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Antes de la Escritura: Paleolítico, Jomon y Yayoi (c. 500.000 a.p.-c. 300 d.C)

Los acontecimientos

Aunque parezca mentira, la fecha de la llegada a Japón de sus primeros habitantes no se conoce con exactitud. Hay quien defiende una ocupación muy temprana, y hay quien prefiere atenerse a fechas más recientes. Lo cierto es que no se sabe cuándo llegó el hombre a Japón, y mientras no se cuente con nuevos datos, parece que el tema seguirá suscitando controversia.

Las herramientas de piedra más antiguas, halladas en el yacimiento de Takamori, en la prefectura de Miyagi, tienen posiblemente unos 500.000 años, es decir, corresponden cronológicamente al Paleolítico Inferior, y presentan un marcado aire de familia con las excavadas en el famoso yacimiento chino de Choukoutien. Estos y otros materiales datados también en la primera etapa del Paleolítico, provenientes de lugares como Nakamine, han hecho pensar que en estos momentos Japón estaba habitado por un tipo humano equivalente al llamado ‘hombre de Pekín’ (Sinanthropus pekinensis).

Sin embargo, no hay restos óseos asociados a estos primeros elementos líticos; hay que esperar más de cuatrocientos mil años, hasta el Paleolítico Superior, para encontrar los primeros huesos humanos. Incluso en esa etapa, ya muy moderna dentro del marco general de la evolución humana, los fósiles son extremadamente escasos en Japón, y muchos están además mal conservados. Destacan en este sentido por su buena preservación los huesos del llamado ‘hombre de Minatogawa’, descubiertos en la isla de Okinawa.

A pesar de la escasez de restos humanos propiamente dichos, es evidente por el registro material que el archipiélago nipón estuvo habitado ininterrumpidamente y con toda seguridad al menos desde los inicios del ya mencionado Paleolítico Superior, que se extiende entre c. 35.000 y c. 12.500 antes del presente (las dataciones prehistóricas ‘antes del presente’ toman como referencia el año 1950 de nuestra era). Estos momentos se enmarcan de lleno en el último periodo glaciar hasta la fecha, la glaciación de Würm, durante la que se produjeron a nivel mundial considerables movimientos tanto de personas como de animales, que trataban de hallar zonas donde el frío no fuera extremo. Hay que tener en cuenta además que por entonces las islas de Japón todavía estaban unidas al continente en ciertos puntos o ‘corredores’, que proporcionaban rutas de entrada. Parece que una de estas rutas conectaba con la península coreana, otra con la costa de Siberia y una tercera con la actual isla de Sajalín. Todas ellas habrían sido empleadas para llegar al archipiélago. Es posible que en las últimas etapas de la migración también se recurriese a la navegación primitiva, y muchos estudiosos defienden un componente polinesio en los grupos humanos que fueron poblando Japón.

Los ulteriores aportes de población al primitivo ‘grupo original’ de época glaciar son discutidos, aunque muchos autores aceptan que se produjeron varias oleadas migratorias en fechas más recientes. La más importante habría tenido lugar a comienzos del periodo Yayoi. Pero sobre este punto volveremos después.

Durante mucho tiempo se identificó la primera población de época glaciar con los Ainu. El pueblo Ainu es racialmente diferente del tipo humano que habita el resto del país, y ha sido tradicionalmente caracterizado por contar con vello corporal, inusitado en Japón. Según las antiguas teorías, los Ainu habrían sido desplazados más adelante por las gentes que supuestamente introdujeron la agricultura desde el continente. Hoy día no se acepta ya esta hipótesis. Pero tampoco se ha propuesto una explicación satisfactoria sobre su origen y desarrollo histórico, de modo que la ‘cuestión Ainu’ sigue todavía envuelta en cierto grado de misterio, y los posteriores aportes poblacionales siguen sin quedar claros, aunque es muy probable que se produjeran, sobre todo en ciertas zonas.

Entra dentro de lo posible que la primitiva lengua japonesa se hubiera desarrollado a finales del Paleolítico Superior, aunque otras opiniones retrasarían su aparición cinco o seis mil años. A menudo suele decirse que el japonés es una ‘lengua isla’, sin parentesco con otros idiomas. Pero este no es en realidad el caso. La lengua japonesa está relacionada con las llamadas ‘lenguas altaicas’, como el coreano, el mongol o el turco, y como ellas evolucionó desde un idioma común anterior.

Un caso aparte es el del idioma Ainu, hablado hasta hace poco en el norte de Japón. Como sucede con el tipo humano, las teorías sobre el origen de la lengua Ainu son variadas y a veces contradictorias. Su largo aislamiento ha hecho que sea poco menos que inútil tratar de reconocer una conexión con otros idiomas. No es imposible tampoco que descienda de un antiquísimo tronco común con el japonés, con el que comparte ciertos rasgos, que, por otro lado, también podrían ser simples préstamos.

Volviendo ya al registro material que nos proporciona la arqueología, hay que decir que los especialistas distinguen diversas grandes etapas en el Paleolítico Superior japonés, según el tipo de herramienta lítica predominante en cada momento. Así entre c. 35.000 y 12.500 a. p. se sucedieron cuatro fases. La primera se caracteriza por las hachas de mano, los mazos conocidos como choppers y, en general, los instrumentos grandes, realizados a partir de un núcleo de piedra. Este tipo de herramientas se han hallado por ejemplo en yacimientos como Nakazanya, Heidaizaka o Nishinodai, y desde el punto de vista europeo podría decirse que tienen un aspecto ‘musteriense’.

La segunda etapa cuenta sobre todo con cuchillos, que, como otras herramientas que se desarrollarán en momentos posteriores, no están ya fabricados a partir de un núcleo de piedra retocado hasta conseguir la forma deseada, sino aprovechando las lascas de piedra que se obtienen al golpear los núcleos. El yacimiento más representativo de la fase de los cuchillos es probablemente el de Iwajuku, cerca de Tokyo.

La tercera fase se caracteriza por herramientas compuestas por pequeños elementos de piedra o microlitos. Resulta interesante constatar que ya parece haber una tendencia a la reducción del tamaño en momentos finales de la etapa precedente, en la que, sin embargo, empleaban útiles de aspecto completamente distinto. Por otra parte, el hecho de que los microlitos sean abundantes en estos momentos no significa que no haya también otras piezas, y, de hecho, algunas herramientas grandes desarrolladas en fases anteriores siguen en uso, como se constata por ejemplo en los yacimientos de Yasumiba o Shirataki-Hattoridai.

La cuarta y última etapa del Paleolítico Superior japonés se distingue por sus puntas de flecha y jabalina. Hay que destacar que las etapas líticas que se acaban de describir no son homogéneas en todo Japón, sino que presentan variaciones locales. A grandes rasgos, se puede distinguir una zona nordeste y otra sudoeste, con un área de influencias mezcladas en la parte central de la isla de Honshu.

Del mismo modo que la ocupación humana del archipiélago nipón sigue hoy sujeta a debate, también la aparición de la cerámica es un tema controvertido. Los hallazgos parecen indicar que su llegada al Japón siguió una doble vía. Por una parte, arribó desde Siberia a través del lago Baikal y de la región del río Amur. Pero también, a la vez se expandió por un segundo camino, que entraría en Japón por el sur del archipiélago. Sea como fuere, la cerámica marca el paso a la primera edad prehistórica de Japón que definimos con un nombre concreto: el periodo Jomon. La denominación está tomada, precisamente, de los primeros tipos cerámicos empleados en Japón, y significa ‘diseño cordado’, en alusión a la decoración de las piezas.

La transición entre la estricta Edad de Piedra y el periodo Jomon es confusa, y algunos autores defienden la existencia de un periodo Mesolítico entre c. 11000 y c. 7500 a.C., que para otros debería calificarse de Jomon ‘incipiente’. Sin entrar en esta cuestión, hay que decir que, a grandes rasgos, la época Jomon suele dividirse en Jomon Inicial (c. 5300-c. 3600 a.C.), Jomon Medio (c. 3600-c. 2500 a.C.) y Jomon Final (c. 2500-c. 1000 a.C.), etapas a las que hay que añadir un prefacio conocido como Jomon Temprano (c. 7500-c.-5300 a.C.) y un epílogo llamado Jomon Tardío (c. 1000-300 a.C.).

Al contrario de lo que suele ser habitual en Occidente, donde cerámica y agricultura van de la mano, Japón es uno de esos lugares del mundo en que ambos fenómenos se desarrollaron de manera temporalmente independiente. La sociedad Jomon no era agrícola, sino que se basaba en la caza, la pesca y la recolección, actividades que se llevaban a cabo con herramientas de piedra, más evolucionadas que las de época paleolítica, pero realizadas con el mismo material. La cerámica, sin embargo, era variada y compleja. No estaba elaborada a torno, pero sí muy decorada, y a veces alcanzaba grandes tamaños; algunos ‘vasos para cocinar’ Jomon resultan aún hoy realmente impresionantes.

Las primeras cerámicas Jomon siguen asociadas a conjuntos microlíticos similares a los que caracterizan la última etapa del Paleolítico Superior japonés. Algún tiempo después se desarrollarían herramientas de piedra más grandes, que se volverían desde entonces típicas del mundo Jomon. Esta etapa inicial del mundo Jomon coincide con el final de la glaciación y con el inicio de las condiciones climáticas y geográficas que, con relativamente pocas variaciones, han perdurado hasta nuestros días. La costa japonesa se fue poblando de asentamientos Jomon, con sus típicas casas ovales parcialmente excavadas en el terreno o tateana. En algunos lugares de topografía privilegiada y abundantes recursos naturales, como la bahía de Tokyo, las aldeas florecieron en gran número. Pero también se fundaron poblados en el interior montañoso, como por ejemplo en Fudodo o en Togariishi, donde hoy hay, precisamente, un museo dedicado al periodo Jomon.

