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Hombres, mujeres
y naturaleza:
unas relaciones desajustadas

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Las dos formas en que se expresa con más fuerza el sufrimiento ecohumano son el grito de las mujeres y el gemido de la creación. Estos dos gritos nos urgen a buscar no solo una nueva práctica, sino también nuevas actitudes y nuevas formas de relación entre hombres y mujeres, y de estos con la creación entera.

Este primer capítulo parte de la realidad que atraviesa nuestro mundo en cuanto a la situación de las mujeres y al deterioro medioambiental. Pretende exponer y analizar cómo se manifiestan y se entretejen los dos grandes clamores que interpelan a nuestro mundo y que constituyen un desafío a nuestra fe. Se trata de una invitación a percibir los desajustes y situaciones de pecado que destruyen la vida de las personas y la vida del planeta.

Para ello, es necesario ver las cuestiones ecológicas y las cuestiones de género no como algo puntual o como un tema interesante que está más o menos de moda, ni tampoco como algo marginal en la existencia humana, sino como una cuestión crucial que atañe profundamente a todo el entramado del mundo. Desde una perspectiva creyente, vemos la irrupción de las mujeres y de los movimientos que buscan relaciones equitativas y de justicia entre hombres y mujeres como un signo de los tiempos. Tenemos que contemplar el surgimiento de una nueva conciencia de qué significa ser hombre y ser mujer como uno de los signos de la presencia del Espíritu en nuestro mundo.

Cuando nos acercamos al tema de las relaciones entre hombres y mujeres y de estos con la casa común, lo primero que percibimos es que estamos ante unas relaciones desajustadas que necesitan urgentemente ser sanadas y repensadas. En términos creyentes, estamos ante una situación de pecado, aunque todavía muchos hombres y mujeres no reconocen como pecado las prácticas androcéntricas y las formas sofisticadas de justificar la exclusión de las mujeres y otros colectivos, ni tampoco las formas propias que tenemos de contaminar, depredar y dañar la casa común.


1. Radiografía de un desajuste


a) Feminización de la pobreza: empobrecimiento de la tierra y las mujeres


Si tenemos en cuenta que la mayoría de nuestras sociedades son de cuño androcéntrico-patriarcal, no podemos hablar solamente de la brecha entre pobres y ricos, sino que también tenemos que hablar de otra brecha: la brecha de la pobreza entre sexos. Será a finales de los ochenta cuando se empiece a incluir la perspectiva de género en los análisis de la pobreza, llegando a la conclusión de que hay más mujeres pobres que hombres pobres en el mundo. Y no solo eso, sino que la pobreza afecta de forma diferente a hombres y mujeres. Incluir la categoría de género evidenciará que la pobreza que viven las mujeres es mucho más aguda que la de los hombres.

El concepto «feminización de la pobreza» –acuñado por Diana Pearce en su investigación Feminización de la pobreza: mujeres, trabajo y bienestar–, permite descubrir que existen factores que hacen que la pobreza afecte con mayor fuerza y frecuencia a las mujeres.

¿Cómo se manifiesta este fenómeno de la feminización de la pobreza en nuestro mundo? El primer dato que salió a la luz procede de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), que afirmó que el 70 % de los pobres del planeta eran mujeres. Según ONU-Mujeres, de las personas que en el mundo viven en extrema pobreza hay 4,4 millones más de mujeres que de hombres. Los factores que contribuyen a esta desigualdad son, entre otros: la falta de autonomía económica de muchas mujeres; la brecha de ingresos, ya que ellas perciben salarios inferiores a los de los hombres; la distribución desigual de las responsabilidades domésticas y las tareas de cuidado (niños, enfermos, adultos mayores, etc.), que, en una sociedad patriarcal, son feminizadas, recayendo generalmente sobre mujeres, que no perciben por ello ingreso alguno.

Otra manifestación de la feminización de la pobreza es el ámbito de la educación, lo cual priva a las mujeres de una cualificación para acceder a mejores condiciones de empleo. De los 800 millones de analfabetos del mundo, un 70 % son mujeres. La educación tiene un fuerte sesgo de género, sobre todo en los países más pobres. El acceso a la escolaridad no es igual para los hombres que para las mujeres. Pero la desigualdad de género se manifiesta no solo en el acceso a la escolaridad, sino también en el logro del aprendizaje, en el tiempo disponible para estudiar y en las posibilidades de continuar la educación en niveles superiores, cuestiones en las cuales las mujeres –niñas y jóvenes– constituyen la población que menos se beneficia.

La feminización de la pobreza está relacionada con la falta de acceso de las mujeres a los recursos, lo cual las priva de los medios para superar las condiciones de pobreza y las mantiene en una situación de sometimiento y de dependencia económica. Veamos, por ejemplo, la falta de acceso a las tres «T» en las que el papa Francisco ha venido insistiendo constantemente como un derecho sagrado: tierra, techo y trabajo (así lo podemos constatar especialmente en sus mensajes a los movimientos populares en los encuentros realizados en distintos lugares, como el de Bolivia, Roma, California, etc.).

– Mujeres y acceso a la tierra. En el caso de las mujeres, esto se hace crucial, pues la propiedad de la tierra está en manos de los hombres, a quienes las familias consideran los principales herederos, quedando las mujeres despojadas de ese derecho. En el imaginario socio-cultural y en las legislaciones, usos y costumbres de muchos pueblos no está contemplada la herencia para las mujeres, sino solo para los varones. Aunque el Antiguo Testamento relata el caso de una legislación lograda por el reclamo de cinco muchachas, que exigieron a Moisés y a las autoridades del pueblo que se hiciera justicia y les fuera asignada la herencia que les correspondía tras la muerte de su padre (Nm 27,1-11), increíblemente todavía en el siglo XXI existen prácticas discriminatorias de las mujeres respecto a la herencia y a la tenencia de la tierra, así como también el derecho a créditos y a incentivos para la producción.

La falta de acceso de las mujeres a la tierra está ligada al tema crucial de la seguridad y la soberanía alimentaria. Al analizar la cuestión de la seguridad alimentaria con la lupa de género, se puede constatar que la disponibilidad de la cantidad y la calidad de alimentos que requiere una persona para vivir no está garantizada para las mujeres, pues en el hogar son ellas las que perciben menos cantidad y menor calidad de alimentos (véase, solo a modo de ejemplo doméstico, cómo se distribuye un pollo entre los miembros de una familia, según sean hombres o mujeres). También el patriarcado funciona sobre la base de tabúes y prejuicios alimentarios, por ejemplo, la creencia de que los hombres necesitan más cantidad y variedad de alimentos que las mujeres. El sistema androcéntrico-patriarcal, por lo general, también ha cargado sobre las mujeres las tareas de comprar, preparar y distribuir los alimentos entre los miembros de la familia, responsabilidades de las cuales los varones, normalmente, tienden a evadirse.

