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¡VÁMONOS, VÁMONOS!

Sin embargo, en la habitación ya había otra luz, mil veces más brillante que las lamparitas. Rápidamente, se había metido en todos los cajones del cuarto de los niños, buscando la sombra de Peter. También revolvió el armario y dio vuelta todos los bolsillos. En realidad, no era una luz. Daba luz, porque volaba de un lado al otro, a gran velocidad. Pero cuando se detenía un segundo, se veía que era un hada, de pocos centímetros de altura, pero todavía en etapa de crecimiento. Se llamaba Campanita y estaba primorosamente vestida con una hoja que dejaba ver muy bien su figura: tenía una ligera tendencia a engordar.

Un momento después, las estrellas soplaron, la ventana se abrió y entró Peter. Había llevado a Campanita en la mano y todavía la tenía manchada con polvillo de hada.

–Campanita –llamó en voz baja, cuando vio que los niños estaban dormidos–, ¿encontraste mi sombra?

Le contestó un tintineo maravilloso, como de campanas doradas. Ese es el lenguaje de las hadas. Campanita dijo que la sombra estaba en la caja grande (quería decir la cómoda).

Peter se lanzó sobre los cajones, tirando al suelo todo lo que contenían. Poco después, recuperó su sombra pero, con el entusiasmo, se olvidó de que había dejado a Campanita encerrada en el cajón. Lo único que pensaba era que, cuando se juntaran, su sombra y él se unirían como dos gotas de agua. Y cuando no fue así, se horrorizó. Intentó pegársela con jabón, pero eso también falló. Entonces, se sentó en el suelo y se puso a llorar.

Wendy se despertó. No se asustó al ver a un desconocido. Solo sintió un agradable interés.

–Niño, ¿por qué lloras? –le preguntó con amabilidad.

Peter también podía ser muy amable, pues había aprendido buenos modales en las ceremonias de las hadas. Por eso, se levantó y le hizo una reverencia.

–¿Cómo te llamas? –preguntó él.

–Wendy Moira Ángela Darling –respondió ella, con satisfacción–. ¿Y tú?

–Peter Pan.

Estaba segura de que tenía que ser Peter, pero el nombre le resultó demasiado corto y le preguntó:

–¿Eso es todo?

–Sí –contestó él, enojado. Por primera vez le parecía que tenía un nombre corto.

–Cómo lo siento –dijo Wendy Moira Ángela.

–No es nada –masculló Peter.

Ella le preguntó dónde vivía.

–Segunda a la derecha y luego todo recto hasta la mañana.

–¡Qué dirección más rara!

Peter se sintió desalentado. Por primera vez le parecía que quizás era una dirección rara. Aun así, le dijo:

–No, no lo es.

–Me refiero a que... ¿ponen eso en las cartas?

Él deseó que no hubiera hablado de cartas y le respondió con desprecio:

–Yo no recibo cartas.

–Pero tu madre recibirá cartas…

–No tengo madre –aseguró él.

Peter no solo no tenía madre, sino que no sentía el menor deseo de tener una. Le parecía que las madres eran personas a las que se les daba demasiada importancia. Por el contrario, Wendy sintió que la vida de ese niño debía ser una tragedia.

–Oh, Peter, ahora entiendo por qué llorabas –le dijo, mientras salía de la cama y se sentaba a su lado.

–No estaba llorando por cosas de madres –le aclaró él, bastante irritado–. Lloraba porque no consigo que la sombra se me quede pegada. Además, no estaba llorando.

Wendy vio la sombra en el suelo, toda arrugada, y se apenó muchísimo por Peter.

–Se te despegó. ¡Qué horror! –exclamó.

Y no pudo evitar sonreír cuando vio que había tratado de pegársela con jabón. “¡Típico de un varón!”, pensó. Por suerte, ella sabía lo que había que hacer.

–Hay que coserla –le propuso.

–¿Qué es coser? –preguntó él.

–Eres un ignorante.

–No, no lo soy.

Ella estaba divertidísima con su ignorancia y sacó su costurero para coser la sombra al pie de Peter.

–Creo que te va a doler un poco –le advirtió.

–No voy a llorar.