La sociedad Jomon puede enmarcarse, en principio, dentro de los tipos más ‘sencillos’ de organización. Y, sin embargo, sus asentamientos, como el de Sannai Maruyama que se analizará más abajo, no son simples agrupaciones desordenadas de elementos. De hecho, aunque no presenten un esquema claro y repetido, sí parecen seguir un cierto plan en su construcción. Este dato es de enorme relevancia, pues nos indica que ya en la época Jomon existía en Japón un ordenamiento de la vida social. Se han identificado incluso estructuras que, por su tamaño y características, podrían ser de tipo comunal, tanto en el propio Sannai Maruyama como en otros poblados, como por ejemplo en el ya citado Fudodo o en Mizukami. La existencia de lo comunitario, por otra parte, no implica la ausencia de diferenciación social. Algunas tumbas Jomon presentan claros elementos distintivos, sobre todo las ‘grandes joyas’ de jade. Estos vistosos ornamentos desaparecerán progresivamente a lo largo del Jomon Final para dar paso al empleo de pequeñas cuentas de collar.

El mundo de las creencias Jomon está muy lejos de ser comprendido, pero abundan los indicios sobre la ritualidad que lo rodeaba. Destacan especialmente en este sentido las ‘zonas sacras’ del periodo Jomon Inicial de los yacimientos de Mawaki y de Higashi Kushiro. De Mawaki proviene una pieza muy especial. Se trata de un gran poste de madera de dos metros y medio de altura, con tres zonas labradas. En la parte central, la única que se ha conservado en un estado que permite apreciar la talla, puede verse un motivo central circular flanqueado por dos crecientes.

Pero lo más conocido de Mawaki son sin duda sus delfines. Se encontraron huesos de unos trescientos de estos cetáceos, todos depositados en el mismo lugar. Los cráneos de los animales se habían colocado de una manera particular; algunos estaban emparejados en paralelo o enfrentados, otros, dispuestos en forma de abanico con el morro mirando hacia adentro. En Higashi Kushiro, por su parte, salieron asimismo a la luz cráneos de delfines, que, en este caso, se habían colocado en círculo, con los morros hacia fuera, y se habían cubierto con pigmento rojo de óxido de hierro.

También muy interesantes son los datos de yacimientos como Togariishi, que ya se mencionó más arriba a propósito del poblamiento de las áreas interiores de las islas. En el lugar se hallaron gran número de figurillas de arcilla bajo los suelos de las casas.

Las figurillas de arcilla o dogu fueron habituales a lo largo de todo el periodo Jomon. En algunas ocasiones, sobre todo en momentos muy antiguos, son pequeñas y planas. Por ejemplo, las de Sannai Maruyama, el yacimiento que se analizará con detalle más abajo, están realizadas mediante placas de arcilla sobre las que se moldean los rasgos. Pero lo habitual es que sean tridimensionales, con volúmenes muy acentuados. Muchas de ellas son bastante grandes, aunque no llegan a alcanzar el tamaño de las grandes haniwa de época Kofun sobre las que se hablará más adelante.

Algunas dogu son claramente femeninas o masculinas; es famosa, por ejemplo, una figura de prominentes e inconfundibles volúmenes redondeados excavada en Tanabatake, en la prefectura de Nagano, que se suele calificar directamente de ‘Venus’. Estas dogu femeninas han sido puestas en relación con ritos de fertilidad. Muchas figurillas, sin embargo, resultan confusas en cuanto a su género. Además, mezclan con frecuencia rasgos humanos y animales de manera muy peculiar. Se piensa que, al menos en ciertos casos, se intenta representar el uso de máscaras. El estilo de las dogu enfatiza los ojos y la boca, a menudo abierta en un grito, y mezcla la incisión con la aplicación de elementos en relieve para crear complejos patrones decorativos. Existe un gran número de tipologías de dogu, que varían según el momento y el lugar; hay dogu con el cuerpo hueco, dogu vestidas, desnudas, en forma de aspa, dogu con cabeza triangular, o, como las llaman los japoneses ‘con forma de montaña’, y un largo etcétera.

La función y el significado de las dogu siguen sin estar claros del todo, y de hecho hay quien opina que denominar con la misma palabra, dogu, un término acuñado por los arqueólogos japoneses en 1882, a tantas figuras tan diversas es llevar a cabo una falsa homogeneización. Sea como fuere, se piensa que las figuras se colocaron alrededor del hogar y también suspendidas del techo de las casas, y consta que algunas se emplearon como lámparas. La mayoría han aparecido en un estado fragmentario intencionado, es decir, que, después de usarlas, las figurillas se rompieron a propósito y luego se enterraron. Lo normal es que aparezcan en la zona de vivienda, aunque en algún caso se han encontrado en tumbas. En momentos tardíos de transición al Yayoi hay ejemplos de dogu empleadas como contenedores funerarios de restos humanos, pero no parece que fuera esa su función primera. En resumen, se cree que las dogu representan fuerzas numinosas, espíritus protectores que habitaban junto a los vivos y velaban por los difuntos. Se piensa también que algunas de ellas pudieron acercarse al concepto de exvotos, y que se rompían buscando la curación de diversas enfermedades.


Vasija prehistórica del periodo Jomon Medio

No podemos concluir este breve pasaje sobre las figurillas dogu sin mencionar la famosa dogu de Kamegaoka. Se trata de una figura bastante grande, cubierta de motivos ornamentales y con unos característicos ojos protuberantes de pupilas reducidas a una incisión, Esta dogu, conocida y estudiada desde antiguo, ha dado pie a curiosas teorías. En el siglo XIX, al poco de su descubrimiento, un investigador japonés, que por aquel entonces se encontraba en Londres, quiso ver en los ojos ovalados y salientes de la figura una versión nipona prehistórica de un tipo de gafas para la nieve empleadas después por los habitantes de ciertas zonas de Siberia. El estudioso se había topado con gafas de este tipo en la colección de etnografía del Museo Británico, y lo cierto es que las piezas en cuestión guardan un sorprendente parecido con el modo de representar la zona ocular de la dogu de Kamegaoka. Sin embargo, la investigación moderna ha descartado su hipótesis.

Con el correr de los años los hallazgos de dogu se multiplicaron y la cultura Jomon fue cada vez más conocida, pero la dogu de Kamegaoka mantuvo por algún motivo una extraña capacidad de fascinación. En el siglo XX fue tomada como bandera por grupos que sostenían que en el pasado se habían producido encuentros extraterrestres, y que buscaban las huellas de los visitantes en estelas precolombinas o en pinturas rupestres. Todavía hoy no faltan quienes ven en esta dogu la representación de un ser vestido con traje espacial. Desde el punto de vista arqueológico se trata, sin duda, de una de las piezas Jomon más significativas entre las halladas hasta la fecha.

Volviendo al yacimiento de Togariishi, hay que señalar que, además de hallar gran número de dogu, en algunos edificios los excavadores identificaron además altares adosados a las paredes, sobre los que se colocaban rocas de aspecto fálico. Además, en el centro de la aldea se alzaba una enorme piedra, a la que conducía un camino pavimentado. Debajo del monolito se encontró un gran vaso de ofrendas de cerámica.

En periodos posteriores de la historia japonesa está bien documentada la veneración de diversos tipos de piedras como moradas de las divinidades. A menudo se trata de afloramientos rocosos, conocidos con el nombre genérico de iwakura. Los dioses que habitan piedras en general, y los japoneses no son una excepción, suelen ser también proclives a las asociaciones fálicas, relacionadas probablemente tanto con la fecundidad agrícola y humana como con ideas apotropaicas. En este sentido cabe mencionar a ciertos antiguos dioses de los caminos, que acabarían identificados, en ocasiones, con una deidad budista posterior. Sobre ello se volverá más adelante, en el apartado sobre la expansión del budismo. Resulta tentador rastrear los inicios de estos tipos de representación en el periodo Jomon, pero lo cierto es que carecemos de detalles para proponer una continuidad conceptual prehistórica con las manifestaciones más recientes. En cualquier caso, la religiosidad Jomon era claramente compleja y variada, y el mundo sacro suele ser extraordinariamente conservador. Por lo tanto, tampoco hay por qué negar de manera tajante la posibilidad de que algunos de sus elementos pervivieran en las ideas religiosas que habrían de venir.

Si midiéramos el éxito de una cultura por su duración ininterrumpida y por una escasa variación en el registro material, que atestiguara una buena adaptación al medio, entonces el larguísimo periodo Jomon, con sus más de once mil años, estaría sin duda en una de las primeras posiciones del mundo postpaleolítico. Pero todo llega a su término, y el periodo Jomon fue sucedido finalmente por la edad agrícola japonesa, que fue a su vez una Edad de los Metales: el periodo Yayoi. El nombre está tomado de un famoso yacimiento cercano a Tokyo. Como ya ocurría con el periodo Jomon, los albores del Yayoi no están claros. Tradicionalmente se ha dado la fecha del año 300 a.C., pero la presencia de cultivos, que marca la transición de Jomon a Yayoi, está siendo documentada en momentos cada vez más tempranos. Sobre este tema se volverá en detalle más abajo, en el apartado dedicado a la llegada de la agricultura. El periodo Yayoi suele subdividirse a su vez en tres grandes etapas: Yayoi Inicial (c. 300 a.C.-c. 100 a.C.), Yayoi Medio (c. 100 a.C.-c. 100 d.C.) y Yayoi Final (c. 100-c. 300 d.C.).

Como ya se ha dicho, la época Yayoi se caracteriza por la difusión de la agricultura, pero también por el empleo de herramientas metálicas. Una de las múltiples idiosincrasias del desarrollo de la cultura japonesa es la ausencia de una Edad de Bronce y una Edad de Hierro diferenciadas; bronce y hierro comenzaron a emplearse a la vez en el periodo Yayoi. El bronce se utilizó, generalmente, para objetos de carácter ornamental, mientras el hierro se reservó para las armas y las herramientas. En los primeros momentos los objetos de bronces se importaron de China y Corea, pero pronto se empezaron a fundir en Japón, apartándose progresivamente de los modelos del continente hasta llegar a alcanzar un estilo completamente original.