La búsqueda de la justicia de género ha de comenzar por el acceso a lo más elemental y universal, que es la comida. Sin embargo, en este ámbito se mantienen patrones sociales y culturales de cuño androcéntrico-patriarcal que llevan a que las mujeres sean la población más expuesta a padecer hambre, desnutrición o malnutrición. Existe una discriminación alimentaria que opera de modo sutil en cada hogar. Y la misma ha sido interiorizada, justificada y reproducida históricamente no solo por los hombres, sino también por las mismas mujeres.

Muchas mujeres en el mundo se han acostumbrado a comer de lo que sobra o a comer de mala manera. En muchas sociedades y culturas, las mujeres comen después de los varones, y no comen sentadas a la mesa, sino en la cocina, muchas veces de pie, o, si están sentadas a la mesa, están levantándose constantemente para buscar lo que falta para abastecer y servir a los hombres. Si la familia es de escasos recursos y no hay suficiente cantidad y calidad de alimentos, quienes se privan de la alimentación son las mujeres. Ellas están en una situación de vulnerabilidad ante el derecho universal a una alimentación adecuada y saludable.

Irónicamente, las mujeres, que producen el 70 % de los alimentos a nivel mundial y que son quienes más se ocupan y preocupan por la comida diaria de la familia y las que literalmente alimentan al mundo, son las peor alimentadas. Las estadísticas señalan que la mayoría de los desnutridos del mundo son mujeres. Según estudios de la FAO, en América Latina y el Caribe existen 19 millones de mujeres que sufren inseguridad alimentaria severa. A partir de esto se constata que el patriarcado ha generado una feminización del hambre y la desnutrición. Como señala Acción Contra el Hambre, las desigualdades de género están en el origen del hambre. Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición, tal como se plantea en el segundo de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) planteados por la Agenda 2030 de la ONU, tiene que ver con la justicia, la equidad y el empoderamiento de las mujeres (objetivo 5) y con decisiones y acciones políticas radicales para hacer frente al cambio climático (objetivo 13).

– Las mujeres y el trabajo. Echando una mirada a la situación laboral, el desajuste en las relaciones de género tiene varias manifestaciones, y las mujeres se enfrentan a grandes desventajas. Por un lado está la brecha salarial, pues las mujeres no solo siguen teniendo dificultades para acceder a un empleo digno y a puestos de responsabilidad, sino que el salario percibido por las mujeres sigue siendo entre un 30 % y un 40 % menor que el que perciben los varones por realizar el mismo trabajo. Las mujeres realizan las dos terceras partes del trabajo mundial por un 5 % de los salarios que se pagan. En el área rural de muchos lugares del Tercer Mundo, la división sexual del trabajo lleva a las mujeres a encargarse de las tareas más duras: recoger alimentos, leña y agua, recorriendo largas distancias, en cuyo trayecto están expuestas a sufrir acoso y violencia. Sobre la base de la división sexual del trabajo, que deriva del esquema capitalista, que separa lo público y lo privado, la producción y la reproducción, las mujeres son confinadas a realizar los trabajos de la esfera privada y a encargarse de la función de reproducción, tareas por las cuales ellas no perciben reconocimiento ni salario alguno, lo cual las convierte en dependientes de los hombres de su entorno.

Por otro lado, el ámbito laboral es para las mujeres un ámbito de violencia, de abuso y de acoso sexual, teniendo que realizar su trabajo en condiciones de inseguridad y permanente estrés, lo que afecta a su rendimiento satisfactorio y al sentido de realización. También está la segregación ocupacional, que relega a las mujeres a los trabajos peor remunerados y con menos horarios flexibles. Y, por supuesto, está lo que ya en 1978 Marilyn Loden denominó el «techo de cristal» –o barrera invisible–, que impide a las mujeres lograr ascensos laborales y llegar a cargos directivos y gerenciales en sus ámbitos de trabajo. A esto se suma la sobrecarga laboral, pues, en una sociedad machista, a las mujeres les toca una doble jornada laboral: la del lugar del empleo y la de la casa, teniendo que hacerse cargo del sostenimiento cotidiano del hogar y asumir también las tareas de cuidado de las personas vulnerables de la familia (enfermos, niños, ancianos, etc.).

– Mujeres y derecho a un techo. En este ámbito, las mujeres constituyen el grupo más vulnerable y se les viola el derecho a una vivienda digna y segura. La cuestión no es solo cómo afecta el déficit habitacional a las mujeres o el problema del derecho a la titularidad de la casa, sino también cómo el ámbito de la casa muchas veces es uno de los espacios más inseguros para las mujeres, pues muchos de los actos de violencia y violación acontecen en el espacio doméstico. De ahí que la lucha de las mujeres en este aspecto consista tanto en el derecho a un techo digno y a un hogar seguro como en lograr un espacio sin violencia y que sea verdaderamente un lugar de libertad, ya que la casa se torna muchas veces un espacio de confinamiento involuntario y una especie de «prisión domiciliaria» para las mujeres.


b) La violencia hacia la tierra y hacia las mujeres


Una de las realidades más clamorosas de nuestro mundo hoy es la agudización de las distintas formas de violencia hacia las mujeres en todos los ámbitos de la vida (doméstico, laboral, político, artístico, religioso, etc.) y la impunidad que rodea a todas estas violencias. Esa impunidad, que, como dice Eduardo Galeano, es el producto más barato que se ofrece en el mercado internacional1, es la misma con la que también destruimos nuestro planeta. Sobre su base, históricamente se han perpetrado los más variados actos de violencia, llegando hasta las manifestaciones más extremas de violencia contra las mujeres (feminicidio) y contra la tierra (ecocidio). Estas dos violencias están interrelacionadas y se extienden a lo ancho del mundo como una pandemia que no conoce fronteras geográficas, culturales, etarias o religiosas.

Sobre la base de una idea de progreso que ha funcionado desde una lógica depredadora y mercantilista, los seres humanos hemos ido retrocediendo en nuestra relación con la naturaleza, degenerando en una relación de violencia que está empujando a la muerte a miles de especies, incluida la misma especie humana. Son múltiples las agresiones de los humanos hacia la tierra. Hemos llegado a causarle no solo heridas difíciles de curar, sino grandes daños irreversibles que están teniendo consecuencias nefastas para nuestra vida y la del resto de las especies. Muchas de estas heridas son descritas por el papa Francisco en el primer capítulo de la encíclica Laudato si’, titulado «Lo que le está pasando a nuestra casa».

