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Jacinto Octavia Picon
LÁZARO
I

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A mediados del siglo pasado, en una plaza de Madrid, formando rinconada con un convento, claveteada la puerta, fornido el balconaje y severo el aspecto de la fachada, se alzaba una casa con honores de palacio, a cuyos umbrales dormitaban continuamente media docena de criados y un enjambre de mendigos que, contrastando con la altivez del edificio, ostentaban al sol todo el mugriento repertorio de sus harapos. Algunos años después, un piadoso testamento legó la finca a la comunidad vecina, y en nuestro siglo descreído y rapaz, la desamortización incluyó en los bienes nacionales aquella adquisición que los pobres frailes debían a las legítimas gestiones de un confesor o al tardío arrepentimiento de un moribundo. Un radical de entonces, que luego se hizo, como es costumbre, hombre conservador y de orden, la compró por un pedazo de pan; y tras servir sucesivamente como depósito de leñas, mesón de arrieros, colegio de niños, café cantante y club revolucionario, vino a albergar una sociedad de baile en la planta baja, una oficina en el principal, y no sé cuántas habitaciones de pago dominguero en el interior de ambos pisos.

Aquella era la casa de los Tumbagas de Almendrilla. Nada queda de las grandezas de tan ilustre raza, y aun se teme que por falta de puntualidad en satisfacer derechos de lanzas y medias anatas, haya caducado el título que ostentaron, y cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

Como el de griegos y romanos, es incierto el origen de los Tumbagas de Almendrilla; pero eso mismo realza la antigüedad de su ralea, pues las cosas, las instituciones y los hombres parece que adquieren importancia con andar su nacimiento envuelto entre dudas y perplejidades de erudito. Dicho sea de paso, ninguno se ha propuesto poner en claro cuál fue la cuna de tan ilustres varones; pero si tal hubiese sucedido, nada habría sacado en limpio, pues, llegando la indagación a ciertas épocas, se para como ante muro de piedra o cortadura de monte, sin que se pueda averiguar lo que hay de cierto sobre que el primer Tumbaga fuese uno de los que acompañaron a Túbal en su venida a España.

Fundándose en raíces de palabras, cuyos tallos nadie conoce, dicen algunos que el origen de la raza no va más allá de la primera colonia fenicia, y hay quien afirma que lo de Almendrilla viene de un enorme peñón, así llamado, que sobre la cabeza de los moros dejó caer un Tumbaga desde las fragosidades en que D. Pelayo rechazó a los hijos del África. Ello es que en la época de los godos y al empezar la reconquista, había ya Tumbagas de Almendrilla, y los habrá siempre, a no ser que en las páginas de este relato muera el solo individuo que queda de tan nobilísima estirpe.

En vano se ha querido manchar el blasón de aquella ilustre casa. No es cierto que en tiempos del apocado Mauregato fuese un Tumbaga quien intervino en el famoso tributo de las cien doncellas. No está probado tampoco que cuando Sancho el Bravo se sublevó contra su padre, por creerle chiflado y a manera de espiritista, fuese un Tumbaga quien le alentó en la criminal rebelión. Son, en cambio, innumerables, y se convencerá de ello el que pueda, los beneficios, hazañas, hechos gloriosos o útiles que los Tumbagas de Almendrilla han realizado en pro de la patria española, dando pruebas de valor, tacto, arrojo y otras mil cosas escritas en caracteres ilegibles, almacenadas para solaz de ratones y pesadumbre de tablas de biblioteca.

Reinando Isabel I, un Tumbaga ideó poner cruces en las torres de la Alhambra. Bajo Carlos de Gante, cuando la nobleza castellana se hizo de turbulenta cortesana y de independiente palaciega, trocando hierros y armaduras por rasos y brocados, un Tumbaga fue el primero que se presentó en la corte llevando sobre los guantes de gamuza las armas de su escudo bordadas con sedas de colores. En los tiempos del prudente y piadosísimo Felipe II, no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos y perniciosos herejes a que no asistiera cerca del monarca un Tumbaga. Y mientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombre y terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellido sirviendo los amorosos caprichos de Uceda, que era entonces como servir al Rey mismo. Felipe IV y la Calderona no tuvieron confidente más fiel que Pedro de Tumbaga; y los bosquecillos del Pardo, las enramadas del Retiro, conservan todavía añosos troncos bajo los cuales el orgulloso magnate esperó, calado por el agua del cielo, a que el autor de La vida por su dama cortase la sabrosa plática que en los camarines de aquellos palacios tenía con la famosa comedianta.