Por otra parte, estas primeras piezas importadas de bronce resultan extremadamente útiles, porque muchas de ellas pueden datarse de forma precisa en sus contextos de origen, lo que nos aporta fechas de referencia para el periodo Yayoi. Naturalmente las fechas que se pueden extraer de estos objetos no son concretas, ya que no sabemos cuánto tiempo había pasado entre su fabricación en el continente, su llegada a Japón y su deposición en la tumba. Se trata de lo que en arqueología suele denominarse fechas post quem, es decir, del momento ‘a partir del que’ algo puede fecharse. Aún así, teniendo en cuenta la ausencia de escritura en Japón de esta época y la poca exactitud de la mayoría de los métodos de datación absoluta para momentos tan recientes, la información es preciosa.

El primer yacimiento donde se han hallado elementos Yayoi es el de Itatsuke, en la zona norte de Kyushu, del que hablaremos más adelante; cronológicamente se trata de etapas Yayoi muy tempranas, que pueden también enmarcarse en el periodo Jomon Final. El registro material que permite identificar la época Yayoi incluye molinos de piedra, una cerámica característica, evidencia de canales para el riego de campos de arroz, los útiles de metal a los que acabamos de aludir, y a menudo los propios granos de arroz, en su variante ‘japonesa’, de grano redondo, conocida con el nombre científico de oryza japonica. Todos estos elementos estaban íntimamente relacionados dentro del nuevo marco social Yayoi. Las nuevas técnicas de trabajo del metal y de la cerámica permitieron la creación de herramientas más eficaces y de contenedores más adecuados, que a su vez posibilitaron el desarrollo de la agricultura.

Este desarrollo permitió el crecimiento de la complejidad social, formándose grupos que demandaban cada vez más elementos metálicos de prestigio, retroalimentándose de esta manera la elaboración de objetos de bronce y hierro. Este círculo económico y social produjo una transformación sin precedentes en el paisaje natural y humano de Japón, y muchos especialistas consideran que en estos momentos se sentaron las verdaderas bases de la cultura japonesa que hoy conocemos.

Ya se dijo más arriba que hay investigadores que piensan que en época Yayoi llegaron a Japón gentes del continente, que habrían traído consigo las innovaciones agrícolas que marcaron la nueva etapa. Dicha oleada migratoria no está clara, y otros estudiosos defienden la expansión de los nuevos materiales y técnicas entre la propia población local Jomon. Sea como fuere, tanto el desarrollo de la agricultura como el trabajo de los metales parecen haber saltado a las islas desde el continente y haberse extendido desde el sur hacia el Norte. El sudoeste del país fue especialmente proclive al desarrollo de los asentamientos Yayoi, mientras el área nordeste, donde abundaron en su momento los yacimientos Jomon, no es tan rica en este sentido, probablemente debido a factores geográficos y climáticos.

Así pues, parece que en estos momentos se creó una suerte de ‘frontera cultural’ en la llanura de Kanto, con dos zonas diferenciadas, una al sur y otra al norte y este. Las fuentes escritas posteriores hablan, a principios del siglo VIII, de la presencia en estas áreas de Honshu del pueblo Emishi o Ezo, que no se homogeneizaría con el resto de la isla hasta el siglo siguiente. Estos Emishi son a menudo calificados de ‘peludos’, lo que hizo suponer durante mucho tiempo que la población de estas zonas habría tenido un fuerte componente Ainu. Por otra parte, el adjetivo ‘peludo’ se empleaba tanto en China como en Japón como sinónimo de ‘bárbaro’, por lo que no es tampoco improbable que estas tribus de ‘más allá de Kanto’ fueran, simplemente, ajenas al control político de la corte del siglo VIII y por lo tanto ‘bárbaras’, sin civilizar.

La transición entre tipos cerámicos fue probablemente el proceso más gradual de todos, y durante mucho tiempo, sobre todo en ciertas zonas, las nuevas y simples formas Yayoi convivieron con los antiguos modos decorativos cordados. Y, sin embargo, ambas clases de cerámica no pueden ser más distintas. Los vasos Jomon eran técnicamente muy toscos, pero con el tiempo su decoración se volvió extraordinaria; los cuerpos de las piezas se cubrían de motivos, mientras los bordes se ondulaban, se alargaban y se perforaban de manera fantástica. Las cerámicas Yayoi, por el contrario, apenas tienen decoración. Muchas piezas, sobre todo en los momentos más recientes, carecen por completo de ella, y los bordes de los vasos son rectos y lisos. El refinamiento de la arcilla de tonos claros y la sobriedad ornamental hacen que las cerámicas Yayoi resulten enormemente elegantes a los ojos contemporáneos. Aunque parezca increíble a la vista de las piezas, la cerámica Yayoi no está fabricada a torno. Al igual que ocurría durante el periodo Jomon, los artesanos de época Yayoi elaboraron sus vasos con la técnica conocida como pastillaje; se iban colocando rollos de arcilla de abajo a arriba hasta terminar la forma deseada, y después se unían y borraban las junturas y se pulía toda la superficie. A continuación, las piezas se cocían en hogueras al aire libre.

La manera de construir las casas no varió de forma significativa en época Yayoi, ya que siguieron edificándose pequeñas viviendas semisubterráneas de planta oval, como las del famoso yacimiento de Toro, en la actual prefectura de Shizuoka. Lo que sí cambió, de manera cada vez más más clara a medida que avanzaba el periodo Yayoi, fue el tipo de utensilios. Aunque los anzuelos, proyectiles y puntas de jabalina característicos de la etapa Jomon, adecuados para actividades de caza y recolección, no desaparecieron, se vieron enormemente reducidos, mientras aumentaban de forma exponencial los molinos, morteros, azadas y otros aperos agrícolas. Los modelos de los utensilios también crecieron en número con el correr de los años: por poner un ejemplo, en el Yayoi Inicial se empleaban solamente cuatro tipos básicos de azada, mientras en el Yayoi Medio la cifra se multiplica por dos.

Algunos yacimientos Yayoi, como el ya mencionado de Toro, han proporcionado numerosos e interesantes útiles de madera, conservados gracias a las condiciones de humedad ininterrumpida. De hecho, la mayoría de los aperos Yayoi para el arroz se elaboraban con madera, normalmente de roble, con la que se consiguen filos muy duros y resistentes. Resulta curioso que para confeccionar estos aperos de madera se usaran instrumentos de hierro, pero que el metal no se aplicase a los propios instrumentos. Solo mucho más tarde, en época Kofun, comenzarían a hacerse palas y azadas con filos de hierro. De Toro vienen, por ejemplo, cuencos, azadas, rastrillos, sandalias para caminar por los arrozales, taburetes, curiosos instrumentos para hacer fuego, e incluso restos de barcas de albufera. Está claro que las actividades de la sociedad Yayoi eran radicalmente distintas a las de la sociedad Jomon.

En época Yayoi se documentan además por primera vez animales como la vaca y el caballo. El jabalí, que se consumía desde el periodo Jomon, siguió cazándose, y tal vez llegó a criarse o, al menos, a estabularse, aunque pronto sería sustituido por el cerdo doméstico, importado de China.

Como ya vimos, las excavaciones arqueológicas en las necrópolis indican que en época Jomon existía una cierta diferenciación social. Esta diferenciación se hizo aún más evidente a lo largo del periodo Yayoi. Los ajuares de las tumbas más ricas incluían espejos de bronce, cuentas de vidrio y monedas chinas importadas, y a partir del Yayoi Medio se construyeron auténticos túmulos funerarios, como el de Uriyudo, precursores, a menor escala, de los grandes monumentos que se levantarían en el periodo siguiente, conocido como periodo Kofun. Al igual que ocurrió en otras zonas del planeta, el desarrollo de la nueva sociedad agrícola fue paralelo al nacimiento de las estructuras económicas y sociales que derivarían con el correr de los siglos en una organización estatal. Muy significativo en este sentido es el hecho de que en el periodo Yayoi aparezcan también los primeros yacimientos fortificados, como el de Otsuka.

Al igual que ocurría en el periodo Jomon, la ausencia de fuentes escritas hace que todo lo que podemos decir sobre el mundo de las creencias Yayoi sea meramente especulativo. La presencia de objetos de claro carácter ritual y/o ceremonial es, sin embargo, evidente. Son célebres en este sentido las grandes piezas de bronce en forma de campana y los conjuntos de armas. Las armas incluyen espadas, lanzas y alabardas, y están fabricadas con hojas muy finas de metal, que hacen imposible su uso en combate. Las campanas, por su parte, son enormes y presentan una cuidada decoración, pero no están pensadas para sonar. Los hallazgos podrían indicar una mayor presencia de campanas en la zona este del país, mientras las armas predominarían en el norte de Kyushu.

Iniciamos ahora aquí un esquema que se seguirá también en los demás capítulos de este libro, concluyendo nuestra aproximación a la historia del periodo con un pequeño análisis de la situación económica, caracterizada por los usos monetarios, y de las costumbres cotidianas, ejemplificadas por los hábitos indumentarios. En esta ocasión no podemos todavía utilizar la moneda como elemento de estudio del marco económico, por lo que la atención habrá de centrarse en las relaciones comerciales reflejadas por los hallazgos arqueológicos. No hay que perder de vista, por otra parte, que la evidencia material de la que se dispone es, por su propia naturaleza, limitada y parcial, y por lo tanto solo puede ofrecernos una visión preliminar de las circunstancias.

La circulación de materias primas y de objetos manufacturados dentro de Japón se constata desde al menos las últimas etapas del Paleolítico Superior. Aunque algo más recientes, las relaciones con Corea también están atestiguadas arqueológicamente desde momentos muy antiguos en yacimientos como Tokuzodani, en la prefectura de Saga. En este asentamiento, con cronología Jomon Medio y Final, abundan las puntas de obsidiana, objetos de procedencia foránea que dan fe de los intercambios entre Japón y la península coreana. Pero estos intercambios prehistóricos no solo se llevaban a cabo con Corea, sino también con China. Un buen ejemplo de ello puede ser la introducción del melocotonero en Japón. Los huesos de melocotón del yacimiento de Ikiriki, en la prefectura de Nagasaki, muestran que el árbol ya había llegado desde China unos tres mil años antes de nuestra era.