Esos daños se manifiestan sobre todo en la contaminación del aire, el agua y el suelo; la gran cantidad de basura y residuos de todo tipo producidos por la cultura del descarte; el cambio climático y el calentamiento global, debido al aumento de gases de efecto invernadero, el uso de combustibles fósiles, el uso excesivo de fertilizantes y la desforestación de selvas y bosques; la escasez y el deterioro de la calidad del agua, que produce enfermedades y muertes diariamente; la destrucción de los ecosistemas, que provoca un aumento de las migraciones de seres humanos y animales, porque ya no encuentran agua ni alimento; la pérdida de la biodiversidad, debida al cambio climático y a la explotación que ha acelerado drásticamente la extinción de miles de especies vegetales y animales; la inequidad planetaria y la privatización, que nos han conducido a la actual degradación social y ecológica (cf. LS 20-52).

Debido a la injusticia social y al deterioro ambiental, los fenómenos naturales se tornan cada vez más en desastres que afectan a los más empobrecidos, especialmente a mujeres pobres que están en situación de mayor vulnerabilidad. Las catástrofes –que casi nunca son naturales, sino que se deben a que los Estados tienen políticas catastróficas que no cuidan la vida de los pobres– suelen tener más repercusiones negativas para las mujeres que para los hombres. Esto se debe a la mentalidad androcéntrico-patriarcal, que distribuye el trabajo y los recursos de forma desigual y que lleva a que, aun en situaciones de emergencia climática, el abuso y la violencia contra las mujeres no conceda tregua, pues en las casas y en los mismos refugios para víctimas de tragedias ambientales muchas mujeres y niñas han sido abusadas y violadas.

Además, las mujeres cargan con las consecuencias de decisiones gubernamentales, económicas, militares y sanitarias tomadas en su mayoría por varones de la élite del poder. Son las mujeres y la tierra quienes sufren en su propio cuerpo los daños que ocasionan los pesticidas, los residuos químicos presentes en alimentos de consumo diario, las sustancias tóxicas de los productos de limpieza. Muchas mujeres están expuestas, a nivel doméstico y laboral, a daños a su salud que se derivan de la utilización de sustancias con contenido tóxico, que tienen que usar sin ninguna protección. Las mujeres están situadas en primera línea en cuanto personas afectadas por la degradación socio-ambiental. Ellas experimentan en mayor número y de forma más aguda los daños a la salud que provienen del contacto con agua y alimentos contaminados. La contaminación y deforestación que provocan las empresas afectan a sus cultivos, y así disminuye la posibilidad de contar con alimentos sanos.

La conexión entre la violencia hacia la tierra y la violencia hacia las mujeres se expresa también en la violencia de que son víctimas muchísimas mujeres que han unido en su sentipensar y en su praxis la causa feminista y la causa ecológica. Ellas sufren acoso, violencia, insultos misóginos y hasta la muerte por asumir la defensa de la casa común y de las mujeres.

En distintos lugares del mundo va creciendo la conciencia ecosocial, y cada vez más están surgiendo movimientos de resistencia que se articulan para luchar contra la destrucción de la naturaleza. Dentro de esas resistencias, las mujeres juegan un papel clave, siendo las más activas y creativas en la defensa y el cuidado de la casa común. Ellas están a la vanguardia en la reivindicación de los territorios ancestrales y la ecojusticia. Como consecuencia, muchas son perseguidas, criminalizadas y asesinadas por su compromiso con la equidad y la justicia social, por su búsqueda de relaciones nuevas entre hombres y mujeres y con la naturaleza. Arraigadas en una ecoespiritualidad transreligiosa de parentesco con la creación, muchas mujeres han asumido la defensa de la casa común hasta sus últimas consecuencias. Sin quererlo ni buscarlo, han llegado hasta el martirio –podríamos denominarlas «mártires socio-ambientales»–, cayendo en el surco de la tierra como víctimas del capitalismo neoliberal y patriarcal.

El secuestro, la violación y el asesinato selectivo de muchas luchadoras socio-ambientales es el mecanismo utilizado por el sistema extractivista –formado por la alianza Estado-empresas, generalmente transnacionales– para infundir terror en las organizaciones y movimientos de resistencia y continuar así enriqueciéndose con su política depredadora de la naturaleza. En el siglo XXI aumentan cada vez más los asesinatos de defensoras de la tierra y de las mujeres. En distintos lugares del planeta se constata que defender la casa común se ha convertido hoy en una de las actividades más peligrosas.

En 2015, en América Latina fueron asesinadas diez mujeres por luchar contra proyectos extractivistas destructores del medio ambiente. En 2018, en el mundo fueron asesinadas 17 defensoras del medio ambiente, siendo Filipinas y Colombia los países con más letalidad de mujeres ecologistas, seguidos por México, Guatemala, India, Ucrania y Gambia. América Latina es reconocida como la región más peligrosa del mundo para las personas defensoras del planeta (con más de 1.500 casos de defensores de la madre tierra asesinados entre 2002 y 2019). En este continente también se concentra la mayor cantidad de asesinatos, especialmente de indígenas y mujeres defensoras de la casa común, con casos emblemáticos, como el de la monja Dorothy Stang (73 años), asesinada en Brasil en 2005; el de Berta Cáceres (42 años), asesinada en Honduras en 2016; el de Diana Isabel Hernández (35 años), asesinada en Guatemala en 2019; el de María Guadalupe Campanur (32 años) y Nora López León (47 años), asesinadas en México en 2018 y 2019 respectivamente; el de Macarena Valdés (32 años), asesinada en Chile en 2016, entre otras.


c) Las mujeres y la tierra: entre el mercado y el patriarcado


Estamos en una época marcada por una mentalidad depredadora y de cruel explotación del cuerpo de la tierra y el cuerpo de las mujeres, en la que el sistema económico –dominio mayoritario de los hombres–, de forma planificada y organizada, extrae sustanciosos beneficios para una élite. Esto se hace a costa de la mercantilización de las mujeres y de la tierra, práctica que constituye el corazón mismo de la acumulación capitalista.

La raíz de los grandes problemas que destruyen el cuerpo de las mujeres y el cuerpo de la tierra hay que buscarla en la tendencia del sistema a convertirlo todo en mercancía, llegando al colmo de convertir al ser humano mismo en alguien que no solo compra y vende, sino en un objeto que se compra y se vende. Puesto que esto sucede en el marco de un sistema marcadamente androcéntrico-patriarcal, son sobre todo las mujeres quienes terminan convirtiéndose en objeto de consumo y en negocio rentable.

