Читать книгу Lo que todo gato quiere - Ingrid V. Herrera - Страница 10

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Capítulo 4

Bola de pelos



El suéter rosa estaba hecho una bola empapada sobre la banqueta. El agua había oscurecido la tela y la había cambiado de un rosa palo a un rosa intenso. Ginger se acercó a él y cayó de rodillas; no le importaba la lluvia.

Levantó el extremo de una manga y encontró a un precioso gato negro, hecho un ovillo sobre sus cuatro patas, con el pelaje apelmazado por el agua. Debajo de él estaba la ropa de su padre.

—Se… Sebastian —susurró con la voz a medio quebrar.

Él la miró con esos enormes ojos azules y las pupilas tan dilatadas que se veía adorable e indefenso.

—Miaaaaauuuu.

—Lo siento tanto —se disculpó.

Sebastian se levantó y apoyó sus patas delanteras en las rodillas de Ginger. Las almohadillas de sus patitas estaban muy frías. Ella lo levantó y lo cargó sobre su hombro, después, lo cubrió con el suéter. Sabía que más mojado no podía estar.

Al llegar a las escalinatas, la puerta ya estaba abierta. Honey los esperaba echado sobre su estómago, movía su cola a pesar de estar empapado.

En cuanto vio a Sebastian, gruñó y este a su vez siseó.

—¡Tranquilos los dos! —reprendió Ginger.

Cerró la puerta con el talón y subió a su habitación dejando un rastro de pisadas de agua. En cuanto lo bajó al suelo, Sebastian se sacudió desde la cabeza hasta la cola. Luego se apuró a acicalarse.

Si antes Ginger dudaba de algo, ahora sabía que todo era cierto. ¡No podía creer que lo aceptaba!

Miró las patas de Sebastian y soltó un suspiro de nostalgia. Esas patas hacía unos minutos eran manos y dedos que ella misma había sostenido. No podía soportar que algo así fuera verdad.

Pronto, ella estornudó y supo que era hora de cambiarse. Sacó ropa seca del ropero, encendió la calefacción, encerró a Sebastian en su cuarto y ella se metió a bañar.

Cuando salió y estuvo de nuevo frente a la puerta de su habitación, el corazón le latía con rapidez y fuerza.

Imaginó el perfil de Sebastian recargado contra su ventana; pero al abrirla solo encontró a una bola de pelos que veía por el ventanal. Soltó un suspiro, se acercó y se sentó junto a él mientras se abrazaba las rodillas.

Sebastian la ignoró hasta que ella le rascó tras las orejas y él comenzó a ronronear con fuerza. Ginger puso un dedo bajo su cuello, le gustaba sentir la vibración que emitía cuando ronroneaba.

Sebastian estaba encantado, ¿qué gato no lo estaría? Si había algo que ellos amaran más que a la leche, eso era que los acariciaran y, si había algo más divertido que una caricia, esas eran las bolas de estambre.

Y, en ese momento, la blusa de Ginger tenía un hilo suelto. Sebastian no se pudo resistir, sus pupilas se dilataron y su trasero se meneó para lanzarse y juguetear con el hilito. Sin poder controlarse, clavó las garras justo en la tela del pecho derecho de Ginger y se atoró cuando intentó zafarse.

—¡Eres un pervertido! —Le aporreó la pata. Ginger tuvo que intervenir. Jaló su blusa de un lado y la pata de Sebastian hacia el otro.

Él corrió asustado y se ocultó debajo de la cama, asomó sus brillantes ojos a través del edredón que colgaba.

Ginger salió hecha una furia y azotó la puerta. Sebastian la escuchó revolver en el interior de algún cajón de la habitación contigua y luego oyó sus pasos de regreso.

Vio su cabello descender hasta la alfombra: estaban cara a cara.

—Ven, Sebastian. —Chasqueó los dedos—. Bichito, bichito.