Peter estaba convencido de que no había llorado en su vida. Entonces, apretó los dientes y no lloró. Poco después, su sombra se portaba como es debido, aunque seguía un poco arrugada.

–Debería haberla planchado –dijo Wendy, pensativa.

Pero a Peter no le importaban las apariencias y daba saltos, loco de alegría. Por desgracia, ya había olvidado que estaba feliz gracias a Wendy. Creía que él mismo se había pegado la sombra.

–¡Qué hábil soy! –se alababa con entusiasmo.

Es feo tener que confesar que esa fanfarronería era una de sus características más fascinantes. Para decirlo con franqueza, nunca hubo un chico más descarado. Y Wendy estaba escandalizada.

–¡Peter, qué engreído! ¡Claro, yo no hice nada! –exclamó la niña, con ironía.

–Hiciste un poco –aceptó él y siguió bailando.

–¡Un poco! –repitió ella, enojada–. Si sirvo para tan poco, entonces me voy.

De un salto, Wendy se metió en la cama y se tapó la cara con las mantas. Peter fingió que se iba, solo para que lo mirara. Pero como no obtuvo ningún resultado, se sentó en la punta de la cama, le dio unos golpecitos con su pie y le pidió:

–Wendy, no te duermas. Cuando estoy contento, no puedo evitar alabarme.

Ella seguía sin mirar, aunque escuchaba atentamente.

–Wendy –insistió él, con una voz a la que ninguna mujer ha podido resistirse jamás–, una chica vale más que veinte chicos.

Esta vez, acertó. Wendy espió fuera de las mantas.

–¿De verdad crees eso? Me parece encantador.

Wendy se levantó, se sentó junto a él y le dijo que, si quería, le daría un beso. Pero Peter no sabía de qué hablaba y alargó la mano, como esperando que pusiera algo en ella.

–¿No sabes lo que es un beso?

–Lo sabré cuando me lo des –respondió él, muy serio.

Para no demostrarle que se había equivocado, ella le dio un dedal.

–¿Ahora te doy un beso yo? –preguntó Peter.

–Si quieres –contestó Wendy y le acercó la cara.

Pero quedó bastante en ridículo, porque lo único que hizo él fue ponerle una bellota en la mano. Ella tuvo que mover la cara hasta su posición anterior y, para disimular su error, le dijo que colgaría el beso de la cadena que llevaba en el cuello. Fue una suerte que la pusiera allí ya que, más adelante, le salvaría la vida.


Cuando las personas se conocen, acostumbran preguntarse la edad. Y como a Wendy siempre le gustaba hacer las cosas correctamente, le preguntó cuántos años tenía. Esa no era una pregunta que a Peter le cayera muy bien. En realidad, no tenía ni idea, solo sospechas, y dijo, por decir:

–No sé, pero soy muy joven. Me escapé el día en que nací. Fue porque oí a papá y mamá hablar sobre lo que yo iba a ser cuando fuera grande –le explicó y se puso nerviosísimo–. ¡No quiero ser grande jamás! –continuó con rabia–. Quiero ser siempre un niño y divertirme, así que me fui a vivir con las hadas.

Ella lo miró con admiración. Él pensó que era porque se había escapado pero, en realidad, era porque conocía a las hadas. Como a Wendy eso le parecía una maravilla, le hizo una catarata de preguntas. A Peter, las hadas le resultaban bastante molestas, porque lo estorbaban y cosas así. De hecho, a veces tenía que darles algún golpe. Sin embargo, en general le gustaban, y le contó el origen de las hadas.

–Cuando el primer bebé se rio por primera vez, su risa se rompió en mil pedazos que se desparramaron. Y esos pedazos se convirtieron en las primeras hadas. Por eso, debería haber un hada por cada niño y niña.

–¿Debería? ¿Es que no hay?

–No. Ahora los niños saben tantas cosas que, pronto, dejan de creer en las hadas. Y cada vez que alguno dice: “No creo en las hadas”, una cae muerta.

La verdad es que a Peter le parecía que ya habían hablado suficiente sobre las hadas y se dio cuenta de que Campanita estaba muy silenciosa.

–No sé dónde se habrá metido –dijo y se puso a llamarla.

El corazón de Wendy se aceleró de la emoción.

–¡Peter, no me digas que hay un hada en esta habitación! –exclamó.

