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Louie, el delirio redentor

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Ricardo Bedoya

Louis C.K. (nacido Louis Szekely en 1967) es el guionista, realizador, productor ejecutivo, editor e intérprete de la serie Louie (FX, 2010-2015). El desempeño de todas esas funciones prolonga una tradición autoral que distingue a muchos comediantes y que se remonta a los días del cine silente: la obsesión por el control creativo absoluto de sus obras. Es el rasgo que marca las carreras de Charles Chaplin o Buster Keaton, por citar dos nombres característicos. En tiempos de formación de la industria fílmica, de la fijación de los códigos expresivos del slapstick y de las reglas del gag, los actores ponían toda su expresividad en la consecución del efecto mímico preciso y en las rutinas de equilibrios y desequilibrios de sus cuerpos en el espacio. Requerían asumir, por eso, la responsabilidad de administrar cada detalle de la puesta en escena, coreografiando las secuencias y decidiendo sobre la posición, distancia y altura de la cámara, sin admitir la intervención de productores y financistas.

Esa férrea voluntad se prolonga en la era sonora. Jerry Lewis, Mel Brooks, Richard Pryor, Steve Martin o Woody Allen, en Estados Unidos, como Jacques Tati y Pierre Étaix en Francia, entre otros comediantes en distintas partes del mundo, concentraron las labores del guionista, del director y del intérprete con el fin de obtener las condiciones esenciales para sus performances. No es casual que haya ocurrido así. La mayoría de los cómicos llegados al mundo audiovisual se formaron en el cabaret, en el teatro popular, en el music hall, en el circo o en el club de monólogos humorísticos, siempre desempeñándose como hombres orquesta.

En las más exitosas comedias televisivas de hoy, las figuras se apropian de las rutinas del soliloquio hilarante para convertirlas en ejes de una vertiente de la comedia de situaciones característica de la televisión estadounidense. Cómicos como Jerry Seinfeld, Larry David, Amy Schumer y Louis C.K. provienen de una tradición singular: la del bar con micro abierto. Sobre sus escenarios se ubican los cómicos oficiantes, stand-up comedians. Desde ahí dirigen sus monólogos a un público —a veces locuaz en exceso, a menudo alcoholizado— dispuesto a celebrarlos. Ese ejercicio les permite pulir sus oficios como guionistas y creadores de punchlines, esas frases de contundente remate humorístico que pueden catapultar a un comediante y definir su estilo.

En el caso de Louis C.K., su arribo a la televisión se produce luego de más de una década de trajines en los campos de la escritura satírica y de las intervenciones unipersonales en bares, casinos y hoteles. Es el periodo en el que Louis diseña y modela a Louie, su personaje, el protagonista de la serie, su máscara televisiva, su alter ego. En una palabra, su voz:

Esa voz que el humorista debe encontrar para existir sobre el escenario, y eventualmente tener su propia serie, construye en primer lugar la identidad escénica, la ‘persona’, como prefieren llamarla algunos comediantes. A la manera de muchos escritores como John Fante o Charles Bukowski, se trata de crear un alter ego para poner en escena, una versión amplificada, arreglada del propio yo con el que el público pueda comunicarse. (Hantzis, 2016, p. 29)

La transformación de Louis en Louie, mediante el trueque de una letra, anuda, con un lazo imaginario, al comediante real con el personaje. La autoficción se esboza y el relato de las desventuras cotidianas de un cuarentón neoyorquino adquiere los matices de la confesión personal y la reflexión íntima.

La de Louis C.K., en las más de cinco decenas de episodios que conforman las temporadas de Louie, es una “performance autoficticia, que consiste en mezclar y en confundir los límites de lo real y lo inventado hasta que […] no podamos determinar cuánto de juego, de búsqueda identitaria, de afirmación o de reivindicación personal hay en sus presentaciones” (Alberca, 2013, p. 267).