Entre el mercado y el patriarcado existe una relación de complicidad que daña y destruye tanto la casa común como la vida de las mujeres. Desde una visión mercantilista, el sistema promueve una dinámica de consumo en la que se promocionan un sinnúmero de productos, utilizando para ello a las mujeres como mano de obra barata, como destinatarias, consumidoras y víctimas, pero sobre todo utilizando su cuerpo como cebo, haciendo que se pase del consumo de objetos a la mujer como objeto de consumo.

Además, la sociedad de consumo ejerce en muchas mujeres una función anestesiante al inculcar una idea de bienestar y de desarrollo, de belleza y de prosperidad, a través de un consumo altamente contaminante y con consecuencias dañinas para la salud de las mujeres. La sociedad de consumo no solo incita a las personas al consumismo, sino que las consume, siendo las mujeres quienes resultan más consumidas por el capitalismo patriarcal.

Hay muchas formas cotidianas en las cuales se manifiesta cómo los mandatos patriarcales y el sistema económico consumen a las mujeres. Por ejemplo, muchas mujeres invierten gran parte de su tiempo en una serie de prácticas para responder al estereotipo de mujer del patriarcado (dedicarse en exceso a las cuestiones domésticas; dedicar demasiado tiempo al arreglo personal y a conseguir la imagen de mujer pautada por los cánones sociales de belleza y esperada por los varones; a ir de compras; a realizar tareas del hogar que deberían distribuirse equitativamente con los varones, etc.).

Pero la forma más cruel en que son consumidas las mujeres hoy la encontramos en la horrorosa práctica del tráfico de personas, cuyas redes, amparadas por el capitalismo patriarcal, actúan impunemente explotando los cuerpos de las mujeres para hacerlos rentables. La trata, que deja suculentos beneficios económicos, consume física y emocionalmente a las mujeres que son objeto de tráfico para usarlas como mano de obra barata –o como esclavas– o para convertirlas en objetos de placer y mercancía sexual para ser consumidos por los hombres, ya sea en la prostitución o en matrimonios impuestos. Es un negocio sumergido que alcanza dimensiones trágicas y alarmantes, y es uno de los fenómenos en los que con más claridad se manifiesta la connivencia que existe entre el mercado y el patriarcado. La alianza capitalismo-patriarcado ha engendrado, entre otras aberraciones, uno de los negocios más monstruosos: traficar con mujeres y niños.

Mientras se siguen consumiendo y profanando los cuerpos de tantas mujeres, el sistema económico engrosa su capital con el tráfico, que, según las estadísticas de los últimos años, ha llegado a convertirse en la segunda actividad económica ilegal más lucrativa del mundo (antecedida por el tráfico de armas y seguida por el tráfico de drogas). Sin duda, el tráfico de seres humanos –de los cuales el 80 % son mujeres– constituye hoy día «el siniestro “reverso oculto” de la globalización»2. En un documento estremecedor sobre las nuevas esclavitudes del siglo XXI, la Agencia Fides recoge el testimonio de un proxeneta que cínicamente expresó que «la mujer da más ganancia que la droga o el armamento. Estos artículos solo se pueden vender una vez, mientras que la mujer se revende hasta que muere de sida, queda loca o se mata»3.

El cuerpo roto de tantas mujeres, lo mismo que el cuerpo roto de la madre tierra, constituye hoy una sangrante interpelación a toda la humanidad y a todas las religiones, desafiándonos a afirmar, con nuestras palabras y nuestras acciones, la sacralidad de la vida en medio de un sistema que cada día lo profana al convertir en mercancía y negocio lucrativo transnacional a las mujeres y a la tierra.


d) Patriarcado, militarismo y destrucción de la tierra


Hay que señalar también que existe una interrelación entre patriarcado, militarismo y destrucción de la casa común. A lo largo de la historia, la experiencia muestra cómo los conflictos bélicos y la proliferación de armas llevan a la catástrofe socio-ambiental: destrucción de seres humanos, de los cultivos, de los animales; contaminación del aire, del suelo y del agua, etc.

Y también muchos conflictos actuales, que tienden a considerarse solo desde el ángulo político, económico, étnico o religioso, tienen como causa la crisis socio-ambiental. Muchos desplazamientos migratorios dentro y fuera de los países pobres no son más que una consecuencia del calentamiento global. Por eso en el fenómeno de la movilidad humana hay que hablar de una nueva categoría: los emigrantes y refugiados climáticos, dentro de los cuales las mujeres constituyen el sector en situación de mayor vulnerabilidad y expuestas a ser, al igual que la naturaleza, objeto de uso y de abuso.

En muchos países, el deterioro del entorno ecológico, la reducción de las fuentes hídricas y la desertificación del suelo han llevado al abandono de las tierras donde históricamente se ha asentado una población. Estos movimientos provocan no solo un desarraigo cultural y una ruptura de la red de relaciones, sino que muchas veces desembocan en conflictos y guerras entre pueblos. En estos conflictos, desencadenados por el sistema económico patriarcal, no se tiene en cuenta la visión y la sabiduría de las mujeres para buscar soluciones pacíficas y caminos de paz.

Pero no solo eso, sino que en las guerras ellas son las grandes perdedoras y las víctimas principales de los abusos y violaciones cometidos no solo por el bando contrario, sino también por los hombres de su mismo grupo. En las situaciones de guerra se confirma que los cuerpos de las mujeres son vistos por los hombres como propiedad para disponer, sea en la casa o en el campo de batalla. Los cuerpos de las mujeres son botín de guerra, territorio político, incentivo para que los soldados se animen a pelear y premio cuando obtienen la victoria.

El militarismo, en cuanto visión que enaltece al macho, lo militar y la resolución de los conflictos por la vía de la fuerza y de las armas, es una exaltación del patriarcado, pues la imagen de hombre que propugna es la del macho, la del conquistador, el que tiene fuerza viril y no tiene miedo a las armas. En cambio, cuando un hombre se resiste a usar armas, a formar parte de las filas del ejército, cuando se opone a ir a la guerra o baja la voz, es considerado como «mujercita».

La mentalidad militarista no se manifiesta solo en las prácticas de algunos sistemas políticos (presupuestos altos para gastos militares y armamento, lenguaje beligerante, servicio militar obligatorio, educación de niños y jóvenes con un estilo militar, etc.), sino que también en la vida cotidiana, tanto los hombres como las mujeres hemos introyectado formas sutiles de comportamientos militaristas. Por eso, la mayoría de los proyectos emancipadores, y sobre todo los movimientos de mujeres, tienden a incluir la desmilitarización –desmilitarizar la mente, el corazón y las estructuras– como una de las implicaciones de la lucha por despatriarcalizar las estructuras socio-políticas y religiosas.