Las mercancías chinas y coreanas halladas en contextos arqueológicos de estos momentos prehistóricos implican, además, la existencia de un tráfico marítimo que no se dedicaba solo al cabotaje, es decir, a costear con tierra a la vista. Es evidente que para permitir la entrada de objetos chinos y coreanos, en el mar de Japón hubo de existir desde época muy antigua una navegación de cierto alcance.

Todos estos intercambios se realizaron presumiblemente a base de trueque. No sabemos si existía además una red de relaciones basadas en regalos, como ha sido el caso en otros lugares del mundo en etapas aproximadamente comparables de desarrollo histórico. Las crónicas chinas nos informan de que, en el año 238 d.C., una emperatriz de Japón envió una embajada al Celeste Imperio, que llevaba como presentes tejidos y esclavos. La moneda como tal no llegaría hasta fines de la época Nara, y se desarrollaría durante el periodo Heian. Pero sobre ello se volverá en detalle en el apartado correspondiente a la aparición de la moneda.

El estudio de la indumentaria de etapas muy antiguas es casi siempre un tema de gran dificultad, ya que los textiles y, en general, los materiales orgánicos empleados en la vestimenta, suelen conservarse mal en estado. Japón no es una excepción a esta regla, y la iconografía de la época resulta además muy imprecisa. Aún así, se piensa que el trabajo de confección estaba enormemente extendido, dado el gran número de agujas halladas en los yacimientos arqueológicos desde época Jomon. Es posible que las prendas también se bordaran.

Habitualmente se considera que la indumentaria de estos momentos se componía por lo general de piezas de patrón muy sencillo, de tipo túnica o poncho. Sin embargo, algunas figuras de arcilla Jomon sugieren la existencia, ya en este periodo, de prendas de busto, a modo de ‘camisas’ y prendas ajustadas a la cintura, de tipo ‘falda’ o ‘pantalón’, además de cinturones y sandalias.

Es probable que ciertas prendas se confeccionaran con elementos vegetales trenzados, extraídos de la corteza de los de árboles; así lo indican algunos restos de fibras hallados en excavación, así como la iconografía de ciertas figuras, como la llamada ‘diosa’ de Iwakage, procedente de Kamikuroiwa, en la prefectura de Aichi.

Durante el periodo Jomon también se emplearon pieles curtidas de animales. Se piensa que, además, era habitual el uso de tatuajes y pinturas corporales.

Parece que las cosas no cambiaron demasiado durante el periodo Yayoi aunque, de nuevo, los datos son muy escasos y casi todos indirectos. Lo que está claro es que los auténticos textiles hicieron su aparición, aunque las prendas conservaron patrones muy simples. Se cree que tanto hombres como mujeres llevaban con asiduidad una amplia pieza de tela anudada a la cintura. La historiografía actual denomina el vestido femenino de estos momentos kantoe o ‘traje de una pieza’.

Los protagonistas y su marco

El personaje: Jimmu Tenno, el mítico primer emperador

Según la tradición, el primer emperador japonés subió al trono en el año 660 a.C. La línea imperial habría continuado de forma ininterrumpida desde esa fecha, manteniéndose hasta la actualidad. Naturalmente, en semejante lapso de tiempo hay lugar para adopciones, abdicaciones, dobles reinados y hasta asesinatos, por lo que la continuidad no puede entenderse de forma estricta; aún así, se trata de un impresionante fenómeno de pervivencia de la idea de legitimidad política y religiosa.

Los primeros emperadores japoneses se mueven en el nebuloso terreno de la historia mítica, y enlazan de forma directa con los dioses; se considera, concretamente, que descienden de la diosa Amaterasu, divinidad del sol. Sobre los ciclos míticos se volverá más abajo, a propósito del sintoísmo; aquí nos centraremos solamente en lo que concierne al personaje analizado en este apartado, es decir, Jimmu Tenno, el primer emperador.

Cuenta la leyenda que el archipiélago japonés fue obra directa de las divinidades creadoras, Izanagi e Izanami. El país estuvo gobernado durante un periodo de tiempo por el dios Okuninushi, hijo de Susanowo y nieto de Izanagi e Izanami. Su nombre significa, precisamente, el ‘Señor del Gran País’. Sin embargo, la diosa solar Amaterasu decidió que fueran sus propios descendientes los elegidos para reinar, y consiguió que Okuninushi abdicara y se retirase al templo de Izumo.

Okuninushi renunció al trono en favor del nieto de Amaterasu, Ninigi no Mikoto, que descendió desde los cielos sobre el monte Takachiho, también llamado Sohori no Kirishima, en la isla de Kyushu. En señal del favor divino, Ninigi llevaba consigo las Tres Enseñas Imperiales, objetos míticos sobre los que se hablará con más detalle en el apartado acerca de pensamiento y religión.

Siguiendo con la leyenda, Ninigi contrajo matrimonio con la princesa Konohano no Sakuya, la Dama de las Flores, hija de una divinidad de la montaña, con la que tuvo tres hijos. Uno de ellos, Hiko Hohodemi, se desposó a su vez con la hija de un dios, la princesa Toyotama, cuyo padre gobernaba los mares. Al dar a luz, Toyotama reveló su verdadera y monstruosa naturaleza marina, y, furiosa al notar que su marido la había visto bajo su aspecto de cocodrilo, huyó al océano, cortando desde ese día las relaciones entre la tierra y el mar. Pero su hijo recién nacido se quedó en tierra firme: se trataba de Ugaya Fukiaezu, que al correr el tiempo sería padre de Jimmu, considerado el primer emperador de Japón, el ancestro semidivino de todos los gobernantes que vendrían después.

A veces se llama a Jimmu Hatsukuni Shirasu Sumeramikoto, es decir, el Primer emperador Reinante. Pero normalmente se lo conoce como Jimmu Tenno, el emperador Jimmu o, literalmente, Jimmu ‘Rey del Cielo’. El título Tenno es, así pues, aplicable en general a todos los emperadores. Otros apelativos frecuentes para referirse a un emperador de Japón son Heika [Base del Trono] y Tenshi [Hijo del Cielo]. Existe además otro término, que es habitual en la bibliografía occidental, sobre todo en la más antigua: Mikado. Se trata de un título poco habitual en Japón y vendría a significar Divina Entrada, designando al personaje y su poder a través de un lugar emblemático, un poco a la manera en que el Imperio turco era conocido como ‘Sublime Puerta’.

En cuanto al nombre en sí, Jimmu, se trata de una denominación del tipo que se otorga tras la muerte. Pues, en efecto, los emperadores japoneses pasan a la historia con un apelativo diferente al que emplearon en vida. Por ejemplo, el emperador Hirohito ha pasado a los anales japoneses como Showa. En lo que respecta a Jimmu, la tradición considera que su verdadero nombre era Iware, nombre que a veces se enriquece con alusiones al antiguo Japón y con epítetos honoríficos, de modo que es posible encontrarlo también como Yamato Iware o como Kamu Yamato Iware Biko.

Resulta curioso notar que, aun siendo el heredero, Iware / Jimmu no era el primogénito de Ugaya Fukiaezu, sino, por el contrario, el más joven de sus cuatro hijos. Esto pudiera indicar tal vez que existió una ‘preferencia del hijo menor’ en la primitiva sociedad japonesa, que desaparecería más tarde dando paso al derecho de primogenitura del varón que, con altibajos, pervivió a lo largo del tiempo, y aún se mantiene hoy en día.

Volviendo a la historia legendaria, encontramos que Jimmu, cumplidos sus cuarenta y cinco años, se esfuerza por pacificar un país dominado por luchas internas, en un posible reflejo mítico de las luchas que sacudieron las tempranas fases de la historia japonesa y que condujeron a la conformación de un estado unificado a partir del territorio central o Yamato.

En su viaje le acompañan sus tres hermanos, que mueren en el curso de la empresa. Dos de ellos se arrojan por la borda del barco en el que viajan desde Kyushu para calmar la tempestad, siendo deificados por su acción; el otro morirá en combate.


El mítico primer emperador Jimmu Tenno.

Detalle de una estampa de Adachi Ginko del año 1891.

Una vez llegados a la isla central de Japón desde su Kyushu natal, Jimmu y su hermano Itsuse se enfrentan a los habitantes de lugar, obra también de los dioses creadores, dicen las crónicas, pero de ‘inferior categoría’, que luchan contra los invasores bajo el mando del jefe local Nagasunehiko. Al principio Jimmu y los suyos se mueven hacia el Este, y llegan cerca de la actual Osaka, pero los combates no les son favorables, puesto que están avanzando en dirección contraria al rumbo del sol. Siendo como son sus descendientes, no deben caminar en sentido contrario a su madre divina. La propia diosa Amaterasu les indica la senda que deben seguir, enviándoles como guía a Yatagarasu, el cuervo del Sol, un ave maravillosa de plumaje de oro y tres patas, que proviene probablemente del imaginario chino.

El cariz de la guerra cambia desde ese momento, y, finalmente, Jimmu consigue hacerse con el dominio del país. Manda construir un palacio en Kashiwabara, cerca de la actual Kyoto, y se convierte de este modo en el primer emperador japonés.

La supuesta fecha del ascenso al trono de Jimmu, el 11 de febrero, es todavía hoy fiesta nacional en Japón. La elección del año 660 a.C. como hito fundacional de la nación japonesa por parte de los historiadores antiguos está probablemente relacionada con las ideas chinas sobre el calendario y sus ciclos. Según estas teorías, cada sesenta años llega un periodo de grandes cambios, conocido en japonés como kanototori. Y cada veintiún ciclos, se produce un kanototori de espectacular magnitud. El año 601 de nuestra era, marco del inicio de las reformas del príncipe Shotoku, fue considerado uno de estos momentos. Es posible que los compiladores de las grandes crónicas tomaran este año como punto de referencia para localizar en el tiempo el mítico reinado de Jimmu, ya que, si se cuentan veintiún ciclos de sesenta años hacia atrás, se llega, efectivamente, a la fecha en cuestión, es decir, el año 660 a.C.