El camino es similar al emprendido por Woody Allen a partir de Dos extraños amantes (Annie Hall, 1977), cuando el cineasta neoyorquino se convierte en Alvy Singer, el personaje del comediante que, mirando hacia la cámara, nos hace partícipes de sus angustias, frustraciones y bloqueos. Tavernier y Coursodon, refiriéndose al Woody Allen de Annie Hall, escriben:

A partir de ese momento (al incorporar al personaje algunos rasgos autobiográficos), cabalgando entre la comedia y el drama sin tener que limitarse a uno u otro registro, su discurso cinematográfico podrá abordar otros terrenos antes prohibidos al film cómico. En la medida en que el espectador comparte sus preocupaciones y sus problemas abordándolos de una manera no radicalmente diferente, este puede desde entonces ¿identificarse? con el personaje cómico como lo hacía con cualquier otro personaje. Algo imposible en el caso de los cómicos pre-allenianos, no solo por su ajeneidad [sic] física y psicológica, sino porque la práctica del gag, a la vez su lenguaje propio y su modo de aprehensión del mundo, constituye un método esencialmente no realista […] aunque manipule constantemente los elementos más concretos de lo real. (1997, p. 294)

Performance y autoficción

La mayoría de los comediantes del pasado trazaron linderos claros entre su figura pública y su privacidad. Fue el caso de Totò, Ugo Tognazzi, Tony Leblanc, Bob Hope, Nino Manfredi, Alfredo Landa, entre tantos otros. En Louis C.K., por el contrario, esas fronteras se desdibujan o se hacen porosas. Conforme transcurren las temporadas de la serie, Louie es cada vez más Louis. Escribe Carlos Reviriego (2015):

El cómico se quita la máscara del bufón y se coloca la careta trágica con una naturalidad que ya sobrepasa el asombro. Estamos determinados a no saber nunca dónde termina uno y empieza el otro, como tampoco podremos vaticinar nunca qué nos deparará no solo el siguiente episodio, sino la siguiente secuencia. (párr. 4)

En efecto, Louis C.K. no es el profesional que interpreta a la manera clásica el papel escrito para él o que encarna al personaje de la obra de repertorio que le antecede y le sobrevivirá. Tampoco es el actor tradicional que apela a un método establecido de juego. Según testimonio de Andrew Weyman, director de Lucky Louie (serie anterior de Louis C.K., producida por Home Box Office y emitida entre 2006 y 2007), Louis se sentía vulnerable como actor desde los inicios. “En lugar de quedarse de pie de cara al público, debía interactuar con otros personajes, escuchar lo que decían, responderles. Tuvo que hacer un enorme trabajo interior” (Clairefond, 2015, p. 40).

Louis C.K. se asimila, más bien, al temperamento del performer:

El actor contemporáneo ya no es el encargado de imitar mímicamente a un individuo inalienable: ya no es un “simulador”, sino un “estimulador"; “performa” más bien sus insuficiencias, sus ausencias y su multiplicidad. Tampoco tiene la obligación de representar un personaje o una acción de una forma global y mimética, como una réplica de la realidad. En suma, su oficio prenaturalista ha sido reconstituido. Puede sugerir la realidad mediante una serie de convenciones que serán localizadas e identificadas por el espectador. El “performer”, a diferencia del actor, no interpreta un papel, sino que actúa en su propio nombre. (Pavis, 2000, p. 75)

Por eso, a diferencia de los monólogos de Groucho Marx, centrados en la requisitoria y la invectiva, y de los comentarios hilarantes de W. C. Fields, impertinentes y blasfemos, los de Louie lo tienen a él mismo como blanco. Es así como estimula, performa, actúa en su propio nombre. Él mismo es objeto de una sátira que deriva en aforismos diversos sobre el amor, la enfermedad, el fantasma del fracaso amoroso o sexual, la muerte o la religión. Grandes temas que adquieren sentido solo cuando se interponen entre el hombre común y la búsqueda de su felicidad. Esa que nunca llega, o que se asoma solo en contados momentos: en el relajamiento fugaz de un almuerzo compartido con unos campesinos chinos, luego de haber sentido de cerca la experiencia de la muerte en el episodio New Year’s Eve, que muestra a Louie realizando un imprevisto viaje a Pekín; o en la conversación íntima, mediada por un traductor, que cierra su cita romántica con Amia (Eszter Balint), una vecina húngara, justo en el momento del adiós definitivo.