En reinados posteriores, los Tumbagas ocuparon puestos donde bien pudieran haber sido útiles a la Religión o al Rey: uno mandaba en las procesiones el piquete de honor; acompañaba otro, espada en mano, al Santísimo Sacramento; daba éste la guardia al Santo Sepulcro; encargábase aquél, durante el verano, del mando de las falúas de paseo en los estanques de los Sitios Reales. Todos dejaron escrito en la historia de su casa algún rasgo notable de tan azarosa, pero gloriosa vida. Ni Carlos III hubiese podido ajustar el patriótico Pacto de familia, ni las fiestas reales de tiempo de Carlos IV hubieran tenido tanto lustre, a no mediar en las negociaciones y toreos un Tumbaga. Durante el cautiverio de Fernando el Deseado, mientras el populacho, inconsciente y salvaje, preparaba motines como el Dos de Mayo, los Tumbagas rodeaban al Rey, dispuestos a perder la vida en su servicio, aunque contenidos por la tradición, que les imponía antes el sacrificio del patriotismo que el de la propia lealtad.

El escudo de aquellos ínclitos varones es honroso jeroglífico, vivo recuerdo de triunfos, honores, distinciones y victorias. Tres cabezas de moro en campo verde no recuerdan, como algunos pretenden, la salvaje hazaña de haber vencido a tres sectarios de Mahoma, sino la graciosa broma de un Tumbaga que en cierto baile de trajes se presentó vestido de berberisco con dos amigos. Un gallo, desplegadas las alas y apoyado en sola una pata, recuerda que quien primero puso en su casa veleta de esta clase fue un Tumbaga; y el mote de la cinta que dice Yo solo, no indica que algún Tumbaga hiciese algo que merezca ser tenido por gloriosamente egoísta, sino que uno de tan envidiable estirpe fue quien intervino en las diferencias que separaron a Fernando VII de Pepa la Naranjera.

La familia no se ha extinguido, y muy lejos de la corte, entre las sinuosidades de un valle que en vano pugnan por fecundar riachuelos exhaustos de agua en el verano, y ricos en todo el año de guijarros, hay una casa de labranza, donde viven los últimos Tumbagas, ignorados del mundo y casi ignorantes de lo que su nombre fue en otro tiempo. Los olivos de áspero y dislocado tronco, los naranjos sobre cuyo verde oscuro resaltan las encendidas notas de sus frutos, y las robustas encinas que asientan como garras gigantescas sus raíces desnudas en la seca tierra, pueblan las vertientes de los cerros coronados de calvos y cenicientos peñascos. A largas distancias, como escondiéndose en las desigualdades del campo, se alzan cortijos y granjas, cercadas por tapias de cascote; el viento mueve blandamente la alta copa de alguna palmera que parece centinela avanzado de otros climas, y en el oscuro centro de los bosquecillos de adelfas y granados entonan los ruiseñores sus cantos de amor y sus gorjeos de alegría.

De tales encantos rodeada se alza la casa del tío Tumbaga, labriego querido y respetado en la comarca, como pudiera serlo cualquiera de sus antepasados cuando se cubría ante el Rey, y a quien más que el olivar o las tierras de pan llevar que constituyen su hacienda, envidian las mozas el hijo que Dios y su mujer, de común acuerdo, le dieron, a los nueve meses justos de matrimonio, allá por el año de mil ochocientos cincuenta y tantos.

No más que diez y siete primaveras tenía el mozo, y ya traía revueltas las faldas del lugar, sin que él hiciera nada por atraerse el cariño de las chicas. Decían unos que si ellas le miraban con buenos ojos, era por la esperanza de ser algún día dueñas de las riquezas de su padre, y alguien añadía que la brillante perspectiva de ser sobrina de Su Ilustrísima era lo que volvía locas a las beldades de las cercanías, pues Su Ilustrísima, es decir, el Obispo de la diócesis, era hermano del Tumbaga, y, por tanto, tío de Lázaro.

