Читать книгу Vivir en guerra - Javier Tusell - Страница 9

Оглавление

La revolución y sus consecuencias

“Al día siguiente del alzamiento militar –escribió Azaña cuando la guerra civil hubo terminado– el gobierno republicano se encontró en esta situación: por un lado tenía que hacer frente al movimiento (...) que tomaba la ofensiva contra Madrid; y por otro a la insurrección de las masas proletarias que, sin atacar directamente al Gobierno, no le obedecían. Para combatir al fascismo querían hacer una revolución sindical. La amenaza más fuerte era, sin duda, el alzamiento militar, pero su fuerza principal venía por el momento de que las masas desmandadas dejaban inerme al Gobierno frente a los enemigos de la República”. Por eso, añadía el presidente de la República, la principal misión del Gobierno a lo largo de toda la guerra civil debió ser, precisamente, “reducir aquellas masas a la disciplina”. Nunca una frase ha resumido tan bien un proceso tan complicado como el que tuvo lugar a partir de julio de 1936. Si la República fue derrotada, parte de las razones residen en el hecho de que no se hubiera conseguido concluir el proceso de normalización.

En la España de 1936 la revolución real fue la respuesta a una contrarrevolución emprendida frente a una revolución supuesta. En adelante, guerra y revolución jugaron un papel antagónico o complementario, según la ideología de cada uno. En los primeros momentos no fueron tan solo los anarquistas quienes defendieron la primacía de la revolución, sino que este sentimiento estuvo mucho más extendido. Claridad, el diario de Largo Caballero, que acabaría siendo presidente del Consejo, lo hizo literalmente. La evidencia y también el espectáculo de algo tan poco habitual en Europa como una revolución, fue lo que atrajo a tantos extranjeros a visitar España, de la que dieron a menudo una impresión colorista pero no siempre acertada. Algunos de ellos ofrecen una visión inigualable de la Barcelona de las primeras semanas de la guerra. Parecía “como si hubiéramos desembarcado en un continente diferente a todo lo que hubiéramos visto hasta el momento. En efecto, a juzgar por su apariencia exterior (Barcelona) era una una ciudad en que las clases adineradas habían dejado de existir”. Todo el mundo vestía como si fuera proletario, porque el sombrero o la corbata eran considerados como prendas “fascistas”, hasta el punto de que el sindicato de sombreros debió protestar por esta identificación. El tratamiento de “usted” había desaparecido y se respiraba una atmósfera de entusiasmo y alegría, aunque la existencia de una guerra civil se apreciara en la frecuente presencia de grupos armados, mucho más necesarios en el frente que en la retaguardia.

En las descripciones de los extranjeros brilla ante todo un interés entusiasta por la novedad. La realidad es, sin embargo, que a menudo los viajeros extranjeros, amantes de las emociones fuertes, no tuvieron en cuenta los graves inconvenientes que la situación revolucionaria tuvo para los intereses del Frente Popular. Los organismos revolucionarios recortaron el poder del Estado pero también lo suplieron en unos momentos difíciles. En cualquier caso, lo sucedido en España poco tuvo que ver con lo acontecido en Rusia en 1917 o en Alemania en 1918. Allí la revolución engendró unos soviets o unos consejos que permitieron sustituir por completo, aunque solo temporalmente en el segundo de los casos, la organización estatal. En España existió una pluralidad de opciones que impidió el monopolio de una sola fórmula, obligó al prorrateo del poder político y lo fragmentó gravemente; por si fuera poco, no creó un único entusiasmo y menos una disciplina como la que Trotski impuso al ejército bolchevique, sino que los entusiasmos de las diferentes opciones resultaron en buena medida incompatibles.

Madariaga ha señalado cómo la causa que representaba la República, es decir, la tradición de Francisco Giner, fue sepultada entre las Españas que representaban otros dos Franciscos, Franco y Largo Caballero. El gobierno de Giral se vio obligado a una parálisis radical motivada por una situación de la que él mismo no era culpable y a la que no podía enfrentarse. Cuando, en julio, prohibió los registros y detenciones irregulares no fue atendido, y cuando ordenó, al mes siguiente, la clausura de los edificios religiosos no hizo sino levantar acta de lo que ya sucedía. Formado el Gabinete de modo exclusivo por republicanos de izquierda, no representaba la relación de fuerzas existente en el Frente Popular, pero la impotencia no solo es atribuible a ese Gabinete sino también al siguiente. Cuando el gobierno de Largo Caballero quiso abandonar Madrid ante la amenaza de las tropas de Franco, algunos ministros fueron obligados a retroceder por la imperiosa fuerza de las armas.