Performance y autoficción que adquieren las cualidades de la imagen documental son las aperturas de la mayoría de los capítulos de la serie. Cada episodio de las tres primeras temporadas de Louie, así como de la quinta (con excepción de los episodios finales de la tercera y cuarta temporada), se inicia con la imagen del personaje principal saliendo de la boca de una estación de metro neoyorquina. Luego de comprar una tajada de pizza, Louie se dirige al Comedy Cellar, un barteatrín de espectáculos de comedia stand-up ubicado en el corazón de la ciudad. Mientras dura la cuña de presentación, oímos una canción, “Brother Louie”, de Hot Chocolate, con interpretación de The Stories, cuya letra repite: “Louie, Louie, you’re gonna cry / Louie, Louie, you’re gonna die”. Son imágenes de un hombre común grabado mientras se desplaza por la ciudad para cumplir con su tarea cotidiana.

Luego de la cuña introductoria, casi todos los episodios arrancan con el personaje de Louie, micrófono en mano, ofreciendo un monólogo que pone sobre el tapete los asuntos centrales que se dramatizarán en los veinte minutos siguientes.

Louis C.K. tiene a las tribulaciones de la edad adulta como centro de su humor. Humor que amalgama la agresividad defensiva propia de algunos comediantes judíos con acentos cínicos, impertinentes y misantrópicos. Cada frase apunta hacia los blancos preferidos de su verbo escéptico y maledicente: los modos alternativos de vida convertidos en fundamentalismos, los puritanos detractores de la masturbación, los médicos acosadores, los psicoanalistas distraídos. Cada soliloquio suma frases sobre la muerte, la educación católica, el sexo, la educación de los hijos, la vejez, la necedad de los políticos republicanos, la “culpa blanca” que se construye desde los tiempos del despojo territorial de los indígenas, la urgencia de la masturbación, la descomposición corporal que trae consigo la edad, los desencuentros raciales en el país, los episodios de segregación y violencia que han marcado la historia de los Estados Unidos, entre otros.

El humor tropieza con las tensiones y el angst de la época. Louie trata, con regularidad compulsiva, asuntos vinculados con las desconexiones de la pareja (su relación exasperada y platónica con Pamela, encarnada por Pamela Adlon, da cuenta de ello) y la incapacidad para disociar la armonía del caos en la administración de la vida diaria. Ahí se asoman los costados patéticos de sus rutinas cómicas1.

El estilo de la grabación, teniendo al comediante en plano medio y a su entorno celebrando en la penumbra del local, aporta un verismo casual. Cada episodio es una página de la crónica de ese individuo que tiene a la creación de chistes verbales y a la improv como tareas diarias. En cada intervención parece ir construyendo el ritmo, el fraseo y la pegada del chiste o de la frase ingeniosa, mientras sondea las reacciones del público.

Más de un episodio lo muestra enfrentando a un espectador locuaz o grosero, desinteresado de su actuación. Louie lo interpela con agresividad, pero también lo hace consigo mismo, multiplicando las bromas sobre su cuerpo flácido, su calvicie, su “fealdad” o la descomposición corporal infligida por los años. Lo divertido se convierte en sesión de resistencia. Los momentos que parecen conducir a la explosión de risa loca son saboteados por un Louis que planta la cámara frente a sí mismo mostrándose desarmado. El humor entonces se sustenta en el contraste que nace con el gesto impávido con el que aborda sus disertaciones sobre las manías masturbatorias o su vocación por el fracaso.

Le siguen representaciones dramáticas de los asuntos expuestos. Son relatos libres en su desarrollo narrativo, más bien discontinuos entre sí. “Es una escritura en bits, en cortos módulos o sketches, heredados del stand-up, como si Louis C.K. transformase las observaciones (que realiza de modo verbal) en situaciones, como lo hace también Amy Schumer” (Hantzis, 2016, p. 29).

