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Enrique de Vedia
Transfusión

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– ¿Suicidarte? ¿Pero comprendes bien lo que dices?

– Y en definitiva, ¿para qué debo vivir? ¿Qué misión me espera? ¿Qué ideal puede estimularme ya?…

– No te diré cuál es la razón filosófica de tu existencia, porque la ignoro; pero, puesto que vives, ¡vive! qué diablos.

– Como cualquier animal…

– ¡Supongámoslo!… ¿y quién te ha dicho que los animales sufren en su condición de tales?…

– Tú echas todo a la broma y a la jarana, porque eres feliz.

– No, Ricardo, yo no soy feliz en el concepto en que tú y todos entienden la felicidad, porque la felicidad comprende un cúmulo de circunstancias que jamás se encuentran reunidas; lo que hay es que yo no quiero ser desgraciado y… ¡no lo soy!

– Porque la desgracia no te agarra…

– ¡Me agarra a cada rato! ¡Me ha agarrado mil veces! pero la desgracia se aburre conmigo.

– No te entiendo.

– ¡Pues es claro! La desgracia es como una persona seria que se fastidia en compañía de quien ríe constantemente.

– Lo difícil, lo imposible es eso; reír siempre…

– ¡Qué ha de ser difícil! Todo es cuestión de resolverse, no sólo en defensa propia, te diría, sino en homenaje a la risa que es, sin disputa, nuestra patente de racionales.

– Tampoco te entiendo.

– ¡Sí, hombre! Nosotros, los humanos, somos los únicos animales que reímos y observa que la diferencia positiva que nos distingue de los demás bichos de la creación es la de reír.

– ¿Y la de sufrir?…

– ¿Y quién te ha dicho que las gallinas de tu casa no sufren horriblemente cuando se hace guiso de pollos? ¿O que los gatos de nuestros tejados no se sumergen en un mar de tristeza cada vez que nuestros fonderos ofrecen a sus clientes el «civet de liebre»?… ¿Sabes lo que sucede?…

– No sé adonde vas.

– A esto: los animales sufren lo mismo que nosotros, pero no les importa.

– Eso dices tú.

– No, Ricardo; esto lo demuestran los mismos animales, y si no observa a las vacas, por ejemplo; ¿tú crees que una vaca a la que el tambero le quita la leche que ella formó para su ternero no sufre? ¡Sufre, che! pero se resigna. ¿Y sabes cómo lo demuestra?… ¡Comiendo de nuevo para tener leche otra vez, en la esperanza de que le alcance al hijo de sus entrañas!…

– Comen para satisfacer una necesidad.

– ¡Justamente! y nosotros debemos hacer lo mismo; ¿o tú crees que no necesitamos nutrirnos para seguir viviendo?

– No sólo de pan vive el hombre.

– ¡Ya lo creo! pero así como nuestra economía animal nos exige alimentos que se llaman pucheros, bifes, carbonada, locro— ¿te gusta el locro? ¿qué rico es con pedacitos de cordero, eh?– bueno, pues lo mismo nuestro ser moral reclama sus alimentos espirituales, que se llaman: resignación, esperanza, jovialidad, ¡risa, ché! ¡risa!… ¡mucha risa!

– Es muy fácil decirlo.

– ¡Y hacerlo! Yo lo hago, sin dejar de rendir mi obligado tributo a los dolores morales; pero cuando uno de éstos me manifiesta intenciones de molestarme demasiado, metiéndoseme muy adentro o quedándose en mí más tiempo del tolerable, ¡me le planto delante, le suelto una carcajada y le señalo la puerta: a embromar a otro! Lo mismo que con las personas; como que hay «personas-dolor» y «personas-alegría». A una de éstas le digo: ¡Cuánto gusto! ¡Adelante! Tome asiento;– a las otras les hago decir con mi sirviente que no estoy.

– ¿Y qué haces cuando una de esas que llamas «personas-dolor» te sorprende y te agarra sin poder evitarlo?

– ¿A qué hora?

– ¿Cómo a qué hora?

– Sí, pues; porque según la hora será el rumbo que tome; si es de día la llevo al club, a la Bolsa, a la casa de gobierno o a cualquier sitio que tenga salas de espera y puertas de escape; si es de noche, al teatro y en el primer entreacto ¡zas! me le escabullo.

– Eso puede hacerse con las personas; pero no con los dolores morales.

– ¡Se hace lo mismo! Y aun es más fácil desprenderse de una pena que de ciertas personas profesionales de la impertinencia. ¿Ignoras acaso que el alcohol es un irresistible anestésico para todo dolor moral?

– Sin duda; pero el remedio es peor que la enfermedad.

– La tarea, pues, está en encontrar remedios que curen sin enfermar.

– ¿Cuáles serían?…

– En tu caso ya te lo he dicho y repetido cien veces, y es necesario que aceptes el tratamiento que te receto: te vienes con Lorenzo y conmigo a la estancia del viejo; pasamos allá una temporada, cuanto más prolongada mejor. Comes buenos churrascos; andas a caballo; tomas aire puro y, contagiado por mí, acabarás por reírte de todo ese mundo de cosas deleznables y subalternas que actualmente te tienen envuelto en nieblas… ¡Contra las nieblas: sol, sol y mucho sol! y después vendrá sola, vibrante, sonora, la risa, la sana, la enérgica, la invencible, la fecunda, la suprema demostración de que no somos tan… animales… ¡Ríete!… ¡no seas pavo!… ¡¡Ríete!!… ¡Como yo!… ¡Así…!

– Es que oyéndote a ti acaba uno por ver todo color de rosa.

– ¡Como tú quieras! ¿pero irás con nosotros, eh?… Ya ves que Lorenzo ha resuelto acceder a mi pedido… y tú no puedes desairarme… por otra parte, la partida depende de ti y… ¡sin ti no me voy!… e impedirás que el pobre Lorenzo se cure también de sus males que son más o menos los tuyos…

– ¿Y qué precisión hay en que yo les acompañe?

– La de curarte y, sobre todo, ¡caramba! ya basta de explicaciones: ¿vas o no? A esto he venido… por última vez…

– Bueno, ¡iré!

– ¡Bravo!… ¡Venga un abrazo!… ¡Ya ha empezado tu mejoría!

– Mi mejoría… Tú eres muy bueno, Melchor.

– ¡Ah!… ¡Soy una monada!…– contestó éste riendo de nuevo como lo había hecho durante todo el diálogo sostenido con su amigo de la infancia Ricardo Merrick, cuyo estado moral combatía desde algunos meses, como combatía también el de otro amigo, Lorenzo Fraga, con quien conservaba desde la escuela un hondo afecto, realmente fraternal.

Ganada la batalla con Ricardo y convenida definitivamente la partida para el campo, se dirigió a casa de Lorenzo a darle la buena noticia, y luego a la suya, a la que ansiaba llegar pronto para darla también, como lo hizo, en un verdadero estallido de su inconmensurable altruismo.

… ... … ... … ... … ... … ... …

… ... … ... … ... … ... … ... …

– Ya no eres un niño, Melchor— le dijo su madre,– y debes saber lo que haces; pero yo creo que extremas un poco las obligaciones de tu amistad para con Lorenzo y Ricardo.

– ¡Pero, mamá! ¡Gran cosa!

– Pues es nada, hijo: dejas tus ocupaciones por un tiempo que tú mismo no sabes cuánto será; dejas a tu novia y nos dejas a nosotros por irte a cuidar a dos amigos.

– Están enfermos, mamá, y yo creo que puedo curarlos.

– ¿De cuándo acá eres médico?

– El mal de ellos no lo cura un médico, sino un amigo.

– Pues deja que los cure otro; ¿por qué razón has de ser tú?

– Ellos no tienen ningún amigo como yo; así como yo no tengo ningún amigo como ellos, mamá.

– Todo eso está muy bueno; pero ¿qué quieres? yo no me resigno a que te vayas así y a que cargues con esa responsabilidad.