La lucha de Jimmu por el control del territorio japonés incluye penalidades varias, interminables luchas contra clanes de bandidos y fantásticos encuentros con divinidades locales.

Como ocurre también en otros entramados mitológicos, los dioses del lugar son presentados como antepasados directos de las grandes familias nobles japonesas. Así, por ejemplo, mientras recorre la tierra de Yoshino, Jimmu se topa con dos curiosas deidades provistas de cola de animal. La primera de ellas es descrita como un hombre brillante que sale de un pozo. Ante las preguntas del emperador, revela su estatus divino y también su nombre, Wi Hikari. Se trataba, apunta la narración, del ancestro de la familia Yoshino no Obito. Más adelante, otra deidad con cola emerge de una roca. Jimmu pregunta de nuevo, y el dios se identifica como Iha Oshi Wake, antepasado de los Yoshino no Kuzu. Como no podía ser de otro modo, tanto éstas como otras divinidades que aparecen a lo largo de la historia de Jimmu Tenno se apresuran a declararse siervas del emperador.

Cuenta la leyenda que Jimmu murió en el año 585 a.C. a los ciento veintisiete años de edad (según el Kojiki, o ciento treinta y siete, si preferimos la versión de la otra gran crónica sobre estos momentos, el Nihonshoki). Sus sucesores, también semilegendarios, serían igualmente longevos, pero ninguno llegaría a igualar su fama.

El hito histórico: la llegada de la agricultura

La aparición de la agricultura en Japón coincide, como ya hemos visto, con el desarrollo del periodo Yayoi. A principios del siglo IV a.C. hay evidencia arqueológica palpable del cultivo del arroz, que se extenderá con rapidez durante el siglo siguiente. Por otra parte, algunos hallazgos aislados de granos de cereal en estratos más antiguos han hecho pensar que los inicios de la agricultura podrían retotraerse hasta el año 1000 a.C. También hay quien piensa que los primeros cultivos pueden datarse en momentos aún más tempranos, aunque las pruebas no están del todo claras. Se han encontrado semillas de mijo en el yacimiento Jomon Medio de Tominosawa, y semillas de cáñamo y sésamo en Ko Sannai, otro asentamiento del mismo periodo. Hay incluso evidencias de una clase de mijo en fases Jomon iniciales de Sannai Maruyama, pero parece que se trata todavía de la variedad silvestre.

Así pues, es probable que ciertas especies vegetales se cultivaran, de forma regular o no, durante el periodo Jomon. Pero el gran cambio social y técnico no se produciría hasta la etapa Yayoi.

Antes de seguir adelante hay que especificar que, cuando hablamos de agricultura, nos referimos aquí de manera primordial al cultivo del arroz en campos inundables. También había en Japón Yayoi cultivos de secano, como por ejemplo el mijo, que se mencionó hace un momento, pero el arroz de regadío predominaba de forma sustancial.

El arroz y sus técnicas agrícolas se extendieron a Japón desde China. Las evidencias agrícolas chinas más tempranas se datan unos siete mil años antes de nuestra era. No está del todo claro, sin embargo, cuál fue el lugar donde se inició el cultivo. Hay quien se decanta aún por la zona de Yunnan, mientras otros especialistas opinan que es más probable que el desarrollo original se llevara cabo en el valle del río Changjiang. En cualquiera de los dos casos, llama poderosamente la atención el enorme periodo de tiempo transcurrido entre el nacimiento del cultivo del arroz en China y su adopción en Japón. Entre otras cosas, esto prueba la excelente adaptación al medio de las sociedades de época Jomon, que mantuvieron sus modos de vida cazadores-recolectores durante siglos.

Tampoco existe un acuerdo generalizado acerca de la ruta a través de la cual la agricultura se difundió por el archipiélago desde el continente. Algunos de los estudios más antiguos proponen un camino directo desde la desembocadura del Changjiang hasta la isla de Kyushu, cruzando el mar de China en esa zona, que por cierto es bastante extensa. Otros autores han defendido que la ruta de entrada no llegaría directamente a Kyushu, sino que iría saltando desde China hasta allí a través de las islas más pequeñas y cercanas de Ryukyu. Por último, un gran número de arqueólogos piensan que la agricultura se habría extendido por Japón pasando primero por la península coreana y cruzando desde allí por el estrecho. Esta última hipótesis se ve avalada por la patente influencia coreana presente en el registro arqueológico entre los siglos VI y V a. C; en estos momentos, tanto los instrumentos líticos como muchas cerámicas son abiertamente similares a tipos coreanos.

En cualquiera de los tres casos, parece que la primera isla importante en la que se adoptó la agricultura fue Kyushu, y que desde allí pasó al resto de grandes islas del archipiélago.

El arroz no es un cultivo sencillo. Requiere técnicas especiales y condiciones muy específicas de clima y terreno. Por ello, es más que probable que su adaptación a Japón no fuera una tarea fácil. Resulta significativo comprobar que de las dos variedades de arroz que se cultivaban en el río Changjiang, la de grano largo y la de grano redondo, solamente una, la de grano redondo u oryza japonica que ya se mencionó más arriba, ha sido documentada hasta la fecha en los antiguos yacimientos de Japón. Es posible que, además de la buena adaptación a su medio de las sociedades Jomon, estas dificultades iniciales sean una de las causas por las que la agricultura tardó tanto tiempo, casi cinco mil años, en estar presente en Japón. Estas circunstancias resultan, por otro lado, favorables a la hipótesis de la entrada del arroz a través de Corea, un lugar más frío que el valle del Changjiang, donde el arroz habría tenido ocasión de ir aclimatándose.

Una vez llegado al archipiélago, el cultivo del arroz se extendió con gran rapidez hacia el Este y hacia el Norte hasta alcanzar, unos trescientos años después, el punto climático que no le permitió seguir avanzando. De esta manera, la agricultura nunca llegó a la gran isla del norte, Hokkaido, en la que siguieron existiendo sociedades Jomon basadas en la pesca y la recolección durante mucho tiempo más. De hecho, y por sorprendente que parezca, el cultivo del arroz no llegó a introducirse en Hokkaido hasta la época moderna.

Estas ideas de la aclimatación progresiva del arroz al clima de Japón dieron lugar en los años 60 del siglo XX a una curiosa teoría arqueo-agrícola que, finalmente, resultó ser falsa. La teoría estaba basada en el uso de dos aperos campesinos: los cuchillos de recolección y las hoces. En aquellos años, los hallazgos en los yacimientos hacían pensar que los cuchillos eran anteriores a las hoces. Puesto que los cuchillos se usan para recoger las espigas de arroz de una en una, mientras que con las hoces se pueden segar grandes manojos, los arqueólogos pensaron que, en un primer momento, el arroz no maduraba todo a la vez, por lo que había que ir cortándolo poco a poco. Con el paso del tiempo, la planta se habría adaptado al clima, y finalmente todo el arroz habría ya madurado en conjunto, con lo que se podía cosechar sencillamente con la hoz. Desafortunadamente para los estudiosos que elaboraron la teoría, después se demostró que cuchillos de recolección y azadas convivieron desde el principio.

El cultivo del arroz se desarrolló en Japón en dos ambientes: las zonas pantanosas y los campos irrigados de manera artificial. No está del todo claro si el primer sistema es más antiguo o si ambos se emplearon de forma simultánea dependiendo de las condiciones geográficas. Algunos defensores de la hipótesis de la inmigración coreana han propuesto una explicación interesante. Según esta idea, los inmigrantes coreanos, ante la urgente necesidad de alimentos, habrían comenzado cultivando en un primer momento en tierras inundadas. Esto resultaría más fácil, aunque menos productivo. Tras esta primera instauración de las técnicas y de las plantas, habrían ido desarrollando, con más calma, la agricultura en terrenos secos canalizados, que aunque a la larga producen más y mejor, requieren una gran inversión de tiempo y esfuerzo en sus infraestructuras.

Un yacimiento Yayoi muy temprano (aunque hay que decir que sus fechas no son ajenas al debate), el de Nabatake, en la actual prefectura de Saga, excavado de urgencia en los años 80 del siglo XX, es buen ejemplo del sistema de tierras pantanosas. Las excavaciones sacaron a la luz los restos de hasta cinco arrozales superpuestos; el más antiguo presentaba tipologías cerámicas, azadas de madera y hachas de piedra asociadas a los primeros momentos de la época Yayoi. Dado que el terreno era naturalmente pantanoso, no era necesario conducir el agua hasta él, pero sí drenar el exceso en ciertos momentos. Para ello se cavaron una serie de canales y se colocaron planchas de madera a modo de pequeñas presas de contención en puntos clave.

El sistema de campos artificialmente irrigados puede ejemplificarse con otro yacimiento Yayoi de gran importancia que comenzó a excavarse a principios del siglo XX y que ya mencionamos antes: el de Itatsuke, en la llanura de Fukuoka. Se trata de un asentamiento aterrazado que se sitúa en una zona elevada, dejando abajo las tierras pantanosas. El hábitat se hallaba en la terraza superior, mientras la terraza inferior se empleó para el cultivo del arroz. Como Nabatake, Itatsuke es también un yacimiento de cronología muy antigua y, de hecho, sus fases iniciales fueron durante algún tiempo consideradas como pertenecientes al periodo Jomon. Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurría en el asentamiento de Saga, en Itatsuke nunca se aprovecharon las tierras bajas inundadas para el cultivo, ni siquiera en los tiempos más antiguos, sino que desde el principio se construyeron toda una serie de complejas presas y canales en la zona sobreelevada situada entre el poblado y los pantanos.

