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El Gran Leñazo

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Fue el 4 de diciembre de 2017. Ese día pasó algo que cambió mi vida para siempre. Yo lo llamo el Gran Leñazo, más adelante verás por qué. Fue un golpe duro, pero también un amanecer, el inicio de una nueva vida. De hecho, estoy seguro de que si no me hubiera pasado aquello ahora no estaría aquí, hablándote. Y digo hablándote porque aunque esté escribiendo para mí es como si te tuviera delante y hablara contigo.

Ese día amaneció como tantos otros, con la única diferencia de que me desperté en Berlín en lugar de hacerlo en Benalmádena, donde vivo. Estaba allí con mi mujer y mis dos hijas pasando el puente de la Constitución. Aquel día fuimos a visitar el Museo Judío. Habíamos pensado en visitar un campo de concentración, pero nos pareció demasiado fuerte para las niñas, que tenían en aquel momento siete y trece años.

El Museo Judío es un edificio impactante. Visto desde el aire tiene forma de rayo y desde tierra es un edificio de paredes metálicas con pocas aberturas y de forma irregular. En el interior se explica la historia de los judíos que vivieron en Alemania durante los últimos dos mil años, pero sobre todo se percibe el vacío que dejaron los judíos desaparecidos durante el Holocausto.

En un momento de la visita decidí bajar a una especie de foso con unos pasillos grises muy largos que recrean simbólicamente los búnkeres de la Segunda Guerra Mundial. Mi mujer y mis hijas se quedaron arriba, no queríamos que se sintieran demasiado impactadas por aquel espacio triste y un poco tétrico. Curiosamente no había nadie en aquella planta, aunque el resto del museo sí estaba lleno de visitantes. Miré a ambos lados del larguísimo pasillo en el que estaba y de pronto me sentí terriblemente raro. Me invadió una sensación de soledad radical, profunda, terrible. A continuación sentí en mi cuerpo un dolor insoportable que identifiqué con el sufrimiento de los millones de asesinados durante el Holocausto. Escuché en mi mente sus gritos pidiendo auxilio cuando los llevaban a las cámaras de gas y me entró un miedo horroroso. Empecé a hiperventilar y a sentir que me ahogaba. No podía andar, no podía gritar, no podía pedir ayuda. Después sentí un vacío brutal, vertiginoso, como si una manada de lobos se llevara mis entrañas y me quedara sin alma.

Así estuve veinte minutos, paralizado, pensando que me moría, sintiendo ese espantoso dolor, esa especie de agonía que me pareció eterna. Nadie podía auxiliarme porque estaba solo y ni siquiera tenía energía para pedir ayuda. Temí por mi integridad física.

Días después supe que había tenido un ataque de pánico en toda regla, pero en aquel momento no tenía ni idea de lo que me pasaba. Lo único que sabía es que, milagrosamente, al cabo de un rato volvía a estar bien y podía moverme, había recuperado el aliento y podía respirar con normalidad. Así que me reactivé y subí en busca de mi mujer y las niñas. Supongo que me vieron llegar con la cara desencajada y se asustaron, porque mi mujer enseguida preguntó:

- ¿Pero qué te ha pasado?

- Pues que me he puesto muy malo, me ha faltado la vida.

- ¿Y por qué no me has llamado?

- Si no podía ni moverme, cómo te voy a llamar.

- ¿Quieres que vayamos a algún lugar a que te miren?

Lo curioso de los ataques de pánico es que cuando pasan vuelves a estar como antes. Parece que no ha pasado nada. No queda ni siquiera un pequeño dolor residual. Así que mi respuesta fue que no, que no hacía falta, que ya se me había pasado el jamacuco y estaba bien.

“Sentí un vacío brutal, vertiginoso, como si una manada de lobos se llevara mis entrañas y me quedara sin alma.”

Pero en realidad no se me había pasado. Durante los tres días siguientes sucedió algo todavía más extraño: tuve un brote de euforia, una elevación de consciencia brutal. Sentía que tenía que salvar al mundo para que no volviera a vivir un holocausto como el de los judíos. Me creía una especie de iluminado, de salvador. Sentía el amor universal saliendo por todos los poros de mi cuerpo, una compasión que, salvando las distancias, me imagino que es la que debía sentir Jesucristo en su momento. No paraba de hablar (más de lo habitual, que ya es decir), sobre todo de la Humanidad y de lo que había que hacer para salvarla. Y me costaba horrores conciliar el sueño, como si estuviera dopado o drogado.

Mi mujer, claro, se asustó. Pensó, y con razón, que se me había ido la cabeza (o la perola, como digo yo). Así que, cuando regresamos a Málaga, me dijo:

- Mira, llégate al psicólogo que te eche un vistacillo a ver qué te dice.