La causa de que dos hijos de un mismo padre tuvieran tan distinta suerte, que hizo al uno ser sucesor de todo el Apostolado y al otro humilde campesino, es por demás sencilla. Cuando el padre murió, sin dejarles más herencia que aquellos pocos terrones y algunas onzas de oro ocultas en un puchero enterrado en el huerto, tuvieron Diego y Antolín una conferencia, en la cual convinieron que debía uno de ellos procurar hacer carrera y conseguir medro, continuando otro al frente de las tierras a que habían quedado reducidos los antiguos estados de la nobilísima familia. De este modo, si la fortuna ayudaba al primero, podría luego proteger al segundo; y, en caso contrario, éste tendría siempre refugio que ofrecer al que intentaba restaurar el brillo de su casa y el renombre de su estirpe. Hiciéronlo así, y años después de la separación supo Diego que Antolín cantaba en una iglesia de Sevilla su primera misa. La protección de quien quiso dispensársela, y su buena fortuna, le empujaron de tal suene, que a los cincuenta años llegó Acolín a canónigo de una basílica, y veinticuatro meses después era preconizado obispo, con gran regocijo suyo y de su ama de gobierno. Llegó la nueva a conocimiento de Diego, que, exento de envidia, tuvo con ella mucha alegría, y pasados algunos días, llegó también la siguiente carta, primera que Antolín escribía con timbre del obispado:

«Querido y nunca olvidado hermano:

«Por la ayuda de Dios Nuestro Señor, más que por mi propio esfuerzo, y también por favor de Su Santidad y del Rey (Q. D. G.), me he sentado hace una semana en la silla episcopal de esta diócesis, por cuyos fieles pido en mis oraciones. Ya ves cómo ha llegado para nosotros a lucir la fortuna, y qué bien hicimos en disponer las cosas de manera que han venido a dar este resultado. Excuso decirte que cuanto soy y valgo pongo a tu servicio; mas como no se trata de vanos ofrecimientos, sino de firmes y leales propósitos, bueno será que empecemos luego a disponer lo que mejores frutos pueda dar en el porvenir. Por tus pocas y tardías, pero extensas cartas, he venido haciéndome cargo de que tu hijo Lázaro es listo como él solo. Tratemos, pues, de sacarle de entre esas breñas, démosle educación conveniente, instruyéndole en las buenas doctrinas del santo temor de Dios, y hagamos cuanto en nuestra mano esté para que, como yo he llegado a ser pastor de los rebaños de Cristo, alcance él mayores honras. Me encargo de todo. Envíamele sin cuidarte de más, y decídete a hacer el sacrificio de la separación en obsequio a su felicidad. Adiós, Diego; recibe para tí y los tuyos, con mi bendición de Prelado, mi abrazo de cariñosísimo hermano.

«ANTOLÍN.»

Leer el pobre viejo esta carta, sentir sus ojos húmedos por el llanto y temblarle los labios de emoción, todo fue uno. Restregose los párpados con el curtido revés de la encallecida mano, llamó al mozo, leyole la carta, y sin titubear un punto, le dijo:

– Dentro de dos días te vas del pueblo.

¡Pobre padre! Con la mejor intención del mundo y la mayor abnegación, pensando que cuanto su hermano proponía era lo más conveniente, decidió quedarse solo, añadiendo a su viudez la orfandad en que la partida del muchacho había de dejarle. No paró mientes en lo terrible de aquella soledad; no consideró que para custodiar las trojes, vigilar a los segadores y cuidar de la aceituna, le faltaría en lo sucesivo su activo celo. Atendió solamente al porvenir de Lázaro, y de grado o por fuerza, hízole montar en una mula, y salir en ella, no a correr mundo como sus antepasados a Flandes en busca de aventuras o a Italia persiguiendo honores, sino a presentarse al bueno del obispo, para que éste modelara, cual si fuera de arcilla, aquella alma que aún no había despertado a la vida.

¡Qué largas y qué tristes iban a ser las veladas de invierno pasadas junto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire la conversación! ¡Qué monótonas habían de parecerle las noches de verano! ¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al fresco brocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear de aquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!

Todo lo pensó y midió el pobre campesino; pero poniendo antes los razonamientos del interés que los del cariño egoísta, vio que sería torpeza dejar pasar de largo a la fortuna cuando cruzaba ante el umbral de la casa.

Hiciéronse los preparativos, y una mañana partió a la capital de la provincia, prometiendo a su padre tenerle al corriente de cuanto le acaeciera.

