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Razones de la reciprocidad

Ciro Alegría Varona

Pontificia Universidad Católica del Perú

Los intercambios limitados a ganar o perder —como los negocios, las apuestas, los procesos judiciales y la pura violencia— no generan nuevas formas de valor, simplemente hacen circular valores conmensurables de varia magnitud, pero idéntica cualidad. Las relaciones que generan las diferencias de valor y, por tanto, problematizan el poder y la justicia surgen de los intercambios que no consisten en ganar y perder, sino en dar y recibir. La diferencia semántica entre una y otra forma de designar el intercambio da lugar a la vida social, moral y política. Cuando un bien cambia de manos no por efecto de causas necesarias, como el pago debido o el sometimiento forzado, sino porque su poseedor lo entrega libremente con el propósito de entablar una relación con el receptor, entonces el acto de entrega —que no es propiamente de enajenación— transforma tanto las cualidades del bien y del trabajo como las cualidades de los participantes. Quien da pierde el dominio de un bien, pero no solo pierde, también gana, porque se hace acreedor al agradecimiento de quien recibe el beneficio. Con ello, deja de ser quien era, se vuelve importante para alguien, su estatus social mejora y adquiere una relación de cooperación. Por su parte, el receptor también ve transformadas sus cualidades personales. La cosa entregada adquiere también un nuevo significado porque no está sujeta simplemente al arbitrio de su nuevo poseedor, sino también a las intenciones de quien se la dio. El carácter relacional del intercambio es todavía más notorio cuando lo que se da no es una cosa sino trabajo o colaboración.

1. Reciprocidad y justicia

Si no hubiera la diferencia semántica entre el par de conceptos ganar-perder y el par dar-recibir, los asuntos de justicia serían simplemente cuestiones de análisis. Bastaría con constatar empíricamente quién tiene las cualidades que explican causalmente que él sea el poseedor de determinado bien. En el mundo simplificado donde reina la lógica del ganar y perder, la única justificación posible de una distribución de bienes es la ecuación entre la magnitud en que una persona tiene la cualidad que la hace merecedora de un bien y la magnitud en que dicho bien está en sus manos (Gosepath, 2004). Según este criterio de igualdad compleja, el mejor violinista tiene derecho al mejor violín, la persona con tal grado de miopía tiene derecho a tales anteojos, quien pasa hambre tiene derecho a los alimentos independientemente de otras consideraciones, el más productivo tiene derecho a acumular las mayores ventajas competitivas y el más popular tiene derecho a la mayor cantidad de votos. Es la idea de un sistema distributivo perfecto, es decir, un mercado perfecto y un orden jurídico perfecto que da a cada uno lo que le corresponde según sus cualidades relacionadas con las cualidades de los bienes disponibles en una sociedad concreta. Pero en la práctica, las cualidades de las personas y de los bienes no son cuestiones de hecho, sino cuestiones de derecho desde un punto de vista aún más básico: el de quién da y quién recibe.

En este sentido, los vínculos —y así mismo las rivalidades y conflictos— surgidos entre las personas durante un proceso de luchas sociales o políticas son más importantes que los fundamentos objetivos de sus respectivas pretensiones. Si una fuerza extraña consiguiera imponerle a una sociedad el orden objetivamente más justo, sin mediar acuerdo libre entre dicha fuerza y la sociedad, entonces los miembros de esta última, en vez de sentirse emancipados, se sentirían violentados, por más sabio que fuera el nuevo orden. La causa de ese natural descontento de los pobladores con la justicia impuesta a la fuerza es que les impide cumplir los compromisos y honrar los vínculos que ellos mismos adquieren y reproducen por medio de intercambios relacionales. La resistencia a las modernizaciones y, en general, a la redefinición abstracta de la identidad y las relaciones sociales no se debe a una necesidad de defender la propia existencia, como si esta dependiera objetivamente de ciertos hábitos inveterados o instituciones ancestrales. No es cierto que un individuo pierda su personalidad ni su capacidad de acción si se desconocen la cultura y las tradiciones en las que se ha formado. Si esto fuera cierto, nadie podría viajar ni llevarse bien con desconocidos. Lo grave y costoso de las relaciones abstractas, impersonales e imparciales es que se impongan a costa de las relaciones de reciprocidad, porque entonces destruyen la capacidad actual de generar tejido social. Menospreciar, por ejemplo, la fiesta de la Candelaria en Puno no es cometer un atentado contra un bien cultural invariable e intangible en el cual los participantes tendrían su identidad y su honor. Los mismos participantes cambian constantemente, al ritmo de las modas andinas, los contenidos culturales del festival; cambian las danzas, los atuendos, las máscaras, el lenguaje, la procedencia y naturaleza de los grupos que participan, cambian todas las supuestas esencias eternas de la cultura. Lo que hay que conocer y respetar en esta gran fiesta son sus funciones sociales actuales, las que consisten principalmente en hacer crecer vínculos personales y sociales por entre y por sobre las abstractas estructuras de los vínculos jurídicos y comerciales.

Por ello, la verdad de la democracia está en el proceso de democratización, el cual consiste principalmente en actos redistributivos que fundan vínculos de cooperación. No es la redistribución per se, por más que responda a los criterios más objetivos, lo que hace justo un orden social, sino la manera en que se redistribuye. La manera no coercitiva, basada no en la ventaja competitiva sino en el libre ofrecer y aceptar, es la que genera un tejido social. La creación de vínculos personales y sociales conlleva el costo de introducir una nueva ambivalencia en los intercambios, la que se refleja en las relaciones de reciprocidad, o de confianza, que son aquellas en que hay riesgo de sufrir defraudación. En palabras de Charles Tilly:

Etiquetas como pariente, compadre, paisano, correligionario y compañero de oficio ofrecen una primera indicación de que existe una relación de confianza.

