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Capítulo IV De la esclavitud

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Ya que por naturaleza nadie tiene autoridad sobre sus semejantes y que la fuerza no produce ningún derecho, solo quedan las convenciones por base de toda autoridad legítima entre los hombres.

Si un particular, dice Grocio, puede enajenar su libertad y hacerse esclavo de un dueño, por qué todo un pueblo no ha de poder enajenar la suya y hacerse súbdito de un rey? Hay en esta pregunta muchas palabras equívocas que necesitarían explicación; pero atengámonos a la palabra enajenar. Enajenar es dar o vender. Ahora bien, un hombre que se hace esclavo de otro, no se da a éste; se vende a lo menos por su subsistencia: pero con qué objeto un pueblo se vendería a un rey? Lejos éste de procurar la subsistencia a sus súbditos, saca la suya de ellos, y según Rabelais no es poco lo que un rey necesita para vivir. Será que los súbditos den su persona con condición de que se les quiten sus bienes? Qué les quedará despues por conservar?

Se me dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Bien está; pero ¿qué ganan los súbditos en esto, si las guerras que les atrae la ambición de su señor, si la insaciable codicia de este, si las vejaciones del ministerio que les nombra, les causan más desastres de los que experimentarían abandonados a sus disensiones? Que ganan en esto, si la misma tranquilidad es una de sus desdichas? También hay tranquilidad en los calabozos: es esto bastante para hacer su mansión agradable? Tranquilos vivían los griegos encerrados en la caverna del Cíclope aguardando que les llegara la vez para ser devorados.

Decir que un hombre se da gratuitamente, es decir un absurdo e inconcebible; un acto de esta naturaleza es ilegítimo y nulo por el solo motivo de que el que lo hace no está en su cabal sentido. Decir lo mismo de todo un pueblo, es suponer un pueblo de locos: la locura no constituye derecho.

Aún cuando el hombre pudiese enajenarse a sí mismo, no puede enajenar a sus hijos, estos nacen hombres y libres; su libertad les pertenece; nadie más puede disponer de ella. Antes que tengan uso de razón, puede el padre, en nombre de los hijos, estipular aquellas condiciones que tenga por fin la conservación y bienestar de los mismos; pero no darlos irrevocablemente y sin condiciones, pues semejante donación es contraria a los fines de la naturaleza y traspasa los límites de los derechos paternos. Luego para que un gobierno arbitrario fuese legítimo, sería preciso que el pueblo fuese en cada generación dueño de admitirle o de desecharle a su antojo; mas entonces este gobierno ya dejaría de ser arbitrario.

Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad de hombre, a los derechos de la humanidad y a sus mismos deberes. No hay indemnización posible para el que renuncia a todo. Semejante renuncia es incompatible con la naturaleza del hombre; y quitar toda clase de libertad a su voluntad, es quitar toda moralidad a sus acciones. Por último es una convención vana y contradictoria la que consiste en estipular por una parte una autoridad absoluta, y por la otra una obediencia sin límites. ¿No es evidente que a nada se está obligado con respecto a aquel de quien puede exigirse todo? Y esta sola condición sin equivalente, sin cambio, ¿no lleva consigo la nulidad del acto? Pues, que derecho tendrá contra mí un esclavo mío, siendo así que todo lo que tiene me pertenece, y que siendo mío su derecho, este derecho mío contra mí mismo es una palabra que carece de sentido?

Grocio y los demás deducen de la guerra otro orígen del pretendido derecho de esclavitud. Según ellos, teniendo el vencedor el derecho de matar al vencido, puede este rescatar su vida a costa de su libertad; convención tanto mas legítima cuanto se convierte en utilidad de ambos.

Pero es evidente que este pretendido derecho de matar al vencido de ningun modo proviene del estado de guerra. Por cuanto los hombres, viviendo en su primitiva independencia, no tienen entre sí una relacion bastante continua para constituir ni el estado de paz, ni el estado de guerra; por la misma razón no son enemigos por naturaleza. La relación de las cosas y no la de los hombres es la que constituye la guerra; y no pudiendo nacer este estado de simples relaciones personales, sino de relaciones reales, la guerra de particulares o de hombre a hombre no puede existir, ni en el estado natural, en el cual no hay propiedad constante, ni en el estado social, en el cual todo está bajo la autoridad de las leyes.