Mientras tanto se había producido “una oleada de consejismo” que pulverizó el poder político. Siguiendo una larga tradición histórica española que se remonta hasta la guerra de la Independencia, cada región (o incluso cada provincia y cada localidad) presenciaron la constitución de Juntas y consejos que, a modo de cantones, actuaron de manera virtualmente autónoma. Un recorrido por la geografía controlada por el Frente Popular demuestra que no hay exageración en estas palabras. En el mismo Madrid la salida del Gobierno provocó la creación de una Junta. En Barcelona las armas logradas por la CNT provocaron que el Comité de Milicias Antifascistas redujera a la Generalitat, en los primeros momentos, a la condición de mera sancionadora de decisiones que no tomaba; a su vez la Generalitat pretendió hacer crecer su poder a expensas de la Administración Central. En Asturias hubo inicialmente dos comités, el de Gijón, anarquista, y el de Sama de Langreo, socialista. El Consejo de Aragón, formado gracias a las columnas anarquistas procedentes de Cataluña, tuvo una especie de consejo de ministros propio.

“Nunca se conocerá con seguridad la magnitud de nuestras pérdidas durante aquellos días, dada nuestra gran inexperiencia y lo poco versados que estamos en el arte de la guerra”, ha escrito uno de los mejores militares republicanos, Tagüeña. En efecto, la revolución supuso la ineficacia militar en los primeros meses de la guerra, de modo que de nada sirvió que las fuerzas fueran equilibradas el l8 de julio, porque la realidad es que en la zona del Frente Popular no solo se descompuso la maquinaria del Estado sino que incluso desapareció el ejército organizado, siendo sustituído por una mezcolanza de milicias políticas y sindicales junto a unidades del Ejército que ya no conservaban sus mandos naturales. La indisciplina hizo frecuente que los milicianos madrileños combatieran unas horas pero volvieran luego a dormir a sus hogares. Las columnas anarquistas tenían nombres sonoros, pero que se correspondían poco con su eficacia. En esas circunstancias, cuando nadie era capaz de saber qué efectivos había en el frente, la ventaja o la igualdad de partida lograda por el Frente Popular estaba condenada a disiparse. Así se entiende también que no existiera ni unidad en los propósitos, ni selección de prioridades en el bando frentepopulista, que pareció más interesado en conquistar pequeños pueblos aragoneses que en evitar que Franco cruzara el estrecho de Gibraltar.

La importancia de la revolución rebasa este aspecto militar y político de directa e inmediata influencia sobre el desarrollo de las operaciones. Hay otro aspecto, el económico-social, que despertó el interés de los extranjeros que visitaron España para solidarizarse con la revolución. En una época muy posterior, durante los años sesenta y setenta, fue muy habitual considerar que en España se había dado el primer y único caso de revolución anarquista llevada a la práctica. Incluso quienes defendieron fórmulas de socialismo autogestionario y descentralizado no relacionadas propiamente con el anarquismo pensaron que el caso español revestía un interés singular. Pero hasta una fecha muy reciente no se ha iniciado una labor de investigación monográfica, y la realizada tampoco permite ofrecer un balance completo de lo sucedido. La razón estriba en que la literatura propagandística de la revolución es poco proclive a ofrecer datos concretos. Cabe, sin embargo, establecer algunas conclusiones generales.

En primer lugar, ha de partirse de que la colectivización no fue un fenómeno impuesto sino espontáneo. La excepción podría estar constituida por el campo aragonés, en donde no existía un sindicalismo organizado y fueron las columnas anarquistas procedentes de Cataluña las que impusieron la revolución. Por otro lado, no puede decirse que las colectivizaciones partieran de cero: aparte de la experiencia del intento revolucionario asturiano, estaba también la de los arrendamientos colectivos de la tierra, que en algunas provincias (Jaén) habían tenido una importancia destacada. Fue muy característico del proceso revolucionario el desarrollo de una enorme variedad de fórmulas.