Pero reconocemos una relación de confianza con mayor certeza por las prácticas de sus participantes. Las personas que confían unas en otras se prestan dinero sin exigir garantías, se hacen favores sin un quid pro quo inmediato, se permiten cuidar mutuamente de sus hijos, se confían secretos riesgosos, se entregan objetos valiosos a cuidar y cuentan con la ayuda de la otra persona para emergencias.

La confianza, entonces, consiste en exponer varios resultados al riesgo de las faltas, los errores o fracasos de los otros. Las relaciones de confianza incluyen aquellas en las que las personas regularmente asumen este tipo de riesgos. Aunque algunas relaciones de confianza permanecen puramente diádicas, suelen operar dentro de redes más amplias de relaciones similares. Las redes de confianza, para expresarlo de un modo más formal, contienen conexiones interpersonales ramificadas que consisten principalmente en vínculos fuertes dentro de los cuales las personas arriesgan recursos valiosos, importantes y de largo plazo ante las posibles faltas, errores o fracasos de otros (2007, p. 81).

La mezcla de incertidumbre y firmeza, informalidad y lealtad que hay en los lazos de confianza puede resultar chocante, pero está claro que responde a la necesidad de generar cooperación y poder a partir de la nada. La impotencia más profunda es la de quienes están situados en medio de un sistema de intercambio de bienes de valor predeterminado y carecen de todo título válido dentro de ese sistema para acceder a dichos bienes. A estos excluidos les viene bien, entonces, cualquier grado de indefinición del nexo entre cualidad personal y valor del bien, con lo que empiezan a transgredir los límites de lo que puede ofrecerse, a riesgo de degradarse como personas. La reinvención de la ambivalencia social de los bienes no se puede hacer sin quebrar los sistemas de equivalencia de valor que conforman los abstractos circuitos del puro ganar o perder. Este es el contenido real de la crítica inmanente que, desde Marx, se ha revelado como la forma en que la crítica de la razón llega a sus consecuencias concretas. La negación práctica de los sistemas de valor funcional acontece mediante la transformación de los objetos de ganancia o pérdida en objetos de intercambio relacional. Ello supone una riesgosa fluidificación de las cualidades de los bienes y de las personas, cualidades que ordenan la asignación de aquellos a estas.

El origen de la socialidad en la reciprocidad es más visible en las sociedades primitivas. La reciprocidad, la relación social-social surgida del don, es un objeto de estudio de los antropólogos. La sociedad moderna se caracteriza por los comportamientos masivos ordenados por la regularidad de los intercambios mercantiles y la aplicación de normas generales. Las investigaciones sociológicas y económicas captan comportamientos reiterativos, por eso sus teorías incluyen conceptos matemáticos. El precio de su objetividad es el oscurecimiento del significado ético y político de sus juicios. El investigador de las causas de la crisis —hoy no solo económica, también ambiental, y no solo nacional, también global— enfrenta dificultades cada vez mayores para sacar del diagnóstico conclusiones prácticas y, cuando las obtiene, son lecciones para el control técnico del sistema económico y productivo. Ello deja a los individuos sin saber qué hacer. Los millones de telespectadores, usuarios y seguidores de fuentes de información acompañan la crisis económica con creciente conciencia de su propia impotencia. Las posibles medidas de corrección del sistema económico y productivo no tienen el carácter de formas de actuar cooperativas, en las que cada uno pueda participar, ni se basan en principios de acción que cada uno pueda tener presentes en sus propias acciones. Por esto, la idea de justicia es cada vez más difícil de usar en el terreno político y las agendas públicas son cada vez más restringidas e indiferentes para el común de las personas.

En medio de este desolado paisaje político brotan, sin embargo, nuevos asuntos de justicia ante el dinamismo de las formas de vida. Muchas formas de vida se vuelven insostenibles a causa del desahucio, la violencia, la desertificación y la precarización de los empleos. Las personas abandonan sus formas de vida y, al disponerse a empezar de nuevo, ponen su identidad a disposición de lo que resulte de los nuevos intercambios que puedan entablar —los que, por supuesto, no se limitan a ser intercambios de mercancías; consisten más bien en los intercambios de apoyo integral que acontecen en la formación de nuevas unidades de vida en común—. La separación creada por la sociedad moderna entre la esfera de los intercambios impersonales y la de los intercambios relacionales se va al diablo durante estos desplazamientos, reubicaciones y migraciones, y cunde un nuevo primitivismo de alta explosividad política, que es el elemento real de la democratización.

No sería relevante en la actualidad la relación que surge del dar y el recibir si no fuera porque puede entablarse mediante los mismos bienes que son objeto del ganar y el perder. Cuando en Los miserables de Víctor Hugo, los gendarmes traen preso a Jean Valjean ante monseñor Bienvenu y le reintegran a este la platería que aquel le había robado, Bienvenu dice que se la había regalado y se la da a Valjean delante de los gendarmes. De esta manera, esos objetos de plata que fueron por un momento objetos de ganancia o pérdida se convierten en dones que establecen una relación muy peculiar entre Valjean y Bienvenu. Es cierto que, como dice Adorno en Minima moralia, la gente ya no sabe hacer regalos. Pero los gestos de generosidad ridículos, como el regalo impersonal comprado en la tienda de artículos de regalo, tienen la virtud —precisamente por su comicidad— de revelar la vida dañada por la creciente despersonalización de los intercambios en la sociedad de masas. La hipocresía es el rescoldo de la sinceridad. No hay tirano ni dictador que no presuma de ser justo y no oculte sus robos y abusos. Esta hipocresía es la prueba de que la moral sigue siendo la única fuente de legitimidad. En formato cotidiano y microscópico, el recurso incesante al don y la gratitud en formas debilitadas revela la disconformidad con la falsa apariencia de una vida justificada por ganar y no perder.

