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Introducción Hacia una formación de artistas expandida: instituciones desbordadas, responsabilidades compartidas

Aida Sánchez de Serdio Martín

Con motivo del II encuentro Arte, educación, interculturalidad, celebrado en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador en octubre de 2018, recibí la invitación de hablar del papel de los y las artistas como elementos movilizadores de pensamiento y de acción dentro de procesos sociales y dentro del campo del arte mismo, así como de las derivaciones que ello debería tener en su formación académica. El presente texto surge de la charla que compartí con los y las asistentes, y de las discusiones posteriores. Agradezco a la organización que contara conmigo para estas jornadas, puesto que fue una extraordinaria oportunidad de reflexionar conjuntamente desde realidades distintas, pero que tienen puntos en común.

Antes de entrar en materia quisiera situar desde dónde voy a hablar y argumentar la relevancia de estas cuestiones. Escribo estas líneas en tanto persona ligada al mundo de la academia, en concretodesde los ámbitos del arte y la educación, especialmente en sus dimensiones relacionadas con la crítica y el compromiso sociales. A lo largo de mi trayectoria me ha interesado reflexionar sobre cuál es el papel social de la cultura, así como contribuir a proyectos artísticos y educativos que se sitúan de manera compleja en el incierto territorio de la transformación social basada en la búsqueda de grados diversos de cambio en las estructuras institucionales y en las políticas relacionales. Por ello hablaré aquí como persona que atribuye al arte y la cultura una responsabilidad política, tanto simbólica como estructural, sin heroísmos pero con compromiso.

También querría aclarar que mi intervención está necesariamente marcada por el contexto que me es más conocido y que he vivido más de cerca (es decir, el español y el europeo). Su puesta en diálogo con otras realidades es precisamente lo que puede dar vida a una reflexión productiva. Sin embargo, quisiera remitirme a la aportación de Boaventura de Sousa Santos (2007), que traza un panorama de la situación global de la universidad que confirma la tendencia general sobre la que se basará mi posterior discusión de la enseñanza superior.

En este texto intentaré argumentar la necesidad de repensar la formación de artistas de manera que se integre orgánicamente en todas sus dimensiones una perspectiva reflexiva respecto a un doble eje: el papel del arte y los artistas en la producción de símbolos y significados, y la participación -lo quieran o no- en políticas y economías locales y globales. Obsérvese que esto no es lo mismo que animar simplemente a los estudiantes de arte y artistas en general a dedicarse a la crítica social, o al arte en comunidad, o a la pedagogía. Actitud que sería simplista e irresponsable (los artistas no tienen la misión ni la capacidad de “cambiar el mundo” por sí solos) y además supondría sesgar el rango de prácticas artísticas consideradas válidas, o que deban atender a una responsabilidad social cuando de hecho todas deberían hacerlo.

Otra parte de mi argumento es que esta transformación en la formación de artistas atañe a todas las instancias con las que aquellos se relacionan. Esto es así porque los artistas nunca se han formado solo en las escuelas de arte, y porque en el momento actual es hora de concebir de manera más global la educación y desafiar los límites y muros defensivos de las instituciones.

Para desarrollar estos argumentos me centraré en las dinámicas que caracterizan, por un lado, a la universidad contemporánea y, por otro, a la práctica artística y cultural, para ocuparme después de lo que ocurre en la intersección entre ambas esferas, es decir la formación superior de artistas. Finalmente plantearé cómo podríamos desbordar los límites actuales de dicha formación, atendiendo tanto a las nuevas posibilidades como a los nuevos problemas que esto nos obligaría a enfrentar.

Empiezo, pues, por compartir algunas reflexiones sobre dos proyectos primos hermanos en el linaje de la Ilustración: la educación (superior en este caso) y el arte. Como ya he mencionado al inicio, desde hace algunas décadas la universidad está experimentando cambios dramáticos tendentes a su mercantilización y liberalización. En el plano de la experiencia personal, de alguna manera sentimos la pérdida -gradual pero claramente perceptible- de una universidad democrática y basada en la libertad de cátedra e investigación, en parte porque, al coincidir con nuestras primeras experiencias universitarias como estudiantes, o como profesoras noveles, y desconocer vivencialmente períodos anteriores de la universidad, a veces tendemos a idealizar un pasado teñido de la intensidad de los afectos de lo que podríamos asimilar a una adolescencia y primera juventud académica.

En este debate, no obstante, es imprescindible resistir la tentación de volver la mirada a un pasado ideal en el que la universidad habría sido un espacio de intercambio desinteresado de conocimientos y debates intelectuales. La universidad que, al menos en España, hemos llegado a echar de menos (la universidad de los años 70, 80 y 90 que formó desde la generación de mis hermanos mayores a la mía propia – los primeros en mi familia en poder acceder a la enseñanza superior), era una universidad que, ciertamente, ya no estaba solo a alcance de los hijos de las élites pero que, por otro lado, era disciplinadora, tecnocrática, rutinizada, masificada, y hacía de nosotros un número; una universidad orientada a la formación de cuadros técnicos medios en el mejor de los casos, y de trabajadores sobrecualificados, abocados a un mercado de empleo precarizado, en el más habitual.

