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Jacinto Octavia Picon
TRES MUJERES
La recompensa
VI

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Hacia los primeros días de 1874, la desgracia cayó sobre ellas en forma irremediable y terrible.

Un extraordinario de un periódico les dio repentina y brutalmente la noticia. Oyeron vocear el papel, mandaron comprarlo, y sin poder llorar ni gemir, secas las gargantas, enjutos los ojos, atarazada el alma por la desesperación y la sorpresa, leyeron lo siguiente:

«Pamplona, 9 Enero, 10,15 mañana.

«El titulado brigadier Garzuaga fue ayer batido en Puente-Rey con pérdida de más de 300 hombres, caballos, armas, carros y municiones.

«Las fuerzas liberales han experimentado también sensibles pérdidas. El brigadier Queralt está herido de gravedad. El coronel Quintana levemente. El comandante de ingenieros D. José Gutiérrez Riela y el capitán del mismo cuerpo D. Andrés Pérez Deza han muerto heroicamente en el campo del honor. Las bajas de la clase de tropa no pueden precisarse todavía.»

Movidas de impulso igual y simultáneo, se arrojaron una en brazos de otra sintiendo al mismo tiempo que las garfiadas del dolor los inquietos latidos de dos seres que antes de nacer eran huérfanos…

Primeras impresiones de amor, dulzuras de pasión satisfecha, esperanzas para lo por venir, todo quedaba destruido, todo parecía mentira: únicamente la desgracia era verdad.

A fin de Marzo, con diferencia de veinticuatro horas, parieron un niño cada una en la misma habitación, tragándose las lágrimas y los quejidos, animándose mutuamente a tener valor, buscando en su cariño fraternal el único consuelo que les quedaba. Los recién nacidos no se les parecían: ambos eran pelinegros y muy blancos, señal de que habían de ser morenos como sus pobres padres, que dormían para siempre entre los peñascales ensangrentados de Navarra.

Ya no tenían ventura que esperar aquellas infelices mujeres: ni aun la de sufrir unidas. Juntas crecieron en el convento cuando niñas; juntas gastaron riqueza y derrocharon alegría, siendo mientras pudieron ligeras y frívolas como su propia juventud; al mismo tiempo amantes, casadas, viudas y madres: sus dichas y sus penas parecían tan hermanadas como ellas mismas; pero había llegado la hora de que se rompiese el misterioso paralelismo de sus vidas.

El parto de Valeria había sido rápido y feliz; el de Susana trabajoso y de fatales consecuencias. La fiebre puerperal que se apodero de ella fue intensísima, y halló su organismo tan conmovido y debilitado por los recientes infortunios y penas, que no tuvo fuerzas para resistirla. Sintiéndose morir, llamó a Valeria y le habló de este modo:

– No te hagas ilusiones – dijo sonriendo con una serenidad que daba miedo; – esto se acabó.

Quiso su amiga interrumpirla gastando bromas y fingiendo esperanzas, mas ella continuó:

– Óyeme bien. Ya sabes lo que te quiero… No tengo parientes, y puede que sea mejor… Mi hijo va a quedar solo en el mundo; te lo confío… tú serás su madre… júrame que le querrás y le cuidarás… como…

– Calla, mujer. ¡Qué has de morirte! ¿No has de resistir esto, tú que eres más fuerte que yo? Te pondrás buena y seremos felices…, es decir, viviremos para los niños, porque felices ya no podemos ser…; pero si te murieras, que no te morirás, por el recuerdo de todo el bien que me has hecho, te juro que tu hijo…, vamos, como si fuera mío.