En todo caso, no puede demostrarse que seamos incapaces de sacar los bienes de los circuitos del ganar y el perder para usarlos como dones fundadores de relaciones sociales y personales. Lo cierto es, más bien, lo contrario. Las relaciones sociales que tenemos hoy, todo aquello que no es mero mercado ni mera guerra, han sido reinventadas por medio de traiciones a la lógica del ganar y el perder. Nadie puede presumir hoy de tener una vida social prístina, proveniente de una substancia ética inviolada. Cada gramo de socialidad es producto de la inversión semántica de un objeto de ganancia y pérdida en un objeto de donación y gratitud. También la socialidad perversa de la dominación injusta, la opresión y el abuso de reciprocidad, sobre todo el abuso de la mutua entrega del hombre y la mujer, se perfilan hoy por contraste con el orden abstracto del mero ganar y perder. Los sistemas económicos y jurídicos igualitarios, por su efecto de descarga de la responsabilidad que tiene el individuo por el conjunto de sus condiciones de vida, se han formado como medios para quebrar las formas de socialidad perversa y siguen teniendo por esto un rendimiento emancipador cuando se trata de dejar atrás la opresión que impera en un orden de intercambio relacional anquilosado. Hacer consciente la capacidad humana de usar en intercambios relacionales los objetos de los intercambios competitivos, y viceversa, es una tarea filosófica actual. La diferencia semántica entre una y otra forma de intercambiar ha sido eclipsada parcialmente por la reducción de las razones a propuestas de valor puramente comunicativas o intersubjetivas, separadas de los intercambios materiales gracias a la construcción de conceptos como espacio público y cultura. En las páginas que siguen, se elaborará un concepto de razón unido al concepto de intercambio relacional.

En los intercambios limitados a ganar y perder, los sujetos no tienen otro papel que su desigualdad numérica, la que va del sujeto 1 al sujeto 1n, lo mismo que los puntos en una matriz de coordenadas. En verdad no se relacionan uno con el otro, como sujetos singulares, más bien se codeterminan o se condicionan unos a otros como los factores de un algoritmo. Al fijar el tertium comparationis de los valores, sea por un orden jurídico, una ética canónica o un mercado, su circulación no modifica la identidad de los sujetos, ni siquiera da lugar a sujetos con nombre propio. En los contratos comerciales, por ejemplo, se estila cambiar los nombres propios de las partes por las denominaciones «el vendedor» y «el comprador». Esta despersonalización responde al hecho de que los conceptos que se refieren a tales interacciones son meras explicaciones o aplicaciones deductivas de leyes a casos particulares. Entre el control jurídico de la legalidad de un contrato y el control técnico de la seguridad de una instalación eléctrica solo existen las diferencias propias de los objetos. Cuando el sujeto se piensa a sí mismo en términos de quién gana y quién pierde, lo hace en tercera persona, como si él mismo fuera un otro, un «ese» que acumula importancia al hacerse más determinante para los demás. El ganador se ve en el espejo con sus trofeos y se dice «ese soy yo», mientras el perdedor minimiza el efecto de sus pérdidas en su persona, las pone a cuenta de la empresa, las atribuye al juego, o dice, como el Inca Atahualpa, «usos son de la guerra vencer y ser vencidos». Tanto en la competencia por la ventaja económica como en la competencia por la ventaja militar, la determinación del yo por los bienes está apagada por un esfuerzo de abstracción.

Muy distinta es la realidad de los intercambios relacionales. En estos intercambios hay una propuesta personal de valor. A esto le llamamos «una razón». Una razón se diferencia de una causa en que se sale del encadenamiento de las condiciones necesarias y les añade un principio estrictamente práctico. Toda razón propiamente dicha es, prospectivamente, una razón para actuar o, recursivamente, una justificación de haber actuado de cierta forma. Las justificaciones generales no son justificaciones prácticas en sentido estricto, porque no se distinguen claramente de las explicaciones causales, con las cuales comparten la impersonalidad e imparcialidad. Esto revela que las justificaciones generales pertenecen más bien al ámbito de los juicios teóricos. Las justificaciones estrictamente prácticas, en cambio, no son solo generales, sino también recíprocas, lo que quiere decir que son interpersonales y no pretenden quedar establecidas de manera completamente objetiva. El bien que ha sido entregado en donación no queda plenamente determinado por los condicionamientos objetivos. Su determinación suficiente consiste en una intención personal que es, a fin de cuentas, la razón por la que una persona lo da a otra. La razón, en este sentido, no es un mero contenido de comunicación; está en obra en el bien que se hace, es inseparable de cierto desempeño o performance. En otras palabras, quien da razón de sus actos no lo hace en un momento separado —el del discurso de justificación— sino mediante sus actos mismos, al paso que estos se justifican en la práctica. Nadie puede pretender justificar una acción que no se justifica por sí misma. Cuando decimos que hay una buena razón para actuar de cierta forma, decimos que esa acción contiene en sí misma una razón suficiente para realizarla. Luego, siempre que buscamos hacer explícitas las razones, destacamos ciertas figuras de acción de en medio del espeso tejido de todo lo que hacemos de forma más o menos rutinaria o compulsiva. La propiedad intrínseca de la acción razonable es que se sale del encadenamiento de los hechos explicables por causas eficientes anteriores y, en vez de contentarse con ser verdadera en ese sentido impersonal, se empeña en ser admitida libremente por otra persona. Lo que hace Bienvenu al regalarle a Valjean, delante de los policías, la platería que este le había robado no es transmitirle a Valjean un mensaje cultural. Esa acción no es una metáfora ni una aplicación práctica de una idea filosófica ni de un precepto estatuido. Bienvenu no actúa en nombre de ideas de validez incontestable, simplemente ejecuta una acción que, lejos de ser una aplicación de criterios de valor claramente establecidos, es creación de una forma de valorar inaudita. Al declarar a los policías que no hubo robo, porque esa platería era un regalo que él le había hecho a su visitante, Bienvenu se hace cómplice de su victimario, engaña a la justicia y desiste de sus más elementales derechos. Luego, en los minutos que están solos, Bienvenu le dice a Valjean: «Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenece al mal, sino al bien. Le compro el alma; se la quito a las ideas negras y al espíritu de perdición y se la doy a Dios» (Hugo, 2013, libro 2, capítulo XII).