–Estaba aquí hace un momento –respondió él, algo impaciente–. ¿Tú no la oyes?

–Lo único que oigo es algo como un tintineo de campanas –afirmó Wendy.

–Esa es Campanita. Me parece que yo también la oigo.

El sonido llegaba desde la cómoda y Peter puso cara de diversión. Nadie tenía una expresión tan divertida como él y su risa era una música encantadora. Todavía conservaba su primera risa.

–¡Creo que la dejé encerrada en el cajón! –susurró.

Entonces, lo abrió y Campanita revoloteó por la habitación, chillando furiosa.

–No deberías decir esas cosas –le respondió él–. Claro que lo siento, pero ¿cómo iba a saber que estabas ahí?

Wendy no podía escucharlo de tanta emoción.

–¡Oh, Peter! ¡Ojalá se quedara quieta para verla!

–Casi nunca se quedan quietas –le contó él. Pero, durante un instante, Wendy vio la hermosa figurita, posada en el reloj cucú.

–Ojalá fuera mi hada. ¡Qué bonita! –suspiró, aunque la cara de Campanita estaba deformada por la rabia.

–Campanita –dijo Peter, afectuosamente–, esta dama desearía que fueras su hada.

Campanita contestó con insolencia. Y como Wendy no entendió, él tuvo que traducir.

–No es muy amable. Dice que eres una niña grande y fea, y que ella es mi hada.

Después, trató de discutir con Campanita:

–Tú sabes que no puedes ser mi hada, porque yo soy un caballero y tú eres una dama.

–Cretino –fue la respuesta de Campanita. Y desapareció en el cuarto de baño.

–Es un hada bastante grosera –explicó Peter, disculpándose.

Wendy siguió persiguiéndolo con preguntas.

–¿Y sigues viviendo con las hadas?

–No. Ahora vivo con los niños perdidos.

–¿Y esos quiénes son?

–Son los niños que se caen de sus cochecitos cuando las niñeras no los miran. Si después de siete días nadie los reclama, se los envía al País de Nunca Jamás para evitar gastos. Yo soy su capitán.

–¡Qué divertido debe ser!

–Sí, pero nos sentimos bastante solos porque no hay niñas. Ya sabes, las niñas son demasiado listas para caerse de sus cochecitos –dijo el astuto Peter.

–Tienes una forma encantadora de hablar de las niñas. En cambio, John nos desprecia –le contó Wendy.

Al oírla, él se levantó y, de una patada, tiró a John de la cama, con mantas y todo.

Como recién se conocían, a Wendy le pareció que había sido bastante atrevido al hacer eso y le dijo que, en su casa, él no era capitán. Sin embargo, como John continuaba durmiendo tan plácidamente en el suelo, lo dejaron allí y se sentaron a su lado.

–Ya sé que querías ser amable –agregó Wendy, ablandándose–, así que puedes darme un beso.

Wendy se había olvidado de que Peter no sabía lo que eran los besos.

–Ya me imaginaba que querrías que te lo devolviera –dijo él, con un poco de pena, e hizo el gesto de devolverle el dedal.

–Ay, perdón, no quise decir un beso, sino un dedal –se corrigió ella.

–¿Qué es eso?

–Es como esto –respondió y le dio un beso.

–¡Qué curioso! –exclamó Peter, sorprendido–. ¿Ahora te puedo dar yo un dedal?

–Si lo deseas –dijo Wendy, esta vez sin inclinar la cabeza.

Peter le dio un dedal y, casi inmediatamente, ella gritó.

–¿Qué pasa, Wendy?

–Es como si alguien me hubiera tirado del pelo.

–Debe haber sido Campanita. Nunca la había visto tan antipática.

Efectivamente, Campanita estaba revoloteando por ahí otra vez, empleando un lenguaje muy ofensivo.

–Wendy, dice que te lo volverá a hacer cada vez que yo te dé un dedal.

–¿Por qué?

–¿Por qué, Campanita?

Campanita volvió a contestar:

–Cretino.

Peter no entendía por qué lo trataba tan mal, pero Wendy, sí. Después, se desilusionó un poquito cuando él admitió que no había ido a la ventana para verla a ella, sino para escuchar cuentos.