2. Buscando las raíces del desajuste


La radiografía del funcionamiento de nuestra sociedad y de la interacción del ser humano con la naturaleza evidencia un profundo desajuste de las relaciones entre hombres y mujeres y de estos con el conjunto de la creación. Este desequilibrio es el que tenemos que subsanar desde sus raíces más profundas si queremos apuntar a un cambio sistémico y a otro mundo posible en el que restauremos la armonía original entre hombres y mujeres y todos los habitantes de la casa común para que alcancemos un buen vivir y un buen convivir.

Por eso, la cuestión crucial no consiste en cómo ir solucionando de forma aislada y fragmentaria algunas manifestaciones de la crisis ecohumana en que estamos sumergidos, sino en desentrañar cuáles son las raíces que producen esos frutos malos de la explotación de las mujeres y de la tierra.

El análisis ecofeminista tiene la virtualidad de ayudarnos a captar la interconexión que existe entre todas las formas de dominación y explotación –especialmente el vínculo que existe entre la violencia hacia la tierra y la violencia hacia las mujeres–, apuntando a la urgencia de un cambio no desde las ramas, sino desde la raíz; es decir, apuntando a un cambio sistémico, a un nuevo paradigma de relación del ser humano y la naturaleza para revertir el deterioro de la vida. Se necesitan no algunos remiendos, sino un cambio sistémico, pues en el marco de este sistema y su modelo de producción y consumo depredador de la tierra y de las mujeres no será posible salvar el planeta y salvar a la humanidad.

Entonces, las preguntas que nos tenemos que hacer al contemplar el crudo panorama de explotación y deterioro de las relaciones con las mujeres y con la tierra son: ¿qué tipo de sociedad y qué sistema es este que origina, reproduce y normaliza –e incluso sacraliza– unas relaciones tan desajustadas y dañinas entre hombres y mujeres y con la naturaleza? ¿Sobre qué fundamentos se apoya y cuál es la narrativa que sostiene este funcionamiento de nuestro mundo?


a) La huella del capitalismo patriarcal


Las relaciones desequilibradas entre hombres-mujeres-naturaleza que se han mencionado anteriormente brotan de un sistema que, entre todos los sistemas que han existido a lo largo de la historia de la humanidad, es el que más ha persistido, manteniéndose casi intacto en todos los tiempos y todos los lugares: el patriarcado.

Uno de los logros de los movimientos de mujeres y de los estudios críticos de género ha consistido en identificar el patriarcado como el sistema que está en la raíz de la violencia y la marginación de las mujeres. Esta es una cuestión de importancia capital, pues ha permitido analizar las distintas formas de violencia hacia las mujeres como un problema estructural y no como experiencias individuales que se dan en unas circunstancias determinadas. Se llega así a desenmascarar que vivimos en una sociedad que en sí misma discrimina de forma sistémica a las mujeres, atravesando las cuestiones de su pertenencia étnica, edad, religión, clase social, etc.

El patriarcado es un sistema de organización social en el que los puestos clave de poder en todos los ámbitos de la sociedad se encuentran exclusiva o mayoritariamente en manos de varones. Es un orden social caracterizado por relaciones de dominio y opresión, establecidas por unos hombres sobre otros y sobre las mujeres, e incluso sobre todas las criaturas que habitan la casa común. De ahí que hoy se reconozca que existe una relación muy estrecha entre patriarcado y crisis ecológica; es decir, la desigualdad de género y la visión androcéntrica del mundo juegan un papel sumamente importante en el deterioro socio-ambiental.

Tanto la explotación de las mujeres como el deterioro de la vida en el planeta tienen en la base lo que la monja benedictina Joan Chittister considera como los cuatro principios fundamentales sobre los que descansa la visión patriarcal del mundo: dualismo, jerarquía, dominio y desigualdad4.

El ecofeminismo considera que la raíz que lleva a la explotación de la naturaleza es la misma que lleva a la explotación de los pobres y a la explotación de las mujeres. Esta explotación que se fundamenta en el orden patriarcal es reforzada por el capitalismo neoliberal, que promueve modelos de producción y consumo que son altamente contaminantes y generadores de una pobreza y una exclusión que se hacen mucho más agudas cuando se trata de las mujeres.

El actual modelo económico, basado en la obtención de ganancia y en el fetichismo del dinero, necesita del sistema patriarcal como su aliado, es decir, necesita el esquema de dominación de unos sobre otros para poder mantenerse. El ecofeminismo busca demoler la mentalidad patriarcal, que explota a las mujeres, considerándolas ciudadanas de segunda categoría, y que usa la naturaleza como objeto de dominación y lucro, sometiendo a ambas desde una visión jerárquica y sexista del mundo. Desde una mentalidad capitalista-patriarcal, la tierra y las mujeres son reducidas a mercancía, y por eso a ambas hay que hacerlas producir conquistándolas, sometiéndolas y violándolas. No es casualidad que se use el mismo vocabulario machista para referirse a la tierra y a las mujeres.

El capitalismo patriarcal deja una huella de destrucción de la vida en la tierra y de la vida de las mujeres. Ha mostrado ser un paradigma depredador de la naturaleza que deshumaniza no solo a las mujeres, sino también a los hombres. El patriarcado no solo produce separación y antagonismo entre hombres y mujeres, sino que también provoca división, recelos y competencia entre las mismas mujeres. Es decir, es un sistema que socava las bases de la sororidad y la fraternidad.


b) Marco de la violencia de género: la violencia sistémica


La expresión «violencia de género» sigue siendo un concepto útil y necesario, porque ayuda a visibilizar el carácter específico y estructural de la violencia sexista. La violencia es el tema omnipresente cuando analizamos las relaciones entre hombres y mujeres. Dado que nacer mujer en una sociedad patriarcal marca una gran vulnerabilidad, somos las mujeres las que estamos en mayor riesgo de ser violentadas en cualquier etapa y en cualquier ámbito de nuestra vida.

Hablar de la violencia de género implica abrir un abanico amplio, pues se trata de un fenómeno que va desde la violencia física hasta la violencia simbólica, en la línea de lo que plantea Pierre Bourdieu, el sociólogo francés que en los años setenta acuñó este concepto. La violencia simbólica actúa de forma invisible, implícita o subterránea, estando en la base de las relaciones asimétricas de poder. Funciona a modo de esquemas mentales e inclinaciones modeladas por las estructuras de dominación que operan de manera sistémica y encubierta, señalando cuál es el marco incuestionable desde el que se ha de pensar y actuar y llevando sutilmente a que las mismas víctimas se conviertan en cómplices de los dominadores, adoptando sus mismos puntos de vista, como si el sistema de dominación ejerciera una especie de poder hipnótico5.