Visto pues que las razones son ideas prácticas, encontramos ahora, además, que las razones terminan de definirse a través de los intercambios efectivos, siempre y cuando estos sean intercambios relacionales y no meras operaciones competitivas. No podemos darle a alguien una buena razón para hacer algo si no hacemos nada más que transmitirle verbalmente el enunciado de un concepto normativo. La razón de una acción es la que se revela como el propósito de una transferencia o cesión de bienes que no se explica por las condiciones preexistentes, sean estas las leyes de la naturaleza, del mercado, del derecho, de una moral estatuida o de la ventaja en la lucha. Finalmente, conseguimos con esto una explicación de las razones que dan lugar a la moral de igual respeto a todo ser humano y al orden igualitario que ella propugna: debido a que los valores éticos fijados en estatutos son la perversión de la reciprocidad, el acto de concesión de la igualdad de valor personal que está en el origen de los sistemas competitivos es él mismo una forma de razón.

2. Determinación de la justificación recíproca a la luz de la reciprocidad social

La reformulación de la teoría crítica de la sociedad como teoría de la justificación contiene la promesa de superar los límites y unilateralidades de las versiones anteriores de la teoría crítica. Cada una de esas versiones de la teoría crítica ha estado limitada por el fundamento antropológico en que encontró su criterio normativo: el trabajo alienado, la comunicación, el reconocimiento. La teoría de la justificación fundamenta ahora la crítica social en la actividad humana de dar y pedir razones, lógon dídonai. Pero la aclaración de a qué nos referimos cuando decimos «razón» y «racional» es hoy indesligable de la pregunta por la justicia. La razón está activa en el examen crítico de las distintas pretensiones de validez. La prueba de fuego de la razón es la deliberación sobre las justificaciones prácticas. El paso decisivo para el surgimiento de la teoría de la justificación ha sido captar que las normas se justifican según dos criterios que se implican mutuamente: generalidad y reciprocidad. Para que un orden normativo se justifique, es necesario que las normas tengan carácter general y que sean comprensibles y discutibles en términos generales. Pero esto no es justificación suficiente. Las normas tienen que establecer entre las personas, además, una relación recíproca. Este segundo criterio es nuevo en la filosofía contemporánea y se está elaborando con distinta terminología a partir de las obras de John Rawls, en las que se abrió paso con el nombre de fairness, ‘equidad’. T. M. Scanlon ha llamado justifiability a la estabilidad que adquieren nuestros principios cuando, después de ser revisados y refinados en contraste con la situación concreta de los otros, no pueden ser rechazados razonablemente. Thomas Nagel ha mostrado que este criterio exige ir más allá de la imparcialidad y la igualdad, proponiendo, como los otros dos autores, una forma actualizada del «contractualismo hipotético» de Kant. La formulación más reciente de esta búsqueda de complementación de lo general y lo particular es la de Rainer Forst, quien introduce el término «justificación recíproca».

El método de la investigación de principios que aquí propongo es contrastar los principios constitutivos de las relaciones de reciprocidad encontradas por la investigación social con el criterio normativo de reciprocidad elaborado por la teoría de la justificación. No cabe dentro de los límites de este artículo una revisión amplia de la literatura etnológica y antropológica sobre reciprocidad, ni tampoco una reconstrucción completa de los acercamientos de la filosofía contemporánea a la idea de justificación recíproca. Me limitaré a analizar y comentar algunos contenidos teóricos de ambos campos que considero centrales para este asunto. Sostengo aquí que el criterio de justificación recíproca opera implícitamente en los diversos fenómenos sociales de reciprocidad. La tarea es hacer explícito cómo la teoría de la justificación recíproca y general es crítica inmanente de la sociedad, es decir, cómo esta teoría crítica puede encontrar en la estructura de los procesos inconscientes que configuran la sociedad los criterios para denunciar y corregir las injusticias sociales. Una ventaja significativa de esta versión de la crítica inmanente de la sociedad es que, debido a su profundo arraigo en el análisis filosófico de la moral, está libre de las sombras de historicismo, o reducción del discurso normativo al juego de fuerzas histórico, que han pesado sobre versiones anteriores de la teoría crítica.

Consideremos primero los criterios de la justificación de un orden normativo. Para justificar una norma es necesario que ella convenga a todos y todos puedan aceptarla por buenas razones, pero este carácter general de la norma no es suficiente. Ordenamientos económicos, jurídicos y de valores éticos que son justificables de esta manera general pueden permitir todavía la injusticia básica de tomar la ausencia fáctica de razones en contra como una validación definitiva. Un análisis más preciso de la idea de justificación muestra que las normas tienen que ser justificables también de forma recíproca. Una justificación es recíproca cuando quien la usa no pretende conocer de manera impersonal y objetiva los fines y valores que propone compartir. La justificación recíproca es estrictamente relacional. Por más que uno esté seguro de saber qué es lo bueno para otro, no tiene derecho a actuar con consecuencias para el otro, con el pretexto de hacerle un bien, sin el consentimiento libre del otro. La teoría de la justificación sostiene, pues, que no hay justificación que valga si no reúne estas dos características: la generalidad de un concepto práctico que comprendemos como bueno para todos y la reciprocidad de un concepto práctico que ofrecemos y es aceptado libremente. Por ejemplo: todos tenemos buenas razones para que se establezca algún sistema económico y a todos conviene en algún grado pertenecer a algún sistema económico. Estas son las razones generales a favor de la organización económica de la sociedad. Pero tomarlas en serio y organizar económicamente a la sociedad no asegura todavía que el sistema económico adoptado no condene a algunas personas, las menos competitivas, a ser las eternas perdedoras en la competencia económica. Un sistema económico concreto es justo solo si, además de garantizar condiciones objetivamente aceptables a cada uno de sus participantes, se implementa de tal modo que en ningún momento deja de estar sujeto a la aprobación libre de los afectados por él. En otras palabras, una norma se justifica si y solo si además de justificarse en suma y en general da lugar a una forma de vida en común porque se introduce mediante intercambios relacionales. La complementación necesaria de la generalidad con la reciprocidad consiste en que al definir las normas que rigen a todos (totus) se tome en cuenta los efectos que dichas normas tienen para cada cual (cunctos) en su situación concreta y no se aprueben normas generales que no sean al mismo tiempo normas que merezcan el asentimiento libre.