Si hemos llegado a echar de menos este modelo es porque lo que llegó después, en un período marcado simbólicamente por el llamado proceso de Bolonia en 1999, fue mucho peor. El proceso de Bolonia tiene, sobre papel, la voluntad de facilitar el intercambio de titulados y adaptar el contenido de los estudios universitarios a las demandas sociales, mejorando su calidad y competitividad a través de una mayor transparencia y un aprendizaje basado en el estudiante, que se cuantifica a través de los créditos ECTS. Sin embargo, este proceso constituye solo uno de los factores en un marco más amplio de iniciativas orientadas a alinear la universidad cada vez más con el sector productivo (de hecho, a someterla al mismo) y a convertir a la propia universidad en una fuente de beneficios económicos (Edu-Factory y Universidad Nómada 2010, Hernández 2010).

Esta neoliberalización de la universidad se caracteriza por la retirada de la financiación pública (al igual que ocurre en otros ámbitos como la sanidad), su sometimiento a las dinámicas de flujo de capital y de rentabilidad financiera, y la concurrente conversión de la educación en un bien de consumo (que se vende a un precio cada vez más elevado) del que sus “compradores” (es decir, los estudiantes) esperan que produzca un rendimiento en forma de un trabajo lo más arriba posible de la pirámide alimentaria capitalista. Esto contribuye a configurar nuevas formas de distinción y exclusión por la vía de la devaluación de los grados y la aparición de costosos másteres que reinscriben las diferencias económicas y de clase entre los estudiantes. Todo lo cual va acompañado de un modelo de competencia cuasi empresarial entre instituciones formativas -independientemente de si son públicas o privadas- por captar estudiantes, financiación privada, etc. En este contexto, la conversión del conocimiento en mercancía con valor predominantemente de cambio tiene importantes consecuencias:

Transformar el conocimiento en mercancía significa incrustarlo en la reproducción de capital limitándolo a su función como «recurso de capital», incluso en su forma de «capital humano», y limitar su acceso a las condiciones mercantiles, o sea compraventa de patentes, derechos intelectuales, acceso a la formación, cursos diversos, máster y postgrados, eliminación de espacios gratuitos, separación del entorno social y ligazón a las empresas, etc. (Galceran 2010: 33)

Por otra parte, emerge el sujeto estudiante-cliente; es más, el estudiante-cliente-endeudado:

La formación ligada al empleo pugna por construir una subjetividad acorde con las exigencias económicas y disciplinarias del mercado capitalista, una subjetividad que interiorice los objetivos de la empresa, la obligación de [obtener] resultados, la gerencia por proyectos, la presión del cliente, así como la constricción pura y simple ligada a la precariedad, es decir una subjetividad sumisa como única opción de supervivencia. (Id.: 37)

Y, correspondientemente, el profesorado se ve dualizado: cada vez se tiende más a establecer, por un lado, un pequeño segmento consolidado y estable, o privilegiado, y, por otro, un amplio cuerpo de docentes precarizados, con contratos temporales, o becas, y salarios muy por debajo de lo que es necesario para el mantenimiento de la vida. A ello se añade la necesidad de competir por posiciones cada vez más escasas y precarias, y someterse a los criterios cada vez más exigentes de las agencias de evaluación:

La progresiva segmentación del profesorado trasciende la división: investigador en formación / profesor en formación / profesor contratado / profesor funcionario / catedrático, a través de diversos mecanismos de clasificación y separación del personal docente e investigador que, en principio, funcionan como mecanismos retributivos en función de la productividad. Todo ello responde perfectamente a un sistema de fuerza de trabajo flexible y reconocimiento individualizado […], pero también a una progresiva jerarquización de la carrera docente. (Ferreiro 2010: 123-124)

Como es fácil imaginar, esta situación conduce a la corrosión de la solidaridad no solo entre los diferentes colectivos de la comunidad universitaria, sino también dentro de cada colectivo, ya que el compañero o compañera son antes que nada competidores a vencer o eliminar.

Pero, junto con la tentación de idealizar, también es necesario vencer la de tirar la toalla. Estas reflexiones no pretenden desprestigiar la universidad pública, sino diagnosticar los problemas que la aquejan con el fin de resistirlos, combatirlos y encontrar alternativas más justas. Es imprescindible que no demos por pérdidas instituciones que, como la universidad, nos pertenecen colectivamente. Aunque podamos ser críticas con el proyecto ilustrado y la modernidad de los que es producto por su universalización e imposición de valores eurocéntricos, racionalistas, colonialistas y patriarcales, los legados de este proyecto han adoptado sentidos muy diversos al arraigar en realidades culturales y sociales infinitamente más complejas y diferentes que las que presuponía inicialmente dicho proyecto.

