Читать книгу Thespis (novelas cortas y cuentos) - H.J. Bunge - Страница 4

PRIMERA PARTE
MÁSCARAS TRÁGICAS
EL ÚLTIMO GRANDE DE ESPAÑA
III

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Pocos servidores tenía Pablo: un intendente general, un ayuda de cámara y un cocinero, tres viejos catarrosos, más gordos y reservados que canónigos, los cuales a su vez manejaban tres o cuatro galopines para los barridos y fregados. Mujeres, ni para muestra las había en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien consideraba que la mujer sólo debe servir a su familia o a su monasterio.

Embrutecidos por la monotonía del servicio y acostumbrados a ver en su amo un ente perfecto, incapaz de humanos yerros, ni pizca se asombraron los tres antiguos criados del brusco cambio sobrevenido en la casa durante la última noche. Los nuevos huéspedes eran casi tan tranquilos como sombras; diríase que apenas tocaban el suelo. Y se imponían: don Fernando y doña Brianda por su prestancia, fray Anselmo por su austeridad, doña Inés por su belleza y Guy por su donaire.

Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo bendeciría la boda. El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!

Y no podía concebirse gente más cómoda y discreta. El único que fastidiaba un poco, a veces bastante, era el franchute. Tenía ocurrencias de demonio… De buenas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos trescientos años atrás, tenía el capricho de volver a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas… Bautista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se estilaban mujeres con semejantes formas… ¿Qué hizo entonces la extravagante visita? Gritó a Bautista que se quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la vida; desenvainó el estoque, ¡y lo acribilló a amagos y fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas! ¡Y todavía, porque «ce frippon de Batiste» no gritaba a cada momento «touché», lo corrió hasta la cocina, cruzándole la espalda a cintarazos!

También Manuel, el ayuda de cámara, tenía quejas no menos serias del vizconde extranjero. Solía éste darle unas «latas» formidables, en las cuales barajaba duelos, raptos, batallas, letanías, torneos y mil demonios. Y hasta recordaba unas señoritas con nombres estrafalarios… algo como de Montmorency y de Rohan… de quienes decía haberse enamoriscado en su juventud. Hablaba también de un tal «François» o Francisco, al que llamaba «rey de Francia»… ¡Ante ignorancia semejante, Manuel no había podido contenerse!

– Señor vizconde – le replicó, – en Francia ya no hay reyes. Hay una república gobernada por un presidente…

– ¡Una república!.. Esas son cosas de Venecia y locuras de la nobleza de Polonia… ¡República en Francia!.. ¿Negarás, «cochon du diable», que en Francia reina el muy grande y generoso rey «François I»? – Y sacando su espada como de costumbre cuando se enfadaba, lo que ocurría muchas veces en medio de sus bromas, agregó con ademán harto amenazador: – ¡Contesta, villano de España, si no quieres que manche mi acero en cortar tu lengua de perro!

Temblando de miedo ante furia semejante, el viejo servidor tuvo que tartamudear:

– Es cierto, señor vizconde, es cierto… En Francia hay un rey…

– Hay un grande y magnánimo rey, «François I».

– Hay… un grande… y magnánimo… rey… «François I»…

– ¡A quien Dios guarde muchos años!

– A quien Dios guarde muchos años…

La infantil docilidad del criado pareció encantar a su verdugo, que le palmoteó la espalda con mano de plomo, exclamando:

– Eres un buen garzón, villano. Vete corriendo a buscar dos botellas del mejor vino de Borgoña que encuentres, y trae dos vasos. Quiero que tú también bebas por las glorias del rey de Francia.

Sin comprender claramente y todavía paralizado de terror, no se movió Manuel… Nuevamente impacientado el hidalgo gascón, le aplicó un leve puntapié en un sitio que por decoro nadie nombra, salvo los gascones, gritando:

– ¡Anda pronto a traer esas botellas, holgazán del infierno!

Ni tres minutos pasaron antes de que Manuel volviera con las botellas y dos copas. Guy tomó las copas riéndose a mandíbula batiente…

– ¿Y a esto llamas vasos para beber vino de Borgoña, maese Manuel?

– Sí… señor… si el señor no se enfada…

– ¿Y crees tú que un francés honesto puede beber sangre de Cristo en estos dedales de muñeca?

– Sí… no…

– Por la primera vez, cuando tu amo nos convidó, los he tolerado. ¡Pero ya no los toleraré más! ¡Por los clavos de Cristo, que no los toleraré más!.. ¡Llévaselos a fray Anselmo para cuando diga misa, o a mi buena amiga la abadesa del convento de Saint Etiene, madame de Montballon!

Pero, sin dar tiempo de que se llevaran los «dedales de muñeca» a fray Anselmo o a la abadesa madame Montballon, desnudó la espada, tomó las dos copas con ambas manos, e intentó con ellas unos ejercicios como juegos malabares, dándolas muy pronto contra el suelo, donde se hicieron añicos. Inmediatamente increpó a maese Manuel, que le miraba azorado:

– ¿Qué haces ahí, zopenco, que no destapas las botellas? Pareces el arcángel Gabriel que esculpió maese Nicolás para la capilla de la reina Margarita. ¿Soy acaso la Virgen para que me anuncies el nacimiento del niño Jesús?