Nos preguntamos ahora ¿en qué prácticas sociales concretas se realiza el criterio de tomar en cuenta la situación de cada uno de los demás a la hora de justificar un determinado orden? ¿Y cómo se manifiesta socialmente que, en virtud de estas consideraciones, el orden resultante es tal que nadie tiene buenas razones para rechazarlo? Presumimos que las respuestas a estas dos preguntas están en el sentido amplio de la palabra «reciprocidad». Esta palabra se usa en las ciencias sociales para mencionar el principio constitutivo de ciertos fenómenos sociales. Partimos de la observación de que el uso de la palabra en estos dos contextos diferentes —la teoría de la justificación y la teoría social— no es simplemente equívoco, sino análogo, lo que indica una unidad de significado por aclarar. En el texto fundacional de la teoría social de la reciprocidad, el Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss, hay una clara pretensión de desentrañar el significado moral de la reciprocidad. Su trabajo respondía a un interés práctico por la justicia social:

Las sociedades han progresado en la medida en que ellas mismas, sus subgrupos y, por último, sus individuos, han sabido estabilizar sus relaciones, dar, recibir y, por último, devolver. […] Solo después de eso las personas han aprendido a crearse intereses, a satisfacerlos mutuamente y, por último, a defenderlos sin tener que recurrir a las armas (2009, p. 257).

Según las teorías sociales de la reciprocidad, hay una relación de reciprocidad entre quienes están unidos mediante una acción de dar y recibir. En otras palabras, la reciprocidad se comprende a partir del don, que es una forma paradójica de transferencia que no es simplemente parte de una circulación de bienes o servicios, sino el comienzo de una nueva relación social. Quien da incurre en una desmesura que rompe toda equivalencia de valor entre los bienes y lo hace para que quede claro que lo que le interesa es replantear la forma en que ocurren las interacciones con los demás sobre una base plenamente aceptable para los demás.

El don es una exageración práctica. Equivale, como performance, a la hipérbole en la comunicación verbal. Al decir «te llamé un millón de veces» o «estoy muerto de cansancio», se quiere que el mensaje se sustraiga a la relatividad de las cosas mencionadas. El lenguaje moral está hecho de expresiones normativas de valor no relativo. Ernst Tugendhat ha encontrado esta diferencia semántica en la distinción kantiana entre el imperativo moral, o categórico, y el imperativo instrumental, o hipotético. La acción que es necesaria para alcanzar o realizar otra cosa fuera de ella misma es la acción debida en sentido instrumental, mientras que la acción moralmente necesaria tiene una densidad de significado que la independiza de las circunstancias y los propósitos. Hay diferencia entre hacer daño a alguien y causarle una desventaja que puede ser compensada. El daño es un efecto negativo hiperbólico; es lo indeseable llevado hasta el extremo de no poder medirse ni pagarse con ningún objeto deseable. Por ello, no hacer daño es un imperativo moral que vale en cualquier circunstancia y sin referencia a ninguna conveniencia. Una cosa es sentir disgusto o desagrado y otra cosa es sentirse ofendido o humillado; y a la inversa, una cosa es sentirse satisfecho y otra es sentirse agradecido. La ofensa no se subsana con compensaciones ni cambios de aire, lo único que la alivia es suprimir su causa. Así también, el agradecimiento expresa, seguro exageradamente, el inicio de una relación permanente y definitiva: uno queda agradecido.

En este sentido, el valor no relativo al que se refiere performativamente la acción de dar y recibir es la reciprocidad que ha de surgir entre quien da y quien recibe. Así, la relación recíproca no es un simple sistema de valores equivalentes, es una forma suficiente de justificación. Quien da demuestra en la práctica que no quiere mantener la posición en que se encuentra sino bajo la condición de que la relación personal o el ordenamiento social resultante implique un beneficio incuestionable y genuino para otra persona, de manera que esta otra persona no pueda sino aceptar el beneficio junto con la intención que lo acompaña, que es justificar de manera suficiente, es decir, moral, el orden social y la posición social del dador. El don es una transferencia con segundas intenciones, es un comportamiento que quiere decir algo. Para producir esta densidad semántica, el acto de donación desdibuja el valor objetivo de lo que se da y agranda la responsabilidad de los participantes en el intercambio hasta convertirla en una relación entre ellos.

Regresemos ahora a la formulación del criterio de reciprocidad en la teoría de la justificación: al proponer una norma, o entablar una relación, uno no puede pedir a otro aquello que uno mismo no está dispuesto a aceptar. Este criterio puede mantenerse incluso cuando no están claros el valor ni la naturaleza de los bienes que se intercambian. En el riesgo y la incertidumbre, la única referencia clara es la reciprocidad en la distribución de las cargas y las posibles ganancias. Decimos algo así: pase lo que pase, nos las arreglaremos equitativamente; contigo pan y cebolla. La reciprocidad social está cargada de un potencial de crisis, lo asume activamente. El criterio de justificación general y recíproca no hace más que formular el principio de reciprocidad social para transformar el potencial de crisis que hay en este en un potencial de fundamentación crítica. La praxis social tiende a mantener implícita la justificación racional del don, que es construir una relación sobre la base del criterio de reciprocidad. Pero, al mismo tiempo, la intencionalidad constitutiva de la reciprocidad incluye la paradoja del don, que es su potencial de crisis. Alvin Gouldner lo ha expresado con claridad insuperable: «Ningún don va a llamar tanto la atención como el que, si consideramos nuestras deudas anteriores, nuestras ambiciones para el futuro y el estado actual de nuestras obligaciones, no tenía por qué hacerse. Esta es la paradoja: no hay ningún don que traiga más ventajas que el don gratuito, aquel que no contiene ninguna trampa» (2005, p. 115).