Cuando la universidad (al igual que la escuela) ha asumido la responsabilidad de contribuir a la justicia social, ha supuesto para las clases populares, y para otros colectivos de una u otra forma subyugados, un acceso a las herramientas del amo, por usar la célebre expresión de Audre Lorde. Aunque, como nos previene la misma Lorde, sabemos que éstas nunca desmantelarán la casa del amo, al menos nos permiten conocer las reglas de su juego, aprender cómo hacernos otras herramientas (probablemente usando y retorciendo fragmentos de las del amo), y -tal vez- cómo construir otras casas que sean nuestras.

La universidad es, casi a pesar de ella misma, un lugar de inmensa potencia, de coexistencia de seres incalculables en sus capacidades, de condensación casi eléctrica de recursos y energías; un momento excepcional en las vidas de los sujetos que aprenden, y una ocasión de autodesafío cotidiano para los sujetos que enseñan. Es virtualmente imposible que no surja algo maravillosamente valioso de todo esto.

Adentrándonos ahora en el campo del arte y la cultura, antes que nada, es fundamental considerar la infinita variedad de sus manifestaciones y, por lo tanto, de sus efectos políticos. Como nos recuerda Howard Becker (2008), no podemos hablar del arte más que en plural, puesto que no hay una única forma o esfera de producción, circulación y recepción de arte. Por lo tanto, hablar de EL arte es no decir nada, o al menos dejarnos un 90% por el camino.

Y, sin embargo, sí que hay un “mundo del arte” hegemónico que copa las representaciones sociales dominantes de lo que es el arte y lo que es ser un artista, y que se concreta en lo que podríamos llamar sistema del mercado globalizado euro-estadounidensecéntrico, articulado en redes de instituciones cómplices. En el caso de las artes visuales, por ejemplo, sería la red academia-galería-museo-bienal; cada sector artístico posee el suyo específico, aunque todos comparten el mismo objetivo. En este sistema institucional al servicio de la cultura como producto y mercado, lo privado y lo público confluyen al servicio de la circulación del capital y la producción de beneficio (y aquí no cabe distinguir entre beneficio simbólico y material, puesto que ambos se mueven en la misma dirección).

Así, el arte suele ser visto como algo elitista u ornamental, una actividad practicada por individuos muy concretos (antes llamados genios, actualmente conocidos como “el sector”) para otros individuos privilegiados, que ha perdido inteligibilidad y significación para el común de los mortales, y que en muchos casos solo sirve para alimentar la especulación en un mercado de lujo. Esta percepción del arte como un territorio exclusivo, ya sea por motivos intelectuales o económicos, o ambos a la vez, ha sido explorada por la sociología del arte, que ha documentado extensivamente las experiencias y actitudes de los públicos de museos y de otras formas de recepción artística (Bourdieu 1991, Bourdieu y Darbel 2003, Laboratorio Permanente de Públicos de Museos 2011). Por otro lado, se ha producido una gradual especialización y división del trabajo por la que la ciudadanía ha dejado de conocer y practicar lenguajes artísticos comunes y ha devenido sobre todo consumidora de producciones profesionales. Así se explica, en parte, la brecha que existe entre unas prácticas artísticas especializadas y una ciudadanía que no considera que el arte tenga una parte significativa en sus vidas.

Al margen de este “mundo” dominante, otros mundos operan a veces entrecruzándose con él, sin que esto suponga necesariamente una diferencia de valor, es decir, no tienen por qué ser antihegemónicos o críticos (aunque también pueden serlo, y mucho), sino que aspiran y pugnan por otra hegemonía, y pueden acabar siendo otros brazos armados del poder político y económico, voluntaria o involuntariamente. ¿Cómo, si no, debemos interpretar el viraje de entidades filantrópicas, fundaciones y gobiernos hacia formas de arte “para la transformación social”, “comunitario” o “colaborativo”? Sin cuestionar el valor intrínseco que puedan poseer estas prácticas, este queda completamente resignificado cuando se enmarca -y, de hecho, depende- de los intereses de estos poderes económicos y políticos. En palabras de George Yúdice:

En la actualidad es casi imposible encontrar declaraciones que no echen mano del arte y la cultura como recurso, sea para mejorar las condiciones sociales, como sucede en la creación de la tolerancia multicultural y en la participación cívica a través de la defensa de la ciudadanía cultural y de los derechos culturales por organizaciones similares a la UNESCO, sea para estimular el crecimiento económico mediante proyectos de desarrollo cultural urbano y la concomitante proliferación de museos cuyo fin es el turismo cultural. (2002: 24)

Aunque en algunos contextos estas prácticas puedan ser marginales, lo cierto es que ya están siendo asimiladas como una forma de práctica perfectamente reconocible, bien como “tendencia” estética, bien como herramienta gubernamental para la mejora social. Muestra de lo primero es su presencia en el circuito dominante del arte (por ejemplo en el Turner Prize de 2015 otorgado al colectivo Assemble, la Bienal de Venecia de 2015, o las últimas documenta desde 1997), y de lo segundo, los múltiples programas, conferencias, publicaciones, concursos y políticas públicas sobre arte y transformación social que han llegado a arrinconar la financiación de propuestas que no tengan un fin social explícito (algunos ejemplos de esto serían el programa en arte social del Ontario College of Art and Design, el Master en artes y acción social del Hampshire College, la plataforma Creative Time, la línea de arte y transformación social del Fondo Nacional de las Artes en Argentina, o la convocatoria Art for Change de la Obra Social “La Caixa” en España).