Cada uno de esos “módulos” ofrece una variación del temperamento que recorre toda la serie: la crisis existencial con la que tropieza Louie (Louis) al sobrepasar los cuarenta años y acercarse a los cincuenta. El periodo de la vida en el que todo empieza a mirarse desde otro prisma: desde el cuidado corporal hasta los problemas derivados de la educación de las hijas. Cuestionamientos personales que, no obstante, dejan intactos los instintos y las apetencias. El animal urbano, divorciado y envejeciendo, no deja de sentir el llamado del deseo y de la libertad. Pero el corolario de su ejercicio es siempre el mismo: post coitum, animal triste. Louis C.K. deconstruye la vida de su personaje y ejerce el autoescarnio hasta el límite de la impudicia.

Humor y melancolía

Se percibe una profunda melancolía en el humor de Louis C.K. En cada una de sus intervenciones ronda la convicción de que las obras humanas no adquieren ningún sentido de trascendencia y que, al cabo, nada las redime de su imperfección o fugacidad. Activo el síndrome de Ozymandias, es preferible alejarse de cualquier gravedad o afán de importancia, porque todo termina en el llorar y en morir: “Louie, you’re gonna cry”.

Detrás de cada anécdota se asoma un “gran tema” (la presencia del destino, la culpa personal, el fracaso como sello de identidad), pero nada hay en el tratamiento de los episodios que subraye esas nociones esenciales. No están ahí para ser debatidas ni explicadas, sino para encarnarse en situaciones tragicómicas. Un filón absurdo atenúa cualquier impostación discursiva. Absurdo que va de la mano con lo patético y lo grotesco. Elementos que adquieren consistencia en una sucesión de apuros, torpezas, accidentes o tropiezos delirantes que dan cuenta del doble fondo del humor.

Una tradición humorística

El temperamento humorístico de la serie se alinea con tradiciones expresadas en estilos y temperamentos de comediantes del pasado o contemporáneos. De Lenny Bruce toma el monólogo disolvente, incómodo, que recusa los valores de la satisfecha clase media e incorpora la alusión obscena. De Andy Kauffman recoge la imagen que forjó como comediante incomprendido, borderline. Woody Allen le enseña a Louis C.K. las técnicas para disolver las fronteras entre lo ficcional y lo biográfico. De Jerry Seinfeld, antecedente televisivo directo de Louie, asimila el formato del stand-up convertido en acicate de la ficción dramática, que pone a trasluz la condición de su personaje: como Seinfeld, Louie es un humorista —también Allen lo es en Annie Hall y Manhattan— que prolonga en la pantalla su actividad cotidiana, lo que justifica las bromas e intervenciones en el Comedy Cellar, registradas en un estilo que simula el documento directo.

Y como en las obras de todos esos cómicos, su trabajo muestra a seres que se interrogan por los límites de su oficio —¿dónde acaba la vida y empieza la representación? ¿Cuáles son los límites de la performance’?—, materia de infinitas conversaciones con los colegas: después de las funciones, Louie y sus amigos cómicos —como los de Broadway Danny Rose (1984), de Woody Allen— hablan de sí mismos mientras comparten tragos y partidas de póquer.

Libertades formales

Como el Woody Allen de las primeras películas, las dos primeras temporadas de Louie rinden culto al desaliño formal (las siguientes lucen un empaque más cuidado). Nada hay de caligráfico en la serie porque la escritura limpia y articulada no es un asunto que desvele a Louis C.K.