Desde este punto de vista, la acción de dar es un acto soberano cuyo valor no depende de ninguna justificación interpersonal, antes bien, se limita a indicar estructuras éticas fundamentales. Sin duda, los etnólogos han encontrado tal conexión directa del don con un fundamento ético y ritual en las sociedades que estudiaron, lo que se explica por las características de dichas sociedades. Pero ello no nos impide reconocer en la estructura hiperbólica del don una intención discernible de establecer una relación social plenamente justificada. Este núcleo de reciprocidad se revela como la razón del don. La unidad de los dos paradigmas que comparamos —el concepto científico-social de reciprocidad y el criterio normativo de justificación recíproca— se aclara si definimos el don por la reciprocidad y no la reciprocidad por el don. La paradoja que Marshall Sahlins ha delatado ha sido usada demasiadas veces para anular el efecto de crítica social que tienen las acciones de dar y recibir y resolverla precipitadamente con un vocabulario ético-trascendente, si no un vocabulario político-fanático. En vez de preinterpretar las acciones de dar y recibir como emanaciones de un fundamento ético substancial o trascendente, hay que tomarlas en su aspecto dinamizador: el de la relación personal riesgosa asumida por el criterio de justificación recíproca.

Este cambio permite reconocer cómo está presente la reciprocidad en la sociedad moderna. Con ello se puede empezar a desmontar el prejuicio de que existe una mutua exclusión normativa e histórica entre una sociedad racionalizada, regida exclusivamente por normas generales y organizada en esferas de valor equivalente, y otras formas de sociedad en que las normas son las estelas que dejan los actos de patronazgo, homenaje, sacrificio o consagración. El criterio de generalidad se ha desarrollado unilateralmente durante el proceso histórico moderno hasta figurar como el único representante de la razón. Esto ha ocurrido tanto en la formación de la sociedad disciplinaria, que es el aspecto interno de este desarrollo histórico, como en la expansión mundial del capitalismo, o biopolítica, que es el externo. Parte importante de la transformación cultural que acompaña al triunfo del criterio de generalidad ha sido la mistificación de la reciprocidad como ilusión de perfecta armonía social, destinada a desmentirse, creada por actos desesperados —hiperbólicos— de fundación. La imagen del don como acción autodestructiva que se trasciende a sí misma, reservada a héroes y mártires, es una advertencia contra la reciprocidad en la vida práctica que se repite bajo incontables formas, desde el caballo de Troya hasta la manzana de Blanca Nieves. De ahí ha resultado nuestra esclarecida idea de justicia formal, que consiste principalmente en el descrédito de la reciprocidad junto con los anticuados actos de donación, la merced, el favor, la gracia, el compromiso, el perdón y la liberalidad.

Al hacer intercambios mercantiles o al administrar justicia, nadie da ni recibe en sentido fuerte, porque cada uno toma únicamente lo que es legalmente suyo. En el mercado, todos los regalos son anzuelos, muestras gratis, y en la justicia no está permitido perdonar. Los sistemas funcionales básicos de una sociedad, la economía y el derecho, reposan sobre equivalencias fijadas. Por otro lado, los bienes sustanciales traen fijados también los términos de su distribución, comúnmente administrados por instituciones que ayudan a ejercer derechos, como formar una familia, mantener la salud, acceder a la educación o participar en la vida política. Las instituciones burguesas tienen su racionalidad en justificar la distribución de los bienes sustanciales por las cualidades de las personas que los detentan; el maestro no da el saber, lo hace surgir del aprendiz; el oficiante del matrimonio no da una persona a la otra, solo atestigua su mutua entrega; el médico no da la salud, la restaura; el organizador político no regala derechos ni libertades a las personas, solo les asegura lo que es de ellas, etcétera. Es notorio que el principio predominante en la sociedad moderna es la igualdad y, con ella, una concepción formal de la justicia. Según esta concepción, al distribuir diversos bienes a las personas, tiene mayor derecho a determinado bien aquella persona que tiene en mayor medida la cualidad relevante para merecerlo (Gosepath, 2004). Así, el estudiante más talentoso y comprometido merecerá las mejores oportunidades de estudio y la persona más necesitada de servicios de salud tendrá más derecho a ellos que las personas que no están enfermas. Esta concepción formal de la justicia no conoce el criterio de reciprocidad, se contenta con el de la generalidad. Al operar con valores generalizados o equivalencias prefijadas, administra sistemas de igualdad compleja que adjudican diversidad de bienes a personas que tienen muy distintas cualidades y condiciones. Uno de los problemas graves que se producen en la sociedad que usa el criterio de justificación general, no acompañado por el criterio de reciprocidad, es la exclusión. Personas sin los logros promedio en algunos sistemas de valor generalizado —conocimientos, habilidades, aptitudes físicas, productivas, atributos éticos— acumulan estas descalificaciones secuencialmente y el sistema las recluye en zonas de subsistencia en las que están bloqueadas la mayoría de las formas de cooperación recíproca que la sociedad moderna alberga, en especial la educación superior y la organización política. Otra causa de injusticia estructural es que la misma sociedad que, con la libertad general, da espacio para que las personas redefinan los bienes y las cualidades personales, suele negar o ignorar estos nuevos valores a la hora de precisar las normas. La exclusión y la intolerancia crecen a la sombra de los altos edificios de una sociedad altamente estructurada por criterios de justificación general.

