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El poder de la lectura (de algunas)

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Dickens dio voz a Oliver Twist o David Copperfield, es decir, les dio la categoría de ciudadanos.

Un tándem habitual en las campañas institucionales liga dos términos: lectura y placer. Pero el poder de la lectura va mucho más allá de la piel: no nos podemos permitir el lujo de olvidar que también es un motor que tiene la capacidad de construirnos como ciudadanos.

Ahora bien: ¿todas las lecturas tienen este poder?, ¿cualquier lectura nos transforma en ciudadanos? Por ejemplo, ¿tiene ese poder de transformación la lectura de Mein Kampf (1925) de Adolf Hitler? Y en el otro extremo, ¿nos construye como ciudadanos la lectura de los mensajes de WhatsApp, del Twitter o de Facebook que informan sobre quién come qué, cómo va vestido o qué hace?

Tradicionalmente, la literatura canónica tiene ese poder. Es decir, un número reducido de obras de creación, habitualmente relatos, poemas o dramatizaciones que representan la excelencia, el canon literario de cada país, cultura o lengua. Estas obras (que la academia legitima como imprescindibles) son las que construyen la historia inmaterial de nuestros pueblos, las que nos han transformado en ciudadanos a lo largo de los siglos.

De entre las obras canónicas que aportan las diferentes culturas y tradiciones, mi selección incluiría la obra escrita por el valenciano Joanot Martorell en el siglo xv, Tirant lo Blanc acompañada por el Quijote. Me gusta leerlas a la vez porque los protagonistas son dos caballeros que desde ópticas diferentes (la del Mediterráneo y la del castellano) me enseñan a habitar el mundo.


Si tuviera que elegir una obra de la cultura americana sería el relato de Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba (1961), que me ha hecho vivir la soledad y la locura de un dictador y me ha llevado a transitar los pasillos de la infelicidad.

De la cultura europea, seleccionaría el drama de amor y desdicha que es Romeo y Julieta (1597), posiblemente porque confronta sentimientos como el amor adolescente y el rencor adulto.

En esta selección personal de los libros que a lo largo de mi vida me han construido como ciudadana también anoto la Odisea, el viaje en el que hombres y dioses resisten, se seducen y batallan.

Y obviamente, la Biblia. En cada nueva lectura he descubierto las múltiples caras de uno de los libros más poliédricos. Pero más allá del texto, elijo este libro porque fue fundamental en la creación de sociedades lectoras. La traducción al alemán de la Biblia (terminada en 1534), como consecuencia de la reforma protestante, y la recomendación de leer el libro sagrado configuró una tradición de lectura individual y unas sociedades lectoras. En definitiva, esta manera de relacionar el creyente con el libro sagrado tuvo una consecuencia fundamental: la formación de ciudadanos.

Pierre Bourdieu (1988) publica en 1979 un estudio donde analiza los criterios y las bases sociales del gusto. Diferencia tres universos que se corresponden con los niveles escolares y con las clases sociales: el gusto legítimo es la preferencia por aquellas obras consideradas legítimas; el medio reúne las obras menores de las artes consideradas mayores y el gusto popular está representado tanto por la selección de obras menores como por la adaptación con fines divulgativos de las anteriores.

Las lecturas seleccionadas anteriormente forman parte del gusto legítimo que literariamente ha sido construido por los géneros más tradicionales, como la poesía, el drama o el relato.

Recientemente, el canon se ha abierto a obras como el ensayo o el reportaje periodístico. Por ello, incluiré en mis lecturas El quadern gris (1966), de Josep Pla, o Noticia de un secuestro (1996), de García Márquez, por el estilo y la hondura.

Xavier Pla (1997: 25) expresa muy bien la lectura que estos libros proponen cuando dice que el placer estético que puede sentir un lector de un texto de ensayo, de ideas, es diferente a lo que puede aportar la lectura de una novela.

No se trata tanto del placer del que busca el desarrollo o la sorpresa de una intriga, sino el placer que solicita el recuerdo de las palabras y de las sensaciones. Ya no es el placer del lector que desea avanzar en la lectura. Es el del lector que prefiere detenerse en un fragmento, penetrar lentamente en el texto, consultarlo y reflexionar.

