso a tu Carmiña, que a Mo no le cuadra. Porque lo que no resultó en el primer paseo... resultó en los posteriores... ¡Pero si vieras! De la manera más natural del mundo. Si te cuento como...

—Todo soy oídos.

—Pues nada... Figúrate que siempre hablábamos de cosas indiferentes, de esas que son conversación vedada para las madrileñas: de política, de ciencias, de literatura, de artes, hasta de religión... y yo sin encontrar resquicio para espetarle la declaración y saber cómo lo tomaría... Una tarde que habíamos dado un paseo más largo que de costumbre, la veo que saluda a un señor alto y entrecano que pasaba, y al saludarlo se azara bastante. Pregunto por qué, y quién es aquel señor, y me contesta: «¡Oh! Nadie... El representante de la compañía Stirling, que conoce a mi papá muchísimo. Yo me he puesto así, colorada, porque como aquí no es costumbre que las señoritas paseen solas con sus novios... En mi país se hace, y no extraña...» Así averigüé que era novio de Mo. ¡Figúrate cómo me quedaría!

—¡Olé por la pérfida Albión! ¡La niña que no tomaba varas! Total, que ella fue quien te espetó a ti su atrevido pensamiento.

—¡Bah!... No sé a qué te entero de estas cosas. Está visto que nuestro ideal amoroso se parece como un huevo a una castaña. Mejor me fuera callarme el pico.

—No, hombre, no; si me hace gracia el verte dichoso y contento, en posesión de la mujer con que sueñas. ¿Que es Mo? ¡Pues santas Pascuas! Ya ves que soy más tolerante, muchísimo más que tú. Tú no transiges con la mía... Yo admito la tuya, con sus pies de una vara de largo, que parecerán dos sollas... Y a todo esto, aún no sabemos qué oficio ni qué beneficio tiene la señorita Mo, ni si cuenta con padre, madre o perrito que le ladre.

—¡Cosa más rara! —exclamó riéndose Portal—. Has nombrado precisamente todas las cosas que Mo posee. ¡Padre y madre! ¡Ya lo creo! Y excelentes personas. Un poco así... vamos, muy ingleses en su tipo. ¿Perrito que le ladre? Se me había olvidado decirte que cuantas tardes pasea conmigo, lleva un King Charles de lanas negras... una monada.

—Estaréis muy monos, efectivamente, la señorita, el cusculeto y tú.

—Y —prosiguió mi amigo desdeñando la interrupción— en cuanto a oficio y beneficio... Mo no es como estas mujeres de por acá, que andan en busca de un marido que las mantenga, porque su ineptitud y las absurdas ideas sociales no las permiten ganarse honradamente la vida. Mo va todos los días a la calle Ancha de San Bernardo a dar lecciones de inglés, geografía e historia a unas señoritas hijas de gente rica. En muchísimas casas le hacen proposiciones para institutriz; pero no la conviene. Prefiere estar con su familia, con sus hermanitos.

—¡Ay, ay, ay!... ¡Malorum! —dije, saboreando el gusto de motejar a Portal—. ¡Muy encandilado te veo! Esto va a tener mal fin.

—¿Quién, yo? —preguntó mi amigo, tocándose con el índice de la izquierda la solapa de la americana—. ¿Casaca a mí, al hijo de mi padre? ¡Quia, hombre! Por lo mismo que se trata de una mujer ilustrada, instruida, superior a su sexo, ¿crees que preguntará si voy con buen fin? ¡Dios nos libre! Mo y yo somos dos amigos... vamos... dos que se gustan, que se dan paseítos juntos por las afueras y que se irán algún domingo de excursión a Alcalá o al Escorial... ¡Pero de esto a lo otro! ¡A la Vicaría! ¡Qué desatino, chacho! Ella vive y se las arregla; yo estoy en camino de conquistarme también mi posición; no tengo nada de Quijote ni de visionario; por lo tanto, figúrate si he de caer en ese pozo.

—¿Entras en la casa? —pregunté.

—Todavía no —respondió mi amigo con cierto embarazo.

—¿Pero vas a entrar?

—¡Ah! Sí; no habrá más remedio... Pero en concepto de amigo de Mo solamente. Nada de noviazgos oficiales. Así se lo he dicho a ella, y está enteramente conforme. En su casa tampoco hacen preguntas indiscretas, ni extrañarán que lleve presentado a un amigo, a tomar té. Son otras costumbres, más fáciles y racionales que las nuestras. Después que me presenten a mí, te llevo a ti un día. Debe de ser una casa patriarcal.

—¿Conque excursioncitas? Ahora veo la razón práctica de los cuatro duros menos una peseta del apestoso —dije a Portal, para tirarle más de la lengua.

Lo conseguí. Continuó hablándome de su aventura y de los méritos de la señorita Mo, la cual era un estuche de habilidades: pintaba a la acuarela, tocaba el piano, escribía impresiones, bordaba y hasta sabía levantar mapas —mapas, no es broma—. Era visible que mi amigo estaba en ese período en que las naturalezas más egoístas que altruistas ceden al sortilegio de creer en el amor y experimentan una plenitud vanidosa que se parece muchísimo al verdadero entusiasmo. De repente torció la conversación, y me dijo con misterio:

—La Belén me ha preguntado más de diez veces por ti. Hasta ofreció una misa a no sé qué Virgen, para que te sanara. ¡Pillete!... ¡Qué fortuna! Haz, haz remilgos. Y... ¿y tu tío Felipe? ¿Qué tal se ha portado mientras duró la enfermedad? Explícame eso, que será curioso. ¿No ha sacado el Cristo de los celos? ¡Si vieses cuánto me extraña que ya no tengas desazones por ese motivo!

—Ninguna —contesté sombríamente—. Admírate. En mi opinión, ese hombre está cansado de su mujer, y hasta creo que arrepentido de su boda.

—¡Chist! ¡Baja la voz! ¡No hablemos aquí de eso! —suplicó mi cauteloso amigo—. Hacemos muy mal en tocar siquiera la conversación. Si no se enteran ellos, pueden enterarse la cocinera o el criado, y peor que peor. Veo que este intríngulis toma nueva faz... El primer día que te permitan salir charlaremos.

La prueba

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