El volumen del proceso colectivizador es muy difícil de calcular. De todas las maneras, es difícil exagerar la importancia del proceso y basta para demostrarlo con citar dos datos fiables: según fuentes anarquistas, tres millones de personas habrían participado en el proceso colectivizador agrario, y según cifras oficiales habrían sido expropiadas cinco millones y medio de hectáreas, que suponían el 40% de la superficie útil. De ser así resultaría que el cambio de propiedad de la tierra durante la revolución española habría sido superior a la primera etapa de la revolución soviética.

Con todo, la impresión de variedad resulta predominante, de tal manera que ese porcentaje global significa muy poco. En Cataluña y Valencia la colectivización agraria parece haber sido un fenómeno marginal. La forma de propiedad y el propio ansia del campesino de tenerla y explotarla individualmente impidieron o dificultaron las colectivizaciones. En cambio en otras regiones los porcentajes de tierra que cambiaron de dueño fueron muy superiores. La tierra expropiada fue en Ciudad Real el 56% del total, y en Albacete, el 33%, pero todavía el porcentaje resultó mayor (65%) en Jaén, donde el 90% fue, además, colectivizado. El ritmo de la revolución agraria varió también e idéntica sensación de variedad da la significación política de las colectivizaciones. Aragón fue la única región en que parece haber tenido un claro predominio la CNT. Caspe, capital del Consejo de Aragón, tenía antes de la llegada de las columnas anarquistas una significación netamente conservadora. En Valencia hubo una enorme diferencia entre las poblaciones que tenían una larga tradición anarquista y aquellas otras en las que no era éste el caso; la mayor parte de las colectividades fueron de la CNT, pero, como se ha dicho, el fenómeno tuvo unos efectos restringidos. Frente a lo que en principio podría pensarse, en Andalucía la UGT tuvo tanta importancia en las colectivizaciones como los anarquistas.

Si la composición política variaba, también lo hacía la forma de explotación agraria. De ello pueden haber sido responsables principalmente los anarquistas, que habían declarado que en el momento de llegar la revolución “cada cual propiciará la forma de convivencia social que más le agrade”. Algún viajero extranjero describe casos en donde el anarquismo organizó una especie de comunas primitivas autosuficientes que, cuando necesitaban un producto, recurrían al simple trueque con un pueblo de la vecindad. Fue bastante frecuente la supresión del dinero o incluso la prohibición de bebidas alcohólicas y el cierre del bar.

Idéntica variedad parece haberse dado también en el ámbito urbano. Es muy posible que tres cuartas partes de la población obrera barcelonesa trabajaran en centros colectivizados, mientras que solo la mitad lo hacía en Valencia y un tercio en Madrid; en Asturias la colectivización industrial fue muy importante, pero en el País Vasco mucho menor. En Barcelona hubo una práctica desaparición de los patronos y una mediatización evidente por parte de los sindicatos, pero las fórmulas precisas de explotación solo pueden ser adivinadas, teniendo en cuenta que las autoridades (en este caso, la Generalitat) fueron imponiendo progresivamente fórmulas que facilitaran su control. En octubre de 1936 fueron colectivizadas todas las fábricas de más de cien trabajadores, las que hubieran sido abandonadas por sus dueños o aquéllas en donde éste fuera partidario de los rebeldes, pero siguieron subsistiendo empresas privadas de menor tamaño y con control sindical.

La importancia de la revolución económica y social que tuvo lugar en la zona controlada por el Frente Popular durante las primeras semanas de la guerra civil difícilmente puede ser exagerada. Cabe adelantar que, siendo en este caso mucho más difícil hacer un balance que aquél esbozado líneas atrás acerca de la revolución política, hay indicios de que el efecto pudo ser parecido. El propio interés de los responsables del Gobierno Central o de la Generalitat por controlar la agricultura y la industria lo demuestran, y es obvio que la pretendida autosuficiencia de las colectivizaciones no ayudaba al esfuerzo bélico. Pudo haber un número más o menos alto de ellas que fueron bien administradas, incluso a pesar de las dificultades impuestas por la guerra, pero en las industrias claves, como la de armamento, acabó por producirse una rigurosa centralización.

Vivir en guerra

Подняться наверх