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LOS CHARRÚAS

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Los Charrúas son por excelencia, los pueblos originarios del Uruguay y ocuparon sus márgenes desde la latitud de Yapeyú aproximadamente, hacia el sur. Hacia el este ocupaban casi todo el actual territorio uruguayo, las tierras del Estado de Río Grande al sur del río Ybicuy y del Camacuán.

El Padre Salaberry opina que los Charrúas habitaban indistintamente los campos de Entre Ríos y la Banda Oriental 2. Su ubicación es en una amplia banda centro norte de la provincia de Entre Ríos, llegando a las inmediaciones de La Bajada (Paraná) 3.

Constituían una familia lingüística importante y se dispersaron por un extenso territorio, pero no abundan las excavaciones sistemáticas que permitirían un conocimiento amplio y cierto.

Innumerables datos de funcionarios, misioneros y viajeros que atravesaron esas regiones, a fines del Siglo XVI, hacen indudable su presencia en el litoral del Paraná.

Esta ubicación parece responder al tráfico de esclavos de guerra y al comercio que mantenían con los vecinos de Santa Fe.

El gentilicio Charrúa se aplica genéricamente a todos los grupos cultural y lingüísticamente afines.

Los detallamos: Guenoas al norte y oriente; Yaros, en el Litoral occidental del Uruguay entre el Río Negro y el Arroyo San Salvador, dominando la costa hasta Yapeyú; los Bohanes en la costa oriental, al norte de los Yaros y al sur de los Guenoas. En la zona meridional de Entre Ríos, los Minuanes4. Esta distribución es válida para los siglos XVI y principios del XVII.

Minuanes y Yaros son los grupos esencialmente entrerrianos del complejo Charrúa.

A posteriori de la conquista, la movilización que este hecho genera, provoca incursiones de los Charrúas, al ocupar su hábitat.

Guenoas ya reducidos, trabajan en las estancias jesuíticas del Mandisoví y los Bohanes, en el siglo XVII, viven en el centro de Entre Ríos sobre el Gualeguay.

“Los pueblos autóctonos de este continente nos llamamos indios porque con este nombre nos han sojuzgado por cinco siglos y con este nombre deberemos liberarnos”. (Aporte Resolución 1 del Primer Congreso Indio de Ollantaytambo, Cuzco–Perú, 1980).

Los misioneros jesuitas conocen al Charrúa en posesión del caballo, en lucha con el español y arreando ganado vacuno en vastas vaquerías en las campiñas entrerrianas y uruguayas.

De elevada estatura y robusta complexión, 1,68 para los hombres y 1,67 para las mujeres. Pero era usual, superar estas marcas.

Los Charrúas que se desplazaban por Entre Ríos eran esbeltos, altos y fuertes. Vivían desnudos. Un simple taparrabo de cuero de ciervo o puma para los hombres y una tela cubresexo para las mujeres.

Durante el invierno, se protegían con el clásico manto de pieles de pequeños mamíferos, cuyos cueros curtían con ceniza y grasa. Los pelos iban hacia el cuerpo y la parte exterior se decoraba con guardas y dibujos geométricos pintados, muy similares a los de Patagones y Chaqueños.

Cuando usaban este manto (quillango o quillapi) revestían una falda corta de cuero.

Al domar el caballo, hicieron los mantos con su cuero y los decoraron con su sangre.

Una suela en la planta de los pies, asegurada con correas a la altura de los tobillos, brindaba buen calzado.

Mucho les interesaba su estética. Ambos sexos se embellecían con vinchas, penachos de plumas, brazaletes de hueso, collares de pequeñas plumas coloreadas y valvas de moluscos.

Usaban el barbote (palo pequeño o barra de plata embutido en el labio inferior) como distintivo varonil, aunque, a partir de la conquista, su uso queda reducido al cacique.

Las rayas, número y ubicación, variable, conferían al tatuaje de la cara y el cuerpo, un especial significado.

Las jovencitas, en su iniciación, eran tatuadas con tres rayas azules que les atravesaban la cara, a través de la nariz y de una mejilla a otra.

Para guerrear, la pintura blanca en el maxilar inferior les confería un aspecto de particular ferocidad.

