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Introducción

Si bien existe una gran cantidad de textos que presentan la aparición de la Virgen María en México, hemos querido incluir este nuevo título dentro de la colección María en el mundo.

Es indudable el alcance que ha tenido esta manifestación en la evangelización de los pueblos originarios americanos y los frutos que de ello se han derivado. A esto se refirió Juan Pablo II al decir: “¿Cómo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en América […]? En efecto, la Santísima Virgen, «de manera especial, está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de América, que por María llegaron al encuentro con el Señor»” (Ecclesia in América, 11).

Por otro parte, este acontecimiento ocurrió en Latinoamérica, la zona geográfica en donde se ubica la República Argentina, país en el cual nació el Movimiento de la Palabra de Dios en la Pascua de 1974.

Como Obra de Dios Padre, desde nuestro carisma, buscamos encarnar la Palabra de Dios en todos los aspectos de la vida de un discípulo de Jesús. Por eso, el deseo de esta publicación también se fundamenta en lo que expresaron los obispos latinoamericanos en 1979: “En nuestros pueblos, el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes –en su aparición y advocación de Guadalupe– María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión. María fue también la voz que impulsó la unión entre los hombres y los pueblos. Como el de Guadalupe, los otros santuarios marianos del continente son signos del encuentro de la fe de la Iglesia con la historia latinoamericana” (Puebla, 281).

La historia de la Virgen de Guadalupe se entrelaza con la de los hombres en dos aspectos: por un lado, en relación con las implicancias que ha tenido el encuentro entre dos culturas, y por otro, en la elección por parte de Dios de los más humildes para llevar adelante sus planes. Respecto de esto último, nos referimos a un indio azteca que es tomado por María como mensajero celestial.

Juan Diego Cuauhtlatoatzin, el indígena que María eligió para llevar su mensaje, constituye un testimonio histórico de la intervención de la Madre de Dios en el caminar del pueblo de su Hijo Jesús.

Por designio divino, la Virgen María, Madre de la historia de la salvación de los hombres, se hace presente en los orígenes de la evangelización de América. Y lo hace con un sello propio: una manifestación sencilla que convoca a la población, un instrumento humano que le obedece y se hace su mensajero, y un templo (o lugar) elegido para que permanezca en el tiempo su presencia y en donde ella obrará como dispensadora de la gracia de su Hijo.

Juan Diego, que se había convertido al cristianismo por la predicación de los primeros misioneros en las tierras americanas, a partir de la experiencia vivida con la Virgen se hizo apóstol entre los suyos y contemplativo de María. En el año 2002 fue llevado a los altares por Juan Pablo II, quien en la homilía de canonización celebrada en la Basílica de Guadalupe expresó: “Con gran gozo he peregrinado para proclamar la santidad de Juan Diego Cuauhtlatoatzin (...). En particular es necesario apoyar hoy a los indígenas en sus legítimas aspiraciones, respetando y defendiendo los auténticos valores de cada grupo étnico”.

Sin duda, el mensaje de la “Guadalupana” se refiere a la unidad de los pueblos, a la aceptación de las diferencias y, en definitiva, a la convivencia en paz entre las naciones. El contacto entre culturas ha dado una identidad histórica y esencial al pueblo latinoamericano que se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de Guadalupe que se presenta al inicio de la Evangelización de América (Cf. DP, 445.446).

Afirma el teólogo Leandro Citarroni: “Vemos en la maternidad, proceder y deseo de Nuestra Madre de Guadalupe, en la obediencia de Juan Diego, y en lo que ambos provocan en los demás receptores de su visita, una posibilidad y modelo de diálogo, que en cualquier época y sitio puede existencialmente orientarnos a colaborar a la armonía general. El testimonio de su aparición nos ayuda, concretamente, a ser protagonistas de la edificación de un mundo mejor y más feliz, en el cual cada particularidad colectiva o individual se pueda disfrutar y poner al servicio, que cada uno se presente con lo que es y que, como Pueblo de Dios, podamos ofrecer y transmitir mejor a todos los pueblos el único Evangelio”.1

El suceso de la aparición mariana en México, que ocurrió entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, es una muestra más de la ternura de la Madre que sigue atentamente la obra evangelizadora que su Hijo le encomendó a la Iglesia. María nos acompaña en la misión hasta los confines de la tierra y de la historia. Al igual que Jesús, también podemos escuchar que ella nos promete: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Cf. Mt 28, 19-20). En definitiva, esa es la promesa que la Virgen le hizo a Juan Diego y que hoy renueva con cada uno de nosotros: “¿No estoy acaso yo aquí presente, yo que soy tu Madre? ¿No estás acaso bajo mi protección?”. Es ella, la Madre del Hijo de Dios y nuestra Madre, quien no abandona a sus hijos en la tierra.

1. Citarroni, Leandro, “Algunos significados originarios y enseñanzas actuales: hermenéutica de la historia de las apariciones de Nuestra Madre de Guadalupe”, en Revista Teología, Tomo XLVI, N° 100, Diciembre 2009, pp. 577-610.

Nuestra Señora de Guadalupe

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