Dejando atrás montes y llanos, cortijos y caseríos, viajando hoy en compañía de arrieros, durmiendo mañana sobre los arcones de la paja en las ventas, llegó Lázaro a su destino más cansado de cuerpo que esperanzado de ánimo.

Eran las ocho de una mañana luminosa y alegre, cuando se apeaba nuestro héroe en el zaguán de la casa, llamada pomposamente Palacio Episcopal. Recibiéronle criados y familiares; hízosele esperar a que Su Ilustrísima terminara la misa que cotidianamente rezaba, y entráronle, atravesando pasillos y corredores, en una habitación cuyo aspecto parecía pedir señores de casacón y damas con faldas de medio paso. Cuanto había en ella olía a siglo pasado. En los muros, tapizados de un verde oscuro rameado de otro más claro, veíanse algunas cornucopias enormes con figurillas grabadas en el cristal. Un par de cuadros religiosos, de dudoso dibujo, ocupaban el testero principal, y bajo ellos, rodeado de taburetes cojos, había un sofá raído y destrozado por el roce continuo con pedigüeños impacientes o canónigos de gran peso. Sobre una mesa de ébano, con señales de haber tenido en otro tiempo incrustaciones, había un crucifijo de marfil rajado y amarillento, con sus gotas de sangre abermellonada y sus clavos de plata. Un San Cristóbal gigantesco, mal trazado y de peor color que dibujo, guardaba la puerta de entrada, en cuyo dintel dormitaba con la mayor vigilancia un familiar dispuesto a troncharse el espinazo cada vez que Su Ilustrísima pasaba por allí. Sobre el hueco de un balcón había un cuadro, acaso del Españoleto, que representaba a Santa María Egipciaca tendida en las arenas del desierto, enteramente desnuda, muy hermosa y más incitante de lo que fuera oportuno en sitio frecuentado por gentes de Iglesia. A un extremo, ante una mesita cubierta de expedientes y cartas, escribía con pluma de ganso y tintero de loza, un clérigo flaco y apergaminado, como si viviera en perpetua cuaresma. Y, finalmente, de una percha pendían varios manteos, raídos y apolillados unos, de nuevo y luciente paño otros.

En aquella estancia dejaron solo a Lázaro. Ni él reparó en los clérigos, ni ellos se dieron cuenta de la presencia del labriego. Pasó un cuarto de hora abstraído el chico en sus cavilaciones, dormitando el guardián, y raspando borrones el que escribía, hasta que, tras ruido de puertas que se abrieron y cerraron, entró en la habitación el obispo.

Era alto, seco, nervioso, de mirada inteligente y dura, y de tez morena oscurecida por el paño de la mal rapada barba. Vestía una sotana morada, ya deslucida por el uso. Llevaba en el pecho una cruz y en el dedo un anillo de gruesas amatistas. Le seguían, como doble sombra negra, otros dos eclesiásticos, y era al mismo tiempo, sin que una cualidad dominara a la otra, antipático y respetable.

Acogió a Lázaro con benignidad, queriendo dar a sus facciones esa afabilidad de semblante con que pretende hacerse simpático quien sabe que no lo es, y echándole el brazo derecho sobre los hombros, le llevó hasta su cuarto, diciendo a los que le rodeaban: – Llamaré cuando os necesite.

Pasaron de aquella sala a otra, donde lo severo de la ornamentación no excluía la comodidad y el regalo, y allí, arrellanado el tío en un sillón de cuero, sentado apenas el chico en el borde de una silla, miráronse mutuamente algunos segundos, tratando cada cual de explorar las intenciones del otro.

– Tu padre y yo – dijo al fin el Prelado – hemos convenido en sacarte del pueblo, y procurar, por cuantos medios haya a nuestro alcance, darte una educación que pueda labrarte un porvenir que compense nuestros sacrificios al par que tus esfuerzos. La posición en que, a Dios gracias, me encuentro, ha de servirnos de mucho, y si te aplicas, creo que podremos salir adelante. Listo eres, según me dicen; sé además trabajador, y el resto lo obtendrás con exceso. Aquí te quedas preparándote para entrar en el Seminario. Nada ha de faltarte; ni maestros, ni consejos, ni ejemplos. ¡Quiera el Señor que seas un día Príncipe de la Iglesia! Otros de más humilde origen han llegado a tan alta jerarquía, y no habrá milagro en que les iguales. Está preparado tu alojamiento, y yo cuidaré de que nada te falte.

Lazaro

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