– ¿Que me vaya cómo?

– Pero dime, Melchor, ¿cuánto tiempo vas a faltar de aquí?– dijo la señora quitándose los anteojos con que cosía.

– Dos o tres meses.

– ¡Qué! Eso no lo sabes y aunque así fuera, tú también tienes obligaciones a que «antes» no habrías faltado.

– ¡Si no voy a faltar! Mira: en la oficina me dan licencia, reemplazándome el subjefe, un excelente compañero, mientras dure mi ausencia.

– ¿Y el sueldo?

– ¡Es claro que lo cobrará él!

– ¿De modo que tú no figurarás para nada?

– Figuraré con licencia; y Clota… también me ha dado licencia— agregó Melchor, riendo y abrazando cariñosamente a su madre.

– Pero yo no te la he dado todavía— replicó ella, mientras le miraba con una de esas miradas con que sólo una madre sabe decir: ¡bendito seas!

– ¿Y serías capaz de negármela, cuando voy a realizar una obra buena?

– Yo no puedo darte ni negarte licencia— dijo la señora cambiando el tono de su voz;– tú tienes veintiocho años.

– ¡Todavía no!– interrumpió Melchor;– los cumplo en febrero— y agregó:– ¡qué afán de echarme edad!

– ¿Y tu padre, qué dice a todo esto?

– ¿Él? ¡él es el primero en alentarme!

– ¡Hum!– moduló la señora, agregando, como en un suspiro, al ponerse de nuevo los anteojos:– ¡En fin!…

– Mira, mamita: déjate de «en fines», ¿eh? ¡No falta más sino que reniegues de tu propia obra!

– ¿Qué obra?

– ¡Haberme hecho como soy!

– Sí… mucho…

– ¡Pues es claro! ¿Vas a negarme que soy tu vivo retrato?… ¡Mírame!– dijo Melchor irguiéndose en cómica actitud, y agregó:– bueno, ahora hay que preparar todo.

– ¡Melchor!… ¡Melchor!… ¡Melchor!…– entró gritando desaforadamente su hermanita menor:– ¡Te han traído un baúl lindísimo y nuevo!

– Que lo pongan en mi cuarto, nena.

– ¡Y qué lindo es! ¡qué nuevo!– repetía la nena hondamente impresionada ante el flamante baúl, que fue puesto en el cuarto de Melchor, y contemplado escrupulosamente por toda la familia.

Cuando Melchor quedó solo, abrió el baúl para empezar la tarea de preparar su viaje, aproximó una silla y sentado en ella quedó contemplando la luciente caja vacía.

– ¡Un baúl!– se decía Melchor,– ¡un baúl es lo más parecido a una persona!… ¡Pero si es cierto!… No hay nada tan parecido a los hombres como los baúles… Un baúl nuevo como éste es igual, igualito a un recién nacido… ¿Qué se le va a poner adentro…? ¡Psh!… ¡tantas cosas…! A éste le toca recibir ropa limpia ahora; pero cuando vuelva, ¿cómo vendrá esta ropa?… ¿habré usado toda?… ¿volverá sucia?… ¿traerá toda?… ¿traerá menos?… ¿se le agregará ropa ajena?… acaso sucia… quizá limpia… ¡quién sabe!… ¡Pero cómo se parece un baúl a una persona!… Por lo pronto éste es igual a mí: le cabe en suerte recibir ropa limpia… algunos libros de ideas sanas y servir para un viaje proyectado con la mejor intención…

«Lo mismo que mis padres hicieron conmigo: me llenaron de cosas limpias… me pusieron dentro ideas sanas y generosas… ¡me pusieron lo único que tienen!… y me prepararon para un viaje de buenas intenciones…

»¡Y qué diablos! Voy cumpliéndolas… ¡es la verdad!… en el fondo de este baúl que se llama Melchor Astul… en el fondo, es decir, en la conciencia, no guardo ningún agravio… ninguna ofensa… ningún remordimiento… he hecho todo el bien que he podido… y sigo haciéndolo… he pasado por tonto muchas veces; pero no he sentido envidia por quienes me consideraron así… y ahora mismo sigo mi viaje de buenas intenciones… y lo seguiré hasta el fin… ¡hasta que el baúl se rompa!… o hasta que se acabe todo lo que tiene adentro… o lo roben los hombres… ¡o lo ensucie el uso!…

»…O lo ensucie el uso… ¡las cosas que dice uno de repente!… O lo roben los hombres… O… lo… ensucie… el… uso…»


* * *

Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.

Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.

Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.

La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.

Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras— como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado— pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»…

Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.

De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles— como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,– y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllos pregonan a gritos.

Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanación peculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas, mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinado cabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente…

Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.

Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve…

El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.

Es la hora de las grandes honestidades…

El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego— ése, para quien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete y en sus éxitos repugnantes,– se alza bravamente ante los distinguidos tahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia, proclama:

– ¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!

Más allá, alguien— acaso en ausencia del que abandona la carpeta,– ha dicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirrido de un puñal que sale de la herida:

– Bueno, basta; ya viene el día…

Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y de tórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo, dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cada día, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.

Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.

Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano— según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,– por si se daba algún baile en el pueblo».

– Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac— y luego, dirigiéndose al cochero:– vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.

– El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

– ¡Ah! entonces vamos allá.

Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:

– Dame Nación y Prensa…

– …No tengo cobre…

– Déjalos, no más. ¡Vamos!

Y la victoria continuó su marcha con Melchor, que acababa de iniciarse en el día como de costumbre: con un acto de relativa previsión y otro de generosidad.

Cuando el carruaje llegó a casa de Lorenzo, éste y Merrick esperaban en la puerta de calle.

– Estábamos haciendo votos por la prolongación de tu tardanza.

– ¿Por qué?

– Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.

– ¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.

– Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.

– Ya las he visto— dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.

La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:

– Venga para acá… venga el santo… el bueno…

– ¡Señora!– exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:

– Un abrazo… así… fuerte… ¡muy fuerte!– y rompió a llorar.

Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio…

– ¡Sólo usted… sólo usted es capaz de este sacrificio!

– Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.

– Y usted es para mí un hijo desde hoy.

– Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas— dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.

– ¡Dios lo oiga!

– ¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios… así!…– repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:

– ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós… «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!– dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco…

– ¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa…

– Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!– repuso Melchor con su jovialidad habitual.

Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.

– ¡Caramba, con tu despedida!

– La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!

– Al Once, ché— dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.

– Vamos a tener un viaje espléndido… sin tierra… fresco…– decía Melchor,– ¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!… y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?

– ¿Yo?… ¡nada! ¿qué quieres que diga?

– ¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.

– ¡Mi madre!…

– Sí, tu madre, ¿pues qué?

– Mi madre ha sido feliz toda su vida.

– ¿Y tú, no?… ¡Qué rico tipo!… Mira, así— y reunía en un haz las yemas de sus dedos,– así, ¿ves?… así hay consuelos para cada dolor.

– Es posible.

– No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.

– ¡Un juguete!…

– ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?– interrumpió Lorenzo.

– A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».

– ¿Y a la estancia?– insistió Lorenzo.

– Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.

– ¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!

– No; se hace una parada para almorzar y… sestear en la posta del «Paso»… ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?

– ¿El qué?…

– ¡El qué!… ¿Estás dormido?

– Estaba distraído.

– Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.

En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.

– Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?… el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.

– ¿Por qué?

– No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.

– Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?

– Ahí viene con D. Ricardo.

Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.

– ¿En qué andan?

– Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.

– Y yo también.

– No importa— replicó Ricardo;– yo no puedo pasarme sin los diarios.

– ¡Pero si los teníamos!

– Bueno, déjalo— dijo Melchor, en tono de broma,– cada loco con su tema… y ya no faltan más que cinco minutos… ¿cargaron todo?

– Todo, sí, señor— contestó Rufino.

– Ché, ¿y las boletas?

– Aquí están, niño.

– ¡Bueno, andando!– dijo Melchor.

El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.

– Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.

– ¿Y tú?

– Yo… ¡aquí!– dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.

– ¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?

– No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.

Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento…

– ¡Adiós, adiós, Rufino!– exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.

– ¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.

– ¡Sí, Rufino, adiós!… ¡Que escriban!


* * *

Buenos Aires inicia su despertar con roncos e incoherentes movimientos de dormido.

Hacia el oriente la vaga y tenue coloración auroral frente a la que las sombras de la noche huyen como arreadas por las guías curvas de una amarillenta luna en su último menguante.

Los faroleros realizan a la carrera una tarea de resultados extraños, pues al apagar la luz de los faroles entregan el campo a la más franca irradiación de la indecisa luz con que el día se anuncia.

Entre ella se destacan, como orugas luminosas, los primeros tranvías conductores de semidespiertos obreros que se dirigen a sus tareas y a intervalos se oye el seco trac-trac de los pequeños carritos que, al salir del conventillo, caen del umbral a la acera y de ésta a la calle, conducidos por el ambulante vendedor de verduras, que se dirige veloz hacia el mercado de Abasto en busca de la enormemente copiosa provisión de hortalizas con que hace un nutrido «agosto» en el breve espacio de cada mañana.

La claridad avanza, hundiéndose en la sombra a lo largo de las calles y haciendo surgir la silueta de los vigilantes escalonados en la calzada, mientras los noctámbulos pasan como espectros, bajo esa luz cuyos tintes blanquecinos aumenta la lividez de sus rostros trasnochados.

Como la más limpia nota de la aurora repiquetean campanas cuyo ritmo, de lenta isocronía, parece bajar de planos más altos aún que los altos campanarios, mientras— como surgiendo de entre las apretadas piezas del entarugado— pasan veloces los carros que llevan a domicilio «el pan nuestro de cada día»…

Pausados, desfilan, entre el crepitar eclosionante de la madrugada, los «nocheros» de plaza, cuyos jamelgos balancean la cabeza en oscilaciones que parecen exteriorizar ideas de infinitas y melancólicas nostalgias.

De todo rumbo surge el vibrante grito de los vendedores de diarios que pululan llenando las calles— como esas bandadas de avecillas que en el bosque cantan cuando el día llega,– y es de admirar el contraste que ofrecen esos pilluelos diligentes y honrados, que a pulmón lleno proclaman su luminosa mercancía, pasando rápidos y sonoros por el lado del «repartidor de diarios» que, silencioso y grave, va echando por entre buzones, celosías y rendijas la doblada hoja impresa que aquéllos pregonan a gritos.

Las puertas de calle se abren pesadamente, dando paso a esa emanación peculiar que bien pudiera llamarse el regüeldo matinal de las casas, mientras la sirvienta que abrió la puerta, se alisa el despeinado cabello, como temerosa de que la sorprenda el lechero, el vigilante, el repartidor de pan o el mucamo de enfrente…

Desde cualquier sitio en que se mire a la distancia, vese la atmósfera de la ciudad densa y cargada, y sólo el punto en que el observador se coloca parece limpio y diáfano, ofreciéndose en el explicable fenómeno de sobresaturación atmosférica el más vivo remedo del que los más padecen al considerarse a sí mismos en el centro de la verdad luminosa, mientras ven o creen ver a los demás obnubilados por las sombras del desacierto.

Ilusión de óptica en los dos casos, en que el vaho de la noche o del error nos envuelve…

El sonrosado de la aurora se diluye gradualmente en la celeste diafanidad cenital, como si aquella coloración rojiza del primer instante hubiera sido absorbida por el mismo sol, de tal modo a su paso el rojo de su propia irradiación se desvanece y el contorno de la inextinguible hoguera se destaca nítido en la eucarística limpidez del cielo.

Es la hora de las grandes honestidades…

El que pasa la noche bajo las supremas angustias del juego— ése, para quien la acción y el fin de la vida están en las astucias del tapete y en sus éxitos repugnantes,– se alza bravamente ante los distinguidos tahures o «clubmen» que le rodean y palpitante de emoción o de angustia, proclama:

– ¡Caballeros! ¡No juego más; ya es de día!

Más allá, alguien— acaso en ausencia del que abandona la carpeta,– ha dicho también temblorosamente y en voz sibilante, como el vago chirrido de un puñal que sale de la herida:

– Bueno, basta; ya viene el día…

Mientras tanto, el jornalero, el honesto jornalero de brazo nervudo y de tórax fuerte y levantado como su conciencia, sale para el trabajo, dejando en su modesto hogar a la compañera en la sencilla labor de cada día, y, en el divino sueño de la infancia sana, los hijos de la salud y el amor.

Y mientras el gran vaho nocturnal se disipaba en aquella mañana de enero, pudo oírse, a lo largo de las calles, el repiqueteo del cascabel y el firme trotar de la soberbia yunta de zainos que arrastran la victoria de Lorenzo Fraga, en el inusitado madrugón de aquel día.

La victoria se detiene en la modesta casa de Melchor Astul, que desde horas antes se apercibe para el viaje proyectado, tarea en la cual han intervenido madre y hermanas, disputándose el éxito en los refinamientos de la previsión, pues en los últimos detalles de un trajín semejante es cuando se corre el riesgo de olvidar lo fundamental: el cepillo de dientes; las zapatillas; el sobretodo por si refresca; el abotonador; la pasta dentífrica; el betún, etc., etc.

Nada se ha omitido, y sólo queda para mandar por encomienda el frac de Melchor, que no cupo en el baúl y que «es bueno tener a la mano— según lo aconsejó burlescamente su hermana mayor,– por si se daba algún baile en el pueblo».

– Bueno: ¡otro adiós! adiós, mamá; adiós, muchachas; díganle a tata que no me despido otra vez por no despertarlo, y escriban, ¡eh! y no se olviden del frac— y luego, dirigiéndose al cochero:– vamos a casa de Merrick, ¿sabes? en la avenida.

– El señor Ricardo está ya en casa; yo fui a buscarlo.

– ¡Ah! entonces vamos allá.

Los zainos batieron con sus cascos como el redoble de una diana al romper la marcha, que se hizo en seguida uniforme y firme, cual si la regulase el repiquetear del cascabel colgante en la punta niquelada de la lanza; pero a poco andar la victoria se detuvo por orden de Melchor, que con un pie en el estribo y medio cuerpo afuera llamó a un vendedor de diarios que descendía de un tranvía:

– Dame Nación y Prensa…

– …No tengo cobre…

– Déjalos, no más. ¡Vamos!

Y la victoria continuó su marcha con Melchor, que acababa de iniciarse en el día como de costumbre: con un acto de relativa previsión y otro de generosidad.

Cuando el carruaje llegó a casa de Lorenzo, éste y Merrick esperaban en la puerta de calle.

– Estábamos haciendo votos por la prolongación de tu tardanza.

– ¿Por qué?

– Porque así podríamos perder el tren y desistir de este viaje, para nosotros estéril y para ti penoso.

– ¡No sean pavos! Subo a saludar a la familia y despedirme, Lorenzo; bajo en seguida.

– Están en el balcón; nosotros ya nos despedimos.

– Ya las he visto— dijo Melchor, mientras subía «de a cuatro» la amplia escalera, al terminar la cual fue recibido por la familia de Lorenzo que en coro le hizo una de esas recepciones íntimas en que el deseo de reír y de llorar se mezclan.

La madre de Lorenzo, que se hallaba recostada en la puerta de la sala que daba acceso al vestíbulo, interrumpió los saludos dirigidos a Melchor diciéndole:

– Venga para acá… venga el santo… el bueno…

– ¡Señora!– exclamó Melchor dirigiéndose hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos exclamando:

– Un abrazo… así… fuerte… ¡muy fuerte!– y rompió a llorar.

Las hermanas de Lorenzo llevaron los pañuelos a los ojos y en medio de un silencio de sollozos el padre de aquél se dirigió pausadamente hacia el escritorio en el que penetró despacio…

– ¡Sólo usted… sólo usted es capaz de este sacrificio!