–Es que yo no sé ningún cuento. Y ninguno de los niños perdidos recuerda cuentos –se quejó Peter. Luego dijo–: Tu madre les estaba contando una historia preciosa. La del príncipe que no podía encontrar a la dama del zapatito de cristal.

–Esa era Cenicienta y él la encontró y vivieron felices para siempre –se emocionó Wendy.

Peter se puso tan contento que se levantó del piso, corrió a la ventana y anunció:

–Voy a decírselo a los otros chicos.

–No te vayas –le pidió ella–. Sé muchos cuentos.

Esas fueron sus palabras exactas, así que no se puede negar que fue Wendy quien tentó a Peter.

Él regresó. Tenía un brillo interesado en los ojos, pero ella no se dio cuenta de sus intenciones. Entonces, comenzó a arrastrarla hacia la ventana.

–Ven conmigo y cuéntales a los otros chicos.

A Wendy le encantó que se lo pidiera, pero dijo:

–Ay, no puedo. ¡Piensa en mi mamá! Además, no sé volar.

–Yo te enseñaré. Subimos a la ventana y allá vamos.

–¡Ooh! ¡Qué maravilla poder volar! –gritó Wendy.

–En vez de estar durmiendo en esa tonta cama, podrías volar conmigo y decirles cosas graciosas a las estrellas.

–¡Oooh!

–Además, hay sirenas.

–¡Sirenas! ¿Con cola?

–Unas colas larguísimas.

–¡Ooooh! ¡Qué fantástico ver una sirena!

Peter hablaba con mucha astucia. Ella se movía, nerviosa, como si intentara seguir pisando el suelo del cuarto. Pero él seguía tentándola, sin piedad.

–Y nos podrías arropar por la noche. A ninguno de nosotros nos han arropado jamás –agregó, el muy tramposo.

–¡Oooooh!

–Y podrías remendarnos la ropa y hacernos bolsillos. Ninguno de nosotros tiene bolsillos.

¿Cómo podía resistirse la pobre Wendy?

–¡Sería absolutamente fascinante! –exclamó– ¿También les enseñarías a volar a John y a Michael?

–Si quieres –respondió Peter, con indiferencia.

Ella corrió a sacudir a sus hermanos mientras gritaba:

–¡Despierten, vino Peter Pan y nos enseñará a volar!

–Entonces me levantaré –dijo John, frotándose los ojos. Pero, como ya estaba en el suelo, agregó–: ¡Uy, ya estoy levantado!

Michael también se había levantado cuando, de pronto, Peter hizo señas de que guardaran silencio. Y todos pusieron la cara que ponen los niños (cara de astucia) cuando escuchan con atención, por si oyen ruidos de mayores. No se oía ni una mosca, así que todo iba bien. ¡No! ¡Un momento! Todo iba mal. Nana, que había estado inquieta y ladrando, ahora se había callado. Era su silencio lo que habían oído.

–¡Rápido! ¡Acuéstense! –ordenó John (y esa fue la única vez que dio órdenes durante toda la aventura).

Por eso, cuando Liza entró, sujetando a Nana, el cuarto de los niños parecía el mismo de siempre. Y se podría haber jurado que sus tres traviesos ocupantes dormían.

Liza había tenido que abandonar la cocina por culpa de las absurdas sospechas de Nana y pensó que la mejor forma de conseguir un poco de paz era llevarla al cuarto de los niños.

–Ahí tienes, animal desconfiado –le dijo–, están perfectamente a salvo. Cada angelito dormido en su cama. Escucha qué suavemente respiran.

Pero Nana conocía ese tipo de respiración simulada y trató de soltarse.

–Basta ya, Nana –la retó Liza, mientras la arrastraba fuera de la habitación–. Si vuelves a ladrar, iré a buscar a los señores. Y si se pierden la fiesta por tu culpa, ya verás la paliza que te da el señor.

Liza volvió a atar a la desdichada perra. ¿Pero creen que Nana dejó de ladrar? ¡La amenazaba con sacar de la fiesta a los señores! Si eso era, exactamente, lo que ella quería. Y por supuesto, no le importaba que le pegaran, mientras sus niños estuvieran a salvo. Por eso tiró y tiró de la soga hasta que, por fin, la rompió. Pocos instantes después, entraba corriendo en el comedor de los vecinos.