– ¡Pobre Valeria! ¿Qué será de ti con dos criaturas?… Esto va muy aprisa. Escucha. En aquel cajón de la mesa que usaba Pepe, hay ocho mil duros en papel del Estado, que vienen a dar ocho mil reales al año. Allí están también los mil duros que sabes que teníamos ahorrados. Por último, en el cajón de más arriba encontrarás las escrituras de propiedad de mi casa de Rivaria. Yo no he estado allí nunca, pero sé que es un caserón con un huerto: los labriegos que lo tienen arrendado no pagan hace mucho tiempo. Quizá por eso no se quedó mi tutor con la finca. Los títulos de la Deuda y el dinero de los ahorros los coges en cuanto me cierres los ojos, y ahora manda venir a un escribano. Quiero que la casa sea legalmente tuya para que nadie pueda molestarte. Ya sabes con lo que cuentas. Lo principal es que no teniendo nada mi hijo… no habrá quien piense hacerse cargo de él.

Valeria quiso resistir por animarla, pero ante la energía con que expresaba el deseo, cedió.

Vino el notario: Susana hizo una declaración reconociendo que cuanto había en la casa era de Valeria, y que en pago de una deuda que confesaba, le daba la finca de Rivaria. Del niño no se habló palabra. ¿Quién había de solicitar su tutela siendo pobre?

Pocas horas después, como si se hubiese esforzado en vivir hasta ultimar lo hecho, Susana moría en brazos de Valeria. Ella la amortajó y veló, pasando la noche arrodillada a los pies del cadáver.

De rato en rato se levantaba para ir a ver a los niños.

¡Qué contraste el formado por la vida y la muerte que allí se mostraban con toda la brutal realidad de los hechos: ¡Qué lástima de mujer, tan hermosa y tan buena! ¿Qué falta hacía a nadie arrancarle la existencia como se descuaja una planta? ¿Ni qué falta hacían en el mundo aquellos angelitos?

Valeria les contemplaba con miradas de ternura, iguales para ambos, cual si se le hubiese duplicado el cariño de madre, y a pesar de la tristeza que sentía, no le era posible sustraerse al influjo de una observación que ya había hecho y que en aquel momento, hasta contra su voluntad, se le iba entrando al pensamiento, agitándoselo con desvaríos de la imaginación.

Cada vez que se acercaba a las camitas donde estaban acostados y se fijaba en ellos, aquella observación se confirmaba con más fuerza. Los niños se parecían muchísimo: ambos eran muy blancos, de pelo y ojos negros, chatillos, gorditos, casi de igual volumen. Claro estaba que andando el tiempo habrían de diferenciarse física y moralmente, revelando su distinto origen; pero entonces, casi hubieran podido pasar por mellizos. A Valeria le parecía el suyo mil veces más hermoso y mejor formado, y sin embargo, hubo un momento en que pensó: «Vaya, que se parecen mucho, son casi iguales, tan semejantes, que si dejara de verlos unos cuantos meses…, no acertaría con el mío; es decir, míos son los dos; en fin, con el que yo he parido.»

Luego, en el largo monólogo de aquella noche interminable cruzaron por su mente recuerdos de la juventud, memorias de gratitud hacia Susana, punzadas de dolor renovado por la pérdida del hombre a quien había querido, e ideas de miedo y responsabilidad ante la carga que para ella representaba el porvenir de aquellos niños. – «¿Sabré corresponder – se decía – a todo lo que Susana ha hecho conmigo? ¿Podré pagar al hijo lo que debo a la madre? ¿Llegará un momento en que las circunstancias me obliguen a favorecer al mío en perjuicio del suyo? El poco dinero que queda entre mis manos no es nuestro, yo nada tengo… ¿Me asaltará algún día la tentación del despojo…, será más fuerte mi amor de madre que el recuerdo de la gratitud y el cumplimiento del deber?» Y al mismo tiempo que discurría todo esto, en su pensamiento iban hermanándose y confundiéndose, hasta compenetrarse, aquella observación insistente del parecido de los niños y aquella idea extravagante favorecida por las condiciones de la realidad.

Sus propias palabras eran la síntesis de la situación: «Si dejases de verlos unos cuantos días, no sabrías cuál es el tuyo.»

¿Fue propósito razonado de alma grande, fruto de una extraordinaria elevación de espíritu? ¿Desarreglo de inteligencia trabajada por una idea fija? ¿Acaso sugestión de ese algo misterioso que a veces nos aproxima, por el anhelo del bien, a la divinidad?

Tres mujeres

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