– Qué sacrificio, señora, si Lorenzo es para mí un hermano.

– Y usted es para mí un hijo desde hoy.

– Bueno, señora; es decir: bueno, «mamita», dejémonos de llantos para los que no hay motivo y ya verán ustedes cómo dentro de poco vuelve Lorenzo hecho unas pascuas— dijo Melchor sonriendo al dominar la intensa, la profunda emoción que sentía.

– ¡Dios lo oiga!

– ¡Y me oirá! ¡si yo estoy con Dios… así!…– repuso sonriendo al cerrar la mano con un enérgico gesto, y agregó:

– ¡Bueno, adiós! que tenemos los minutos contados; adiós… «mamita», adiós, Sofía; adiós, Carmencita; ¡hasta pronto, señor!– dirigiéndose al viejo Fraga que salía del escritorio guardando el pañuelo entre el chaleco y su cuerpo, acaso porque no encontraba el bolsillo de su saco…

– ¡Adiós, amigo, adiós! ¿y ya sabe, eh? cualquier cosa…

– Sí, señor; pero no habrá necesidad de nada, ¡si llevamos provisiones para cien años!– repuso Melchor con su jovialidad habitual.

Y bajó la escalera, enviando todavía un ¡adiós! a todos, entre los que dejaba una vez más el alivio moral que su carácter generoso y bueno derramaba en los espíritus atribulados o enfermos.

– ¡Caramba, con tu despedida!

– La señora me detuvo; pero estamos en tiempo, ¡vamos!

– Al Once, ché— dijo Lorenzo al cochero y el carruaje partió.

– Vamos a tener un viaje espléndido… sin tierra… fresco…– decía Melchor,– ¡ya verán qué maravilla de vida vamos a pasar!… y ¿qué tal? Ricardo, ¿qué dices?

– ¿Yo?… ¡nada! ¿qué quieres que diga?

– ¡Quiero que hables! ¿oyes? que te dispongas a revivir y que no olvides lo que te decía anoche tu madre.

– ¡Mi madre!…

– Sí, tu madre, ¿pues qué?

– Mi madre ha sido feliz toda su vida.

– ¿Y tú, no?… ¡Qué rico tipo!… Mira, así— y reunía en un haz las yemas de sus dedos,– así, ¿ves?… así hay consuelos para cada dolor.

– Es posible.

– No; es exacto y sólo un niño, y un niño pavo, llora porque no le dan un juguete.

– ¡Un juguete!…

– ¿Y a qué hora llegamos a Trenque Lauquen?– interrumpió Lorenzo.

– A las cinco; pero tenemos que pasar allí la noche para salir mañana a la madrugada, bien temprano, camino de la «Celia».

– ¿Y a la estancia?– insistió Lorenzo.

– Si los caminos están buenos, de 5 a 6 de la tarde.

– ¡Todo el día en coche! ¡Qué horror!

– No; se hace una parada para almorzar y… sestear en la posta del «Paso»… ¿Qué te parece, Ricardo, una siesta en pleno campo?

– ¿El qué?…

– ¡El qué!… ¿Estás dormido?

– Estaba distraído.

– Bueno, ya llegamos; ahora en el tren te repetiré el caso.

En la estación les esperaba el sirviente de la familia de Fraga, Rufino Mejía, uno de esos tipos criollos, sanos de cuerpo y de alma, que tenía en la casa sueldo de gran sirviente y prerrogativas de patrón, bien merecido todo en quince años de leales servicios, durante los cuales no había podido convencerse de que Lorenzo los había vivido también.

– Los equipajes ya están cargados, niño; pero, ¿sabe?… el baúl grande no puede ir en este tren; pero va más tarde.

– ¿Por qué?

– No sé qué me dijo el jefe, de que no hay furgón de encomiendas, porque dice que es rápido de pasajeros. Traiga la valijita.

– Toma, ¿y dónde está Melchor que no lo veo?

– Ahí viene con D. Ricardo.

Por entre la multitud de pasajeros, empleados y changadores que llenaban el andén, apareció Melchor acompañando a Ricardo.

– ¿En qué andan?

– Este, que quería comprar La Nación y La Prensa, a pesar de que yo los llevo.

– Y yo también.

– No importa— replicó Ricardo;– yo no puedo pasarme sin los diarios.

– ¡Pero si los teníamos!

– Bueno, déjalo— dijo Melchor, en tono de broma,– cada loco con su tema… y ya no faltan más que cinco minutos… ¿cargaron todo?

– Todo, sí, señor— contestó Rufino.

– Ché, ¿y las boletas?

– Aquí están, niño.

– ¡Bueno, andando!– dijo Melchor.

El grupo se dirigió al sitio que tenían tomado en el tren y que Rufino había arreglado y elegido convenientemente al lado del coche-restaurant.

– Este asiento para ti, Ricardo, y éste para ti, Lorenzo; así van a ir más cómodos.

– ¿Y tú?

– Yo… ¡aquí!– dijo Melchor dejándose caer en el asiento, con estrepitosa satisfacción.

– ¿No te molesta ir dando la espalda a la máquina?

– No; y así les veo a ustedes las caras y aprecio la impresión que el viaje les hará.

Sonó en ese instante la campana de partida; se oyó en toda dirección despedidas en voz alta; la máquina contestó: ¡lista! con su ronco silbato y en seguida resoplaron los cilindros y las bielas iniciaron el movimiento propulsor de las ruedas y el tren, pesado y largo, empezó su suave deslizamiento…

– ¡Adiós, adiós, Rufino!– exclamaron los viajeros asomados a las ventanillas del coche.

– ¡Adiós! Adiós, don Ricardo, adiós, don Melchor, adiós, niño y cuídese ¡eh! y a ver si vuelve sano y contento.

– ¡Sí, Rufino, adiós!… ¡Que escriban!


* * *

En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.

Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.

Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano— todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.

– ¡Ah!– pensaba Melchor, contemplando furtivamente a sus dos amigos.– ¿Qué dirán en casa de Lorenzo y en casa de Ricardo, cuando vuelva con ellos, como van a volver, curados de tristezas y de pavadas?…

En ese instante Lorenzo se retiró de la ventanilla y se acomodó en su asiento; Ricardo hizo lo propio, y Melchor continuó un momento esperando, deliberadamente, que ellos solos iniciaran alguna conversación, como lo hizo Lorenzo, diciendo:

– Linda mañana, ¿eh?

– ¡Hola!– exclamó Melchor, sentándose a su vez y restregándose efusivamente las manos.– ¿Conque ya encontramos algo lindo?

– ¿Y qué quieres?… ¿Quieres que encontremos fea o desapacible a esta espléndida mañana?

– ¡Bravo! ¡Progresamos! Conque espléndida, ¿eh? ¿No te decía yo que al empezar este paseíto iniciaríamos la mejoría?

– ¡Déjate de tonteras!– interrumpió Ricardo,– pues nos vas a poner en el caso de no poder hablar.

– No… si no son tonteras… Ustedes son dos enfermos; yo soy el «médico», y es justo que haga clínica, apreciando en todo su valor hasta el síntoma menos importante para otro ojo menos experto.

– ¡Y en vez de clínica, haces tonteras… insisto!

– Gracias por la amabilidad.

– ¿Vas a resentirte?

– ¡Qué esperanza! Nada más agradable que verse tratado así por un amigo…

– Que precisamente por serlo desde la infancia está autorizado…

– ¿A pegar?…

– Yo no te pego; te hago una observación amistosa.

– Sí; a ti te pasa lo que a esos chicos a quienes se les ha dicho que no deben señalar con el índice y señalan con el anular o con el meñique; pero señalan con el dedo…

– ¡Boooletos!– gritó el jefe de tren, con innecesaria voz de trueno, cual si su autoridad se fundara acaso en eso, como la de los discutidores empedernidos que gritan demasiado, porque ignoran que no se gana la razón por la altura de la voz sino por la del concepto, como ignoraba aquél que para obtener las boletas pedidas le bastaba la gorra y el sacabocados.