Cuando el señor y la señora Darling vieron llegar a Nana, supieron que algo horrible sucedía en el cuarto de sus hijos y, sin despedirse de los dueños de casa, salieron a la calle. Pero habían pasado diez minutos desde que dejamos a los chicos en sus camas, y Peter Pan puede hacer muchas cosas en diez minutos. Volvamos a la habitación de los chicos y veamos qué.

–Todo en orden –anunció John, mientras se levantaba–. Oye, Peter, ¿de verdad sabes volar?

En vez de molestarse en contestar, Peter voló por la habitación y se posó en la repisa de la chimenea.

–¡Estupendo! –gritaron John y Michael.

–¡Encantador! –agregó Wendy.

–¡Sí, soy encantador! ¡Pero qué encantador soy! –dijo Peter olvidando, de nuevo, los modales.

Volar parecía maravillosamente fácil y lo intentaron, primero, desde el suelo. Luego, desde las camas. Pero siempre iban hacia abajo en vez de ir hacia arriba.

–¿Cómo lo haces? –preguntó John, frotándose la rodilla. Era un chico muy práctico.

–Te imaginas cosas estupendas y ellas te levantan por los aires –le explicó Peter y se lo volvió a demostrar.

–Vas muy rápido –dijo John–. ¿No podrías hacerlo una vez muy despacio?

Peter lo hizo despacio y rápido.

–¡Ya lo tengo, Wendy! –exclamó John, pero pronto descubrió que no era así.

Ninguno conseguía elevarse ni siquiera unos pocos centímetros y no porque fueran inútiles. Lo que sucedía era que nadie puede volar si no ha recibido el polvillo de las hadas. Por suerte, como ya dijimos, Peter tenía una mano llena de ese polvillo y se lo sopló a cada uno de los chicos, con un resultado magnífico.

–Ahora, muevan los hombros así y tírense –les mostró.

Todos estaban sobre las camas y el valiente Michael se tiró primero. Inmediatamente, cruzó la habitación flotando.

–¡Volé! –gritó cuando todavía estaba en el aire.

John se lanzó y se chocó con Wendy, cerca del baño.

–¡Maravilloso!

–¡Estupendo!

–¡Mírenme!

No tenían la elegancia de Peter y no podían dejar de sacudir las piernas. Pero sus cabezas tocaban el techo y no existe casi nada tan maravilloso como eso. Arriba y abajo, vueltas y vueltas, hasta que John gritó:

–¡¿Por qué no salimos?!

Por supuesto, eso era lo que Peter tenía planeado.

Michael estaba dispuesto: quería ver cuánto tardaba en hacer un billón de kilómetros. Pero Wendy dudaba.

–¡Sirenas! –repitió Peter.

–¡Oooh!

–Y hay piratas.

–¡Piratas! ¡Vámonos ahora mismo! –exclamó John, tomando su sombrero.

En ese momento, el señor y la señora Darling salían de la casa de los vecinos. Desde la calle, miraron hacia la ventana del cuarto de los niños. Sí, seguía cerrada. Pero la habitación estaba inundada de luz. Y algo aun más estremecedor: a través de la cortina, vieron tres pequeñas siluetas que daban vueltas y vueltas por el aire. Tres siluetas no, ¡cuatro!

Temblando, entraron a su casa y el señor Darling corrió escaleras arriba. ¿Se preguntan si llegaron a tiempo al cuarto de los niños? Si fue así, todos suspiraremos aliviados. Pero no tendremos más historia. ¿Y si no llegaron a tiempo? En ese caso, prometo que, al final, todo saldrá bien.

Habrían llegado al cuarto de los niños a tiempo, si las estrellitas no hubieran estado vigilándolos. Pero una vez más, abrieron la ventana de un soplo y la más pequeña gritó:

–¡Ojo, Peter!

Entonces, Peter supo que no había tiempo que perder.

–¡Vámonos, vámonos! –gritó con decisión y se elevó, seguido por John, Michael y Wendy.

Los señores Darling y Nana entraron al cuarto de los niños demasiado tarde. Esos pájaros ya habían volado.


Peter Pan

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