Les gustaba bañarse, especialmente en verano, no como diversión pues practicaban otras.

Debido a su continuo desplazamiento, la vivienda era un paraviento. Cuatro estacas, clavadas en el suelo, a las cuales se sujetaban varias esteras, que oficiaban de techo y paredes. Las esteras se confeccionaban con paja, espadaña y totora gruesa.

Asentaban sus campamentos, cerca de los arroyos, donde una decena de chozas albergaban otras tantas familias.

Pieles y hamacas completaban el mínimo ajuar para el descanso.

Al convertirse en jinetes, la movilidad se acentuó y constituyeron bandas de hasta cien miembros donde cada familia disponía de su toldo.

La parcialidad reconocía su propio cacique, de autoridad escasa.

Pero tenían caciques principales, guerreros de gran valor y baquía y cuyo mando congregaba gran número de individuos.

Las situaciones de peligro exigían convocar al Consejo de Guerreros y Ancianos.

La convocatoria de guerra se realizaba mediante señales de humo y una lanza, clavada en un árbol, era declaración de guerra entre grupos.

Cuando entraban enemigos a su hábitat, comenzaban a brillar las hogueras que significaban conflictos, posibilidad de ellos o guerra segura.

Antes de comenzar la lucha, el cacique arengaba a sus bravos guerreros, mientras las mujeres les infundían coraje con sus cánticos.

Sus maniobras eran sorpresivas y solían enviar espías para conocer las fuerzas enemigas y su disposición.

Las armas de los Charrúas fueron el arco y la flecha, con empleo de carcaj, suspendido del hombro como lo usaban los antiguos Patagones.

Las puntas de sus flechas y sus lanzas eran de piedra cuarcita o calcedonia talladas. Estas piedras forman bancadas en el lecho del Uruguay y las tallaban con gran habilidad.

Hondas, arcos y flechas eran armas para el caminante.

La lanza larga y las boleadoras, su arma más temible, fueron exclusivamente para el jinete.

Los estudios arqueológicos en la región suministran cantidad de piedras de bolas y puntas de flechas.

Y recordamos los párrafos de Fernando Assunçao:

“De los indios locales tomará un arma y útil de caza que alcanzará en sus manos el mayor desarrollo y rendimiento, la boleadora, de dos bolas y sin forrar las piedras, aumentando su seguridad y eficacia, tanto para la captura de vacunos y caballares, como de ñandúes, etc.”5.

Existe pues una zona fundamental, históricamente, dentro del área de la boleadora: regiones sureñas y pampeanas, mesopotámicas y litoraleñas y las cuchillas uruguayo–riograndenses. Allí la boleadora será el arma de guerra prioritaria y desde que dominan el caballo: Charrúas, Minuanes, Pampas, Guaraníes, Chanás y Tapes, luego acogida como herencia cultural de primer orden.

En el momento de la conquista los aborígenes usaban la bola perdida de una piedra y la boleadora de dos.

La bola perdida es de piedra o metal. Le atan un pedazo de lazo, la vuelan sobre la cabeza como una honda y la despiden a bastante distancia.

“Tengo para mí que la boleadora indígena se componía sólo de dos piedras, una mayor que era la que giraba en torno de la cabeza y la menor o manija que se retenía en la mano hasta arrojarla; esto explica la diferencia de tamaño y forma en que la mayor, ovoidal o esférica, guarda siempre proporción con la menor que servía de manija, de forma piriforme o convexa para adaptarla a la mano. Este tipo de boleadora charrúa se reproduce en la Pampa donde hasta hace poco se denominaba pampa a la boleadora de dos piedras”. (Martiniano Leguizamón: “El origen de las boleadoras y el lazo”) 6.

Durante los cambios de lugar, la mujer transportaba el ajuar doméstico en bolsas de cuero, que al adoptar el caballo incorporaron a él.

Habilísimos navegantes se deslizaban en canoas monóxilas de hasta doce brazas, excavadas en troncos. Eran excelentes nadadores desde muy pequeños.

Para comunicarse a distancia poseían un lenguaje de silbidos, imitación de gritos de animales y silbatos para señales.