El potencial crítico actual del principio social de reciprocidad se revela cuando este se conecta adecuadamente con las demás interacciones sociales, empezando por la competencia y el intercambio de mutua conveniencia. El camino de este tipo de teorización lo han abierto las investigaciones de Sahlins y Gouldner. Sus conceptos han sido redondeados por trabajos posteriores, entre los que hemos encontrado especialmente útiles los de C. A. Gregory y Frank Adloff. En el célebre ensayo en que inauguró esta problemática, Mauss ya había destacado el carácter agónico de las ceremonias de potlacht y su relación con el poder y las jerarquías sociales, pero parece sucumbir a la tendencia a presentar las sociedades centradas en los dones como modelos de paz y consideración mutua que los hombres modernos deberíamos seguir. Sahlins, en cambio, capta los fenómenos negativos de reciprocidad, en los que esta es usada para obtener la mayor ventaja posible a costa del comportamiento sociable de los demás. Son tres los tipos de reciprocidad que resultan de su análisis.

 La reciprocidad generalizada es aquella en que la retribución queda postergada al infinito y, más que un intercambio, es una transferencia altruista. Se encuentra sobre todo en las acciones de ayuda, tanto en la prestada como en la retribuida, pues la ocasión de la ayuda es excepcional y no está prevista con exactitud. Incluye la hospitalidad, la generosidad, la liberalidad, así como los deberes del parentesco y los de «nobleza obliga». En vez de una retribución directa y focalizada, la acción recíproca generalizada se vincula a una retribución indirecta y difusa. Probablemente otras personas emularán el comportamiento del dador y beneficiarán a su vez a otros, con lo que el estatus social del dador original se validará ante una colectividad. «El aspecto material de la transacción está reprimido por el social» (Sahlins, 1983, p. 212).

 La reciprocidad equilibrada (balanced reciprocity) es el intercambio de dones. La retribución sigue a la donación de forma más o menos inmediata y ritualizada. Se trata de los intercambios amistosos que acompañan a las ceremonias, especialmente a los tratados de paz y los matrimonios. Lo que la etnografía llama «comercio primitivo» cabe en esta categoría. Una relación de reciprocidad equilibrada no tolera que los bienes fluyan en un solo sentido, como lo hace la reciprocidad generalizada.

 La reciprocidad negativa está dirigida a la apropiación de lo que otros poseen al menor costo posible. «Una de las formas más sociales, la que más se acerca al equilibrio, es el regateo llevado a cabo con el espíritu de llegar hasta donde se pueda. Desde aquí, la reciprocidad negativa pasa por todos los matices que van desde la astucia, la ingeniosidad, las artimañas y la violencia, hasta el refinamiento de una bien llevada carrera de caballos» (Sahlins, 1983, p. 214).

La diferencia entre los tres tipos de reciprocidad encontrados por Sahlins es que la reciprocidad generalizada es la que más aporta a la creación y desarrollo de relaciones personales y sociales, mientras que, en el otro extremo de la gama, la reciprocidad negativa literalmente explota esas relaciones para obtener ventajas materiales. En la reciprocidad equilibrada, se tiene cuidado de atender tanto el interés social como el interés particular, sin sacrificar ninguno al otro. Las tres formas de reciprocidad son combinaciones diversas de dos principios contrarios, por un lado, el dar y recibir, donde las equivalencias de valor son irrelevantes y lo principal es la creación de relaciones sociales plenamente justificadas y, por otro, el perder y ganar, donde lo principal es obtener el mayor valor equivalente posible y esta magnitud concebida en términos generales es la única justificación. C. A. Gregory ha mostrado que las formas de reciprocidad de Sahlins son una aplicación del análisis aristotélico de las relaciones entre los contrarios y los contradictorios (tabla 1):


Dar es estrictamente contradictorio con ganar porque ambas cosas no pueden ser verdaderas ni falsas a la vez: si es verdad que uno da, es falso que gana, y si es cierto que gana, entonces es falso que da. La misma relación hay entre recibir y perder: el que recibe jamás está perdiendo, y el que pierde no está recibiendo de ningún modo. Esto es así porque el par dar-recibir contiene la condición suficiente para el par perder-ganar, y no a la inversa. El que da también pierde, pero no se puede decir que solo pierde; en cambio el que pierde, no por eso puede decirse que da. Asimismo, el que recibe está ganando; y el que solo gana, en cambio, no puede decirse que recibe, eso sería mucho decir. Dar y recibir no son contradictorios, sino simplemente contrarios, como el verano y el invierno; no pueden ser verdad los dos al mismo tiempo y en el mismo sentido, pero nada se opone a que ninguno de los dos sea el caso. Está claro que quien recibe no da, y quien da no recibe, pero es lógicamente posible que nadie dé ni reciba nada, y que, por ejemplo, todos se dediquen simplemente a competir para ver quién gana más y pierde menos.

No es difícil notar que las acciones de dar y recibir están cargadas de un significado que pretende ser suficiente para justificarlas y, al mismo tiempo, se refiere siempre, como su condición necesaria, a un aspecto menos significativo de los mismos intercambios: el perder y ganar. Lo peculiar de una condición suficiente es que no es nunca el único escenario posible y, sin embargo, una vez presente, basta como explicación. Si tenemos aquí un bello fuego para abrigarnos y cocinar es, entre otras cosas, porque hay leña; esta es una condición necesaria. Pero hay otras condiciones necesarias para que tengamos fuego, por ejemplo, que tengamos derecho a quemar esa leña. Ahora bien, si sucede que esta leña nos la han regalado, entonces tenemos tanto la leña como el derecho a quemarla, lo que es en la práctica suficiente para que tengamos fuego. Pero haber recibido la leña no es la única forma de reunir la condición suficiente, porque incluso el derecho a quemar la leña lo hemos podido ganar, por ejemplo, mediante un negocio, una apuesta, un combate o una treta. Sin embargo, la diferencia semántica entre el derecho adquirido por asentimiento libre y el derecho adquirido por efecto de los mecanismos de un sistema sigue ahí y siempre puede hacerse valer de nuevo. Es bastante dudoso que la guerra sea una forma de adquirir derechos. Lo mismo vale, mutatis mutandis, para los negocios. En todo caso, las acciones de dar y recibir están señaladas por un poder de justificación plena que contrasta con la justificación relativa o parcial de otras formas de transferir o adquirir. Con esta comprensión de las oposiciones entre las formas de relación, se puede elucidar con referencia a la experiencia social la diferencia semántica entre las expresiones normativas no relativas, o morales, y las expresiones normativas relativas, o instrumentales.