Una vez cosechado, el arroz se almacenaba en silos subterráneos o en graneros elevados. En época Jomon ya se empleaban silos, aunque la tipología concreta de los silos Yayoi es continental, y presumiblemente llegó a través de Corea. No parece, sin embargo, que este sistema de almacenaje subterráneo diera buen resultado para el arroz en el húmedo clima japonés, y no pasó mucho tiempo antes de que desapareciera del registro arqueológico. Más adecuados se mostraron los almacenes sobrelevados, donde, a la manera de un hórreo, el arroz quedaba aislado de la humedad del terreno y protegido de los animales. Se piensa que algunas de las características constructivas de estos graneros han quedado fosilizadas en las tipologías de los santuarios japoneses tradicionales, como Izumo, en cuyo alzado se quiere reconocer el antiquísimo modelo de construcción sobre postes con una escalera que conduce a la zona superior.

No podemos concluir este breve resumen de la llegada a Japón de la agricultura sin volver a recordar que, aunque los arrozales eran predominantes, y el arroz era el alimento fundamental incluso en las regiones montañosas donde el terreno y el clima no eran ideales para su cultivo, también existía la agricultura de secano. Ya se dijo más arriba que los aperos agrícolas destinados a las tareas del cultivo del arroz eran de madera. También han llegado hasta nosotros, no obstante, utensilios agrícolas de piedra y metal, fundamentalmente azadas, que se empleaban en las otras tareas del campo. Se cree que en época Yayoi llegaron a cultivarse casi cuarenta especies diferentes de plantas, incluyendo mijo, judías y cebada.


Mujeres transplantando arroz. Fotografía de autor desconocido tomada hacia 1890

Por otra parte, la recolección de nueces, bellotas y castañas, tan importante en el periodo Jomon, siguió llevándose a cabo en la nueva era agrícola. De hecho, incluso antes de la adopción de la agricultura, la dieta prehistórica japonesa era amplia y variada. Esto no debe resultar sorprendente; de hecho, muchos arqueólogos y prehistoriadores de otras zonas del mundo sostienen que la alimentación de los grupos de cazadores recolectores era, en general, más saludable y heterogénea que la de los posteriores grupos agrícolas, aunque menos estable y, en ocasiones, tal vez menos abundante. En el apartado dedicado al yacimiento de Sannai Maruyama puede encontrarse un ejemplo del tipo de plantas y animales documentados para consumo humano en época Jomon. Muchos yacimientos Jomon cuentan con lo que la arqueología occidental denomina ‘concheros’, es decir, acumulaciones de las conchas de los moluscos consumidos en el lugar a lo largo del tiempo. A veces estos concheros, llamados en japonés kaizuka, consituyen auténticas colinas, que todavía hoy resultan claramente visibles en el paisaje. Hay menos datos sobre la dieta de momentos más antiguos, aunque contamos con restos de animales terrestres y marinos en algunos yacimientos paleolíticos, como la cueva de Hyotan, en la prefectura de Iwate, donde se han hallado conchas de mejillón y huesos de ciervo y de jabalí.

Así pues, la llegada de la agricultura supuso, desde el punto de vista de la alimentación, el inicio de la preeminencia del arroz en la dieta japonesa. Casi no hace falta decir que en nuestros días el arroz sigue ocupando el mismo puesto principal, como también ocurre en otras zonas de Extremo Oriente.

El lugar: el yacimiento Jomon de Sannai Maruyama

Sannai Maruyama se extiende sobre una pequeña colina junto a la bahía de Mutsu, cerca de la actual ciudad de Aomori, en el norte de la isla de Honshu. Muchas ciudades costeras del pasado se hallan hoy en día separadas de la orilla, al haber quedado sus bahías o sus estuarios colmatados en el transcurso de los siglos. Este fenómeno, común a muchas zonas del globo, fue, precisamente, el que ocurrió en esta importante población. En la actualidad, el yacimiento se encuentra a unos tres kilómetros del mar, considerablemente que en la época en la que estuvo habitado, entre los periodos Jomon Inicial y Medio.

Las primeras menciones a la existencia de un yacimiento arqueológico en Sannai Maruyama datan de los siglos XVII y XVIII. Entre los años 1953 y 1987 se llevaron a cabo algunas campañas de excavación en zonas puntuales. Pero el punto de inflexión vino en el año 1992, cuando el yacimiento se excavó de urgencia con motivo de la construcción de un estadio de baseball. La relevancia de los descubrimientos hizo que se terminara abandonando la idea de construir el estadio; la zona fue declarada Yacimiento Histórico Nacional en el año 2002, y hoy en día una parte está musealizada y abierta al público.

Se trata de un lugar excepcional por varias razones. Primero, por su tamaño, de nada menos que cuarenta hectáreas; se trata de la población Jomon más grande de Japón, al menos entre las conocidas hasta la fecha. Parece que hubo una tendencia continuada a hacer el lugar cada vez más grande a lo largo de su historia, y que dicha tendencia no disminuyó en intensidad ni siquiera en las etapas finales.

Segundo, es el único de los asentamientos de la zona que estuvo habitado de forma ininterrumpida desde su fundación, hacia el año 3500 a.C., hasta su decadencia, que tuvo lugar mil quinientos años más tarde. No está claro si esta ocupación era continua o no, es decir, si Sannai Maruyama estaba habitado todo el año o solo en determinadas estaciones. Algunos estudiosos piensan que el gran tamaño del yacimiento indicaría una población estable todo el año, otros opinan que las sociedades de cazadores-recolectores como las que poblaban Japón en estos momentos cambiaban de residencia de manera estacional debido, precisamente, a su modo de vida. Algunas de las especies vegetales documentadas en el yacimiento para consumo humano, que se verán más abajo, podrían haber sido cultivadas, lo que implicaría una ocupación continuada, pero también podrían haber sido recolectadas, ya que no parece posible distinguir la variedad silvestre de la doméstica en esta etapa. Se sabe también que se plantaron algunos árboles, aunque ciertamente el cultivo de árboles no requiere una presencia permanente. Sea como fuere, el lugar estuvo habitado durante un periodo larguísimo e incluso continuó habiendo ocupación residual tras su abandono; hay algunas viviendas de finales de la etapa Heian y restos de un castillo de la época del último shogunato. Por ello, Sannai Maruyama nos ofrece un panorama único de los modos de vida y la cultura material de la prehistoria japonesa.

La arquitectura del yacimiento es además muy característica, y no se da en otros lugares contemporáneos. Naturalmente, en Sannai Maruyama hay típicas casas Jomon, de planta redonda rehundida, muy simples, con alzado de elementos vegetales. Se han documentado unas quinientas de estas casas (no todas habitadas al mismo tiempo), que, en etapas avanzadas, contaban a veces en su interior con una especie de banco elevado, que se ha interpretado como un posible asiento-cama. Habitualmente, las casas Jomon de este tipo son pequeñas, con un diámetro de entre cuatro y cinco metros. Sin embargo, en Sannai Maruyama hay también grandes casas ovales, con ejes de hasta treinta metros. Y no se trata de una o dos viviendas, sino de más de veinte en la zona excavada hasta el momento, que, por cierto, no es sino la mitad del total. Parece que solo había una de estas grandes casas ovales en cada fase de vida del yacimiento, lo que ha hecho pensar que tal vez se tratara de talleres comunales, o de espacios de reunión para todo el poblado.

Otras construcciones únicas de Sannai Maruyama son los edificios de postes de madera. Durante las excavaciones se encontraron los restos de curiosos edificios alzados sobre seis columnas de madera de castaño, de las que quedaban restos en la zona inferior. Se ha reconstruido uno de los de mayor tamaño: tiene tres plantas y una altura de casi quince metros; cada poste tiene un metro de diámetro. Hoy día no hay ya en Japón castaños de ese porte, y los troncos empleados en la reconstrucción arqueológica hubieron de ser llevados desde Rusia.

Las huellas de los postes, que a menudo se superponen, hacen pensar que estos singulares edificios se construyeron y reconstruyeron una y otra vez en el mismo lugar a lo largo del tiempo. Se han encontrado restos de hasta cien de ellos, y se cree que al menos cinco o seis existían al mismo tiempo. Midiendo y comparando las distancias entre las huellas de los postes de los edificios de los diferentes momentos, los arqueólogos japoneses han intentado descubrir cuál era la unidad básica de medida que empleaban los constructores Jomon. Se han propuesto dos unidades, una equivalente a unos treinta centímetros, y otra de algo más del doble.

La función de estas grandes construcciones de postes no está clara; se ha pensado que fueron santuarios, pero no se descarta que se tratara de otro tipo de monumentos, que sirvieran como almacenes sobreelevados o que tuvieran funciones defensivas a modo de torres-vigía. El primero de estos enormes edificios comenzó a excavarse en el año 1994, y su descubrimiento ayudó en gran medida a establecer la importancia y originalidad del yacimiento. Además, los postes de castaño han resultado extremadamente útiles en varios aspectos. En primer lugar, se había conservado suficiente madera como para efectuar análisis dendrocronológicos y de carbono 14.

La dendrocronología es un método de datación basado en los anillos de crecimiento de los árboles. Fue creada por el astrónomo y arqueólogo Andrew Ellicott Douglass a principios del siglo XX, y ha seguido desarrollándose desde entonces. Los árboles de la misma zona suelen desarrollar anillos de igual espesor a lo largo del mismo periodo, ya que el grosor depende de factores ambientales comunes. Estos patrones de crecimiento pueden ser comparados y unidos, retrocediendo cada vez más, de modo que se llegan a establecer tablas cronológicas que alcanzaban épocas muy antiguas. De este modo, si se cuenta con datos suficientes de la zona, los restos de madera arqueológicos pueden integrarse en este panorama general para conocer su fecha. El momento preciso en que el árbol fue cortado solo puede determinarse si se conserva el último anillo de crecimiento, que se encuentra justo bajo la corteza, aunque, incluso sin él, puede llegarse a una fecha aproximativa con un noventa y 5% de fiabilidad.