Las comunidades se constituían con grupos sociales pequeños, integrados por diez o quince familias, gobernados por caciques en Consejo de Familias y considerando su capacidad.

Las mujeres cubrían numerosos trabajos: transporte de la toldería, cuidado de los niños, carneada, preparación de alimentos, atención de los caballos, iniciación de las jóvenes, ritos funerarios y otras más.

La poligamia y las separaciones eran muy raras, y en general, las parejas eran estables.

Cuando la mujer acusaba los primeros síntomas del parto, se aislaba cerca de una corriente de agua. Cuando nacía la criatura, lavaba al niño y luego lo frotaba y calentaba junto a su pecho.

Daban a luz con sencillez y soltura pues consideraban este acto como un hecho natural y espontáneo.

El niño se cargaba sobre la espalda, metido en una bolsa de cuero o tejido de fibras.

Los hombres dedicaban mucho tiempo a la caza de ñandúes y venados. Los perseguían a pie hasta agotarlos y envolverlos en redes. En estas carreras los más resistentes eran los aborígenes.

Los restos de cocina que los arqueólogos encontraron en antiguos paraderos, nos permiten conocer la existencia de ciervos, roedores, carpinchos, aparte de los ya indicados.

Aprovecharon de los animales la carne y los huesos para fabricar armas y objetos varios.

Prestaban gran atención al cuero, ya que este era aprovechado para vivienda y vestimenta, como los de lobito de río, zorro, puma, etc.

Al conocer el caballo y poseerlo se aficionaron a su carne, además de la vacuna.

Conservaban la carne de animales y peces secados al sol y la comían así, en su propia grasa, o asada.

Tenemos indicios de su predilección por aves, moluscos bivalvos, caracoles y huevos de ñandú, cuya yema sacaban a través de un agujero.

Surubí, dorado, sábalo, boga y armado fueron aprovechados en la comida y con las espinas dorsales de algunas especies, confeccionaron armas e instrumentos punzantes. Usaban red y se movilizaban en canoas excavadas de hasta 12 brazas de largo (una brazada equivale aproximadamente, a 2 metros).

Complementaban su cocina con la recolección de cogollos silvestres, como el cogollo de ceibo, que masticaban continuamente porque se los consideraba nutritivos y refrescantes.

La bebida de los Charrúas fue el hidromiel. No podemos asegurar si utilizaron narcóticos, pero apreciaron mucho la yerba y el tabaco.

Encendían fuego, por frotación de dos palos, uno duro y otro blando que prendía por frotación del más resistente.

Hilado y tejido en cháguar; hilado, tejido y teñido de lana y alfarería (pequeños platos y ollas semiesféricas) fueron otras de sus industrias.

“Sus utensilios son unos vasos de barro negro que dejan secar al sol hasta que se vuelven duros. En estos vasos cuecen la carne de avestruz”7.

Alfarería de formas simples, lisas, sin asas, pobremente decorada con líneas y puntos se encuentran en yacimientos, sobre todo en los antiguos talleres líticos del Uruguay, mezclados con su industria de piedra y con sus armas.

Creían en el espíritu del mal, al que invocaban con el nombre de “Gualicho”, en ceremonias religiosas con intensas libaciones.

Tuvieron hechiceros que ejercían sus poderes haciendo llover, provocando tormentas y desbordando ríos y arroyos.

Para poseer estos poderes, se reunían en cerros determinados en cada región y sometiéndose a tormentos esperaban la aparición del espíritu maligno.

Antiguas técnicas terapéuticas: succión de las partes doloridas; acostar al enfermo sobre cenizas calientes; untar su cuerpo con grasa; inmovilizaciones con trozos de madera y fibras vegetales en caso de traumatismo y una abundante fitoterapia brindaban recursos al hombre médico que aliviaba a los enfermos.

Vivían en un mundo poblado por espíritus.

Enterraban a sus muertos en sitios determinados, generalmente en pequeñas colinas en las que depositaban armas, vestidos, agua y si era guerrero, también su caballo; luego cercaban el lugar con redes.

Los preparativos mortuorios estaban a cargo de las ancianas. Eran muy elaborados y también se creía en la inmortalidad del alma.