La violencia simbólica hace que veamos como normales determinadas prácticas sociales, llegando a una naturalización de comportamientos y prácticas excluyentes. Es una estrategia que funciona como legitimadora y reforzadora de la violencia de género y la violencia hacia la tierra. La violencia simbólica está incrustada y es reproducida por las instituciones que tienen el poder de moldear los hábitos y el pensamiento de las personas: la familia, la escuela, el Estado, los medios de comunicación y la religión. Desde el punto de vista de este libro, que se ubica en una perspectiva teológica, esta última institución juega un rol crucial, pues si las otras instituciones naturalizan el sistema androcéntrico-patriarcal, esta última llega a sacralizarlo y eternizarlo, colocando la violencia simbólica en el ámbito mismo de la voluntad de Dios.

En el marco de esta violencia simbólica, que es la violencia más sutil, invisible y suprema que utiliza el sistema y que es producida y reproducida por las instituciones señaladas antes, se ubican las distintas formas de violencia contra las mujeres. Esta violencia puede adoptar diferentes formas6 y expresarse así en distintos ámbitos:

1) La violencia física, sexual y psicológica en la familia, que se expresa en los golpes, maltratos y humillaciones, falta de reconocimiento, abuso sexual de las niñas y adolescentes en el hogar, violación por el marido, aislamiento forzoso, limitaciones de la movilidad, «venta» de las hijas para casarlas con un hombre al que no conocen y no aman, mutilación genital, explotación por sobrecarga de trabajo en la casa, ya sea exigido por maridos, hermanos, suegros y suegras, tíos, etc. o derivada de la falta de corresponsabilidad de los hombres en las tareas del hogar.

2) La violencia física, sexual y psicológica en el ámbito de la comunidad, que se expresa en las violaciones, abusos, acoso y hostigamiento sexual en el trabajo, en la calle y en las instituciones educativas o lugares de trabajo; la trata de mujeres, la prostitución forzada y la explotación en los distintos ámbitos de la vida laboral.

3) La violencia física, sexual y psicológica del Estado: es la violencia perpetrada o tolerada por las mismas fuerzas del Estado a través de políticas públicas que favorecen la impunidad ante la violencia de género. También se da cuando no se impulsan medidas ni se crean instancias que contribuyan a erradicar las causas de esa violencia.

El concepto de violencia de género incluye también la violencia económica, dentro de la cual entran las diversas formas de empobrecimiento, las injusticias, la exclusión social, que son consecuencias del sexismo. Las formas extremas de violencia hacia las mujeres no surgen de la noche a la mañana, sino que van creciendo gradualmente día a día en la medida en que toleramos las formas más sutiles y pequeñas de violencia y los micromachismos. Para percibir esas formas sutiles de violencia es necesario afinar la percepción y mirar con otras lentes; hay que ponerse las gafas violetas, como dice Lucía Ramón7, para darnos cuenta de que la exclusión y la violencia contra las mujeres son problemas estructurales y globales que están interconectados.

Cuando se llega a las formas extremas de violencia hacia las mujeres, como el feminicidio, hay detrás una historia de exclusión y violación de otros derechos. Como sostiene Nancy Pineda-Madrid:


Cuando el carácter de una sociedad se deteriora hasta el punto de que se viola la salud, el bienestar y la libertad de las mujeres, estas violaciones fomentan la «suposición de que las mujeres son usables, abusables, dispensables y descartables», y, con el tiempo, esto contribuye a formar un clima en el cual el feminicidio puede brotar y desarrollarse8.


El feminicidio es un fenómeno extendido a lo largo y ancho del mundo como una pandemia invisible, pues ante este flagelo los gobiernos y las instituciones no se alarman como lo hacen frente a otras problemáticas. El feminicidio no solo comprende el asesinato, sino el conjunto de actos violentos contra mujeres, muchas de las cuales son supervivientes a muchos otros actos violentos perpetrados contra ellas, desde el ámbito doméstico hasta el estatal (algunos estudios de género identifican hasta diez tipos de violencia contra las mujeres: psicológica, sexual, patrimonial-económica, simbólica, de acoso-hostigamiento, doméstica, laboral, obstétrica, mediática e institucional).

Las noticias sobre mujeres asesinadas son solo la punta del iceberg, pues también hay muchas otras mujeres que podríamos llamar «muertas en vida», ya que no han tenido la oportunidad de rehacer sus vidas tras haber sufrido experiencias violentas traumatizantes.

Hasta el siglo XX, la violencia contra las mujeres era vista como algo normal y no se consideraba un problema o un delito, ni mucho menos una cuestión estructural. Hoy este flagelo tiene mayor visibilidad y hay mayor conciencia de que es un grave problema que urge superar. Ello supone realizar cambios profundos de mentalidad y en la estructura de la sociedad, que ha sido construida sobre la base de códigos de dominación masculina y subordinación femenina. Pero este es un proceso lento, a menos que la humanidad despierte y hagamos una revolución. Tal como está el panorama actual, con las resistencias a un cambio de paradigma, algunos –hombres y mujeres– consideran que aún faltan muchas décadas para que colapse el modelo hegemónico de masculinidad y feminidad y surja una nueva forma de ser hombre y mujer.


c) Naturalización de las mujeres y feminización de la naturaleza


Para entender mejor la conexión entre dominación de las mujeres y degradación de la naturaleza hay que analizar cómo el pensamiento hegemónico ha planteado la relación sexo-género para legitimar la desigualdad y las relaciones de dominio de los hombres hacia las mujeres y hacia la naturaleza.

El patriarcado ha elaborado una construcción teórica que justifica la subordinación de las mujeres basándose en argumentos de orden natural, comenzando por la asociación que hace entre mujeres y naturaleza, mientras que los hombres son asociados a la cultura. La narrativa patriarcal ha inculcado la idea de que las mujeres estamos más cercanas a la naturaleza por nuestra condición biológica. Desde una visión esencialista y romántica de las mujeres y de lo femenino, se han trasladado los estereotipos de género a la esfera de la cuestión medioambiental, lo cual conduce no solo a asociar las mujeres a la naturaleza, sino también a desvincular a los hombres de la responsabilidad de cuidar la casa común, sobre todo el cuidado en el ámbito de la vida cotidiana.

La identificación de las mujeres con la naturaleza entraña el peligro de replicar los esquemas de dominación patriarcal, reproduciendo, en estos tiempos de crisis ecológica, el mismo esquema de los estereotipos de género que defiende el sistema patriarcal. El problema de fondo es cómo se concibe la relación naturaleza-cultura, la cual ha sido comprendida desde una visión dualista y jerárquica, en la cual la cultura (asociada al hombre) está por encima de la naturaleza (asociada a la mujer).

