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Alfonso VI, rey de Castilla y León, y Rodrigo Díaz, el Cid, hidalgo castellano. La leyenda de la Jura de Santa Gadea

“Dios, qué buen vasallo, si tuviese un buen señor”.

Comentario de las gentes de Burgos al pasar Rodrigo por la ciudad de camino al destierro según el Poema de Mío Cid.

Alfonso VI (?1040-Toledo, 1109), rey de León, Castilla y Galicia; hijo segundo de Fernando I de León y doña Sancha. Conquistó la taifa de Toledo en 1085 extendiendo la frontera cristiana del Duero al Tajo. Su leyenda negra está relacionada con la posible participación en la muerte de su hermano Sancho II, rey de Castilla, ocurrida junto a la muralla de Zamora. Este episodio sangriento obligó al Cid a tomarle juramento en la iglesia burgalesa de Santa Gadea para que negase tal acusación. Según la tradición aquel acto, ofensivo para la dignidad real, fue castigado con el destierro de Rodrigo Díaz. Los restos de Alfonso VI descansan en el monasterio de benedictinas de Sahagún de Campos, en León, al pie del Camino de Santiago, cuya seguridad impulsó.

Rodrigo Díaz (Vivar del Cid?, Burgos, hacia 1045?-Valencia, 1099), hijo de Diego Laínez y de María? Rodríguez; se casó con Jimena Díaz con la que tuvo tres hijos: Diego, María y Cristina. Noble castellano apodado Campeador (posiblemente del vocablo latino campi doctor [luchador]) y el Cid (del árabe sidi [señor]). Descendiente por vía paterna de Laín Calvo, uno de los primeros jueces de Castilla, entró al servicio de Fernando I de León como doncel del infante Sancho, donde aprendió las artes de las armas y las letras. Luego fue caballero de confianza de Alfonso VI que le encargó el cobro de las parias de los reinos de taifas. Desterrado dos veces por desavenencias con el monarca, también estuvo al servicio del emir de Zaragoza.

Su apodo de Campeador se hizo patente al conquistar Valencia, en junio de 1094, en cuya ciudad murió y recibió sepultura. Posteriormente su cuerpo fue trasladado al monasterio de San Pedro de Cardeña de donde salió en 1921 para ser enterrado en la catedral de Burgos junto a su mujer.

De la relación entre Alfonso VI y el Cid sabemos lo que la leyenda ha querido que supiéramos. Durante años la idea de un castigo de destierro por obligar a su señor a jurar que no había participado en la muerte de su hermano Sancho fue un hecho asumido por la historia popular, sin más consideraciones historiográficas. El mito del héroe castellano estaba por encina del rigor histórico. Las alabanzas y elogios recogidos en los textos medievales y épicos como el Carmen Campidoctoris, la Crónica Najerense, la Historia Roderici o el Poema de Mío Cid fueron suficientes argumentos para dar crédito a todos los episodios. Pero llega un momento en que la ficción histórica se desvanece con el discurrir de las investigaciones y los hechos probados. Ahora, después de muchas reflexiones y de un conocimiento más profundo de la figura de Rodrigo Díaz, podemos afirmar que la leyenda del destierro y otras tantas vinculadas al Campeador son solo eso, leyendas que han servido para magnificarle como uno de los personajes más relevantes de nuestra historia, un héroe útil e imprescindible para una España necesitada de personajes épicos más allá de reyes y papas.

Y lo mismo se puede decir de su amo y señor, del rey Alfonso VI. Seguramente nada tuvo que ver con la muerte de su hermano Sancho II (1038?-1072), hecho real y cierto; igual que la famosa Jura de Santa Gadea de Burgos en la que pretendidamente el Cid hizo jurar al rey de Castilla y León de que no participó en aquel vil asesinato ni que aquel acto tan osado y prepotente le supuso al Campeador su primer destierro. Estas leyendas, recogidas en el Poema de Mío Cid, una de las obras épicas más trascendentales de nuestra literatura, circularon de boca en boca por plazas y caminos de Castilla hasta constituirse en una verdad legendaria que animaban a las gentes a reunirse en las plazas mayores alrededor del juglar. No quiero decir que algunos de aquellos lances no ocurrieran, pero tal vez no sucedieron como realmente se contaron. Ahora hay más información para ofrecer un poco de luz sobre unos acontecimientos fechados a finales del siglo XI y que forman parte de la leyenda negra de dos personajes que impulsaron el carácter y la grandeza de Castilla: Alfonso VI y Rodrigo Díaz, Cid y Campeador a la vez.