La serie recusa la camisa de fuerza escenográfica de las sitcoms. Saliendo de los estudios para recorrer las calles de Nueva York, Louie entronca con las estéticas fílmicas realistas de los años cincuenta y sesenta. No vemos la Nueva York glamorosa del musical o de la comedia romántica, ni de las agresivas arquitecturas del cine criminal. La ciudad luce costados anónimos registrados con las técnicas de la filmación casual y veloz. Rodaje en localizaciones reales, presupuestos pequeños, edición realizada por el mismo Louis (FX respeta su derecho al corte final), concentración temporal y espacial de las acciones, iluminación realista. La duración de los planos se dilata y el tratamiento de los episodios pone el acento en el desempeño de los actores. El único efecto visual permitido es el derivado del uso de algunos lentes de focal corta con el fin de ampliar los espacios y dar cuenta de las nociones de delirio o pesadilla. A decir de Paul Koestner, responsable de la fotografía de la serie, Louis C.K. es “un cineasta autodidacta, capaz de hacer cosas interesantes. Cree que cuanta menos luz hay, más libres son los actores. También detesta los artificios [.]” (Clairefond, 2015, p. 44).

La estructuración dramática de los episodios tampoco sigue una ruta prefijada. La impresión que estos provocan es la de una causalidad débil. Por más que los hechos representados ilustren una noción expuesta en el monólogo, las circunstancias de la acción tienden a ser erráticas, siempre a punto de ser revertidas por un hecho inesperado, un encuentro fortuito o una demanda insólita, como la del policía que pide un beso en los labios como compensación por haber salvado a Louie del ataque de un marginal en Alabama, o la de la profesora que demanda al pequeño Louie mostrar el pene en una clase de educación sexual.

Aunque el estilo sea distinto, es posible comparar algunos episodios de Louie con determinados pasajes del cine de John Cassavetes. La imprevisibilidad los marca, como en Maridos (Husbands, 1970), cuando el grupo de amigos conformado por Peter Falk, Ben Gazzara y el mismo Cassavetes decide viajar a Londres, o cuando una situación se revierte a causa de una llamada telefónica inesperada. Así, en Louie podemos ver un viaje impremeditado a Pekín o la intervención de personajes extravagantes apareciendo en escenarios insólitos. El azar se dramatiza y la noción de lo aleatorio en la construcción de la intriga juega un papel esencial en ambos casos.

De Allen y de Lynch

Los episodios de la serie asimilan, además, como reflejos alterados, la influencia de otras tradiciones: la comedia de Joan Rivers, el cine de David Lynch, el humor sardónico de Ricky Gervais, invitado recurrente a la serie, donde interpreta el papel del médico que goza, de modo perverso, zahiriendo las escasas certezas de Louie sobre su salud y su estado físico. Son adhesiones culturales que lucen como tributos de reconocimiento y como fetiches.

¿Y cómo se produce el encuentro entre los mundos distintos, casi antagónicos, de Woody Allen y de David Lynch? Ocurre en algunos episodios. En los momentos de viraje, en los giros decisivos, en los quiebres impuestos por la irrupción del delirio y el absurdo. Excedentes de irracionalidad que parten en dos la continuidad argumental y dramática de un capítulo. Como en las ficciones mind-bend. Solo la aparición de una cuota de fantasía, nonsense y sorpresa puede ayudar al personaje a escapar de la locura ordinaria (Ruffel, 2016, p. 140).

Louie no transita por las vías del slapstick ni del slow burn ni del burlesco. Se orienta más bien hacia un humor absurdo que se revela de pronto, como si se hallase escondido en la trastienda de lo cotidiano.

Un episodio como “Bummer/Blueberries” opera como el discurso del método de un comediante que usa el horror de lo ordinario como materia prima de su trabajo. Aquí, el asunto que gatilla la acción es el sexo y la posibilidad de practicarlo de modo natural. El episodio se inicia con un monólogo de Louie dedicado a zaherir su cuerpo, su vientre, sus limitaciones físicas. Es el campo de sentido que va a sustentar la acción narrativa: Louie concierta una cita romántica con Janice (Kelly McCrann). En camino hacia ella, el personaje provoca de modo accidental el atropello de un indigente, que termina decapitado. El horrible suceso no impide que Louie llegue al encuentro de la dama que, al percibirlo inquieto, le pregunta por la causa de su aflicción. Louie narra lo ocurrido y la mujer, al borde de un ataque de nervios, decide marcharse. Luego de una elipsis, vemos a Louie concertando otra cita, esta vez con la madre de un compañero de escuela de sus hijas. En el departamento de ella no hay tiempo para los gestos románticos. La demanda sexual es prioritaria. Pero antes del coito, la mujer requiere, con tono imperativo, que Louie vaya a comprar condones y adminículos sexuales, así como arándanos. Hecho esto solo le queda al personaje embarcarse en una aventura sexual que incluye propinar maltratos y azotes como vía directa hacia el placer. El sexo mediado por el tormento alcanza las cotas del delirio fantástico.