En este punto discrepan los especialistas. Unos toman el camino de profundizar en la esencia de la justificación plena que acompaña a la acción de dar y recibir, lo que los lleva a intentar eliminar la relatividad restante en esta relación, que es dar para recibir y, al recibir, sentirse obligado a dar. Esta correlatividad de los contrarios demuestra que ellos permanecen referidos al mismo contexto en que el perder y el ganar tienen sus justificaciones relativas. Si se avanza por este camino, se deja de lado la dialéctica que hay entre los contrarios dar y recibir y sus contradictorios ganar y perder. Con ello no se consigue más que un empobrecimiento del punto de vista de la razón práctica en favor de una autodestructiva persistencia en la vocación del conocimiento metafísico. La profundización en la potencialidad de autojustificación incondicional de un puro dar ajeno a todo intercambio ha sido llevada a cabo por Jacques Derrida. Nosotros nos acercamos a este mismo contexto con un interés muy distinto, que es desplegar las consecuencias prácticas y críticas del contenido normativo de las relaciones de reciprocidad, para lo que nos interesa vivamente comprender la relación que la reciprocidad tiene con los sistemas sociales limitados al ganar o perder.

Gouldner ha hecho un aporte importante a la aclaración del nexo entre reciprocidad y justificación al exponer que la norma de la reciprocidad demanda el constante examen de las propias normas de acción para ver si corresponden a relaciones suficientemente justificadas con los demás. Con las palabras del análisis presentado más arriba, para que yo me sienta agradecido o para que sienta que otros me deben algo, nuestras relaciones tienen que configurarse no solo a partir de acciones no solo dirigidas a ganar o perder, sino también a dar y recibir. No se trata de tener o no tener la razón, de estar o no en lo cierto, que son los equivalentes cognitivos de ganar y perder; se trata de dar y pedir razones, es decir, de ser razonable. La razón de la reciprocidad reside en que la determinación suficiente de la acción es ganada a partir del contenido normativo de las interacciones particulares actuales y reales, en vez de alzarse como una construcción sobre la base firme, no relacional, de unos valores éticos fijos. «Lo decisivo al actuar según la norma de la reciprocidad es que ello no depende de preceptos concretos, estandarizados culturalmente, sino de los papeles de potencial acreedor o deudor que se atribuye a los actores» (Gouldner, 2005, p. 119). Las acciones benéficas y recíprocas están eclipsadas desde hace mucho por el «absolutismo moral». Normas codificadas estabilizan sistémicamente las interacciones humanas y hacen prescindible la pregunta por la razón de cada acción concreta. La fijación de equivalencias en prescripciones éticas desacredita a la reflexión sobre las figuras normativas que se configuran en los intercambios concretos y bloquean el intercambio de razones. Tan pronto la conciencia moral se sale de la corriente de los intercambios y las razones no se buscan más en las relaciones dadas, sino en cualquier otra parte —intuitiva, cognitiva, contemplativa, visionariamente— la acción se descarga de responsabilidad y se entrega al entusiasmo.

Los sistemas sociales no conocen nada más devastador que el desbocado representante de una moral absoluta. A él no le preocupa el bien que le han hecho otros alguna vez, ni el pasado en común ni los daños o ayudas que puedan resultar ahora de sus acciones. […] Es evidente que el «derecho» del absolutismo moral tiene que ser moderado con reciprocidad y beneficencia para que los sistemas sociales no se rompan (Gouldner, 2005, p. 122).

Referencias

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Adorno, Theodor W. (1969). Minima moralia. Frankfurt: Suhrkamp.

Derrida, Jacques (1991). Donner le temps. 1. La fausse monnaie. París: Galilée.

Forst, Rainer (2007). Das Recht auf Rechtfertigung. Frankfurt: Suhrkamp.

Gosepath, Stefan (2004). Gleiche Gerechtigkeit. Frankfurt: Suhrkamp.

Gouldner, Alvin (1960). The Norm of Reciprocity: A Preliminary Statement. American Sociological Review, 25(2), 161-178.

Gouldner, Alvin (2005). Etwas gegen nichts. Reziprozität und Asymmetrie. En Frank Adloff y Steffen Mau (eds.), Vom Geben und Nehmen: Zur Soziologie der Reziprozität (pp. 109-123). Frankfurt: Campus.

Gregory, C. A. (1994). Exchange and Reciprocity. En Tim Ingold (ed.), Companion Encyclopedia of Anthropology (pp. 911-939). Londres: Routledge.

Hugo, Víctor (1951). Les misérables. París: Gallimard.

Hugo, Víctor (2013). Los miserables. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Madrid: Alianza.

Jaeggi, Rahel (2014). Kritik von Lebensformen. Frankfurt: Suhrkamp.

Mauss, Marcel (1923). Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques. L’Année Sociologique (1896), 30-186.

Mauss, Marcel (2009). Ensayo sobre el don: forma y función del intercambio en las sociedades arcaicas. Traducción de Julia Bucci. Buenos Aires: Katz.

Nagel, Thomas (2006). Igualdad y parcialidad: bases éticas de la teoría política. Barcelona: Paidós.

Sahlins, Marshall (1983). Economía de la edad de piedra. Madrid: Akal.

Scanlon, T. M. (1998). What We Owe to Each Other. Cambridge: Harvard University Press.

Tilly, Charles (2007). Democracy. Cambridge: Cambridge University Press.

Filosofía y cambio social. Contribuciones para una teoría crítica de la sociedad y la política

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