La complicada herencia de Fernando I de Castilla

A veces las herencias son un regalo envenenado, un maná caído del cielo que si son mal recibidas y mal administradas resultan un serio problema. Sancho Garcés III (988?-1035), uno de los principales reyes navarros, abuelo de Sancho II y Alfonso VI, repartió sus bienes al morir entre sus cuatro hijos: García Sánchez recibió Navarra más las tierras de Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y La Rioja; a Fernando le correspondió Castilla; Gonzalo se encargó de los condados pirenaicos de Sobrarbe y Ribagorza, germen del reino de Aragón, y el bastardo Ramiro fue agraciado con el condado de Aragón. El reparto no gustó por razones de envidias y cuestiones fronterizas y enseguida empezaron las tensiones entre los hermanos que acabaron con la muerte de Gonzalo entre otros escándalos. Aquel error, que debía haber servido de ejemplo, lo repitió Fernando I (1016?-1065), el primer rey de León y Castilla, quien cometió la equivocación de segregar sus tierras entre sus hijos. A Sancho, el mayor, le tocó en suerte Castilla; a Alfonso le correspondió el reino de León, y García, el tercero, se hizo cargo de Galicia. La herencia también incluía la recaudación de los tributos (parias) de los reinos musulmanes de Zaragoza, Toledo, Albarracín, Badajoz y Sevilla que rendían vasallaje a los reinos cristianos con el fin de evitar sus ataques.

Pero este reparto no se ajustaba al derecho castellano porque los bienes territoriales repartidos por Fernando I –sobre todo los correspondientes a Castilla– formaban parte indisoluble de su patrimonio y según el derecho en vigor, esas tierras le correspondían a su primer hijo Sancho. Además la cuestión jurídica era muy complicada en este caso porque Fernando I hizo muy bien al entregar el reino de Castilla a Sancho porque era patrimonio propio y así debía ser según la ley; y tal vez pensó que los otros territorios, los de León y Galicia, que los había recibido de su matrimonio con Sancha –aunque él fuera el rey efectivo de todos ellos– los debía entregar a sus otros hijos, seguramente por razones defensivas y militares. Rodrigo Jiménez de Rada (1170-1247) cronista y arzobispo de Toledo, autor de la Historia de los hechos de España, explicó muy bien este conflicto en sus escritos:

“ningún poder admite ser compartido y como los reyes de España deben a la feroz sangre de los godos el que los poderosos no soporten a nadie igual ni los débiles a nadie superior, con bastante frecuencia las exequias de los reyes se empaparon con la sangre de la herencia entre los godos”.

Por eso, la distribución territorial realizada por Fernando I no fue del agrado de sus hijos que aguantaron la furia mientras vivió la reina madre, Sancha, fallecida en 1067. Fue entonces cuando se desataron las hostilidades; Sancho –que con razón se consideraba el único rey de Castilla y León– atacó a Alfonso en Llantada (1068), cerca de la raya fronteriza formada por el río Pisuerga, con un resultado dudoso que no alteró los límites de ambos reinos. Más tarde, el pusilánime García sería despojado de su territorio por sus hermanos quienes se repartieron el reino de Galicia, seguramente con un mal acuerdo porque al poco tiempo ambos se enfrentaron de nuevo, esta vez cerca de la localidad palentina de Carrión de Campos por donde ya empezaban a pasar los primeros peregrinos de camino a Santiago. Y digo lo de un mal acuerdo porque resultaba muy complicado ejercer el control de Galicia desde Castilla estando por medio el territorio del reino de León. Aquella batalla, conocida con el nombre de Golpejera (1072), se saldó con la derrota de Alfonso, detenido y posteriormente desterrado al reino musulmán de Toledo en donde entabló una gran amistad con el prestigioso y hospitalario rey Ismail al-Mamún. Se desconoce la causa por la que Sancho dejó en libertad a su hermano cuando lo normal en esos casos era matar o dejar inválido (ciego) al oponente para que no pudiera gobernar, aunque fuera un familiar. Tal vez la petición de clemencia hecha por su hermana Urraca y por el influyente abad de Cluny, san Hugo, hicieron cambiar de parecer a Sancho II. El caso es que los territorios de León y Castilla volvieron a unirse bajo el cetro de Sancho II, pero un hecho aparentemente ocasional cambió el rumbo de la historia que se estaba escribiendo en ese momento.