Los combates particulares, los desafíos, las luchas son actos, que no constituyen un estado: y por lo que mira a las guerras entre particulares, autorizadas por las instituciones de Luis IX, rey de Francia, y suspendidas por la paz de Dios, no son sino abusos del gobierno feudal, sistema absurdo como el que más, contrario a los principios del derecho natural y a toda buena política.

Luego la guerra no es una relación de hombre a hombre, sino de estado a estado, en la cual los particulares son enemigos solo accidentalmente, no como a hombres ni como a ciudadanos, sino como a soldados: no como a miembros de la patria, sino como a sus defensores. Por último un estado solo puede tener por enemigo a otro estado, y no a los hombres, en atención a que entre cosas de diversa naturaleza no puede establecerse ninguna verdadera relación.

No es menos conforme este principio con las máximas establecidas en todos los tiempos y con la práctica constante de todos los pueblos cultos. Una declaración de guerra no es tanto una advertencia a las potencias, como a sus súbditos. El extranjero, bien sea rey, bien sea particular, bien sea pueblo, que roba, mata o prende a un súbdito sin declarar la guerra al príncipe, no es un enemigo; es un salteador. Hasta en medio de la guerra, el príncipe que es justo se apodera en país enemigo de todo lo perteneciente al público; pero respeta la persona y los bienes de los particulares; respeta unos derechos, sobre los cuales se fundan los suyos. Siendo el fin de la guerra la destrucción del estado enemigo, existe el derecho de matar a sus defensores mientras que tienen las armas en la mano; pero luego que las dejan y se rinden, dejando de ser enemigos o instrumentos del enemigo, vuelven de nuevo a ser solamente hombres; cesa pues entonces el derecho de quitarles la vida. A veces se puede acabar con un estado sin matar a uno solo de sus miembros, y la guerra no da ningún derecho que no sea indispensable para su fin. Estos principios no son los de Grocio, no se apoyan en autoridades de poetas sino que derivan de la naturaleza de las cosas y se fundan en la razón.

En cuanto al derecho de conquista, no tiene mas fundamento que el derecho del más fuerte. Si la guerra no da al vencedor el derecho de degollar a los pueblos vencidos; este derecho, que no tiene, no puede establecer el de esclavizarlos. No hay derecho para matar al enemigo sino en el caso de no poderle hacer esclavo: luego el derecho de hacerle esclavo no viene del derecho de matarle; luego es un cambio inicuo hacerle comprar a costa de su libertad una vida sobre la cual nadie tiene derecho. Fundar el derecho de vida y de muerte en el derecho de esclavitud y el derecho de esclavitud en el de vida y de muerte, no es caer en un círculo vicioso?

Aún suponiendo el terrible derecho de matarlo todo, un hombre hecho esclavo en la guerra o un pueblo conquistado, solo está obligado a obedecer a su señor mientras que este pueda precisarle a ello a la fuerza. Tomando un equivalente a su vida, el vencedor no le ha hecho merced de ella; en vez de matarle sin ningún fruto, le ha matado útilmente. Lejos pues de haber adquirido sobre él alguna autoridad unida a la fuerza, el estado de guerra subsiste entre los dos como antes, la relación misma que hay entre los dos es un efecto de este estado; y el uso del derecho de la guerra no supone ningún tratado de paz. Han hecho una convención, está bien; pero esta convención, lejos de destruir el estado de guerra supone que este continúa.

Así pues, de cualquier modo que las cosas se consideren, el derecho de esclavitud es nulo, no solo porque es ilegítimo, si que también porque es absurdo y porque nada significa. Las dos palabras esclavitud y derecho son contradictorias y se excluyen mutuamente. Bien sea de hombre a hombre, bien sea de hombre a pueblo, siempre será igualmente descabellado este discurso: hago contigo una convención, cuyo gravamen es todo tuyo, y mío todo el provecho; convención, que observaré mientras me diere la gana y que tú observarás mientras me diere la gana.

El contrato social

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