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PRESENTACIÓN
Sentir la piel Jordi Massó Castilla Cristina Rodríguez Marciel

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Si la pregunta fue directa, la respuesta menos aún se anduvo con rodeos. Pregunta que fue, en realidad, doble, pues al primer interrogante —«¿existe un medio de librar a los hombres de la amenaza de la guerra?»— le acompañaba un segundo que se adentraba en el psicoanálisis, el campo del saber del interpelado: «¿[existe un medio] de canalizar la agresividad del ser humano y armarlo mejor psíquicamente contra sus instintos de odio y de destrucción?». La amenaza de la guerra distaba mucho de ser en el momento en el que se formularon aquellas preguntas, 1932, un temor infundado. Su autor, Albert Einstein, únicamente expresaba un sentir repleto de zozobra y angustia muy extendido en aquel mundo de entreguerras del que también formaba parte su interlocutor, el también científico Sigmund Freud. Einstein interpelaba a su colega bajo el auspicio del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, la futura Unesco, institución que creía que este diálogo entre intelectuales bajo la forma de correspondencia podría servir para contrarrestar esa creciente ola de «odio y destrucción» mentada por el físico. Por lo que parece, Freud tenía clara la respuesta que dar a ese doble interrogante: «si la propensión a la guerra es producto de la pulsión destructora, hay que apelar entonces al adversario de esa inclinación, al eros. Todo lo que engendra, entre los hombres, lazos sentimentales debe reaccionar contra la guerra».

Este «apelar al eros» debía, pues, servir para reforzar los vínculos entre individuos y mitigar su tendencia destructiva. Hoy sabemos hasta qué punto aquellos lejanos —o no tanto— años treinta ignoraron la propuesta del psicoanalista austríaco, y cómo hubo que esperar unas cuantas décadas para que aquel empeño erótico recuperase el aliento con los movimientos contraculturales de los sesenta, para volver a decaer poco después. Tal vez por ello, si había algo que urgiese en 2020, año de publicación de la edición original de esta frágil piel del mundo, fuese precisamente revitalizar el impulso de eros, del amor, del deseo, para evitar que la destrucción que se intuía en 1932 sea realidad conforme avanza el siglo XXI. A este llamamiento responden los escritos que conforman este libro, textos animados por un pensar que merece el adjetivo de «erótico» porque retoma aquel impulso para recomponer esos «lazos sentimentales» que eviten que el hombre no ya sólo se destruya a sí mismo, como se temía Einstein, sino que esta destrucción sea la del propio planeta que habita.

Nada hay aquí, empero, de llamamiento new age; tampoco se trata de una actualización de las teorías de Gaia. Estamos, simple y llanamente, ante una filosofía que, enfrentada a una situación catastrófica, ofrece como salida evitar todo catastrofismo y «repensar lo común»)1. La frágil piel del mundo es muy rotunda al respecto y la forma que tiene de expresarlo es clara, cualidad no siempre presente en los ensayos filosóficos. Con todo, pese a lo innecesario de una presentación para este texto, quisiéramos dejar aquí un par de indicaciones que ayuden al lector poco familiarizado con el pensamiento de su autor a contextualizar sus reflexiones. Dos indicaciones motivadas, precisamente, por esos términos destacados con cursivas, «catástrofe» y «común».

En los últimos años, Jean-Luc Nancy ha alertado recurrentemente de que la humanidad va encaminada a una «catástrofe generalizada»2. La expresión se halla en un ensayo motivado, precisamente, por una catástrofe, la de Fukushima, que tuvo lugar en 2011. Fue este un acontecimiento en el que el filósofo detectó algo que ya habían anticipado otras dos hecatombes ocurridas después de 1932, lo cual hacía patente el nulo efecto que tuvo el bienintencionado diálogo público entre Einstein y Freud. La guerra no sólo no fue evitada, sino que además trajo consigo dos formas de aniquilación hasta entonces inéditas, el Holocausto y la bomba nuclear, a las que podemos referirnos, de la mano de Nancy, por su nombre propio: «lo que tienen en común los dos nombres, Auschwitz e Hiroshima, es un franqueamiento de los límites: no de los límites de la moral, ni de la política, ni de la humanidad —en el sentido del sentimiento de la dignidad de los hombres—, sino de los límites de la existencia y del mundo en donde esta existe, es decir, en donde la existencia puede atreverse a esbozar, a iniciar, el sentido»3.