– Me ha dejado aturdido el grito del guarda— dijo Lorenzo, por romper el silencio que siguió a la discusión que provocó Ricardo.

– ¡Realmente! ¡Qué pulmones!– repuso Melchor, agregando:– ¡Cómo se conoce que ese hombre vive viajando!

– ¿Y quién te dice que no vive en Buenos Aires?– replicó Ricardo.

– ¡Sus pulmones, el timbre de su voz y el color de su cara!

– Esas son preocupaciones, de que muchos participan; pero yo veo que todo el mundo vive sano y fuerte en la capital.

– ¡Sin duda! ¡Si Buenos Aires es una de las ciudades más sanas del mundo!; pero cómo vas a comparar la vida en ella y aquí no más; fíjate… mira qué maravillas de quintas.

– Sí; muy lindas…

– ¡Y qué ambiente!… ¡Qué diafanidad!… ¡Ya por aquí sólo se toma olor a flores, a yuyos, a campo, a naturaleza!

– ¿No se toma olor a ciudad? ¿Qué raro, eh?…– dijo riendo amablemente Ricardo.

– ¡Eso es! No se toma olor a ciudad; es decir, olor a bodegones, a cloacas, a hoteles, a multitudes.

– ¡A multitudes!… pero ¡qué buena observación! ¿Conque no hay multitudes en despoblado?

– Te digo multitudes, empleando una metonimia.

– Una… ¿qué?

– Una metonimia, de causa por efecto; y así te dije olor a multitudes por no decirte olor a sudor.

– ¡Qué porquería!

– ¡Eso es! Olor a porquería; tal es, precisamente, el olor a ciudad.

– Pero, ¡qué encono con la ciudad!– dijo Lorenzo, que parecía absorbido en la contemplación del paisaje, renovado caleidoscópicamente a favor de la marcha acelerada del tren.

– No hay tal; es justicia al campo.

– «Substituyendo cantidades iguales, Braulio eres», como en el cuento de Larra.

– No; de ninguna manera; mi entusiasmo por la vida del campo no importa una condenación a la vida en las grandes ciudades.

– Pero prefieres la primera.

– ¡Con toda mi alma!

– Luego no te gusta vivir en Buenos Aires.

– Que no me gusta…– replicó Melchor, subrayando las palabras,– tanto como eso… a mí me gusta Buenos Aires como el mar, al que se parece.

– ¿Que Buenos Aires se parece al mar?

– ¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.

– ¿Y por eso no te gusta?

– Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!

– ¡¡Luján!!– gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».

– ¿Tendremos tiempo de bajar?– preguntó Lorenzo.

– Algunos minutos— repuso Melchor;– bajemos.

– ¡Cuánta gente baja aquí!– dijo Ricardo al pisar el andén.

– Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.

– ¡Pero cuántos! Fíjate… ¡Siguen bajando!

– Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.

– ¡Qué cosa bárbara!– exclamó Ricardo, agregando:– ¿Y todos éstos creerán?

– Si no creyeran— le contestó Melchor,– no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.

– Eso… no…– replicó Ricardo, como distraídamente.– ¿Vamos a ver?

– ¿A ver qué?

– A ver qué hacen… cómo se forman… adónde van…

– No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.

– ¿Van caminando?…

– ¿Y cómo quieres que vayan?

– Yo creía que irían hincados— dijo burlonamente Ricardo.

– Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.

– Subamos, ché, que va a ser la hora.

De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:

– Deben ser felices los que creen, ¿eh?

– Si la felicidad está en creer— repuso Melchor,– todos deben ser felices.

– Todos los que creen.

– ¿Y tú crees que haya excepciones?

– ¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.

– ¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!…

¿Por qué?– repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.

– Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.

– No lo recuerdo…

– Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.

– ¿Es cierto eso, Melchor?– preguntó Lorenzo.

– Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».

– Por lo visto, eres todo un creyente— dijo Ricardo.

– Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?

– Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso…

– ¡Y es… tan común!

– ¿Lo dices por mí?

– ¡Hombre!… tú me has dicho recién cosas peores.

– Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.

– ¡Sangrienta!…

– Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita… casi apóstata.

– ¡Apóstata!… ¡qué gracioso!

– Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.

– ¡Es ir lejos!

– Tú me llevas…

– ¡Qué he de llevarte!… ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.

– ¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?…

– ¡Qué tema tan aburrido!– interrumpió Lorenzo.

– ¿Aburrido?… ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?… ¿o de mí?

– No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.

– ¿Por qué?

– Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.

– ¡Quién sabe!…

– Sí, ché… Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú…

– O como tú…

– ¿Cómo yo?

– ¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono— aunque no sepamos de dónde desciende el mono,– y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.

– Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.

– ¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!

– Perfectamente.

– ¡Y bien: ahí, ahí está Dios!

– ¿Tan chiquito es Dios?

– Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.

– ¿También está en todo el Universo?

– ¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, como socorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tan creyente y tan cristiano como yo.

– ¡Qué voy a ser!

– ¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideas y en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moral cristiana que tú mismo practicas a cada rato.

– Eso es cuestión de educación.

– Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que ver con nuestros sentimientos religiosos.

– Que yo no tengo.

– Mira: no hay, no ha habido ni habrá jamás un ser humano que no sienta a Dios en su conciencia y en su pensamiento, mientras tenga una y otro. No hago cuestión de nombre; Dios; el sol; el buey Apis; la cabra de Méndez; el budhismo; el mahometismo; el cristianismo; el animismo, etc., todo eso representa a un mismo sentimiento, porque responde a una misma impresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones del mundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa que nuestra moral cristiana en la fe de Dios?

Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba el campo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar las últimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:

– ¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!

– Bien puede haber de las dos cosas— replicó Melchor,– y más que fecundo me resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir a ustedes.

– ¡Qué empeño!…

– Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos de hablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, el tema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo que les falta.

– Lo que a mí me falta no me lo dará la religión— dijo Ricardo.

– Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la que te es habitual.

– Lo mismo pasaría si habláramos de modas.

– ¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea el tema predilecto de los hombres de… la actualidad.

– Eso es cierto— dijo Lorenzo,– más de una vez lo he comprobado.

– Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena de caballeros y de damas.

– No diré tanto; pero es frecuente…

– ¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo no me he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dos imbecilidades.

– Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambiente social mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escasean los centros realmente intelectuales.

– ¡No los he visto!… Yo suelo visitar a nuestras relaciones— y tú las conoces, Lorenzo,– sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora— y ¡qué linda estaba!…– Eguina… las dos muchachas de Gori— ¡dos bagres!…– y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!

– ¿De yeguas?…

– ¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».

– ¿Qué es lo que dices?

– ¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo.

– ¡Qué ridiculez!

– ¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y con varios nenes de verdad a la cola!

– ¿Y lo del modelo?

– ¿Pero cómo?… ¿Qué, no sabes, Lorenzo?… ¡Ah!… yo aquella noche aprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído de París para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél y según parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; y como «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba los cuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», con permiso de la «Beba», una de las yeguas del coche.

– ¡Cuánto disparate!…

– Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda la reunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueron los caballeros… y esto es lo común… tratar temas de esa clase… o jugar un «pocarcito»…

– Ese juego se ha divulgado mucho realmente— dijo Lorenzo.

– ¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditas familiares, ché… a cinco pesos la caja, no más; ¡pero… con cada «metejón»!…

– ¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

– ¿Esto?… esto… es Mercedes— repuso Melchor,– aquí podremos bajar un momento para estirar las piernas.

En aquella actitud quedaron los viajeros en observación del panorama, que se desarrollaba ante ellos a favor de la marcha acelerada del tren, que a instantes parecía avanzar a saltos felinos y sinuosos.