Si tanto la naturalización de la mujer como la feminización de la naturaleza son construcciones del patriarcado, ¿cómo plantear la relación entre seres humanos y naturaleza de modo que se supere la identificación mujer-naturaleza y el dualismo ser humano - naturaleza?

Una de las cuestiones con las que tiene que lidiar un ecofeminismo crítico es precisamente con la forma en que hay que entender la relación ser humano - naturaleza, concretamente la relación mujeres-naturaleza. Es necesario repensar esa relación de modo que no se convierta en una forma nueva de sometimiento e «inferiorización» de las mujeres, pero tampoco en un distanciamiento de la naturaleza, pues, en estos tiempos más que nunca, tanto los hombres como las mujeres tenemos que establecer una relación de simbiosis y parentesco con la naturaleza. Esta visión de una relación simbiótica y de parentesco entre el ser humano y la tierra tiene mucha fuerza en diversas culturas y espiritualidades, sobre todo entre los pueblos indígenas, que conciben la tierra como madre, como hermana, como compañera. Esta familiaridad con la tierra, que se expresa como cuidado mutuo y concepción de la tierra como un organismo vivo que tiene sus derechos, su sabiduría, su sacralidad, es fundante para buscar una relación de respeto, reverencia y cuidado.


3. Detectando algunas señales de esperanza


No resulta fácil apuntar señales de esperanza en tiempos tan convulsos como los que vivimos y ante las marcas que va dejando en las personas y en la madre tierra la violencia del capitalismo patriarcal. Sin embargo, la última forma de resistencia a la que no podemos renunciar, como seres humanos y como personas creyentes, es la esperanza.

Hurgando en la actual realidad de nuestro mundo y teniendo en cuenta las dos grandes preocupaciones que abordamos en este libro, se pueden detectar muchos pequeños signos de esperanza y movimientos de resistencia ante el sistema. Aquí queremos apuntar solo dos aspectos que están señalando un nuevo horizonte relacional y un desafío crucial para nuestro mundo y para la vivencia de nuestra fe.


a) Un punto de no retorno: el movimiento de mujeres


No todo está perdido. En estos últimos tiempos, si bien percibimos la crueldad de la violencia en las relaciones de género y la destrucción inmisericorde de nuestra casa común, no podemos ignorar que son cada vez más los movimientos que están encarnando una visión nueva y están asumiendo una praxis que se encamina tanto a la transformación de las relaciones entre hombres y mujeres como también a la transformación de la relación con la madre tierra.

Algunos de esos movimientos, que en su origen asumieron solo una de las dos cuestiones que aquí abordamos de forma articulada, han ido avanzando cada vez con más agilidad y profundidad hacia la interconexión entre la lucha por la justicia climática y la lucha por la justicia en las relaciones de género. En otras palabras, muchos de estos movimientos, aunque no utilicen el concepto de ecofeminismo, al articular la cuestión de la crisis ecológica y la crisis del patriarcado, en cierto modo se están ubicando dentro de los planteamientos del ecofeminismo.

La irrupción de los movimientos de mujeres con sus múltiples demandas –según los contextos y la diversidad de situaciones que viven las mujeres– es uno de los signos de los tiempos que tienen su punto de confluencia en el sueño de un mundo donde las mujeres también quepamos y donde se coloque la vida por encima de la rentabilidad económica.

Los movimientos de mujeres en los últimos años están provocando un despertar, muchas veces incómodo, en la conciencia de la humanidad. Estos movimientos, progresivamente, han hecho un gran aporte a nuestro mundo, pues han posibilitado: visibilizar la «violencia de género y el género de la violencia»9, conectándola también con la violencia hacia la naturaleza; desenmascarar que las distintas formas de violencia, exclusión y discriminación hacia las mujeres no son casos aislados, sino que forman parte de la trama de un sistema: el patriarcado; recuperar la memoria histórica de mujeres transgresoras, luchadoras y visionarias, que en distintos ámbitos de la vida jugaron un papel clave, pero que fueron sepultadas y olvidadas por el sistema hegemónico; crear una mayor sensibilidad y alianzas por el reconocimiento de las mujeres como sujetos, como seres humanos con igual dignidad que los hombres; reclamar una nueva ciudadanía que incluya a las mujeres y a otros sectores subalternos, muchas veces discriminados en virtud de su pertenencia a una etnia, clase, cultura, edad, identidad sexual, etc.; introducir cambios en las legislaciones de los países y a nivel internacional; construir espacios de paz y de reconversión de los conflictos con métodos alternativos a los que suele utilizar el patriarcado; lograr avances en cuanto al acceso de las mujeres al ámbito de los saberes, así como la inclusión progresiva de su epistemología y su hermenéutica; luchar por la autonomía económica de las mujeres como una cuestión de importancia radical para lograr su emancipación y su mayoría de edad; la rebeldía ante las políticas de confinamiento de las mujeres en la casa y del encerramiento en los roles tradicionales de madre y esposa, ama de casa, de virgen y mártir, santa o prostituta.

Ahora bien, aún queda mucho por lograr «hasta que la igualdad se haga costumbre»10, hasta que el abuso, la discriminación y la exclusión de género en todos los ámbitos de la vida sean una pieza de museo, un triste recuerdo del pasado. Al movimiento de mujeres alrededor del mundo, si bien ha tenido importantes conquistas, aún le aguardan muchas tareas hasta que logre el desmoronamiento del sistema androcéntrico-patriarcal. Ciertamente, en unas sociedades hay más avances que en otras por lo que respecta a la equidad de género, y muchas mujeres concretas han hecho profundos procesos de liberación y han sanado las heridas del patriarcado. Sin embargo, por principio de sororidad y solidaridad, podemos decir que hasta que todas las mujeres no sean libres no podemos cantar victoria. Como proclamaba la poeta afroamericana Audre Lorde: «No seré una mujer libre mientras siga habiendo mujeres sometidas».

Si bien los movimientos de mujeres han hecho grandes avances, no hay que olvidar los costes que ello ha supuesto, pues muchas de ellas han tenido que pagar un alto precio para contribuir al proceso de emancipación. Tampoco hay que olvidar que el movimiento feminista ha ido avanzando entre incomprensiones, acusaciones y persecuciones. Los grupos feministas y ecofeministas muchas veces están entre la espada y la pared, pues los sectores conservadores a nivel político y religioso los ven como el nuevo enemigo que hay que combatir y despliegan una persecución, a veces con métodos agresivos y otras con métodos sutiles y anestesiantes o instrumentalizando sus demandas. Por otro lado, los sectores progresistas, tanto del ámbito político como religioso, subestiman los movimientos feministas, mirándolos con recelo y temor.

