Читать книгу El jeque rebelde - Heidi Rice - Страница 7

Capítulo 3

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TÚ NO ERES mi hijo, no eres el hijo de nadie. Solo eres un parásito, una rata, nacido por error».

El recuerdo hizo que Raif se sacudiese. Volvió a ver el rostro de su padre, la cruel curva de sus labios, el desprecio de sus ojos negros, la frialdad de las únicas palabras que le había dirigido en toda su vida.

«Te he alimentado y te he vestido durante diez años. Ya eres un hombre, ya no eres mi responsabilidad. Vete».

–No… –gritó desesperado.

La bofetada de su padre le resonó como el disparo de un fusil, aunque en esa ocasión no le dolió en la mejilla, sino en el brazo. Cambió de postura, intentando escapar de las crueles palabras, de los amargos recuerdos.

–Shhh… Está teniendo una pesadilla, príncipe Raif. Todo va bien, de verdad, es solo una herida superficial.

Él se quedó dormido mientras alguien le susurraba en inglés.

–No soy un príncipe, soy una rata –respondió en el mismo idioma.

La noche olía a jazmín, a especias y a sudor femenino. Él intentó concentrarse en la sensación de placer, permitió que fluyese por su cuerpo, que aliviase el dolor que siempre le provocaba en el corazón aquella pesadilla.

«No eres una rata. Eres un príncipe… Y un hombre, no un niño al que no quieren».

Intentó enterrar sus propios pensamientos, consciente, a pesar del agotamiento, de que no debía admitir su debilidad delante de nadie.

Unos dedos suaves le tocaron la barbilla. Entonces, algo frío se apretó contra sus labios.

La mujer volvió a hablar, pero él no pudo oír lo que le decía porque tenía un zumbido en los oídos.

El sabor a agua fresca invadió todos sus sentidos. Abrió la boca y el líquido alivió su garganta seca.

–Despacio o te atragantarás –le advirtió la voz con menos suavidad, con firmeza y seriedad, lo que le gustó todavía más.

Entonces, dejó de darle agua.

Él abrió los ojos con dificultad porque los párpados le pesaban como si tuviese dos piedras pegados a ellos.

Y el placer fue a parar a su ingle.

–¿Quién eres? –le preguntó en kholadí.

La visión era exquisita, parecía un ángel, con las mejillas sonrosadas, el pelo oscuro y unos enormes ojos del color del ámbar.

«Te deseo».

¿Lo había dicho en voz alta?

–No puedo entenderle, príncipe Raif. No hablo kholadí –él no entendió que la mujer mezclase su título de Narabia con su nombre tribal.

–Eres bella –susurró en inglés.

Deseó tocar su piel y ver si era tan suave como parecía, deseó agarrarla de la barbilla y hacer que sus labios tocasen los de él, pasar la lengua por el arco de Cupido de su labio superior, pero levantó la mano y sintió un dolor punzante en el brazo.

–Túmbese y duerma, todavía no es de día, príncipe Raif.

«¿Príncipe Raif? ¿Quién es ese? Yo no soy príncipe de Kholadi, soy su jefe».

Apretó los dientes al notar los dedos fríos de la mujer en el pecho, un oasis en medio de la cálida noche.

–No eres un ángel… –dijo, intentando mantener la consciencia, queriendo aferrarse a ella para que la pesadilla no volviera–. Sino una hechicera.

Entonces la maravillosa visión desapareció bajo el peso de sus párpados y se quedó dormido.

Kasia miró al hombre junto al que llevaba varias horas tumbada. «Me ha dicho que soy bella», pensó.

Tomó el paño que había dentro de un cuenco de agua caliente junto a la cama, lo escurrió y se lo puso en el pecho. Rozó el contorno de sus músculos al hacerlo y volvió a sentir la ya familiar punzada de deseo mientras le pasaba el paño por la piel hasta llegar al hombro.

La serpiente roja y negra que tenía tatuada en la clavícula y que le cubría el hombro brilló bajo la luz de las lámparas de queroseno que Kasia había encendido.

Parpadeó y se obligó a mantenerse erguida y centrada. El príncipe tenía las mejillas encendidas, pero no tenía fiebre, afortunadamente. Sin duda, lo que lo había despertado había sido una pesadilla.

Pero después se había vuelto a dormir y su respiración se había hecho más profunda.

En esa ocasión, había conseguido beber más agua.

Kasia volvió a mojar el paño y continuó pasándoselo por el ancho pecho, estudiando con la mirada las cicatrices que la habían sobrecogido cuando le había quitado la túnica manchada de sangre la noche anterior.

¿Cómo era posible que hubiese podido soportar tanto dolor? ¿Cómo había sobrevivido?

Kasia sintió calor mientras limpiaba con el paño mojado una cicatriz que recorría la línea de vello que bajaba por su vientre y desaparecía por debajo de los pantalones.

Se fijó en el prominente bulto que se marcaba bajo la tela negra de la única prenda que no se había atrevido a quitarle.

Empapados en sudor, los pantalones no dejaban mucho a la imaginación, pegándose a los largos músculos de sus piernas y a aquel bulto en el que Kasia había posado varias veces la mirada durante las últimas horas.

Visión que la aliviaba y perturbaba en igual medida. No podía estar demasiado malherido con aquella impresionante erección, pero ¿qué clase de hombre se excitaba después de que le hubiesen disparado, por superficial que fuese la herida?