Tenemos varios conjuntos de voces entre el Chaná y el Charrúa que establecieron una unidad lingüística8.

El famoso manuscrito inédito de Villadervó nos ofrece 60 voces y el conocimiento de su sistema numérico9.

Por su ubicación en el Litoral Uruguayo tenemos noticias de este pueblo desde la conquista. La cartografía de los siglos XVI y XVII asigna a este grupo el mismo hábitat. A parir del siglo XVIII, en la segunda mitad, actúan en la Mesopotamia.

Todas las tentativas para reducirlos fueron imposibles.

“Y aunque no les repugnase nuestra religión, es la sujeción que ven en los indios reducidos a pueblos y precisados a trabajar, lo que a ellos no sucede. Nadie determina sus operaciones, cada uno es dueño de las suyas. A mi me parece que jamás se reducirán”10.

Respecto al valor guerrero dice Félix de Azara:

“Que los Charrúas y sus aliados los Minuanes, dieron más trabajo al ejército español y han hecho derramar más sangre que las tropas con que los Incas del Perú y el Emperador Moctezuma de México, pretendieron oponerse a la conquista de sus Estados”11.

Lo que produce indignación, es que nunca se dice que los nativos eran los verdaderos dueños de estas tierras, que defendían con su vida.

En 1701 los Charrúas lanzaron una guerra contra las Misiones guaraníes de Corrientes. El motivo fue el asesinato alevoso de Charrúas por aborígenes del Pueblo de La Cruz. Los Charrúas resolvieron vengarse y se enfrentaron con los guerreros de las Reducciones, derrotándolos.

Estas luchas con participación del Gobierno de Buenos Aires que apoyaba a los Jesuitas, produjeron un abismo entre la población de las Misiones y las tribus entrerrianas.

En el fondo, los sucesivos ataques Charrúas eran alentados por las autoridades de Santa Fe, que deseaban contrarrestar la creciente influencia de los Jesuitas que ocupaban grandes territorios en Entre Ríos.

La situación se volvió insostenible. En 1715, Buenos Aires envía un ejército al mando de Piedrabuena que inició su acción desde el arroyo Guaviraví. El grupo español bien armado y pertrechado constituido en gran parte por los Tapes de las Misiones, avanzó hacia el sur, hacia tierra entrerriana.

Mientras, el Cacique Juan Yasú, jefe de una tribu de La Bajada, denunció la expedición a las autoridades de Santa Fe.

Estas enviaron un Delegado del Cabildo pero Piedrabuena, alcanzado en las márgenes del Río Gualeguaychú, se negó a desobedecer a su mando natural, Buenos Aires.

El 23 de enero de 1716, Francisco de Piedrabuena, incapaz de soportar las guerrillas charrúas volvió a Yapeyú.

El capellán del ejército, P. Policarpo Dufó se preguntaba: “¿Cómo podía ser posible que unos pocos indios vagabundos y semiperdidos entre los bosques de Entre Ríos, constituyeron las terribles legiones que saqueaban con éxito el dominio de la Compañía?”.

Conviene destacar que la intervención de Yasú demuestra que los aborígenes entrerrianos tenían una unidad imperfecta, pero lo suficientemente fuerte, para solidarizarse ante el peligro.

Por otro lado, la autoridad y prestancia de Juan Yasú, que se presenta ante el Cabildo santafesino en defensa de todas las parcialidades entrerrianas; merecería contar esta aventura de lucha por la libertad pero no es el propósito de estas páginas.

Lo único cierto es que los indómitos Charrúas se extinguieron y su sangre produjo en el gaucho entrerriano las excelsas virtudes de pasión por la libertad, heroico valor para defender la tierra y apasionado individualismo.

No dudamos que en sus guerrillas fecundaron el monte, con su sangre generosa, y dejaron herederos dignos de su fuerza y coraje12.

“Murieron todos los indios de charrúa trayectoria y se apagó su cultura en el alma de la fronda.

Pero el coraje aborigen y las lanzas de la gloria vibran por todo Entre Ríos como un canto de victoria”13.

Expresiones de la cultura tradicional en Montiel - 2da. Edición

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