El humor de Louie tiene ese fundamento. Parte de la observación de lo cotidiano y, por efecto de situaciones acumulativas, se desprende del realismo. El recorrido del hombre común por las calles de la ciudad lo conduce a un accidente automovilístico, lo hace testigo de un degüello, asiste a la súbita crisis emocional de su pareja y termina la jornada convirtiéndose en sirviente de una perversa maîtresse. La escalada de acontecimientos delirantes contrasta con el orden urbano y la previsibilidad de la vida moderna. Louie, el hombre obsesionado con la fugacidad del deseo y con la inconstancia de las mujeres (lo que lo emparenta con muchos personajes de Allen) debe lidiar con la presencia de la muerte y con los efectos de una fantasía punitiva y compensatoria. Pero también con la presencia de elementos absurdos y exasperantes que dan rienda suelta a la extrañeza propia de un mal sueño que segmenta tantos episodios2.

Algo similar ocurre en “God”, donde una clase de religión se convierte en tribuna para un siniestro médico forense (Tom Noonan) que explica los resultados de una hipotética autopsia de Jesucristo. O en los dos episodios románticos de la tercera temporada, en la que Louie se involucra con la empleada de una librería que lo lleva a realizar pruebas físicas extremas y lo conduce hasta el filo mismo del abismo y la fantasía del suicidio. O cuando debe enfrentar el dolor físico y torsiones, gestos compulsivos e incomodidad con el propio cuerpo al recibir la golpiza de una mujer en el episodio “Bobby’s House”.

Dentro de cada uno de los guiones de Louie se incuba el germen de lo impremeditado, aquello que viene a crear una disfunción en el desarrollo racional de los asuntos. Y ese germen se revela de un modo casi epifánico. Es el descubrimiento de esa otra cara de lo ordinario que se perfila desde la última frontera de la razón o la muerte. Ver al respecto las derivas seguidas por el personaje tras hacerse cargo de la hija de su hermana, a punto de enfrentarse con un episodio psicótico, o con el hijo de la ansiosa madre de familia de la escuela de las hijas de Louie, que se apresta a someterse a una operación de extracción de vagina. O la aparición del indigente que toma un baño en plena estación del metro, creando una correspondencia extraña con la presencia del músico que suspende la respiración de Louie con un solo de cuerdas. O la escapada frenética de Louie ante la posibilidad de encontrar a su padre, un desconocido desde hace años.

Al interior de un plano, como movimiento dramático dentro de una secuencia o como trayectoria general del episodio, se halla el deslizamiento hacia una dimensión que excede lo “real”, un suprarrealismo asociado a la materialización de aquellas fantasías que se consideran tabúes en la vida social o en el lenguaje habitual: la diarrea que inunda una bañera o que asalta a Louie mientras acompaña a sus hijas por las calles de Nueva York; la presencia enojosa de los sujetos sin domicilio conocido; las relaciones de incomodidad surgidas en el trato con los hijos, los hermanos o los padres, que no resultan entrañables por mandato de la especie.

No es casual que los últimos episodios de la tercera temporada de la serie involucren a David Lynch, convertido en actor, encarnando a un personal trainer de CBS encargado de adiestrar a Louie para que reemplace a David Letterman en el Late Show, un programa con el que Louis C.K. colaboró por un tiempo (como lo hizo también con Conan O’Brien y Chris Rock). La presencia de Lynch no solo corresponde a un gesto amistoso (como los de Robin Williams, Ellen Burstyn, Chris Rock, F. Murray Abraham, Chloë Sevigny, entre otras figuras del espectáculo que aparecen como huéspedes en la serie). Es también el testimonio de una afinidad profunda, más allá de diferencias estilísticas.