Incluso las prácticas artísticas llamadas autogestionadas o independientes no solo tienen una relación simbiótica con las prácticas institucionales (mediante el uso de recursos materiales comunes, la derivación de fondos mediante becas, premios y residencia, etc.), sino que también abren las puertas a la consagración de formas de trabajo autoexplotadoras basadas en la motivación y en una paradójica aspiración a la “libertad”. Como argumenta Isabell Lorey:

Quienes trabajan de forma creativa, estos precarios y precarias que crean y producen cultura, son sujetos que pueden ser explotados fácilmente ya que soportan permanentemente tales condiciones de vida y trabajo porque creen en su propia libertad y autonomía, por sus fantasías de realizarse. En un contexto neoliberal son explotables hasta el extremo de que el Estado siempre los presenta como figuras modelo. (2008: 74)

Así, el artista, por una vez, ha devenido punta de lanza del sector productivo puesto que permite experimentar con las posibilidades de un modelo de trabajador sin ataduras laborales (ni derechos), deslocalizado, infinitamente explotable (en todas sus facultades físicas, intelectuales, afectivas, y en todos los espacios y tiempos), y además apasionado por su trabajo, que identifica como realización personal. ¿Qué más puede pedir el mercado de trabajo?

Dado este contexto que acabo de trazar, al arte se le otorga un estatuto ambivalente puesto que se lo considera simultáneamente, aunque desde posiciones diferentes, como: a) un lujo irrelevante y prescindible; b) un producto de consumo que forma parte de un sector económico más; c) un ámbito estéticamente desinteresado en el que las emociones afloran y el espíritu se eleva; d) una herramienta efectiva para resolver de manera instrumental problemas tanto personales como sociales; o e) una actividad que resiste toda instrumentalización y cooptación para devenir la conciencia moral y política de toda una comunidad. Es decir, se espera y exige de los artistas demasiado o demasiado poco. Esto es una manera perfecta de desactivarlos de facto, ya que ninguna de las expectativas enumeradas se puede cumplir de forma unívoca.

Porque los artistas no son celebridades vanas, ni empresarios pujantes, ni genios inaccesibles, ni camilleros sociales, ni héroes morales. Probablemente, para entender su papel de manera más productiva, debamos explorar los territorios intermedios entre todos estos extremos y entender que el arte no es importante per se, o porque nosotras lo digamos en un ejercicio de preocupante narcisismo, sino por cuanto forma parte de un conjunto de prácticas relacionadas tanto con la producción de símbolos, valores y significados, como con dinámicas económicas que afectan aspectos tan clave como las políticas urbanísticas, la gestión gubernamental de lo social, las nuevas políticas de degradación de las condiciones laborales, los flujos económicos globales, etc.

Por consiguiente, la clave no está en defender o promover el arte como concepto genérico, con la creencia de que es siempre positivo y beneficioso para el individuo y la sociedad (bajo el argumento de que produce individuos inteligentes y equilibrados psicológicamente o fomenta una sociedad pacífica y tolerante, así como una economía floreciente). No olvidemos que el arte y la cultura son también el lugar de reproducción de formas de exclusión, jerarquías sociales y económicas (Bourdieu, Id., Bourdieu y Darbel, Id.), explotación de recursos materiales y subjetivos (Babias 2005, Lazzarato 1997), y expansión de conglomerados de entretenimiento (Miller y Yúdice 2004, Yúdice, Id.). Por ello es más productivo comprenderlos como un campo de batalla o, por lo menos, como un espacio problemático de negociación, que puede desplegarse en formas contradictorias, y no sólo como un lugar de expresión y celebración.

La lucha consiste precisamente en situarse como artista entre estas tensiones, sabiendo que no es posible esquivarlas, sin dejar de cuestionarse constantemente la posición adoptada, produciendo no obstante obras de arte inspiradoras que provoquen afectos, pensamientos y acciones, y todo ello sin morir en el intento con tanto contorsionismo ideológico. Igualmente --porque esto no es una cuestión individual sino también estructural-, el mismo desafío deben enfrentar las políticas culturales cuestionándose qué tipo de arte y cultura fomentan, al servicio de quién o de qué, producidos por quién, de qué modo y en qué condiciones.

La cultura y el arte son, como decía, un campo de batalla. En él se libran todo tipo de luchas, tantas, por lo menos, como “mundos” coexisten. También hay agentes, proyectos, teorías y debates que intentan hallar líneas de fuga desde las que desestabilizar la hegemonía del mercado y la instrumentalización gubernamental, así como sus manifestaciones concomitantes de la profesionalización y la genialidad. Siempre en posiciones precarias o casi invisibles, por moverse en los intersticios y cuestionar los campos de saber y los modos de hacer institucionalizados, sus líneas de fuga no son tanto relámpagos de energía que atraviesan la superficie de los sistemas de control -como supondría una definición más deleuziana-guattariana-, como un permanente esfuerzo por coordinar, alinear y combinar fuerzas para rehacer el mundo trazando trayectorias oblicuas que desmantelan (al menos provisionalmente) lo normativo.