Melchor espiaba complacido a sus compañeros de viaje y viéndoles distraídos en la contemplación del paisaje, habría continuado en la misma postura, durante las diez horas del viaje que realizaba por ellos y sólo por ellos.

Su noble espíritu altruista, su grande alma generosa y buena, su corazón limpio y sano— todo, ¡todo! su ser moral estaba empeñado en la obra de reconfortar, de encauzar, de nuevo, a sus dos amigos moralmente enfermos, y estimulado por la fe en sus propias energías abandonaba todo cuanto podía halagar a cualquier hombre de su edad y en sus ambiciones lícitas, con el ideal de regresar a Buenos Aires trayendo a Ricardo Merrick y a Lorenzo Fraga, convertidos, de la melancolía neurasténica, de la desilusión pasional y del escepticismo abrumador, a la jovialidad confortativa, a la complacencia de «ser», a la suprema satisfacción de vivir bajo la enérgica propulsión de una intensa salud físico-moral.

– ¡Ah!– pensaba Melchor, contemplando furtivamente a sus dos amigos.– ¿Qué dirán en casa de Lorenzo y en casa de Ricardo, cuando vuelva con ellos, como van a volver, curados de tristezas y de pavadas?…

En ese instante Lorenzo se retiró de la ventanilla y se acomodó en su asiento; Ricardo hizo lo propio, y Melchor continuó un momento esperando, deliberadamente, que ellos solos iniciaran alguna conversación, como lo hizo Lorenzo, diciendo:

– Linda mañana, ¿eh?

– ¡Hola!– exclamó Melchor, sentándose a su vez y restregándose efusivamente las manos.– ¿Conque ya encontramos algo lindo?

– ¿Y qué quieres?… ¿Quieres que encontremos fea o desapacible a esta espléndida mañana?

– ¡Bravo! ¡Progresamos! Conque espléndida, ¿eh? ¿No te decía yo que al empezar este paseíto iniciaríamos la mejoría?

– ¡Déjate de tonteras!– interrumpió Ricardo,– pues nos vas a poner en el caso de no poder hablar.

– No… si no son tonteras… Ustedes son dos enfermos; yo soy el «médico», y es justo que haga clínica, apreciando en todo su valor hasta el síntoma menos importante para otro ojo menos experto.

– ¡Y en vez de clínica, haces tonteras… insisto!

– Gracias por la amabilidad.

– ¿Vas a resentirte?

– ¡Qué esperanza! Nada más agradable que verse tratado así por un amigo…

– Que precisamente por serlo desde la infancia está autorizado…

– ¿A pegar?…

– Yo no te pego; te hago una observación amistosa.

– Sí; a ti te pasa lo que a esos chicos a quienes se les ha dicho que no deben señalar con el índice y señalan con el anular o con el meñique; pero señalan con el dedo…

– ¡Boooletos!– gritó el jefe de tren, con innecesaria voz de trueno, cual si su autoridad se fundara acaso en eso, como la de los discutidores empedernidos que gritan demasiado, porque ignoran que no se gana la razón por la altura de la voz sino por la del concepto, como ignoraba aquél que para obtener las boletas pedidas le bastaba la gorra y el sacabocados.

– Me ha dejado aturdido el grito del guarda— dijo Lorenzo, por romper el silencio que siguió a la discusión que provocó Ricardo.

– ¡Realmente! ¡Qué pulmones!– repuso Melchor, agregando:– ¡Cómo se conoce que ese hombre vive viajando!

– ¿Y quién te dice que no vive en Buenos Aires?– replicó Ricardo.

– ¡Sus pulmones, el timbre de su voz y el color de su cara!

– Esas son preocupaciones, de que muchos participan; pero yo veo que todo el mundo vive sano y fuerte en la capital.

– ¡Sin duda! ¡Si Buenos Aires es una de las ciudades más sanas del mundo!; pero cómo vas a comparar la vida en ella y aquí no más; fíjate… mira qué maravillas de quintas.

– Sí; muy lindas…

– ¡Y qué ambiente!… ¡Qué diafanidad!… ¡Ya por aquí sólo se toma olor a flores, a yuyos, a campo, a naturaleza!

– ¿No se toma olor a ciudad? ¿Qué raro, eh?…– dijo riendo amablemente Ricardo.

– ¡Eso es! No se toma olor a ciudad; es decir, olor a bodegones, a cloacas, a hoteles, a multitudes.

– ¡A multitudes!… pero ¡qué buena observación! ¿Conque no hay multitudes en despoblado?

– Te digo multitudes, empleando una metonimia.

– Una… ¿qué?

– Una metonimia, de causa por efecto; y así te dije olor a multitudes por no decirte olor a sudor.

– ¡Qué porquería!

– ¡Eso es! Olor a porquería; tal es, precisamente, el olor a ciudad.

– Pero, ¡qué encono con la ciudad!– dijo Lorenzo, que parecía absorbido en la contemplación del paisaje, renovado caleidoscópicamente a favor de la marcha acelerada del tren.

– No hay tal; es justicia al campo.

– «Substituyendo cantidades iguales, Braulio eres», como en el cuento de Larra.

– No; de ninguna manera; mi entusiasmo por la vida del campo no importa una condenación a la vida en las grandes ciudades.

– Pero prefieres la primera.

– ¡Con toda mi alma!

– Luego no te gusta vivir en Buenos Aires.

– Que no me gusta…– replicó Melchor, subrayando las palabras,– tanto como eso… a mí me gusta Buenos Aires como el mar, al que se parece.

– ¿Que Buenos Aires se parece al mar?

– ¡Ya lo creo! Como el mar es inmenso, como el mar tiene tempestades, borrascas, abismos y movimientos arrolladores y hasta en sus grandes calmas se parece.

– ¿Y por eso no te gusta?

– Me gusta como el mar: para bañarme; pero no para quedarme en él; me gusta Buenos Aires para pasar breves temporadas; ¡pero me sofoca la vida entre más de un millón de personas que se agitan, hablan, se mueven, atropellan, contagian, pegan, muerden!

– ¡¡Luján!!– gritó en el andén la misma formidable voz de los «booletos».

– ¿Tendremos tiempo de bajar?– preguntó Lorenzo.

– Algunos minutos— repuso Melchor;– bajemos.

– ¡Cuánta gente baja aquí!– dijo Ricardo al pisar el andén.

– Son peregrinos en su mayor parte, devotos de la Virgen de Luján.

– ¡Pero cuántos! Fíjate… ¡Siguen bajando!

– Esto es muy frecuente; vienen no sólo de Buenos Aires, sino hasta del exterior.

– ¡Qué cosa bárbara!– exclamó Ricardo, agregando:– ¿Y todos éstos creerán?

– Si no creyeran— le contestó Melchor,– no vendrían a traer sus ofrendas y sus preces.

– Eso… no…– replicó Ricardo, como distraídamente.– ¿Vamos a ver?

– ¿A ver qué?

– A ver qué hacen… cómo se forman… adónde van…

– No hacen nada; no se forman, porque no vienen regimentados, y van, probablemente, a la basílica, cada uno por su cuenta o en grupos.

– ¿Van caminando?…

– ¿Y cómo quieres que vayan?

– Yo creía que irían hincados— dijo burlonamente Ricardo.

– Quizá no falten quienes vayan así, por alguna promesa o por fanatismo.

– Subamos, ché, que va a ser la hora.

De nuevo en sus asientos, Ricardo reanudó el tema, diciendo:

– Deben ser felices los que creen, ¿eh?

– Si la felicidad está en creer— repuso Melchor,– todos deben ser felices.

– Todos los que creen.

– ¿Y tú crees que haya excepciones?

– ¡Cómo no ha de haberlas! y de primera fuerza: pregúntaselo a Voltaire.

– ¿A Voltaire? ¡Qué mal ejemplo has presentado!…

¿Por qué?– repuso Ricardo, turbado visiblemente, pero dando a su voz una inflexión destinada a disimular la contrariedad de haber citado por oídas, ya que nunca había leído ni una línea del famoso escritor francés.