«Sentido» es, sin duda, un concepto clave del pensamiento de Nancy. Para aprehenderlo en toda su complejidad hay que remitir a su opuesto, el «significado», que es lo que suele presentarse como algo ya dado y acabado, completo. Por eso se le suele añadir el adjetivo «último» a modo de coletilla, para dejar bien a las claras que no cabe esperar nada más allá o fuera de tal significado y que, por tanto, este lo cubre todo. El «significado último» tradicionalmente más recurrente ha sido Dios, pero en nuestros días tal vez estemos más acostumbrados a hablar de otros, como la producción o el dinero —o el capital—, síntoma de que es la economía la que orienta la existencia humana fijando los fines que deben perseguir nuestras sociedades. Así, mientras que los griegos hablaban de una «vida buena», de un bienestar como requisito imprescindible para que la humanidad alcance su estado más auténtico y propio, nosotros hablamos de «desarrollo» o de «progreso», de «crecimiento» y de «riquezas», buscando siempre la forma de que vayan a más, de que nunca acaben. Lo ilimitado, lo inagotable, es así el nuevo significado último, lo que equivale a decir que hemos fijado como fin lo que no puede tener fin, lo infinito. «El capitalismo constituye la exposición en términos de valor de la proliferante infinitud de fines y de sentido en la que la técnica nos ha introducido»4, explica Nancy.

Fenómenos como el «decrecimento» económico, por poner un ejemplo, sólo se explican como respuesta a esta obsesión autodestructiva por el más, detrás de la cual se halla, por otra parte, la nueva fe en la técnica denunciada por no pocos pensadores a lo largo del siglo XX, como recuerda Jean-Luc Nancy en este libro. A la técnica le sucede lo mismo que a la economía: se ha convertido en un fin cuando antes no era más que un medio; una y otra son el significado que se le impone a la existencia, cuando por el contrario ésta debería moverse en un medio bien distinto, el del «sentido». Llamemos como llamemos a los males de nuestro tiempo —desigualdad económica, injusticia social, hambrunas, guerras, desaparición de la biodiversidad, agotamiento de los recursos, cambio climático, pandemias…—, todos se originan en lo que el filósofo denomina la «catástrofe del sentido». La humanidad ha perdido el sentido del mundo. No es éste un diagnóstico nihilista, como si no hubiera una explicación posible para lo que nos sucede, como si la nada fuese, a su vez, el significado último de una civilización catastrófica. Si se ha perdido el sentido del mundo, es porque éste ha dejado de sentirse, de experimentarse. Se ha perdido el sentido que es el mundo para, en su lugar, rodearse de incesantes significaciones insatisfactorias, de fines que obligan a dirigir la mirada permanentemente hacia el futuro, pues es ahí, en el porvenir, en donde supuestamente lograrán alcanzarse. De ahí que el olvido del mundo sea también un olvido del sentido del presente, del sentido que es el presente.

Otro «olvido» dio título a un libro de Jean-Luc Nancy aparecido hace más de treinta años. Allí, en El olvido de la filosofía, el filósofo abogaba por evitar «significar un “porvenir”» y dejar de pensar «en un futuro cuyo sentido proyectaríamos nosotros mismos». En su lugar, había que permanecer atentos «a lo que no deja nunca de llegar, a lo que está siempre por venir y que no proviene de la significación»5. Eso por venir, ese tiempo que vendrá, como reza la profecía que abre esta frágil piel del mundo, no es el del final de los tiempos, el del instante en el que todas las significaciones, todos los significados, ahora sí, se completarán y cerrarán; es, por el contrario, el tiempo del presente en el que se abre el sentido, el aquí y ahora de nuestro mundo: «habría que vivir, que pensar el presente, en la inquietud ante lo que viene, pero prestando atención al sentido de lo que sigue pasando en el presente, esos momentos de verdad, de belleza, de amor, aun cuando hayamos dejado de confiar en el porvenir»6. La incapacidad o el mero desinterés por pensar el don del presente —el presente que nos hace el presente— era hacia lo que apuntaba aquel «olvido de la filosofía» que igualmente presagiaba otro olvido: no el que seremos, sino el que somos.

No es extraño que para restañar la herida de este presente que supura planes, proyecciones y fines, rehuyendo así el sentido, haya que empezar por sentir de nuevo: «siempre se trata de eso, de que el sentido, el sentido del mundo, el sentido del que estamos a cargo, que nos preocupa y nos inquieta, pide de nuevo lo sensible en general»7. Como puede observarse, toda ética ambiental podría entonces comenzar por una tarea de cuidado: del planeta, del mundo, de la humanidad, pero, sin ir tan lejos, por un cuidado del cuerpo, es decir, por atender a los límites más allá de los cuales encuentro al otro, a los demás seres vivos, a la naturaleza, con los que comparto la fragilidad de una piel siempre expuesta a lo que viene de fuera y que la puede dañar, pero también proteger. Cuidar la frágil piel del mundo pasa, pues, por cultivar la propia sensibilidad. De aquí puede surgir, por qué no, todo un programa que seguir en el presente, dado que «la sensibilidad actúa; moviliza el pensamiento, es incluso su movilidad, su impulso, su pulsión»8.

