Читать книгу Novelas completas - Джейн Остин, Сет Грэм-Смит, Jane Austen - Страница 3

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Capítulo II

La señora de John Dashwood se instaló como dueña y señora de Norland, y su suegra y cuñadas descendieron a la categoría de visitantes. Mientras tanto, sin embargo, las trataba con tranquila cortesía, y su marido con tanta bondad como le era posible sentir hacia cualquiera más allá de sí mismo, su esposa e hijo. Realmente les insistió, con alguna obstinación, para que consideraran Norland como su hogar; y dado que ningún proyecto le parecía tan apropiado a la señora Dashwood como permanecer allí hasta acomodarse en una casa de la vecindad, aceptó su invitación.

Quedarse en un lugar donde todo le recordaba antiguas alegrías, era exactamente lo que tranquilizaba a su mente. En los buenos tiempos, nadie tenía un temperamento más alegre que el de ella o poseía en mayor grado esa optimista expectativa de felicidad que es la felicidad misma. Pero también en la pena se dejaba llevar por la fantasía, y se hacía tan inaccesible al alivio como en el placer se encontraba más allá de toda moderación.

La señora de John Dashwood no aprobaba de ningún modo lo que su esposo se proponía realizar por sus hermanas. Disminuir en tres mil libras la fortuna de su querido muchachito significaría empobrecerlo de la manera más horrible. Le rogó pensarlo mejor. ¿Cómo podría justificarse ante sí mismo si privara a su hijo, su único hijo, de tan gran cantidad? ¿Y qué derecho podían esgrimir las señoritas Dashwood, que eran solo sus medias hermanas —lo que para ella significaba que no eran realmente parientes—, a exigir de su generosidad una suma tan grande? Era bien sabido que no se podía aguardar ninguna clase de cariño entre los hijos de distintos matrimonios de un hombre; y, ¿por qué habían de arruinarse, él y su pobrecito Harry, haciendo donación a sus medias hermanas de todo su dinero?

—Fue la última petición de mi padre —contestó su esposo—, que yo ayudara a su viuda y a sus hijas.

—Osaría decir que no sabía de qué estaba hablando; diez a uno a que le estaba fallando la cabeza en ese instante. Si hubiera estado en sus cabales no podría habérsele ocurrido pedirte algo así, que despojaras a tu propio hijo de la mitad de tu fortuna.

—Mi querida Fanny, él no acordó ninguna cantidad en particular; tan solo me rogó, en términos generales, que las apoyara y procurara hacer que su situación fuera algo más desahogada de lo que estaba en sus manos hacer. Quizá habría sido mejor que dejara todo a mi voluntad. Difícilmente habría podido suponer que yo las abandonaría a su suerte. Pero como él deseó que se lo prometiera, no pude menos que hacerlo. Al menos, fue lo que pensé en ese instante. Existió, así, la promesa, y debe ser cumplida. Algo hay que hacer por ellas cuando dejen Norland y se establezcan en un nuevo hogar.

—Está bien, entonces, hay que hacer algo por ellas; pero ese algo no necesita ser tres mil libras. Ten en cuenta —agregó— que cuando uno se desprende del dinero, jamás lo recupera. Tus hermanas se casarán, y se habrá ido para siempre. Si siquiera algún día se lo pudieran devolver a nuestro pobre hijito...

—Pero, ciertamente —dijo su esposo con gran gravedad—, eso cambiaría todo. Puede llegar un momento en que Harry lamente haberse separado de una suma tan apreciable. Si, por ejemplo, llegara a tener una familia numerosa, sería un muy conveniente complemento a sus rentas.

—De todas maneras lo sería.

—Así, pues, sería mejor para todos si se menguara la cantidad a la mitad. Quinientas libras significarían un buen incremento en sus fortunas.

—¡Ah, más allá de todo lo que pudiera pensarse! ¡Qué persona en el mundo haría siquiera la mitad por sus hermanas, incluso si fuesen verdaderas hermanas! Y en este caso... ¡solo medias hermanas! Pero, ¡posees un espíritu tan desprendido!

—No querría hacer nada rastrero —respondió él—. En estas ocasiones, uno preferiría hacer demasiado antes que muy poco. Al menos, nadie puede pensar que no he hecho bastante por ellas; incluso ellas mismas, difícilmente pueden esperar más.

—Imposible saber qué podrían esperar ellas —dijo la señora—, pero no nos corresponde pensar en sus expectativas. El punto es qué puedes permitirte desprender.

—Ciertamente, creo que puedo permitirme darle quinientas libras a cada una. Tal como están las cosas, sin que yo añada nada, cada una tendrá más de tres mil libras a la muerte de su madre: una fortuna muy considerable para cualquier mujer joven.

—Claro que lo es; y, ciertamente, pienso que a lo mejor no deseen ninguna suma adicional. Tendrán diez mil libras entre las tres. Si se casan, seguramente harán un buen matrimonio; y si no lo hacen, pueden vivir juntas de manera muy tranquila con los intereses de las diez mil libras.

—Sin duda cierto, y, por lo tanto, no sé si, teniéndolo presente todo, no sería más aconsejable hacer algo por su madre mientras viva, antes que por ellas; algo como una pensión anual, quiero decir. Mis hermanas percibirían los beneficios tanto como ella. Cien libras al año las mantendrían en una perfecta tranquilidad. Su esposa dudó un tanto, sin embargo, en conceder su aprobación a este plan.

—De todas formas —dijo—, es mejor que separarse de quinientas libras de una vez. Pero si la señora Dashwood vive quince años más, eso se va a convertir en un abuso.

—¡Quince años! Mi querida Fanny, su vida no puede valer ni la mitad de tal cantidad.