Uno de los rasgos que se acentúa cada vez más en los actuales movimientos de mujeres es la capacidad de hacer sinergia, tejiendo alianzas con distintos actores que apuestan por la causa de la emancipación y el florecimiento de las mujeres. Hay campañas a las que se suman distintas mujeres y también hombres que, aunque no se autodenominen feministas o ecofeministas, apuntan a un cambio en las relaciones de género y en la relación con la casa común. Así lo vemos en muchas manifestaciones, marchas, paros, movimientos y campañas, que cada vez tienen más participantes alrededor del mundo, tanto en las calles como en las redes sociales. Entre ellos destacan: la huelga feminista del 8 de marzo, Ni una menos, Me Too (Yo también), Vivas nos queremos, Un violador en tu camino y la Marcha Mundial de las Mujeres.

En esta etapa de la historia de la humanidad, el movimiento de mujeres, con sus ambigüedades y contradicciones, puede ser considerado como una de las fuerzas político-sociales más esperanzadoras, propositivas, creativas e incluyentes, ya que en su teoría y su praxis es capaz de articular las demandas de diversidad de sujetos, apuntando a una transformación sistémica en la que todos, incluida la madre tierra, podamos coexistir sin violencias ni exclusiones.


b) Hacia un nuevo paradigma relacional: la deconstrucción del género


Estamos asistiendo a una época de la historia en que los viejos paradigmas se resquebrajan y ya no dan más de sí. La imagen de lo que tradicionalmente se ha definido como lo propio de ser hombre o ser mujer empieza a desdibujarse y se pone en cuestión desde argumentos fundamentados que provienen de las distintas disciplinas y desde las experiencias de las personas. Desde la perspectiva de la búsqueda de relaciones incluyentes está creciendo la resistencia al paradigma antropo-androcéntrico y también al esquema binario patriarcal de género.

El análisis y la utilización de la categoría «género» constituye uno de los aportes más significativos que los movimientos feministas han hecho a la sociedad. Pero lo más relevante consiste no tanto en que muchas mujeres y algunos hombres estemos tomando conciencia de la relevancia de aplicar la perspectiva de género a las distintas facetas de la vida, sino que estamos ante una sacudida profunda, ante un cambio de paradigma en el que los cimientos mismos de nuestras comprensiones de qué significa ser hombre y ser mujer se están derrumbando.

Los procesos de liberación de las personas y de los pueblos implican hoy buscar un nuevo paradigma de relación con la naturaleza y también entre los sexos. Para ello es necesario atrevernos a «des-ordenar el género»11 o hacer una deconstrucción de él, reconociendo que incluso las personas más críticas seguimos aún atrapadas en el esquema binario establecido por el patriarcado, que además inculca una polarización entre lo femenino y lo masculino.

Pensar el género solo desde un esquema binario dualista es algo que hoy día está siendo cuestionado, pues genera exclusión. Entonces es necesario trascender el sistema de los sexos, ya que existen otros muchos factores que también son determinantes y marcan nuestra identidad. Lo que define a una persona no es únicamente su ser hombre o mujer, sino que hay una pluralidad de pertenencias y aspectos que marcan su existencia, como, por ejemplo, la pertenencia étnica, edad, capacidades distintas, raíces culturales, situación económica, afiliación religiosa, etc.

La deconstrucción del género supone partir de unos presupuestos antropológicos en los que el ser humano pueda ser comprendido desde la interdependencia de diferencias múltiples, es decir, desde una diversidad de modos de ser humano o un conjunto multipolar de combinaciones de elementos esenciales, entre los cuales la sexualidad es solamente uno de ellos. Como sostienen algunas teólogas feministas, necesitamos una antropología holística o multipolar que comprenda la sexualidad como un elemento que ha de integrarse en una visión holística del ser humano en vez de convertirse en la piedra de toque de la identidad personal12. En este marco antropológico, las diferencias y la diversidad son vistas como una fuente creativa para la comunidad y no como un problema o una desventaja. La identidad o la realización no se afirman desde la oposición o la uniformidad, ni tampoco a través de la exclusión o la complementariedad, sino a través de relaciones basadas no en la jerarquía, el dominio o la superioridad, sino en la inclusión, la equidad, la reciprocidad y la interdependencia.

También hay que ir más allá del esquema binario dualista en la teología y en la espiritualidad. Por ejemplo, en la reivindicación de la simbología y el lenguaje sobre Dios, pues Dios trasciende lo femenino y lo masculino. Ningún lenguaje, ningún símbolo o imagen –sea femenino o masculino– es capaz de expresar, ni mucho menos agotar, la riqueza del misterio de Dios. Él –o ella– puede ser simbolizado y pronunciado sin ningún problema en femenino, en masculino, más allá de ellos o integrándolos a ambos.

Es interesante recordar cómo en tradiciones muy antiguas de Occidente y de Oriente aparece la cuestión del andrógino como símbolo cultural y arquetipo que está en el inconsciente colectivo de la humanidad y que encontramos presente en la historia de las religiones.

Las religiones primitivas veían como algo positivo la integración armoniosa de lo femenino y lo masculino. La androginia, en vez de ser vista como una aberración o algo profano, era considerada como algo sagrado y como un símbolo de plenitud. Diversos relatos míticos antiguos muestran que, en muchas culturas primitivas, tanto el ser humano primordial como los dioses primordiales eran andróginos, es decir, ni masculinos ni femeninos, sino que en ellos se armonizaban muy bien ambas dimensiones, como un signo distintivo de una totalidad originaria en la cual tenían cabida todas las posibilidades. Esta relación no polarizada ni conflictiva entre lo femenino y lo masculino, expresada en el mito del andrógino, buscaba simbolizar una realidad muy profunda: el poder incluyente y la fuerza creativa de la divinidad, así como también, en la línea de la teología de Pseudo-Dionisio Areopagita, de Nicolás de Cusa y de otros representantes de la teología apofática o negativa, era una expresión del inefable misterio de Dios, en quien se hace posible la coincidentia oppositorum, es decir, la unión y la armonización de los contrarios.

Esta visión se articula muy bien con la perspectiva ecofeminista, que busca ensanchar la tienda para que quepan otras visiones y que se opone a lo que Ivone Gebara denomina la «cooptación de Dios». Por eso, esta teóloga plantea que el apofatismo o teología negativa es un punto de partida necesario para repensar a Dios en términos ecofeministas. Ella considera que la experiencia teológica ecofeminista comienza por la vía negativa, que es el camino consagrado por los místicos –hombres y mujeres– antiguos. Esto significa que tenemos que aceptar desde nuestra experiencia personal y comunitaria que ya no podemos hablar más de Dios en términos absolutos13.

Ecofeminismo

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