En la intersección de los campos antes descritos se sitúa, de manera ciertamente incómoda, la enseñanza superior de las artes. Desde su conversión de academias de bellas artes a facultades de arte (o de arte y diseño, u otras variantes) -proceso que en España ocurrió a finales de los años 70-, este tipo de estudios se ha visto obligado a encajar en unas estructuras académicas poco afines a sus orígenes institucionales históricos. Si bien ambas eran rígidas, lo eran de formas diferentes, y producían subjetividades diferentes, además de haber seguido transformaciones no necesariamente paralelas a lo largo del tiempo.

Sin duda, esta incorporación ha tenido efectos normalizadores y estandarizadores en las facultades de arte, al deberse plegar, entre otros, a una estructura curricular, una temporalización de los estudios y una conceptualización de las formas de producción y diseminación del conocimiento que les eran ajenas. Ahora bien, los encajes incómodos también producen chispas interesantes, como por ejemplo la convivencia con otras disciplinas humanísticas, sociales o científicas; la incorporación de modos de enseñanza-aprendizaje menos personalistas y más abiertos al debate colectivo; o la entrada por la puerta grande -o pequeña, según como se mire- de la investigación artística en el panorama de las facultades de arte y de la universidad en general.

A su vez, estas transformaciones han sido utilizadas estratégicamente por las escuelas de arte para legitimarse por medio de su asimilación a las humanidades o incluso a ciertas corrientes cualitativas de las ciencias sociales. Por lo tanto, nos situamos en una trama compleja de imposiciones, consecuciones, resistencias, adaptaciones, oportunidades, innovaciones, desafíos, liberaciones y riesgos.

En las facultades de artes actuales se enfrentan múltiples tensiones opuestas y paradojas, desde las más clásicas, como, por ejemplo: ¿es realmente posible formar a un artista?; hasta las más contemporáneas: ¿cómo es posible crear un espacio para la crítica -una de las funciones históricas y clave del arte- en una institución que se ve obligada a producir sujetos adaptables al mercado de trabajo? Y, por otro lado, ¿qué tiene que ver el mercado de trabajo convencional, basado en una mano de obra masiva, intercambiable, móvil y precaria, con el mercado del arte, basado en la figura mítica del artista único, privilegiado y genial? O aún otra: ¿a quién representan y para quién se crean unas prácticas artísticas surgidas de unas universidades con un profesorado y alumnado tan poco diverso, siendo como son mayoritariamente blancos y de clase media – al menos en el contexto del que vengo- al igual que el mercado al que sirven?

Efectivamente, el diagnóstico de partida de las facultades de arte no siempre es favorecedor. Muy a menudo los contenidos, estructuras curriculares y relaciones de enseñanza-aprendizaje se desarrollan dentro de unos límites de posibilidad que son muy problemáticos si a lo que aspiramos es a transformar radicalmente no solo el campo artístico, sino la cultura y las relaciones sociales en sentido amplio.

Los contenidos que se imparten en nuestras facultades de arte (y subrayo lo de nuestras, es decir de mi contexto) suelen estar apegados a lenguajes y medios que ya han sido ampliamente cuestionados o hibridados (video, pintura, escultura…). Por otro lado, estas prácticas se decantan de los debates teóricos o conceptuales, sin integrarlos como dimensiones inseparables que son de la producción artística. Del mismo modo, se consagran los saberes expertos y disciplinares, menoscabando o dejando fuera conocimientos y prácticas considerados menores, populares o subalternos. No es de extrañar, pues, que las facultades de artes tengan grandes dificultades para dar pasos significativos en el cuestionamiento de las perspectivas euro-estadounidensecéntricas dominantes.

Por lo que respecta a las prácticas pedagógicas, se tiende a la hegemonía del modelo del artista individual en su taller, aunque se permitan algunas desviaciones como el trabajo inmaterial, procesual, colaborativo, etc. Su constatación como “desviaciones” o “alternativas” puntuales no hace más que reforzar el modelo central del artista en su taller. En conjunto, se privilegia un entrenamiento en habilidades formales que permitan manifestar una personalidad, creatividad, o estilema expresivo identificables en el futuro por el mercado, siempre necesitado de productos reconocibles que evoquen autenticidad. Por consiguiente, es necesario reconocer la disciplinación que produce la supuesta libertad que se promueve en las escuelas de arte, al anular la posibilidad de fracaso o disidencia que debería poder caber en toda universidad, y todavía más en una de artes.