Más allá del canon literario clásico, o del gusto legítimo, ampliaría la lista con los relatos que han conformado el gusto popular. Son narraciones que han hecho vivir las aventuras de los piratas en los mares del Caribe y que, con mil formatos, han navegado entre generaciones. Recuperamos los relatos de piratas que exaltaron durante todo el siglo xix al héroe individual que se mueve por escenarios exóticos. John Silver o Sandokan serían buenos ejemplos.

Pero si tengo que elegir, mi héroe es el Corsario negro creado por Emilio Salgari en 1899. El personaje que crea la novela habla del sentido de la dignidad, de la palabra de honor, del valor y del coraje en una historia de amor y venganza. Los protagonistas de estas narraciones se han dado a conocer a través de las múltiples versiones de las pantallas. Como consecuencia, los relatos audiovisuales o los dibujos animados han privado al espectador de las complejidades vitales de la palabra escrita, de las dudas trágicas que planteaban los amores vividos y de la desolación que vislumbra la muerte siempre presente.

Un buen ejemplo es El conde de Montecristo (1844), un relato que ha inspirado nuevos libros, series o adaptaciones audiovisuales y que narra aquella venganza que dura toda una vida, tejida de sentimientos encontrados y aventuras perdidas. Tampoco podemos prescindir de aquel monstruo creado por Frankenstein (1818), que solo busca un poco de amor en un científico incapaz de ser padre, de reconocer el corazón que él no supo crear en su obra.

Entre esas lecturas que a lo largo de la vida me han construido como ciudadana también han ocupado un espacio muy especial los relatos del gran proyecto que Jules Verne tituló Viajes extraordinarios y en el que cada narración, desde Cinco semanas en globo (1863), Viaje al centro de la Tierra (1864) o La vuelta al mundo en 80 días (1872), presenta mucho más que un viaje.

Más allá de la lectura de cada palabra, me fascina la capacidad de Verne para llevar a la ficción los sueños de los ciudadanos del siglo xix: volar, navegar o descubrir nuevos mundos, pero también utilizar las máquinas y la ciencia para transformar a los seres humanos en dioses.

Esta selección está repleta de relatos escritos en el siglo xix porque nace la novela realista. Chillón (1999) compara este hecho con el nacimiento de la televisión y lo entiende como una transformación del género que supo dar voz a todos los integrantes de la sociedad.

Gracias a esta ambición, escritores como Charles Dickens dieron protagonismo, por primera vez, a un niño desvalido y víctima de una sociedad en plena revolución industrial. Dickens creó a Oliver Twist (1838) o a David Copperfield (1850) y les otorgó la categoría de ciudadanos; construyó un mundo pensado para un lector al que (más allá de la diversión) quería alertar sobre las formas sobrehumanas que muchos niños soportaban.

Estos títulos tienen el filtro de un adulto. Pero si nos zambullimos entre las lecturas que, desde pequeños, a golpe de hoja, nos han transformado en ciudadanos, los títulos y los formatos cambiarían. Por ejemplo, yo seleccionaría Peter Pan, pero no aquel al que Walt Disney despojó de su inocencia malvada y nos privó del final antológico que escribió su autor, James Matthew Barrie.

El relato filosófico de La sirenita, donde Andersen crea un personaje a la búsqueda, no de un amor, sino de un alma. O a Cenicienta, esa mujer valiente que, sin ayudas de hadas, ni zapatos de cristal, ni el toque fatídico de las 12 horas consigue recuperar la vida que le robó una madrastra.

En todos estos casos, Walt Disney alejó a los pequeños de los libros y propuso un relato conservador que construye ciudadanos castrados.

Si la selección la realizara un adolescente actual, posiblemente propondría lecturas como El guardián entre el centeno, un libro que (desde que se publicó en 1951) ha acompañado a diferentes generaciones de jóvenes.

O Los juegos del hambre, con personajes tan potentes como Katniss, Peeta, Gale o Prim que tienen que luchar con el poder y el mal que representan el presidente Snow y la corrupción del Capitolio.

Y obviamente, los siete libros protagonizados por Harry Potter, una larga narración que ha acompañado a los lectores a lo largo de su formación y donde han aprendido a defender a los débiles, a luchar contra el racismo o despreciar el periodismo de cotilleos.

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