– Porque cuando Voltaire tuvo viruelas llamó al confesor.

– No lo recuerdo…

– Sí; lo llamó, y no debía ser tan descreído cuando ante la idea de morir quiso ponerse bien con Dios.

– ¿Es cierto eso, Melchor?– preguntó Lorenzo.

– Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios».

– Por lo visto, eres todo un creyente— dijo Ricardo.

– Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?

– Desde luego; creer y negar que se cree, debe ser cuando menos fatigoso…

– ¡Y es… tan común!

– ¿Lo dices por mí?

– ¡Hombre!… tú me has dicho recién cosas peores.

– Que has querido considerarlas así y tomar ahora una revancha sangrienta.

– ¡Sangrienta!…

– Pues es nada: me dices mentiroso, hipócrita… casi apóstata.

– ¡Apóstata!… ¡qué gracioso!

– Advierte que el ateísmo y el panteísmo se dan la mano y que si me supones renegando de «mi» religión, me colocas en plena apostasía.

– ¡Es ir lejos!

– Tú me llevas…

– ¡Qué he de llevarte!… ¡Acaso explicablemente no he hablado nunca de religión contigo y al tocar incidentalmente el tema he creído ver confirmadas las mismas sospechas que me retrajeron antes, si alguna vez pensé hablarte de estas cosas.

– ¿Puedo saber de qué índole son esas «sospechas», señor médico?…

– ¡Qué tema tan aburrido!– interrumpió Lorenzo.

– ¿Aburrido?… ¿por parte de quién? ¿de Ricardo?… ¿o de mí?

– No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en sí mismo.

– ¿Por qué?

– Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.

– ¡Quién sabe!…

– Sí, ché… Lorenzo tiene razón; entre un materialista y un espiritualista como tú…

– O como tú…

– ¿Cómo yo?

– ¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse a filosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemos en Dios y sostener que descendemos del mono— aunque no sepamos de dónde desciende el mono,– y aunque se acabe por llamar al confesor en cuanto aparecen viruelas.

– Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.

– ¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base de evolución, un átomo de vida!

– Perfectamente.

– ¡Y bien: ahí, ahí está Dios!

– ¿Tan chiquito es Dios?

– Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar el Universo.

– ¿También está en todo el Universo?

– ¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, como socorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tan creyente y tan cristiano como yo.

– ¡Qué voy a ser!

– ¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideas y en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moral cristiana que tú mismo practicas a cada rato.

– Eso es cuestión de educación.

– Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que ver con nuestros sentimientos religiosos.

– Que yo no tengo.

– Mira: no hay, no ha habido ni habrá jamás un ser humano que no sienta a Dios en su conciencia y en su pensamiento, mientras tenga una y otro. No hago cuestión de nombre; Dios; el sol; el buey Apis; la cabra de Méndez; el budhismo; el mahometismo; el cristianismo; el animismo, etc., todo eso representa a un mismo sentimiento, porque responde a una misma impresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones del mundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa que nuestra moral cristiana en la fe de Dios?

Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba el campo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar las últimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:

– ¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!

– Bien puede haber de las dos cosas— replicó Melchor,– y más que fecundo me resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir a ustedes.

– ¡Qué empeño!…

– Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos de hablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, el tema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo que les falta.

– Lo que a mí me falta no me lo dará la religión— dijo Ricardo.

– Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la que te es habitual.

– Lo mismo pasaría si habláramos de modas.

– ¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea el tema predilecto de los hombres de… la actualidad.

– Eso es cierto— dijo Lorenzo,– más de una vez lo he comprobado.

– Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena de caballeros y de damas.

– No diré tanto; pero es frecuente…

– ¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo no me he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dos imbecilidades.

– Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambiente social mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escasean los centros realmente intelectuales.

– ¡No los he visto!… Yo suelo visitar a nuestras relaciones— y tú las conoces, Lorenzo,– sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un «poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros, sobre el costo del sombrero de fulanita; ¡pero, hombre! sin ir más lejos: la otra noche fui a lo de Méndez, ¿sabes? a lo de misia Edelmira, porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Gener con la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora— y ¡qué linda estaba!…– Eguina… las dos muchachas de Gori— ¡dos bagres!…– y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que de sombreros y de yeguas!

– ¿De yeguas?…

– ¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es la señora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la «Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertido en comprar un «modelo».

– ¿Qué es lo que dices?

– ¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es moda en sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y no por el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del «doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila: Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», por ejemplo.

– ¡Qué ridiculez!

– ¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y con varios nenes de verdad a la cola!

– ¿Y lo del modelo?

– ¿Pero cómo?… ¿Qué, no sabes, Lorenzo?… ¡Ah!… yo aquella noche aprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído de París para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél y según parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; y como «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba los cuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», con permiso de la «Beba», una de las yeguas del coche.

– ¡Cuánto disparate!…

– Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda la reunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueron los caballeros… y esto es lo común… tratar temas de esa clase… o jugar un «pocarcito»…

– Ese juego se ha divulgado mucho realmente— dijo Lorenzo.

– ¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditas familiares, ché… a cinco pesos la caja, no más; ¡pero… con cada «metejón»!…

– ¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

– ¿Esto?… esto… es Mercedes— repuso Melchor,– aquí podremos bajar un momento para estirar las piernas.


* * *

– Y en serio, Melchor, ¿habrías ido en la máquina?

– ¡Ya lo creo!… No sólo porque en ella se goza de un espectáculo mil veces más hermoso que desde esta ventanilla, sino porque habría conversado con el maquinista, en grande.

– ¡Yo no me explico, che, Lorenzo, estos gustos de Melchor!… ¡estas excentricidades!… ¡Conversar con el maquinista!…

– Asómbrate cuanto quieras; pero confiesa que sin motivo fundado.

– ¿Cómo sin motivo?… ¿De qué te puede servir semejante compañía?

– Es claro que el maquinista no me informará sobre el estado de relaciones entre el Japón y los Estados Unidos, en las que, por otra parte, no me intereso, porque no me importa; pero a mí me complace mucho estar con los tipos que me son simpáticos y de todos los hombres de trabajo ninguno lo es tanto para mí como el maquinista de ferrocarril.

– ¡Puede ser!…

– Sí, Ricardo, lo es. Tú, como muchos, no concibes que haya interés más que en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo… fuera de eso… nadie vale nada.

– Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club.

– No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gente de otra clase.

– ¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señores maquinistas?…

– No digo eso, pero aun asimismo… si fuéramos a compulsar enseñanzas acaso los maquinistas— ¡y como ellos tantos otros!– no sacaran la peor parte…

– ¡No digas barbaridades!…

– ¡Si no las digo!… Las mejores enseñanzas que yo he recogido no las recibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento y que sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignoran todo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van a conocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo, que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable y jovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va, Baldomero?…» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragando amargo y escupiendo dulce.»

– ¡Qué hermoso!– dijo Lorenzo.

– ¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tan sencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de sus contrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen la culpa de ellas y lo expresa así: «¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

– Es en bruto el concepto de Víctor Hugo… ¿te acuerdas?… en la «Oración por todos»…– dijo Lorenzo,– cuando al hablarle de la madre dice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dos porciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

– ¡Eso es!… Con una diferencia para mí: que en un caso hay un verso de «Víctor Hugo»… y en el otro la expresión sincera de un hombre de corazón.

– ¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas?– dijo Ricardo burlescamente.

– ¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición social conceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado por el más campanudo moralista!

– También con una diferencia, Melchor.

– ¿Cuál?

– Que esos tipos dan, si acaso, un buen consejo cada cien años, mientras que en un buen texto de moral encuentras cien preceptos por página.

– La razón está en que esos tratadistas son acopiadores de máximas que reeditan modernizándolas, mientras que nadie se ocupa en coleccionar las que a millares circulan entre nuestra gente de pueblo.

– ¡A millares!…

– Como suena, y si no, fíjate en la forma con que el maquinista que nos lleva contestó a mi saludo cuando le pregunté: «¿cómo le va, amigo?»… «Bien, por lo conforme»– me dijo.