El cerco de Zamora y la Jura de Santa Gadea

Al parecer los deseos expansionistas de Sancho fueron más allá y ahora pretendía la conquista de la ciudad de Zamora, señorío de su hermana Urraca y bien defendida por sus robustas murallas, orilladas por el Duero. No se sabe muy bien cómo ocurrió, el caso es que un caballero zamorano, de nombre Vellido Dolfos (Vellido Adolfo según la Primera Crónica General de Alfonso X) consiguió abandonar la villa y llegar hasta el campamento de Sancho II a quien le pidió su protección. Una vez ganada su confianza, el resto de la operación resultó sencilla. El falso desertor aprovechó un momento de soledad del monarca para atravesarle el pecho con una lanza, provocándole la muerte. Otras opiniones indican que el traidor, aprovechándose de la amistad de Sancho, le explicó la manera de entrar en la ciudad a través de un portillo. El confiado rey se acercó a la muralla y en un descuido fue apuñalado en el costado (7 de octubre de 1072) por el caballero zamorano. El traidor pudo escapar del acoso de la guardia real a través de una pequeña puerta del recinto que durante mucho tiempo se llamó Portillo de la Traición y ahora es conocido como de la Lealtad. Es probable que aquel incidente fuera un hecho organizado por los defensores de Zamora, nobles gallegos y leoneses favorables al desterrado Alfonso quien había cedido la ciudad a su hermana Urraca, o bien a una decisión personal del audaz caballero, tal vez un noble, que empujado por el cerco de las tropas de Sancho II decidiera acabar con la vida del rey en un momento crítico para los asediados por la escasez de víveres y moral. El caso es que la hazaña le salió bien: penetró en las líneas enemigas, alcanzó el objetivo, consiguió destruirlo y finalmente volvió sano y salvo a la ciudad. Una proeza al alcance de muy pocos que aprovechó el exiliado Alfonso para recuperar el trono de León y las tierras de Castilla. Para asegurarse el total dominio del reino, encarceló a su hermano García para el resto de su vida en el castillo de Luna, en la montaña leonesa, donde murió después de dieciocho años de cautiverio.

A partir de estos acontecimientos, la fantasía popular y la tradición inventaron diferentes finales para el protagonista del magnicidio. Para algunas fuentes el héroe zamorano se perdió por tierras de moros sin dejar rastro gracias a la ayuda de Urraca; para otras murió descuartizado por cuatro caballos, vengado por Diego Ordoñez, primo del rey muerto, y por último hay quien opina que el tal Vellido vivió tranquilamente al norte de Zamora como héroe y dueño de amplias tierras. Este episodio histórico del cerco de Zamora, cierto y documentado, fue el origen de la primera leyenda negra atribuida a Alfonso VI, el primer interesado en recuperar el control de León y Castilla y por ello fue acusado de participar en la muerte de su hermano a pesar de encontrarse lejos del lugar del suceso, en la corte de Toledo. Uno de los jóvenes militares que acompañaron a Sancho II en la toma de Zamora fue Rodrigo Díaz, alférez real y magnífico caballero que durante el asedio hizo gala de su destreza en el manejo de las armas al enfrentarse en solitario a quince soldados enemigos a los que puso en fuga menos a uno que resultó muerto y dos más que cayeron heridos. La Crónica Najerense, por su parte, recoge una versión más heroica al indicar que el Campeador luchó contra catorce leoneses de los que trece perdieron la vida. La propia leyenda indica que fue Rodrigo el primero en dudar de las verdaderas intenciones de Vellido Dolfos y que, después del vil asesinato, le persiguió a caballo sin conseguir alcanzarlo por muy poco.