Él, como siempre que pasaba cuando era un gato, no entendía casi nada de lo que decían; pero el sonido que Ginger hacía al decir «bichito, bichito» le pareció atractivo. Se acercó cauteloso. Temía que ella pudiera tenderle una trampa y quisiera hacerle una vasectomía con una navaja para depilar los vellos de las piernas.

Cuando tuvo medio cuerpo fuera de las profundidades abismales de la cama, Ginger lo tomó del pescuezo y lo sentó en su regazo con firmeza.

Y luego, Sebastian escuchó el sonido más horroroso del mundo.

Volteó y comprobó que el ruido venía del arma más horrorosa y mortal del mundo: la secadora para el cabello. Trató de zafarse, maulló, se revolvió, crispó el lomo, sacó las uñas; pero Ginger no lo soltó, lo tenía bien asido.

—Tranquilo, Sebastian —le susurró con una dulce voz casi inaudible a causa del alarido de la secadora—. Solo quiero que regreses.

—Maaauuu —bramó.

—Solo vuelve —pidió.

Una campanita tintineó en el cerebro de Sebastian y se quedó quieto al instante.

«Vuelve».

Esa palabra la entendía tan bien como a su nombre. Se quedó sentadito sobre las arañadas piernas de Ginger y se las arregló para lamerle los dedos que agarraban su cuello.

Ginger se rio por lo bajo.

—Tienes la lengua rasposa, me haces cosquillas.

Solo faltaba una parte de su lomo por secar, el resto ya estaba suave y esponjado que Sebastian parecía un gato gordo.

Apuntó la boquilla de la secadora al área que faltaba y… las cosas sucedieron en cuestión de milésimas de segundo.

Sebastian comenzó a hacerse más y más pesado. Donde había abundante pelo, ahora había una fina capa de vellos oscuros. Donde antes había dos pares de tiernas y cortas patitas, ahora había dos largos y musculosos brazos, y dos poderosas piernas. El flexible cuerpo del gato se convirtió en el duro y escultural torso de un hombre.

Ginger lo miró a los ojos, sin rastro de aliento. Por un instante, creyó seguir viendo al gato Sebastian; sin embargo, cuando bajó la vista, ella vio su nariz en punta y luego la perfecta forma de sus rellenos labios: enseguida supo que estaba mirando a Sebastian.

Sebastian y punto.

Sus ojos se volvieron a encontrar con los de ella, apenas los separaban cinco dolorosos centímetros. Las transformaciones siempre lo dejaban agitado y ahora estaba jadeando, calentaba con su aliento la carne de los labios de Ginger.

Se volvió loca.

La volvió loca.

Sebastian, que apenas se adaptaba de nuevo a la forma humana, estaba mareado y la cercanía de Ginger no lo ayudaba a poner los pies sobre la tierra. Se daba cuenta de que estaba desnudo y encima de ella cosa que, en parte, lo excitaba sin poder evitarlo y, por otro lado, lo preocupaba porque Ginger era… bueno, Ginger era inocente hasta decir basta. Tenía tatuada en la frente la frase «inocente y directo a ser monja».

Sabía que debía decir algo, lo que fuera. Si no lo hacía, no podría contener las ganas de besarla que estaba sintiendo; no quería tocarla todavía, no le podía hacer eso.

«Maldición».

—Ginger —dijo en un susurro ronco.

—¿Qué?

Él vaciló un momento:

—Bueno, es que… —la miró a los labios—, no es algo que tenga que decir porque es evidente, claro, pero… —Ay, ¿por qué era tan difícil decirlo?—. Pero, como podrás notar, estoy desnudo y encima de ti. No quiero sonar lascivo, sin embargo, si no te apartas creo que yo…

Ginger parpadeó y miró hacia abajo…

Una parte de ella se escandalizó y otra se fascinó con la perfección que encontró en el cuerpo de Sebastian. Se debatió entre tocar o no, los músculos de sus hombros y de sus brazos.

Tal vez fuera solo imaginación de ella, pero la piel de Sebastian quemaba como si tuviera una plancha caliente encima. Le transmitió tanto calor que sintió que le sudaba todo el cuerpo, incluso en zonas donde sabía, o creía, que no podía sudar.