En el mundo de Louis C.K., como en el de Lynch, lo cotidiano siempre se abre a un trasfondo fantasmagórico, hecho de extrañas duplicaciones (en el primer episodio que tiene a Lynch como actor, tres actrices distintas encarnan a la misma secretaria), identidades inciertas (la exesposa del pelirrojo Louie, madre de dos niñas rubias, es encarnada por una actriz afroamericana) y fisonomías que mutan por efecto del tiempo, como ocurre con el hermano de Louie (Robert Kelly), cuya reaparición en la cuarta temporada lo muestra con una corpulencia particular, sobre todo en el episodio del doble banquete. Pero no solo eso, en la construcción narrativa de varios de los episodios se pasa del estilo directo al indirecto, se entremezcla pasado y presente, se alternan diferentes estados de conciencia (el sueño con Osama Bin Laden, las pesadillas con sus hijas) o se apuesta a la asociación libre, como en “Untitled” (quinto episodio de la quinta temporada), donde Louie es asaltado por pesadillas que tienen como protagonista a un ser con apariencia de íncubo. Como en el universo del autor de Mulholland Dr. o Inland Empire, el giro hacia un mundo refractario a la lógica y a la razón es la alternativa que alivia las presiones de la locura cotidiana. Y mantiene a Louie irreductible frente a las seducciones del medio y el conformismo.

Es paradójico que un insider como Louis C.K. —nacido en Washington, hijo de dos profesionales destacados que se educaron en la universidad de Harvard, crecido en Massachusetts—, pelirrojo y de formación católica, encarne la noción misma de una marginalidad vocacional. Louie tiene trabajo, es un pequeño burgués sin apuros económicos, pero su mirada es oblicua: ve las cosas del sistema desde los márgenes o los bordes. “A Woody a veces lo criticaban porque solo ponía en escena a los neoyorquinos más burgueses, los inquilinos de los penthouses. Louis está más interesado en la ‘gente corriente’, todo el mundo puede reconocerse en sus personajes” (Clairefond, 2015, p. 38).

Louie no mira Nueva York desde una terraza sobre Central Park. Es un sujeto inmune al efecto Zelig, que designa a la capacidad de mimetizarse con el entorno. No se parece en nada a Leonard Zelig, el camaleónico personaje inventado por Woody Allen para Zelig (1983), ese falso documental en el que ironizó sobre la capacidad de adaptación a las circunstancias más adversas de la que hacen gala, a través de los tiempos, los espíritus acomodaticios. En cada uno de los capítulos de la serie, Louie rehúye las componendas, los pactos, la complacencia, los arreglos, y todo aquello que construye al síndrome de Zelig. Lo protegen el delirio y ese humor que expía y depura.

Referencias

Alberca, M. (2013). El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción. Madrid: Biblioteca Nueva.

Clairefond, R., Chapus, J. V., y Lechuga, A. (junio del 2015). Cita en San Louis. Sofilm, (23), 40.

Hantzis, L. (abril-mayo del 2016). Kings of Comedy. La septième obsession, (4), 29.

Joffe, C. H., y Rollins, J. (productores) y Allen, W. (director). (1977). Annie Hall. [película]. Estados Unidos: United Artists.

Pavis, P. (2000). Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona: Paidós.

Reviriego, C. (19 de junio del 2015). El dragón negro y la termita. El Cultural. Recuperado de http://www.elcultural.com/blogs/to-be-continued/2015/06/el-dragon-negro-y-la-termita/

Ruffel, T. (julio-agosto del 2016). Les films “mind-bending”. Positif, (665-666), 140.

Szekely, L. (productor y director). (2010). Louie [serie de televisión]. Estados Unidos: FX.

Tavernier, B., y Coursodon, J.-P. (1997). 50 años de cine norteamericano. Madrid: Akal.

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