Según la tradición, Rodrigo, tras la muerte de su señor, al que había acompañado desde sus tiempos mozos, quiso saber la verdad de los acontecimientos y hasta qué punto eran ciertos los rumores que corrían por la corte sobre la participación de Alfonso en la muerte del rey. Posiblemente en representación de todos los caballeros y nobles castellanos, se autoproclamó defensor de la memoria de su señor y obligó a su nuevo amo, el rey Alfonso VI, a jurar ante Dios y el pueblo de Burgos que no había intervenido en los sucesos de Zamora. Un acto lleno de arrojo y osadía que el rey aceptó y cumplió en la iglesia de Santa Gadea de Burgos, no sin reservas por la arrogancia del Cid al poner en duda su inocencia. Según las fuentes épicas, la Jura de Santa Gadea se celebró a finales de 1072 y el rey juró que no había participado en la muerte de su hermano ni en los hechos que se le imputaban. La consecuencia inmediata fue el castigo y la expulsión del reino de Rodrigo, su primer destierro durante el gobierno de Alfonso VI. Un destierro que le llevaría a recorrer las tierras musulmanas de Barcelona y Zaragoza para ponerse al servicio del mejor postor, de aquél que valorara más sus conocimientos guerreros, como así sucedió. Fue el caso del rey de Zaragoza a cuyo servicio estuvo cinco años por su reconocido talento militar y bravura.

Historia apócrifa del destierro del Cid

Hasta aquí la narración de los sucesos de Zamora que dieron paso a la leyenda negra del rey Alfonso VI, acusado de la muerte de su hermano y de castigar a uno de sus mejores caballeros con el destierro por cometer la osadía de obligarle a defenderse de la acusación y tener que negar su participación en los hechos en la Jura de Santa Gadea. Ahora bien, las narraciones históricas posteriores, a excepción del Poema de Mío Cid, donde se recoge la Jura de Santa Gadea y su expulsión del reino, nada dicen de aquel episodio que seguramente fue una invención del amanuense que un siglo después redactara el cantar de gesta, escrito alrededor del año 1200. Unos sucesos que, de ser ciertos, tendrían que haber aparecido descritos en diferentes documentos coetáneos y posteriores y no fue el caso. Por ello, los investigadores defienden la teoría de que se trata de una historia imaginaria, inventada para dar más categoría de héroe al Cid y de esta manera crear un personaje de leyenda en una época que andaba necesitada de ellos (siglo XIII).

En cambio, sí existió el destierro del Campeador, dos en concreto, acontecimientos bien documentados a través de diferentes narraciones. El primero tuvo lugar en 1081, nueve años después de la muerte de Sancho II, tiempo excesivo como para pensar que fue una consecuencia del acto de Santa Gadea. Pero las causas no están nada claras; para algunos el motivo estuvo en las parias que recaudó al rey de Sevilla, el poeta al-Mutamid, y que no entregó íntegramente a su señor, y, para otros, se debió a una incursión realizada en las tierras de la taifa de Toledo para vengar un ataque musulmán a la fortaleza soriana de Gormaz y alrededores. Rodrigo, al enterarse del suceso, tomó la iniciativa personal de salir en la búsqueda de las tropas enemigas penetrando en las posesiones del rey de Toledo, amigo de Alfonso VI, donde asoló tierras, capturó rehenes y se adueñó de un importante botín que repartió generosamente entre su mesnada. Se dio la curiosa circunstancia de que el rey castellano se encontraba en suelo musulmán intentado sofocar un ataque del rey de Badajoz contra su compatriota toledano, por lo que se vio envuelto en una situación delicada: por un lado defendiendo al rey de Toledo y por otro atacando sus territorios por medio de uno de sus mejores hombres. Una vez recibida la queja de quien le pagaba buenos dividendos para defenderle, Alfonso castigó a su mejor soldado expulsándole de León y Castilla. Así pues, la leyenda negra del rey castellano se ha mantenido viva hasta que las investigaciones sobre la figura del Cid han demostrado lo contrario, que el personaje histórico superaba al personaje literario. Aún así, como muy bien indica el profesor Francisco Javier Peña, experto cidiano, detrás de una leyenda se esconde un mensaje y en los episodios legendarios narrados en este capítulo destaca el talante de un caballero honesto, de moral firme, defensor de la legalidad y del orden político y social del reino, algo impropio entre la alta nobleza.