—No puedo —dijo ella sin aliento.

A Sebastian le sorprendió que ella no se apartara ni un solo centímetro. Cerró los ojos y los apretó para capturar el control y para aferrarse a la cordura; él no quería apartarse y le costaba toda su fuerza de voluntad permanecer cuerdo.

—Diablos, Ginger, ¿por qué no? —dijo con la mandíbula apretada y ella notó un músculo que se movía en su mentón.

—Porque me aplastas.

Ah, sí, he ahí el dilema.

Sebastian abrió los ojos y descubrió que la distancia entre sus labios era todavía menor.

Bueno, perdió; pero al menos lo intentó…

Conforme iba inclinando más la cabeza, acababa con la cruel distancia que los separaba. Notó que el pecho de Ginger subía y bajaba sin control alguno, muy rápido y cada vez de manera más agitada.

Ella estaba siendo atacada por los nervios, no obstante, también estaba expectante.

Un beso.

¡Uno de verdad!

¡La iba a besar! ¡La iba a besar! ¡De verdad, él la iba a besar!

¿Qué debía hacer? ¿Dónde se ponían las manos? Maldición, le estorbaban tanto; pensó que todo sería más fácil si no tuviera manos…

¡Al diablo con su cerebro!

Justo en el momento en el que ella entreabrió los labios de forma instintiva para recibir el beso, se escuchó el rechinido que hacían las bisagras de la puerta principal al abrirse y el chasquido del picaporte al cerrarse.

Sebastian levantó la cabeza y giró hacia la puerta de la habitación de Ginger. Ella echó su cuello hacia atrás para también mirar.

¡Santo Dios!

Kaminsky.

—Uff, menos mal que me llevé la sombrilla… Ah, hola, Honey, ¿por qué estás mojado? ¿Saliste a dar un paseo con Ginger? —La agradable voz de Kamy flotó desde la planta baja.

Un ladrido.

Los pasos de la señora Kaminsky resonaron pesados por el recibidor y, luego, por las escaleras.

—Ay, Dios, ¡me va a matar! Es mi fin. ¿¡Qué va a pensar si me ve así contigo!?

Ginger sacó fuerza del miedo que la tenía agarrada y empujó a Sebastian que ya se estaba por levantar. Se puso de pie con un salto y empezó a correr como loca alrededor de la habitación, presa del pánico.

—Dónde te escondo, dónde te escondo…

En ese momento deseaba tanto que fuera un gato para poder meterlo en un cajón o para arrojarlo por la ventana, así sin más.

Y entonces, ella volteó y vio la luz.

Su ropero.

Jaló a Sebastian, que se veía de lo más tranquilo, del brazo y abrió la puerta corrediza de un tirón. Lo empujó dentro sin muchas contemplaciones.

—¡Auch! Oye, ¿qué tienes aquí? Me acabo de enterrar algo en el…

—Ginger, ¿estás aquí? —preguntó la señora Kaminsky desde el otro lado de la puerta.

—Ah, sí —contestó mientras reprimía los jadeos.

—¿Podrías bajar a ayudarme con la cena?

—Claro.

Cuando Kamy se alejó, Ginger todavía estaba agitada. Ella abrió la puerta del ropero y, tapándose los ojos con el antebrazo, le aventó a Sebastian una afelpada bata rosa de My Little Pony.

—Lo siento, tengo que bajar. Ponte esto que yo te traeré la cena.

Sebastian, sentado y abrazado a sus rodillas, sonrió a pesar de que Ginger no podía verlo. Él alargó el brazo para tomar la bata desde el reducido rincón entre los vestidos y los jeans.

—Leche, por favor —pidió.

—De acuerdo.

Y salió corriendo.

Él se llevó las manos a la cara para restregársela y volvió a sonreír, esta vez con ironía. No podía creer lo que estuvo a punto de hacer.

Y menos podía creer cuánto le molestaba no haberlo hecho.

Lo que todo gato quiere

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