Reconstrucción de uno de los grandes edificios de postes de madera del yacimiento de Sannai Maruyama

En cuanto a la datación por carbono 14, también conocida como datación por radiocarbono, es un método que mide la cantidad de isótopo carbono 14 para determinar la edad de materiales orgánicos. La técnica, descubierta en 1949, valió a su creador, el doctor Libby, el Premio Nobel de Química. Se basa en el hecho de que cuando un organismo vivo, ya sea animal, o, como en este caso, vegetal, muere, deja de absorber carbono 14; a partir de ese momento, la cantidad de carbono va desapareciendo de manera constante, de forma que se reduce a la mitad al cabo de cinco mil setecientos treinta años, y así sucesivamente. El carbono 14 presenta una serie de problemas que hacen que no siempre sea adecuado para datar materiales arqueológicos, y además las fechas que proporciona no son exactas, pero es, en cualquier caso, muy útil para momentos tan antiguos como los que nos ocupan, en los que desafortunadamente es difícil encontrar restos orgánicos con los que llevar a cabo las pruebas: por todo ello, los datos de Sannai Maruyama son doblemente interesantes.

Además de permitir análisis cronológicos, los abundantes restos de madera confirmaban la presencia generalizada de castaños en la zona, ya indicada por los análisis de polen y por el hallazgo de gran cantidad de cáscaras de castaña. Resulta curioso que la primitiva vegetación del área de Sannai Maruyama, consistente en robles y hayas, fuera sustituida de forma rápida por los bosques de castaños coincidiendo con la ocupación humana del sitio. Como ya se apuntó más arriba, se ha pensado que tal vez este fenómeno se deba a una acción directa del hombre sobre el entorno natural, que habría plantando de manera extensiva la especie que le interesaba más. Pues, en efecto, la madera de castaño no solo se utilizaba en la construcción, sino también para la elaboración de herramientas y como combustible, y sin duda la castaña tuvo un papel relevante en la dieta de los habitantes del poblado, ya que, aunque tiene menos grasas que otros frutos similares, resulta muy nutritiva al ser especialmente rica en hidratos de carbono. De hecho, los análisis del ácido desoxirribonucleico de los frutos hallados en diferentes lugares del yacimiento parecen confirmar la hipótesis del cultivo extensivo de castaños. El ADN de estas castañas ha resultado idéntico. Si hubieran sido recolectadas en árboles silvestres dispersos, su ADN habría mostrado alguna variación, por leve que fuera, lo que indica que dichas castañas provienen con gran probabilidad de bosques ‘artificiales’ plantados por el hombre.

Por supuesto, los pobladores de Sannai Maruyama consumían otros alimentos además de castañas; las especies vegetales documentadas en el yacimiento incluyen uvas silvestres, nueces, judías, calabazas y bayas de varias clases. Además, los abundantes restos óseos identificados durante las excavaciones han permitido reconstruir de forma aproximada la dieta de origen animal. La mayor parte de la carne consumida en Sannai Maruyama era de pequeños mamíferos como el conejo y la ardilla voladora, aunque de vez en cuando se comía ciervo, jabalí y ballena. Patos, faisanes y ocas tampoco eran desconocidos. Pero resultan especialmente interesantes los numerosos restos de pescado, de especies muy variadas. Predominan los tiburones y los atunes, pero hay sardinas, bacalaos, e incluso restos de pez globo, un animal venenoso, que sigue siendo muy apreciado hoy día en Japón. La manipulación del pez globo o fugu resulta difícil y su consumo es peligroso, e incluso mortal, si dicha manipulación no se lleva a cabo correctamente. Este dato da idea del grado de sofisticación de los pescadores de Sannai Maruyama.

Además de viviendas y edificios de postes, en el yacimiento se han excavado tumbas, tanto infantiles como de adultos. Los niños eran enterrados dentro de vasos de cerámica, cerca de las casas, mientras para los adultos se excavaban fosas ovaladas de unos dos metros de largo. Lo habitual es que las tumbas de adultos no contaran con ajuar de ninguna clase. Algunas, muy pocas, presentaban en el interior pigmentos rojos y piezas de piedra. Estos elementos líticos son redondeados, con una cara plana, a modo de base, y una gran protuberancia irregular; se conocen como sekkan o ‘coronas de piedra’. Su propósito y significado continúan siendo inciertos, aunque claramente desempeñaron un papel concreto en las creencias del momento.

Para las tumbas infantiles, de las que se han excavado hasta la fecha más de setecientas, se reutilizaban las mismas jarras de cerámica empleadas en la vida cotidiana. Tampoco en este caso solían depositarse ajuares, aunque a veces hay dentro del vaso un guijarro o dos.

Había tres accesos principales a Sannai Maruyama: desde el sur, desde el este y desde el oeste. Se trataba de caminos bien establecidos, de varios metros de anchura. Al igual que se haría en Occidente muchos años más tarde, un gran número de tumbas de adultos se situaron a los lados de estas vías de entrada a la población.

Han salido también a la luz talleres de alfarería, y dos túmulos, formados a lo largo de los siglos por acumulación de basura doméstica, pero en los que también han aparecido objetos rituales, como adornos de jade o figurillas dogu de arcilla cocida y un gran número de vasos cerámicos, algunos de los cuales estaban intactos en el momento de ser depositados en el lugar. Las piezas excavadas en estos inmensos basureros, que tal vez tuvieron también propósitos religiosos, abarcan un periodo de aproximadamente mil años.

La cerámica de Sannai Maruyama es muy similar a la que aparece, en general, en el norte de la isla de Honshu y en el sur de Hokkaido; es del tipo conocido como Ento, que se caracteriza por sus vasos alargados de boca muy abierta y profusa decoración cordada. El hecho de que aparezca en las dos islas al mismo tiempo nos indica que, incluso en estas fechas tan tempranas, existía comunicación regular por mar entre ellas. De hecho, en el yacimiento se han documentado materiales con un origen todavía más lejano, como el asfalto de Akita, la obsidiana de Hokkaido o el ámbar de Iwate, que nos hablan de toda una red comercial extendida entre numerosos asentamientos de época Jomon.

Otro dato muy interesante tiene que ver con la laca. Durante mucho tiempo se ha considerado que la tecnología de la laca se originó en China, desde donde se extendió por otros lugares. Sin embargo, en Sannai Maruyama no solo han aparecido objetos de laca en las fases más antiguas del yacimiento, sino también instrumental para este tipo de trabajo, e incluso semillas del árbol de la laca. Todo esto está haciendo pensar que tal vez la laca se descubriera y desarrollase de manera independiente en China y en Japón prehistórico, aunque sigue siendo factible una propagación desde el continente, que se daría así en momentos mucho más antiguos de lo que en principio se había pensado.

En Sannai Maruyama se han hallado también útiles líticos en gran número, entre los que se cuentan hachas, puntas de flecha o morteros. Las excavaciones han proporcionado asimismo multitud de elementos de hueso, como agujas, anzuelos o arpones, e incluso piezas orgánicas muy frágiles, como una cesta completa, preservada en una de las zonas húmedas del yacimiento.

No hay que olvidar tampoco los abundantes materiales relacionados con el adorno personal, como agujas para el pelo, colgantes y pendientes de piedra y hueso, y los objetos rituales, entre los que destacan de forma especial las ya mencionadas figurillas de arcilla dogu y las curiosas sekkan o ‘coronas de piedra’.

Como ya sabemos, en la actualidad, buena parte del yacimiento de Sannai Maruyama está musealizado, y se ha convertido en toda una atracción turística en la zona. Cuenta con un centro de interpretación y con una sala de exposiciones, y se han reconstruido algunas de las principales estructuras para dar idea al visitante del aspecto del lugar durante el periodo Jomon.

El pensamiento y la religión: el sintoísmo


Santuario de Ise

Una parte importante del conocimiento de la religiosidad japonesa más antigua proviene de las dos obras fundamentales de la literatura japonesa inicial, que ya se mencionaron en la historia de Jimmu Tenno: el Kojiki o ‘Relación de las cosas antiguas’, del año 712 y el Nihonshoki o ‘Crónica de Japón’, del 720 de nuestra era. Aunque ambas están escritas en chino, su objetivo es la legitimación política de tinte nacional de los dirigentes japoneses de la zona central del país. Por ello no recogen la totalidad de la temprana mitología de Japón, sino una selección más o menos sesgada de los mitos y leyendas que se consideraron adecuados en su tiempo para exaltar el buen gobierno de un reino unificado. Aún así, ambos libros resultan imprescindibles en la cadena de transmisión de los mitos japoneses, y su valor para el estudio de la religión de Japón antiguo es incalculable.

El sintoísmo o shinto, el ‘camino de los dioses’ (mencionado por primera vez con ese nombre en la crónica Nihonshoki), es la religión tradicional japonesa, centrada en las divinidades locales o kami que pueblan la naturaleza. Estas deidades, cuyo culto se entremezcla con el que se tributa a los antepasados, habitan bosques y montañas, rocas y ríos; hay además kami del fuego y del cereal, y otros asociados a distintos animales.

Los lugares naturales donde los kami se manifiestan se señalan mediante cuerdas sagradas hechas de paja de arroz y denominadas shimenawa. El santuario sintoísta más antiguo es casi con toda seguridad el de Izumo, aunque probablemente no fuera fundado, como quiere la tradición, en el lejano siglo III a.C. Algo más moderno pero todavía más importante es el santuario de Ise, sobre el que se volverá más abajo. Pero, en realidad, todo el territorio japonés se considera un producto de la expresión divina; no es casual que se aluda a Japón como Kami no Kuni o el ‘País de los Dioses’. Como ya se apuntó en el apartado dedicado a Jimmu Tenno, según las ideas sintoístas, los dioses creadores Izanagi e Izanami formaron personalmente cada isla del archipiélago, desde el puente flotante de los Cielos, en medio del Océano Primordial.

A menudo se habla del shinto como ‘religión nativa’ de Japón. Sin embargo, como recordamos, los pobladores del archipiélago llegaron a él desde el continente y quizá también desde las islas polinesias, por lo que resulta lógico pensar que las ideas religiosas que más tarde llegarían a sistematizarse en el shinto también viajaron con ellos. De hecho, hay quien explica la noción de kami poniéndola en relación con el concepto polinesio de mana o fuerza numinosa.