Este énfasis en la expresividad y en la creatividad es también una de las piedras de toque del auge neoliberal que he tratado anteriormente: en el marco de las industrias culturales y la economía creativa propias del capitalismo postfordista, los artistas que salen de nuestras facultades están llamados a convertirse en la masa de obreros menores en esta fábrica inmaterial de nuevo cuño, o en los magos que pertrechen de mercancías únicas a un mercado del arte globalizado a las órdenes del capital transnacional, nutriendo además las políticas urbanísticas y la competencia entre ciudades por convertirse en imanes de turismo, recursos e inversiones, mediante barrios creativos, museos, etc. Esto ayuda a entender también, por ejemplo, el interés por la promoción de campus de la creatividad en algunas universidades, esperando que sean punta de lanza para asaltar los supuestos nuevos mercados que han abierto las economías creativas.

Finalmente, no quisiera dejar de mencionar otro elemento al que no se da suficiente importancia y que es el resentimiento hacia la educación que atraviesan nuestras facultades de arte. No es solo que no existan casi asignaturas dedicadas a prácticas pedagógicas, colaborativas, comunitarias, etc., sino que se trata de un antagonismo fundacional que se manifiesta incluso en la negación de la posibilidad de la institución “facultad de arte” misma, como demuestra el hecho de que en su seno encontremos a docentes que afirmen que no es posible formar a artistas (afirmación que, de ser cierta, debería hacernos considerar la necesidad de retirarnos de tal práctica “imposible”). Que haya algunas líneas laterales u optativas relacionadas con las pedagogías o las prácticas colaborativas, de nuevo, no cuestiona la posición hegemónica de la negación de la educación, sino que solo la refuerza por cuanto son consideradas manifestaciones del “fracaso” de quienes se dedican a ellas, a manera de aviso para todos los demás. Esta negación, entre otros factores, contribuye al fuerte ensimismamiento de estas instituciones, que forman artistas para nutrir un mercado cerrado sobre sí mismo, como demuestra el hecho de que el público de exposiciones y museos de arte contemporáneo se componga principalmente de individuos pertenecientes o cercanos al mismo gremio (además de blancos, de clase media, con formación superior, etc.).

La situación se debate entre la resistencia a las presiones del mercado laboral, y la necesidad de cambiar modelos anclados en una idea anacrónica de universidad. Los estudios artísticos deben responder al momento en que vivimos y, a la vez, seguir desempeñando la función radicalmente crítica que los ha hecho valiosos y significativos. Y no nos engañemos: no es posible formar a un sujeto que sea crítico y simultáneamente adaptable a las necesidades del mercado.

Difícil dilema éste. Nadie quiere formar a futuros desempleados. Así que normalmente lo que acabamos haciendo como docentes es familiarizar a los y las estudiantes con los sistemas dominantes de producción, distribución y consumo propios del arte, pero aún más con sus críticas y disidencias, con la esperanza de que sean capaces de poner en cuestión las opciones que se encontrarán al salir de la universidad en las industrias culturales o educativas, y de situarse en un lugar en el que la contradicción les sea soportable personalmente. O bien que sean capaces de crear sus propias oportunidades y proyectos alternativos, alineándose, al fin y al cabo, con los imperativos de la emprendeduría y las economías de la creatividad. Y sabiendo, en todo caso, que siempre deberán negociar con fuerzas económicas más poderosas que ellos.

Me permito hacer aquí una pausa a manera de pie de página, pero para mí fundamental, para matizar este cuadro algo desalentador. Si bien libros de referencia como Art School. Proposals for the 21st century (2009) confirman en buena medida este diagnóstico, es verdad que se centran en el contexto estadounidense y británico (asimilables sin duda a muchos otros países europeos y del resto del mundo), donde las presiones del mercado hace tiempo que hacen sentir su influencia en los procesos de formación. Pero es importante señalar que en otros contextos existen programas que contemplan dimensiones como las políticas de la práctica artística y cultural, los procesos culturales comunitarios, las prácticas educativas, o el retorno social de la universidad. Y en relación con estas experiencias deberíamos tomar muchas lecciones de Latinoamérica.

Volviendo a mi argumento, considero que, se resuelvan o no felizmente estas cuestiones, el hecho de convivir permanentemente con ellas contribuye a crear en parte del cuerpo docente y estudiantil de las facultades de artes una actitud reflexiva que, para mí, siempre ha sido lo más interesante y potencial de estos contextos formativos. Al conocer a fondo las trampas de estos territorios, como hacen los elementos más críticos en las facultades de artes, es posible crear resistencias o desviaciones tácticas frente a la neoliberalización global. Por otro lado, las máquinas performativas institucionales siempre tienen fugas y en las facultades de artes ocurren todo tipo de cosas constantemente que abren fisuras esperanzadoras.

Ahora bien, el cambio no ocurrirá sin responsabilidad ni decisión. Se abre una encrucijada. Ante esta situación podemos colocarnos por lo menos en tres posiciones (digo tres por simplificar, pero podríamos imaginar muchos matices intermedios): 1) podemos adaptarnos voluntariamente intentando encajar todo lo posible y más en el imperativo neoliberal; 2) podemos producir una resistencia inconsciente al intentar encajar -o no hacer nada para resistirnos- pero no lograrlo; o 3) podemos resistirnos conscientemente haciendo de esta imposibilidad de encajar un arma de crítica y transformación institucional y social.