Hablé con una amiga mía psicóloga y me recomendó que visitara a un colega suyo psiquiatra. Aquel hombre me diagnosticó un ataque de pánico con síndrome postraumático. Me recetó una pastillita para que bajara de vueltas, porque yo iba a 7000 revoluciones, pero aquello, en vez de ayudarme, me noqueó más que un gancho de Mike Tyson en sus buenos tiempos. Yo, que soy una persona entusiasta y dicharachera por naturaleza, que voy todo el día enchufado como una bombilla de 10.000 watios, empecé a perder mi alegría, mi ánimo, mi energía.

Me sumí en una oscuridad profunda. No entendía nada. ¿Por qué me pasaba aquello si yo tenía una familia fantástica, los negocios me iban bien, llevaba una vida desahogada, estaba bien de salud y hasta ese momento me levantaba cada día con energía e ilusión? ¿Qué me estaba pasando?

Me sentía desolado y confuso. Me parecía que mi vida no tenía sentido y fui cayendo en una depresión. Con el 2% de batería que me quedaba hacía lo mínimo para sobrevivir: atender mi negocio inmobiliario y estar mínimamente pendiente de la familia. Seguí trabajando, pero lo justo y con mucho esfuerzo, porque no tenía ganas de nada y había perdido por completo la claridad mental. Así estuve varios meses, haciendo un esfuerzo titánico cada día para salir de la cama. Y sufriendo, porque sentía que me estaba apagando paulatinamente y no encontraba la manera de salir adelante. Me sentía perdido y muy confuso.

Hasta que un día de verano, volviendo a casa después de una visita comercial en Marbella (a la altura del faro Calaburras), sentí que me faltaba el aliento de vida y paré el coche en el arcén. No encontraba una salida, un camino, estaba completamente perdido y no me quedaban fuerzas. Y entonces me rendí. Bajé del coche, abrí los brazos en cruz y le dije a Dios (aunque podía haber sido simplemente el Universo, el Creador o la Vida, según las creencias de cada cual): “Me rindo, ya no puedo más. Me entrego a ti. Dime qué debo hacer y lo haré”.

Por supuesto, Dios no me respondió ni me dijo lo que tenía que hacer, pero, curiosamente, a partir de aquel momento llegó el alivio. Encontré paz interior, calma. Desde ese día y progresivamente empecé a sentirme mejor, a estabilizarme y a verlo todo claro. Empecé a practicar el desapego, a quitarme relaciones tóxicas, a sanear un montón de cosas y a descubrir que tenía dones y talentos dormidos. Se completó mi metamorfosis kafkiana y nació un nuevo Javier. Un Javier entregado a los demás, entregado a la vida. Y poco a poco encontré de nuevo mi rumbo, mi sentido.

“No encontraba una salida, un camino, estaba completamente perdido y no me quedaban fuerzas.

Y entonces me rendí.”

Aquel episodio de Berlín y lo que vino después fue mi Gran Leñazo, como lo bauticé luego. Fue el tortazo que me dio la vida para obligarme a parar, a mirar en mi interior y encontrar mi esencia, lo que vibra conmigo.

Cuando sucedió tenía 45 años, tres menos que en el momento de escribir estas líneas. Mi vida era, aparentemente, maravillosa. ¿Por qué me pasó justo en aquel momento? Yo lo veo como un despertar a la conciencia. Estaba resistiéndome a mi proceso espiritual hasta que aquel día, en el Museo Judío, en aquellos pasillos que transmitían de forma misteriosa el horror del Holocausto, se me expandió el corazón. Mi mente, sin embargo, no estaba preparada para conectarse con esa emoción tan fuerte, así que me sentí superado, desbordado, literalmente perdido.

Sin embargo, aquella catarsis fue en realidad el inicio de una maravillosa transformación, el nacimiento a una nueva vida, mucho más plena y auténtica. Ahora siento que soy totalmente yo y estoy totalmente en mi camino. Antes tenía una vida aparentemente buena, pero no me sentía satisfecho. Notaba un vacío interior que al final se hizo tan grande que no pude ignorarlo e implosioné. Y a partir de ahí hice un proceso de introspección, de búsqueda interior. Fue como una prueba de vida, un despertar. Empecé a tomar conciencia de las cosas verdaderamente importantes de la vida, de lo esencial. Y así encontré los faros que me devolvieron el rumbo y dieron un nuevo sentido a mi vida. Ahora ya no siento ansiedad, simplemente fluyo y escucho a mi corazón.

¡Me siento más libre y pleno que nunca!

12+1 Faros para una vida con sentido

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