El POEMA DE MÍO CID

La historia de la obra literaria del Cid es tan legendaria como la de su protagonista. No está claro cuando fue escrita por diferentes motivos. Hay quien entiende, entre ellos Ramón Menéndez Pidal, el gran investigador cidiano, que el Poema fue obra de dos autores por el desarrollo de los temas, el uso de la métrica y la narración de los sucesos históricos y lugares descritos. Tradicionalmente se ha pensado que una parte de la obra se debió a un juglar de San Esteban de Gormaz –villa próxima a los lugares citados– que la debió escribir hacia 1105, seis años después de la muerte del Cid. De ahí el conocimiento fresco, cercano y casi real de los sucesos y lugares narrados en la primera y segunda parte: “Cantar del Destierro” y “Cantar de las Bodas”. Siguiendo con esta teoría, el autor de la tercera y última parte, el “Cantar de la Afrenta de Corpes y Cortes de Toledo”, pudo haber sido algún poeta de Medinaceli, también en tierras de Soria, pero más alejadas del Duero, el cual comete imprecisiones en la descripción de los lugares por desconocerlos y hace una narración más alejada de la realidad, más imaginaria y novelesca, tal vez con más gancho legendario. La fecha probable de la redacción se sitúa alrededor de 1140 teniendo en cuenta los arcaísmos utilizados en el texto y las costumbres descritas entre la población.

En cambio, los estudios actuales no coinciden plenamente con las tesis del gran filólogo y medievalista gallego y apuntan a una fecha en concreto, la que aparece en el manuscrito: 1207, es decir, cien años después de la muerte del héroe castellano, una fecha que también levanta discusiones debido al tipo de grafía, más parecida a la utilizada en el siglo XIV, y a una duda que surge en la fecha del documento. El manuscrito se conserva en la Biblioteca Nacional de España y es una copia del siglo XIV que no deja dudas. La controversia está en conocer el original que sirvió para la copia realizada por el amanuense Per Abad o Pedro Abad, cura de la localidad soriana de Fresno de Caracena, próxima a Gormaz, territorio muy conocido por el Campeador por tener propiedades en la zona y cuyas hazañas seguro que conoció el copista de viva voz por algún juglar. Si hay algo claro es que la obra es el resultado de la tradición oral y de la lectura de relatos anteriores como el Carmen Campidoctoris y la Historia Roderici. Posiblemente de la amalgama de ambas fuentes surgió el germen de la obra, inventada en este caso por un solo autor de origen desconocido.

El Poema de Mío Cid es posiblemente la obra más antigua de la literatura castellana, lengua que empezaba a desplazar al latín de los ambientes cortesanos y aristócratas y que era entendida, además, por el pueblo. De ahí la gran difusión y buena acogida que tuvo. Un trabajo memorable, único e irrepetible por su desarrollo narrativo y planteamiento argumental, dividido en tres actos. Un texto de ficción, comprobado por diferentes estudiosos del tema, que intentó promocionar el orgullo castellano y los valores caballerescos de la época como la lealtad, la justicia, la fidelidad y la nobleza. El Cid aparece como un personaje de leyenda, asumiendo con resignación la desgracia de abandonar su tierra por una decisión injusta. Pero el autor de la obra supo combinar muy bien la verdad histórica con la ficción y el resultado fue un poema épico de gran calidad y mucha trascendencia literaria e histórica. Ante el acoso almohade, Castilla vivía un periodo convulso necesitado de personajes heroicos que dieran valor al espíritu castellano de siempre, de guerreros vencedores y combativos con el enemigo almorávide. Hacía falta una renovación del sentimiento de vasallaje hacia el rey y, al mismo tiempo, había que contentar a la nobleza con proezas bélicas y episodios atractivos que afirmaran el espíritu caballeresco del momento, y el Cid representaba todas esas virtudes. Así pues, el Poema de Mío Cid se convirtió en la mejor campaña de propaganda de la España de Alfonso VIII y tal vez ayudó a subir la adrenalina y la autoestima de los soldados cristianos que derrotaron a los musulmanes en la batalla de las Navas de Tolosa en 1212.

La leyenda negra en los personajes de la historia de España

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