Por ejemplo, podemos tomar todas las limitaciones de los marcos teóricos y pedagógicos del ámbito de las artes que he descrito y comprender lo subversiva que es la acción de aquellos y aquellas que las cuestionan en sus propios contextos docentes y estudiantiles. Que no nos engañe el efecto óptico: aunque los modelos dominantes sean los descritos, hay una multitud de termitas institucionales socavando y a la vez construyendo alternativas, experiencias que a veces son como marcas de agua, solo perceptibles cuando sabemos mirar el sistema al trasluz. Que algunos sectores del profesorado y el alumnado de las facultades de artes tengan que llevar a cabo sus proyectos usando estrategias de ocultación, mímesis, parodia y contrabando, les dota sin duda de una panoplia de armas muy valiosa en esta batalla que debemos librar.

En el ámbito de la investigación artística, la situación es muy similar. Estos campos de conocimiento y de práctica han tenido que asimilar sus modos de producción de saber a los de las ciencias humanas o incluso naturales, y todos ellos juntos han tenido que someterse a su vez a los imperativos de la productividad económica, directa o indirecta (Hernández 2010). La investigación artística puede intentar plegarse a los modelos dominantes, adoptando teorías homologables, aplicando metodologías transparentes, produciendo datos objetivos y fiables, y publicando en forma de textos académicos en revistas indexadas. Pero esto conduce al absurdo, puesto que obliga a contradecir esencialmente las premisas y objetivos de tal investigación. Otra posibilidad que algunas están intentando llevar adelante es la de partir de la resistencia para cuestionar los parámetros de evaluación de la investigación en general. Ciertamente esta tampoco es una posición segura, puesto que no es fácil remar a contracorriente, evitando tanto el academicismo de torre de marfil como el utilitarismo neoliberal, y realizar a la vez la investigación que responsablemente creemos que debemos llevar a cabo. Pero este es, de nuevo, el lugar precario desde el que se pueden trenzar laboriosamente esas líneas de fuga que buscamos.

Para pensar qué otros saberes, sujetos y realidades serían posibles en la universidad y fuera de ella existen muchas vías y es una exploración que precisaría de volúmenes enteros que aún no se han escrito. Por el momento, compartiré algunas reflexiones acerca de apenas tres ámbitos de crítica, con las que concluiré este texto. Responden, por así decirlo, a tres escalas: una más amplia que la universidad, una relativa a la propia institución académica, y una referida a la posición de los sujetos dentro de la universidad. Aunque los dos últimos ámbitos no se abordan desde una perspectiva exclusiva de las artes, como he intentado argumentar a lo largo de mi discusión, ellas están especialmente familiarizadas con dichos debates por lo que pueden tener un papel fundamental en los mismos.

En primer lugar, haré una reflexión extra-académica general y me referiré al muy discutido papel social del arte y de la cultura. Sobre esta cuestión sugeriría que mantuviésemos una visión amplia y compleja de lo que suponen las prácticas culturales, puesto que los artistas sin duda tienen responsabilidades sociales, pero no tienen por qué ser reformadores sociales (del mismo modo que el carácter de bien público de la universidad no vendría dado por acomodar sus saberes a fines sociales instrumentales inmediatos).

Las prácticas artísticas muestran una diversidad indomesticable, y está bien que así sea. La creencia de que es necesario el compromiso de múltiples ámbitos de acción humana -entre ellos el arte y la cultura- para enfrentar un estado de cosas que consideramos preocupante es un objetivo loable, pero no debería determinar las formas de creación consideradas correctas. Porque, al hablar de transformación, ¿dónde está la fina línea que separa efecto, utilidad e instrumentalización? Es más, ¿quién es capaz de prever los efectos que puede producir el arte? De paso, también convendría dejar de hablar del arte y la cultura como una medicina que todo el mundo debería tomar para volverse más cívico y tolerante, ser más inteligente, tener mejores sentimientos o ser más productivo. La cuestión de la capacidad transformadora de la cultura es algo bastante más indirecto y complejo.

En este sentido, la cuestión no es solo si hay que hacer ópera clásica o arte comunitario, o si las obras de arte presentan perspectivas críticas o no (aunque esto también sea importante), sino que se trata de que toda propuesta cultural se interrogue reflexivamente acerca de su papel en el marco de economías y políticas más amplias; de si en todas sus fases y dimensiones se respeta a los implicados, se establecen relaciones justas con ellos y con el contexto social, si se perjudica o beneficia a alguien, si se remunera adecuadamente el trabajo, etc. Atender a estas cuestiones seguramente ya supondría una notable transformación social, motivo por el cual este tipo de reflexiones deberían formar parte fundamental no solo de las políticas culturales, sino también de la formación e investigación universitaria, donde suelen brillar por su ausencia.

En segundo lugar, mencionaré la necesidad de desafiar la división dentro-fuera de las instituciones. La universidad neoliberal ha leído esta conexión de los centros educativos con la sociedad exclusivamente en los términos del mercado, abriendo las puertas de la academia para dejarlo entrar como un vendaval. La respuesta a esto no puede ser la de volver a una universidad torre de marfil ni creer que afuera encontraremos lugares impolutos ajenos a las fuerzas dominantes. Lo que existe es un complejo y no homogéneo entramado de modalidades de institucionalidad (o de organización, si se prefiere) que interactúan y establecen relaciones de poder y regulación/desregulación variables y relativas.