«Aparta la mirada de la erección. Tal vez sea normal en un hombre agotado. ¿Cómo lo vas a saber? No te has acostado nunca con un hombre, ni tampoco habías disparado antes».

Se ruborizó mientras volvía a mojar el paño y se concentraba en limpiar otro surco de sudor de su piel y en no bajar la vista más allá de su cintura.

Se obligó a mirar la parte superior de su torso. El vendaje que le había puesto unas horas antes estaba seco.

Dio gracias de que la bala solo le hubiese rozado la parte superior del brazo. Sus habilidades como enfermera no eran suficientes para realizar una operación de emergencia en una tienda. Además, había perdido su teléfono cuando él le había rescatado y no había encontrado nada parecido a un equipo de comunicación en aquella tienda.

Aunque llamar tienda a aquel lugar no le hiciese justicia porque era bastante lujoso, más que adecuado para un príncipe del desierto.

Ricas sedas cubrían paredes de la habitación en la que estaba la cama más grande y también había un impresionante equipo de caza, arcones llenos de productos enlatados y secos, ropa e incluso una nevera conectada a unas baterías con carne y otros productos perecederos. Por suerte, también había encontrado medicamentos, que había utilizado para limpiar y vendar la herida. Incluso había encontrado una cabra en la parte trasera del campamento, donde había un corral y un refugio para el caballo y un pequeño poni.

¿Cuánto tiempo llevaría el príncipe Raif, o Kasim, como había oído que lo llamaban en palacio, viviendo allí? ¿Y por qué vivía solo? ¿O sería aquel un lugar en el que refugiarse cuando alguien de la tribu se quedaba atrapado y solo en el desierto?

«Deja de hacerte preguntas a las que no puedes responder».

Metió el paño en el cuenco con agua y se sentó. El cansancio hizo que, de repente, se sintiese aturdida.

Examinó a su paciente, le tocó la frente. Suspiró. No parecía tener fiebre.

Tras varias horas junto a aquel hombre, siendo testigo de sus pesadillas, no tenía ningún deseo de hacerle más daño del que ya le había hecho.

Se había sentido culpable al principio, pero tras varias horas allí, la vigilia había tenido en ella un efecto extrañamente catártico.

El príncipe Raif la fascinaba, ya lo había hecho en la distancia, pero en esos momentos la fascinaba todavía más, vendado y casi desnudo, con las mejillas encendidas, agotado y con aquellas cicatrices y el tatuaje como prueba de su mortalidad. Cada vez la atraía más.

Un chasquido en la fogata que había fuera de la tienda la sobresaltó. Kasia sacudió la cabeza e intentó salir del estado de aturdimiento en el que estaba entrando.

Él la había llamado hechicera y, a pesar de que tenía motivos para pensarlo, después de que le hubiese disparado, también la había mirado con deseo. Un deseo que a ella la había inquietado y excitado.

La intimidad que se había creado entre ambos durante ese tiempo era solo una ilusión.

El príncipe Raif era famoso, o más bien infame, por seducir a cualquier mujer que le gustase para después dejarla.

El fuego volvió a crepitar y sacó a Kasia de sus pensamientos.

«Te estás precipitando, Kaz».

Era más sensato pensar en cómo le iba a explicar por qué le había disparado cuando se despertase, que en cómo resistirse a sus intentos de seducción.

Se obligó a apartar la mirada de su cautivador cuerpo y a clavarla en el desierto. Estaba empezando a amanecer.

El desierto era otro mundo, salvaje, bello y sofisticado a su manera, pero era un mundo del que ella nunca había formado parte. Siempre había vivido encerrada en el palacio del jeque y, después, en Cambridge.

No había conocido nunca a un hombre como el príncipe Raif.

Se obligó a ponerse en pie, salió a tropezones de la tienda y absorbió la gloriosa belleza de otro amanecer en el desierto. Entonces, fue hasta el corral, dio de beber al caballo y tomó algo de leña. Alimentó el fuego porque sabía que la temperatura no subiría hasta que el sol no estuviese mucho más alto en el cielo.

Al volver a la tienda, clavó la vista en el pecho del príncipe, que subía y bajaba a un ritmo regular. Las pesadillas ya no lo atormentaban.

Se sintió aliviada. Iba a ponerse bien. No le había hecho tanto daño.

Parecía tranquilo en esos momentos, todo lo tranquilo que podía parecer un hombre tan grande y fuerte.

Kasia se tumbó hecha un ovillo a su lado y se echó una manta sobre la camiseta y los pantalones cortos con los que llevaba ya casi veinticuatro horas al notar que el frío de la noche le había ido calando hasta los huesos.

Necesitaba dormir. Y por frívola o romántica que pudiese parecer la idea, quería quedarse a su lado, solo por si tenía otra de aquellas terribles pesadillas.

Apoyó una mano en su corazón. Asimiló su ritmo constante y la punzada de deseo. Tal vez no quisiese quedarse a su lado solo por él, pero ¿qué daño le podía hacer?

Jamás tendría otra oportunidad de tocarlo así y tal vez se lo mereciese, después de todas las horas que se había pasado encerrada, leyendo y estudiando.

–Que duerma bien, príncipe Raif –susurró.

Cerró los ojos, se quedó profundamente dormida, y tuvo varios sueños eróticos muy intensos, asombrosos y embriagadores, pero eso ya no la perturbó.

El jeque rebelde

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