Ya vimos con anterioridad que la religiosidad japonesa de las etapas más antiguas se conoce solo de forma indirecta a través del registro arqueológico. Se supone que una religión más o menos próxima a lo que después sería el sintoísmo comenzó a desarrollarse durante los primeros siglos de nuestra era. Los historiadores japoneses suelen hablar de ‘sintoísmo primitivo’ para definir la etapa que va desde estos nebulosos orígenes hasta aproximadamente el siglo VI, cuando el budismo inició su expansión por el país. Desde estos momentos se produjo una progresiva estructuración y homogeneización del sintoísmo. Llegado el siglo X, el antiguo y amplio abanico de ritos y mitos locales se había convertido en una religión organizada, de mitología más o menos coherente, con un sacerdocio bien definido y una cabeza visible: el emperador.

La diosa sintoísta más conocida de Japón es sin duda Amaterasu, ‘la Radiante’ divinidad del sol y antepasada de la Casa Imperial, a la que ya se aludió a propósito de Jimmu Tenno. Junto con su hermano Susanowo, Amaterasu protagoniza uno de los ciclos míticos más célebres del sintoísmo, el denominado Takama no Hara o ‘Llanura de lo Alto’, que merece la pena resumir aquí.

Llanura de lo Alto es el nombre del reino que la asamblea de los dioses decide confiar a Amaterasu a petición de su padre, el dios creador Izanagi. Su hermano Susanowo, ‘el Varón Impetuoso’, es nombrado gobernador de la Llanura Marina. Pero Susanowo, desolado por la muerte de su madre, la diosa creadora Izanami, está provocando la devastación de las tierras a su cargo y además pretende bajar a los Infiernos para visitarla. Ante ello, su padre lo expulsa de la Llanura Marina.

Antes de partir al exilio, Susanowo va a despedirse de su hermana Amaterasu. Ella le recibe armada, temiendo una invasión, pero él le asegura que sus intenciones no son tales, y para demostrárselo le propone que juntos generen nuevas deidades, cosa que hacen empleando el collar de ella y la espada de él. Estos ocho dioses y diosas surgidos de las joyas de Amaterasu y de la espada de Susanowo serían los antepasados de las principales familias nobles de Japón. Se trata concretamente de tres diosas, Tagori, Tagitsu e Ichiki Shima, y cinco dioses, Masaya Akatsukachi Hayabi Ama, Ama no Hohi, Amatsu Hikone, Ikutsu Hikone y Kumano no Kusubi.

Tras esta introducción, el mito pasa a describir el comportamiento de Susanowo en la Llanura de lo Alto. Haciendo honor a su nombre, el dios lleva a cabo toda suerte de acciones turbulentas, que culminan en un desagradable clímax. El episodio en que el Varón Impetuoso arroja un animal sobre las tejedoras de su hermana ha llegado hasta nosotros con ligeras variantes. En algunos casos se habla de un mulo o caballo celeste desollado que cae desde el techo. Otras veces el animal es terreno e irrumpe en los telares enloquecido por el dolor de los latigazos propinados por Susanowo, que le han arrancado la piel de buena parte del cuerpo. En cualquier caso, el resultado siempre es el mismo: Amaterasu se enfurece y huye.

Da inicio así la parte más interesante del mito. Cuando Amaterasu se oculta en la cueva, las consecuencias no se hacen esperar: la oscuridad perpetua cubre la tierra y se interrumpe la sucesión natural de días y noches. Para lograr que salga, los demás dioses celebran, entre otras cosas, tres rituales reflejados directamente en las prácticas sintoístas.

Primero tratan de conmover a la diosa con plegarias. El sintoísmo emplea oraciones denominadas norito que, según parece, a menudo se han transmitido más o menos invariables desde fechas muy tempranas. A continuación, los dioses adornan un árbol sakaki o Cleyera japonica. Este tipo de ciprés desempeña un destacado papel dentro del sintoísmo. Su presencia es habitual en los templos; sus hojas y ramas siempre verdes se utilizan para elaborar diversos objetos sagrados y también se colocan en los altares domésticos.

Después, la diosa Ama no Uzume lleva a cabo un baile que la tradición establece como precedente de las danzas sagradas sintoístas llamadas kagura, ejecutadas por mujeres. El último elemento clave para convencer a la diosa del Sol resulta ser un espejo que las deidades han suspendido en las ramas del árbol junto con una joya. Cuando Amaterasu se asoma movida por la curiosidad, admira su propio reflejo y su luz vuelve a iluminar el mundo. Los demás dioses aprovechan el momento para cerrar la entrada de la cueva y retenerla entre ellos.

Tal vez uno de los elementos que originaron este mito de Amaterasu y la cueva fuera un fenómeno natural que provocó el oscurecimiento transitorio del sol, como un eclipse o una gran erupción volcánica. Otras interpretaciones ven en la historia una alusión a los ciclos estacionales; la danza provocativa de Ama no Uzume sería así un símbolo de la fertilidad que retorna a la tierra en primavera, cuando el sol regresa tras haber estado ‘oculto’ en invierno.

Finalmente, el mito pasa a describir las hazañas de Susanowo en su exilio terrestre. El punto final y culminante de la historia es el matrimonio de Susanowo con la princesa de Izumo. Como recompensa por haberles librado de la monstruosa serpiente de ocho cabezas que devastaba la región, los príncipes del lugar conceden al dios la mano de su última hija. A continuación, el Impetuoso se reconcilia con su hermana ofreciéndole una espada que había hallado en el interior del cuerpo de la serpiente. Huelga decir que la lucha del héroe contra el monstruo es un motivo recurrente y universal, que aparece a menudo en los mitos antiguos. Como rasgo específico de la versión japonesa cabe destacar el hecho de que Susanowo emborracha a la serpiente antes de enfrentarse a ella. Precisamente el licor de arroz o sake se utiliza con mucha frecuencia como ofrenda en los ritos sintoístas.

Además de constituir una interesante muestra de las ideas sintoístas sobre los dioses y sobre la ritualidad que a ellos se asocia, el mito de la Llanura de lo Alto nos relata el origen de unos elementos que han desempeñado un papel muy especial en la historia religiosa de Japón: las Tres Enseñas Imperiales.

Las Tres Enseñas Imperiales son también conocidas como los Tres Tesoros Sagrados. Se trata de tres objetos con nombre propio: la espada Kusanagi, el espejo Yata o Yata no Kagami y la joya Yasakani o Yasakani no Magatama.

Como ya dijimos en el apartado dedicado al primer emperador, según la mitología relativa al origen del Casa Imperial japonesa, el nieto de la diosa Amaterasu, Ninigi no Mikoto, descendió desde los cielos portando consigo las Tres Enseñas Imperiales como emblema de legitimidad. Cada objeto simbolizaría además una virtud. La espada equivaldría a la fuerza; la joya sería la benevolencia y espejo vendría a representar la sabiduría.

El espejo Yata sería el mismo que habría animado a Amaterasu a salir de la cueva. Según la tradición, se conserva en el santuario de Ise, el principal centro de culto a Amaterasu en Japón. Hay que decir que el Ise Jingu o santuario de Ise resulta sumamente interesante también en otros aspectos, pues se ha venido destruyendo y reconstruyendo periódicamente cada veinte años desde poco tiempo después de su fundación, estimada hacia el año 4 a.C. Cada restauración trata de reproducir hasta el último detalle el edificio original anterior, de manera que el conjunto parece haber mantenido hasta hoy con relativamente pocas variaciones la arquitectura sacra de Japón del siglo I a.C.

El segundo de los objetos sagrados que componen las Tres Enseñas Imperiales, la espada Kusanagi, ‘la que corta la hierba’, sería el arma encontrada por Susanowo en el cuerpo de la serpiente. Hoy se venera en el templo de Astuta, en Nagoya.

Por último, la tercera Enseña Imperial, la joya Yasakani, custodiada en el Palacio Imperial de Tokyo, sería la que los dioses habrían colgado del árbol, junto con el espejo, a la entrada de la cueva de Amaterasu. A veces se representa como una sola gema, mientras otras fuentes aseguran que se trata de un collar de cuentas de jade.

Todas las enseñas se hallan cuidadosamente empaquetadas. Solamente el emperador de Japón puede quedarse a solas con los tres objetos sagrados, aunque nunca los desenvuelve. De hecho, la presentación de las Tres Enseñas es uno de los puntos culminantes de la ceremonia de coronación.

La idea de que las Tres Enseñas encarnan la legitimidad del gobernante no es solo una metáfora, y no han faltado ocasiones a lo largo de la historia japonesa para demostrarlo. Uno de los episodios más famosos es sin duda el que se produjo en el siglo XIV, cuando existieron dos cortes rivales en el país. La posesión de los Tres Tesoros hizo que la dinastía del sur fuera después reconocida como genuina por los historiadores y por los siguientes emperadores. Menos conocido pero igualmente significativo es el capítulo en el que la familia Taira llevó consigo las Enseñas a la guerra contra los Minamoto a finales del siglo XII.

Como cualquier otra religión, el sintoísmo, aún manteniendo mitos antiguos y ceremonias de gran tradición, fue variando a lo largo de los siglos. Durante los periodos Nara y Heian no solo fue armonizado con el budismo sino que se añadieron también elementos de origen taoísta relacionados con la longevidad y la sanación, sobre todo entre las clases populares. En los siglos XIII y XIV se produjeron nuevas ‘sistematizaciones teológicas’, algunas de las cuales de nuevo distanciaban la noción de kami de las ideas budistas.

Durante los dos primeros shogunatos, Kamakura y Muromachi, y durante la época Momoyama, el budismo había gozado de la preeminencia que le garantizaba el respaldo estatal. Pero las suertes se invirtieron en el último shogunato, es decir, en el periodo Tokugawa. A partir del XVII el sintoísmo recuperó el lugar de honor y se convirtió en un útil elemento político dentro de las ideas Tokugawa de identidad nacional. Este proceso culminaría en un fenómeno complejo y muy interesante desde el punto de vista histórico y antropológico: el sintoísmo de Estado del siglo XIX.

Historia breve de Japón

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