—Ciertamente no; pero, si te das cuenta, la gente siempre vive eternamente cuando hay una pensión de por medio; y ella es muy fuerte y saludable, y apenas ha cumplido los cuarenta. Una pensión anual es negocio muy serio; se repite año tras año y no hay forma de librarse de ella. Uno no se da cuenta de lo que hace. Yo sí he conocido suficientemente los problemas que acarrean las pensiones anuales, porque mi madre se encontraba ligada por la obligación de pagarlas a tres antiguos sirvientes jubilados, según mi padre lo había establecido en su legado. Es increíble cuán desagradable lo encontraba. Dos veces al año había que pagar estas pensiones; y, además, estaba la dificultad de hacérsela llegar a cada uno; luego se dijo que uno de ellos había muerto, y después resultó un bulo. A mi madre le ponía enferma todo el asunto. Sus entradas no eran de ella, decía, con estas perpetuas demandas; y había sido muy poco considerado de parte de mi padre, porque, de otra forma, el dinero habría estado totalmente a disposición de mi madre, sin ningún obstáculo. De allí me ha venido tal rechazo a las pensiones, que estoy segura de que por nada del mundo me ligaré al pago de una.

—En verdad es molesto —replicó el señor Dashwood— que cada año se pierda de esa manera parte del ingreso de uno. Los bienes con que uno cuenta, como tan justamente dice tu madre, no son de uno. Estar obligado a pagar regularmente una suma como esa en fechas fijas, no es para nada apetitoso: le priva a uno de su libertad.

—Sin duda; y, después de todo, nadie te lo agradece. Sienten que están asegurados, no haces más de lo que se espera de ti y ello no despierta ninguna generosidad. Si estuviera en tu lugar, para cualquier cosa que hiciera me guiaría por mi solo criterio. No me comprometería a darles nada todos los años. Algunos años puede ser muy inconveniente desprenderse de cien, o incluso de cincuenta libras, sacándolas de nuestros propios gastos.

—Creo que tienes razón, mi amor; será mejor que no haya ninguna renta anual en este caso; lo que sea que les pueda dar de cuando en cuando será de mucho mayor ayuda que una asignación anual, porque si se sintieran seguras de un ingreso mayor solo elevarían su estilo de vida, y con ello no serían un penique más ricas al final del año. De todas maneras, será lo más acertado. Un regalo de cincuenta libras de vez en cuando impedirá que se aflijan por asuntos de dinero, y pienso que saldará ampliamente la promesa hecha a mi padre.

—Naturalmente que lo hará. A decir verdad, estoy profundamente convencida de que la idea de tu padre no era ni mucho menos que les dieras dinero. Me atrevo a decir que la ayuda en que pensaba era lo que justamente podría esperarse de ti; por ejemplo, cosas como buscar una casa pequeña y cómoda para ellas, ayudarlas a trasladar sus cosas, enviarles algún presente de pesca y caza, o algo semejante, siempre que sea la temporada. Apostaría mi vida a que no estaba pensando en más que eso; en verdad, sería bastante raro e improcedente si hubiera buscado otra cosa. Si no, piensa, mi querido señor Dashwood, cuán descansadas pueden vivir tu madre y sus hijas con los intereses de siete mil libras, además de las mil libras de cada una de las niñas, que les aportan cincuenta libras anuales por persona; y, por supuesto, de allí le pagarán a su madre por su alojamiento. Entre todas juntarán quinientas libras anuales, y ¿piensas para qué van a querer más cuatro mujeres? ¡Les saldrá tan barato vivir! El mantenimiento de la casa ni lo notarán. No tendrán carruajes ni caballos, y casi ningún sirviente; no recibirán visitas, ¡y qué gastos van a tener! ¡Tan solo piensa en lo bien que van a estar! ¡Quinientas anuales! No puedo ni pensar cómo gastarán siquiera la mitad; y en cuanto a que les des más, no tiene razón de ser. Estarán en mejores condiciones de darte a ti algo.

—Ciertamente —dijo el señor Dashwood—, creo que tienes toda la razón. De todas maneras, con su petición mi padre no puede haber querido decir sino lo que tú señalas. Me parece muy claro ahora, y cumpliré estrictamente mi compromiso con algunas ayudas y gentilezas como las que has descrito. Cuando mi madre se traslade a otra casa, me pondré a su servicio en todo lo que me sea posible para acomodarla. Quizás en ese momento también sea adecuado hacerle un pequeño regalo, como algún mueble.

—Desde luego —replicó la señora Dashwood—. Sin embargo, hay una cosa que debe tenerse en cuenta. Cuando tu padre y madre se trasladaron a Norland, aunque vendieron el mobiliario de Stanhill, se reservaron toda la vajilla, cubiertos y mantelería, que ahora han quedado para tu madre. Y así, apenas se cambien tendrán su casa casi completamente surtida.

—Indudablemente, esa es una reflexión de la mayor trascendencia. ¡Un legado valioso, claro que sí! Y parte de la platería habría sido aquí una muy grata suma a la nuestra.

—Sí; y la vajilla para el desayuno es doblemente preciosa que la de esta casa. Demasiado preciosa, a mi juicio, para los lugares en que ellas pueden permitirse vivir. Pero, de cualquier manera, así es la cosa. Tu padre solo pensó en ellas. Y debo decir esto: no le debes a él ninguna gratitud expresa, ni estás obligado con sus propósitos, porque bien sabemos que, si hubiera podido, les habría dejado casi todo lo que poseía en el mundo a ellas.

Este argumento fue incontestable. En él encontró John Dashwood toda la fuerza que antes le había faltado para llevar a cabo sus planes; y, por último, resolvió que sería totalmente innecesario, si no por completo inadecuado, hacer más por la viuda y las hijas de su padre que esos gestos de buena vecindad que su propia esposa le había señalado.

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