– ¡No veo motivo para maravillarse por eso!

– ¡Cómo lo has de ver, Ricardo, si tú has demostrado mil veces que eres incapaz de conformarte con tu suerte y hasta has pensado en que tu vida debía concluir el día en que una tontuela casquivana te dijo que no le daba la gana de quererte. A eso conduce el desprecio por todo lo que no esté a la altura de nuestro nivel circunvecino; a eso conduce la fiel observancia de ideas que nos inculca la vanidad, la petulancia y el espejismo social, tras del que vamos como locos, fascinados por ideales quiméricos o absurdos, mientras la verdadera filosofía, la del pueblo, la del buen pueblo manso, trabajador y resignado, ¡es despreciada por su origen «bajo»! ¡ése es el resultado de los que prefieren el libro con lujosa encuademación!… por ahí se empieza o por ahí se acaba— lo que es peor,– porque suele marcar el último tramo de una verdadera perversión en las ideas que regulan nuestra manera de ser— y en oposición al criterio con que se le enseñó al maquinista a sentirse bien, «por lo conforme», se te ha taladrado los oídos con un grito ruin y perverso que me parece estar oyendo: «es necesario no conformarse con eso»: y así has vivido tú, y tú también, ¡y todos! torturándose en la estúpida ambición de ambiciones nuevas.

– ¿Y acaso tú no las tienes?

– ¡Si yo no creo que la fórmula definitiva de nuestra perfectibilidad consista en no tenerlas, sino en restringirlas sensatamente, hasta ponerlas dentro de los límites de nuestro destino o de nuestra capacidad, habituándonos a resignarse con esto! De lo contrario, surgen los delitos, y los más de los crímenes; de cada mil robos uno se hará por necesidad, los demás, ¡por ambiciones incontenibles!

– ¡Qué buena marcha llevamos!

– Ya ves, Lorenzo, con esta velocidad vamos doscientos o trescientos pasajeros, más o menos acaudalados… felices… de alta posición social… de gran porvenir muchos… en manos del maquinista, que actúa bajo una sola y tenaz preocupación: velar por nuestra vida. Un movimiento de despecho, de envidia ruin— si cupiera en su alma fuerte y sana,– bastaría para concluir con todos nosotros.

– ¡Y con él!– interrumpió Ricardo.

– A él le bastaría con bajarse y dejar a la máquina en libertad. Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía el caso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se había escapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua de la estación en que se encontraba, «con licencia», y al pasar el tren se arrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió las dos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca de la máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

– ¡Lo haría pensando en la recompensa!– dijo Ricardo.

– ¡Vaya un elogio!… Lo hizo porque era maquinista de ferrocarril… ¡y nada más! Con ese criterio la acción más noble y generosa resulta despreciable y lo mismo podrías pensar de otro maquinista que, al entrar con un tren rápido entre las quintas de Flores, vio un pequeño bulto en la vía, que a la distancia le pareció un perro; pero cuando estuvo casi encima, a pocos metros, vio que era una criatura, y sin tiempo material para parar la máquina pasó en dos brincos hasta el miriñaque y al llegar a la niñita, la levantó en alto con una mano, salvándola de una muerte segura.

– Ché, Lorenzo: ¿qué te parece la imaginación de Melchor?…

– ¡Imaginación!… En los archivos de esta empresa están los antecedentes de estos dos casos y de muchos análogos. Si dudas, anda a preguntar.

– ¡No me da tan fuerte!

– Te lo aconsejo, porque dudas; no porque me importe que no creas, desde que es verdad.

– ¡Es cuando fastidia más no ser creído!

– ¡Estás equivocadísimo! El que se fastidia de que no le crean, es, generalmente, el que miente. El que dice la verdad no se encona con quien no le cree; cuando más, lo compadece…


* * *

– Por lo que se ve, Chivilcoy debe ser una de las ciudades más importantes de la provincia— dijo Ricardo.

– Así es— contestó Lorenzo,– y ha prosperado extraordinariamente.

– ¿Qué población tiene?

– Cerca de treinta mil habitantes.

– ¿Tanto, eh?… Y Melchor, ¿dónde está?

– Me dijo que ya venía… Aquí viene.

– Fui a hacer un telegrama— dijo Melchor, respondiendo a Ricardo.

– ¿Un telegrama?… ¿a quién?

– Menos averigua Dios, y perdona… ¿Subamos?

Instalados en sus asientos y de nuevo en marcha, Ricardo no pudo reprimir su curiosidad e insistió en su pregunta:

– Y al fin, ¿a quién telegrafiaste?

– ¡Qué curiosidad!

– ¿Es un secreto tan grande?

– ¡No, hombre!… Hice un telegrama que había prometido a Clota.

La fisonomía de Ricardo se nubló intensamente, y aun cuando las sombras de su espíritu no hubieran asomado al semblante, su repentino silencio las habría delatado.

Los tres amigos permanecieron callados un largo rato, en aparente observación del paisaje, pero, en realidad, absortos en pensamientos más o menos torcedores.

Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismo tiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de su estado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu de Ricardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido ante la luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y de felicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.

Por su parte, Lorenzo pretendía meditar sobre su estado mental, luchando sin éxito con la incoherencia de sus ideas, en uno de esos curiosos estados de conciencia en que la voluntad parece desmayar a cada impulso y en que sólo se destaca nítido y claro el falso convencimiento de una enfermedad imaginaria.

Él quería pensar en las ulterioridades del viaje que realizaba, en la posibilidad de reaccionar sobre un estado enfermizo, que, en realidad, no existía; pero vagas visiones de la infancia se superponían confusamente en su imaginación y al considerarlas fijadas en su memoria, el recuerdo de sus íntimos surgía mezclado con extravagancias de carácter sociológico o con problemas de política internacional, para concluir pensando que todo su mal radicaba en el estómago, y que si pudiera respirar bien, la circulación se haría cumplidamente y su cerebro volvería a la plenitud de su perdida energía mental.

En estas situaciones Lorenzo arribaba al convencimiento de ser víctima de un mal incurable, a cuyo lento trabajo de destrucción debía asistir resignadamente «hasta que me llegue la hora de morir del todo», pensaba.

Bajo el imperio de esta obsesión había leído mucho y preguntado más, para confirmar el convencimiento de poseer en cada caso el cuadro sintomatológico de toda enfermedad, y era, entretanto, un organismo sano y preparado para vivir a base de una discreta metodización de las energías físicas e intelectuales, que había disipado con la incontinencia propia de la edad y del enorme caudal que poseía.

Melchor veía en el semblante de Lorenzo y en la vaguedad melancólica de su mirada, el reflejo de lo que pasaba por su espíritu; pero esta vez le atribulaba menos, porque el asentimiento obtenido de él para hacer el viaje que realizaban y permanecer en el campo algún tiempo, lo había considerado fundadamente como un gran paso hacia su curación, en la que estaba leal, sincera, hondamente interesado.

– ¿En qué piensas?– le preguntó, golpeándole afablemente con la palma de la mano en la rodilla.

– ¡Psh!… ¡En tantas cosas!…

– ¿En muchas?…

– En muchas…

– ¿Alegres?

– Si fuera como tú…

– ¡Qué modelito! ¿eh? pues imitarlo: ¡no vayas a creer que con las personas ocurre lo que con los sombreros de señora!… ¡no!

– Precisamente, Melchor; tú eres un modelo que todos estimamos en lo que vale; pero si yo pretendiera imitarte resultaría un mamarracho.

– ¡Modestia… ché… modestia! Los hombres podemos y debemos imitarnos. Yo podría ser igual a ti o a Ricardo, pero no me conviene… en cambio, ¿a ti te conviene ser como yo?… ¡pues me imitas!

– Eso equivale a poner un changador fornido frente a un ser enteco y decir a éste: ¡imítalo!… levanta los pesos que aquél…

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