Siguiendo las propuestas de la crítica institucional -especialmente de la 3ª ola que señala Brian Holmes (2007)-, deberíamos plantearnos cómo las prácticas y las instituciones artísticas pueden transversalizarse con otras prácticas e instituciones, con otras luchas, en definitiva, puesto que solo saliendo del ensimismamiento es posible operar algún cambio de la escala e importancia que nos preocupa. Desde el arte solamente no es posible. Pero también debemos tener presente que las instituciones críticas están bajo asedio y que en su lugar se impone la institución-empresa (caso de la universidad) o la institución-espectáculo (caso del museo). O, más sibilinamente, vemos cómo la crítica puede asumirse como contenido temático, pero no como cuestionamiento radical de las propias organizaciones y contenidos institucionales.

Las profesoras Lila Insúa y Selina Blasco, cuando reflexionan sobre su experiencia en el que durante un tiempo se llamó Programa de Extensión de la Facultad de Bellas Artes de la universidad complutense de Madrid, utilizan el término extitucionalización, que también puede ayudarnos a pensar de otro modo este dentro/fuera de las instituciones:

Pensamos que nuestra insistencia en lo EXT. podría enlazarse con el sentido que Serres, en los inicios del uso del término extitución, daba a la lógica centrífuga que la define frente a la lógica centrípeta de la institución. A propósito del tipo de movimiento, de acción, que se puede asociar a esta lógica, es interesante subrayar que “la extitución es una ordenación social que no necesita constituir un ‘dentro’ y un ‘afuera’, sino únicamente una superficie en la que se conectan y se desconectan multitud de agentes” [...] En la medida en que los modos de extitucionalización se plantean, precisamente, como salida o alternativa que diluye lo dual en lo comunitario, se trataría de pensar detenidamente las comunidades artísticas universitarias a las que pertenecemos y a las que nos podemos/deseamos ensamblar, eligiéndolas para reformularlas desde una complejidad mucho mayor. (2016: 312-313)

Considerar cómo otros contextos, organizaciones y procesos deben contaminar e hibridar las academias de arte, y la institución arte en general, es un elemento importante de transformación. De este modo, la responsabilidad de la formación de artistas quedaría distribuida entre un mayor número de agentes sociales, y, por consiguiente, las prácticas artísticas y los artistas mismos devendrían un elemento más en el debate general, fracturando la idea de una institución formativa y un mercado del arte cerrados sobre sí mismos. Así, podríamos preguntarnos qué ocurriría si instituciones como museos y galerías, y organizaciones como asociaciones vecinales y activistas o sindicatos pasaran a ser espacios posibles para la formación de artistas en colaboración con las facultades, estableciendo comunidades más allá de los límites institucionales y disciplinares. El inmenso potencial que yace en esta posibilidad está a la par con el enorme desafío organizativo y político que supondría realizarla, puesto que es en las estructuras y formas organizativas (más que en los temas y contenidos) donde se hace fuerte la ideología dominante.

Y en tercer y último lugar me ocuparé de la creación de espacios de desobediencia/resistencia relativos (y subrayo lo de relativos), para apuntar una idea clave: no hace falta esperar a que ocurran grandes cambios estructurales o sistémicos para empezar a remover las cosas. Las instituciones no son únicamente leviatanes que nos someten a la pasividad y la impotencia. A la vez que regulan y limitan, las instituciones también nos permiten acceder a cuotas y modos determinados y relativos de poder y de recursos. La cuestión es, entonces, preguntarse cuál es nuestra responsabilidad al respecto y qué vamos a hacer con nuestra cuota de poder y de recursos en el día a día.

En términos de De Certeau (1999), podríamos decir que, frente a las estrategias del poder hegemónico, las tácticas nos permiten movernos de maneras otras bajo su campo de visión. Podemos forzar una normativa aquí, cerrar los ojos ante un plazo allá, y, un poco más allá, cambiar los contenidos a pesar de lo que digan los programas de las asignaturas… Cada una puede imaginar sus propias situaciones concretas. Esto implica asumir riesgos en todos los casos, pero su gradación es variable y debemos considerar qué es necesario o más productivo en cada ocasión: si forzar radical y ruidosamente las estructuras con el riesgo de acabar nosotras mismas “extitucionalizadas” literalmente y sin posibilidad de seguir operando desde dentro; o bien si mantener una actitud que nos mantenga justo por debajo del radar y nos permita continuar desviando las regulaciones para beneficio de quienes no caben en las categorías definidas por los modelos dominantes. La opción elegida dependerá de los casos.

Estas acciones siempre serán insuficientes puesto que no transforman las estructuras en sí, pero quién sabe: tal vez la multitud invisible de termitas saboteadoras hace caer la torre antes de que nos demos cuenta.

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