En un abrir y cerrar los ojos, las botellas estuvieron abiertas. Guy envainó la espada, tomó una, la alzó, la miró, tendió el brazo, y dijo:

– ¡Por las glorias del rey de Francia!

Mas viendo que no se movía Manuel, lo increpó de nuevo:

– ¡Toma pues la otra botella, animal, y no me mires así! Te he dicho que no soy la Virgen María.

Empuñó Manuel tembloroso la otra botella y la acercó a los labios…

– Repite antes, ¡por San Clemente de Alejandría! que bebes por las glorias del rey de Francia, si no quieres que te rompa la cabeza de un botellazo.

Manuel repitió:

– Por la gloria del rey de Francia…

Y el vizconde y el ayuda de cámara empinaron cada cual su botella. Poco acostumbrado a este deporte, a Manuel le faltó pronto el aliento, interrumpiose y erutó rociando el rostro del gascón con un gran buche de vino.

– Esto trae suerte – dijo Guy, riéndose. – Sigue, muchacho…

Había terminado su botella el vizconde y el ayuda de cámara, que no podía ver el vino y jamás lo probaba, iba apenas por la mitad de la suya…

– ¡Si no bebes hasta la borra, insultas al rey de Francia, y yo, que soy su embajador, te castigaré como mereces! – exclamó el gascón, requiriendo otra vez su espada…

Más muerto que vivo, y todavía más borracho que muerto, Manuel se bebió «hasta la borra», dejando luego caer al suelo estrepitosamente la botella…

– ¡Bravo, bravísimo! – aplaudió Guy.

Surgiendo en la puerta, don Fernando observó severamente a su alegre consuegro:

– ¡Pero vizconde! Os olvidáis de vuestro rango…

– ¡Un francés no se olvida nunca de su rango ni en los torneos ni en las batallas!

– Sois un embajador y parecéis un juglar…

– ¡Y vos sois un grande de España y parecéis un fraile mendicante!

– Me insultáis…

– Decid más bien, ¡nos insultamos!

Hízose una pausa, que interrumpió el anciano duque:

– Guardemos compostura, vizconde. Recordad que tenemos una alta obra que cumplir. Dejad para otro momento vuestros arrebatos y vuestras bromas.

– ¡Para otro momento, querido consuegro? ¿Para cuándo? ¿Para cuándo tenga que estarme otra vez años y siglos, ahí, rígido en el cuadro, aunque me pique la nariz o se me duerma una pierna?

Y cambiando en seguida de tono, sacó Guy de un bolsillo de terciopelo verde una grande y pesada moneda de oro, y se la tiró a Manuel, diciéndole:

– Anda, buen hombre. Ahí tienes para poner gallina en tu puchero todos los domingos durante un año. No la vayas a jugar como un bellaco.

– Mejor que estar departiendo con los criados, vamos al salón, vizconde – interrumpió don Fernando. – Hay allí un complicado y curioso instrumento moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho traer, para tocarnos en él no sé qué danzas, también muy modernas… pavanas y gavotas. El instrumento es llamado «clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada.

– ¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el clavicuerno?..

– ¡Cla-vi-cor-dio!

– ¿Y no está colgado en esa sala algún retrato de nuestro amado pariente el conde de Targes?

Don Fernando se alzó de hombros y salió, seguido del vizconde, en dirección a la sala del clavicordio. Manuel volvió a la cocina, bamboleándose y creyendo haber soñado; pero la arcaica moneda atestiguaba la realidad del supuesto sueño… ¡y más que la moneda, su borrachera!

– Se han querido reír de tí – le observó Bautista.

Al día siguiente también se quisieron reír de Bautista. Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáticas palabras:

– Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó, con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica maese Sabino, el barbero del rey.

Parece que una caja de betún ordinario sustituyó bastante pasablemente la antigua industria de maese Sabino…

Todas estas cosas raras se comentaban, aunque parsimoniosamente, en la antecocina. La ausencia de las figuras en los cuadros del gabinete de trabajo del amo había pasado hasta entonces inadvertida. ¿Acaso los sirvientes se ocupan de obras de arte cuando no se les manda limpiarlas? Contentábanse, pues, con decir que esos nobles de provincia eran incansables bromistas… ¡y nada más!

Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente de una secreta compañía de titiriteros, que el joven duque albergaba en su palacio. Otros suponían una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer, a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno. Creíase también en un tropel de locos y de idiotas que, por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la presencia de una beldad desconocida, que mantenía a Pablo cautivo de sus hechizos… Alguien pensó en hacer intervenir la policía… Pero los antecedentes y la conducta del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado y silencioso, hasta para los más allegados parientes.

Thespis (novelas cortas y cuentos)

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