Así, como si tratara de dar respuesta a esa tan acuciante pregunta que este mundo de las postrimerías no deja de plantearse —¿qué hacer?, que da título, por cierto, a otra obra de Nancy—, La frágil piel del mundo ofrece unas cuantas ideas para recuperar el sentir y, de esta manera, recobrar el presente y, con él, el mundo. «Lo que necesitamos es una ética del mundo», sugiere en otro lugar. Es decir, un nuevo modo de morar el mundo, de comportarse en y con él. Y, puesto que el «mundo» no es sino el conjunto de relaciones que establecen los vivientes que lo componen, reencontrar aquel sentir perdido exige insoslayablemente fomentar y reforzar los «afectos colectivos» que conforman el presente. Y es que éste, el presente, es también el espacio en donde coexisten las presencias. «Lo decisivo sería pensar en el presente y pensar el presente. No el fin o los fines que están por venir, ni tampoco una feliz dispersión anárquica de los fines, sino el presente en cuanto elemento de lo próximo. El fin está siempre alejado, el presente es el lugar de la proximidad —proximidad con el mundo, con los otros sí-mismos—»9.

De ahí que la «catástrofe» de nuestro tiempo deba servirnos para pensar en cómo se produce en esta época la proximidad con los otros, en cómo somos-con los demás. En otras palabras, la triple fragilidad del presente, del sentido, del mundo, exige aquel «pensar lo común» mentado al principio. Lo «común», otro concepto clave en la filosofía de Jean-Luc Nancy, lo integran, entre otros, esos «lazos sentimentales» que Freud consideraba tan importante recomponer, si bien en este caso no se limitan, como sucedía con el científico austríaco, a los hombres. No obstante, las posiciones de uno y otro no están tan alejadas como este último matiz pudiera sugerir. Y no lo están por cuanto lo que anima el mundo en común hacia el que apuntan ambos pensadores es lo mismo: el eros.

En el caso de Jean-Luc Nancy, el interés por encontrar unos nuevos modos de relación no destructivos ni sometidos al imperio de los fines viene de lejos. En el mencionado ensayo dedicado a la catástrofe de Fukushima, ya había puesto de manifiesto cómo el evitar que se repitiesen accidentes como este que ponían de relieve la imparable destrucción del planeta, requería pensar un nuevo sujeto para un nuevo mundo. El sujeto occidental, tendente al egoísmo y al egotismo, permanentemente insatisfecho y, en el fondo, profundamente vacío, debiera dejar paso a un «nosotros» en armonía, si se nos permite esta manida expresión, con el mundo: «¿Qué articulación podríamos inventar? ¿Cómo juntar las piezas de un mundo, de diversos mundos, de las existencias que los atraviesan? ¿Cómo podemos conectarnos nosotros, “nosotros”, todos los entes?»10.

La acumulación de catástrofes que está viviendo la humanidad en los últimos tiempos, la misma que lleva a este autor a asegurar que vivimos «en el tiempo que sabe que puede ser el del fin de los tiempos», es ante todo una experiencia inédita. En ella, como antes se señaló de la mano del filósofo, todos los límites se han franqueado, lo que implica que la propia humanidad se ha desbordado. Experiencia, pues, de finitud, pero experiencia en la que «se está gestando un “nosotros” diferente»11. ¿Cómo sería, entonces, este nuevo sujeto llamado a cuidar de la frágil piel del mundo? Sería, de entrada, un «espíritu», es decir, «lo que surge siempre de improviso y sin identidad», como leemos en las páginas de este libro.

De improviso, porque es lo impredecible y lo incalculable mismo, lo que, por tanto, quedaría fuera de esa lógica desquiciada de fines que no tienen fin. Es, en resumen, lo que ha de venir, lo que llegará lo queramos o no porque, en realidad, ya se está gestando. «Se está produciendo ya una mutación. […] Mutación no significa ni regreso, ni abandono, ni dejar hacer. Tiene que ver con lo imprevisto y con lo imprevisible, excede por tanto las posibilidades ya establecidas. Expone, sin duda, a lo imposible, es decir, desafía toda identificación, todo reconocimiento, toda asimilación»12.

Y sin identidad porque para que este espíritu, este nuevo «nosotros», llegue junto con esta mutación, ha de sobrepasar lo individual o lo comunitario, esto es, todo lo que todavía pueda seguir siendo identificable y designable. «Nosotros» es el mundo en su totalidad, con sus ecosistemas y las relaciones entre los seres que los habitan. Es, pues, una pluralidad que acoge a todas las singularidades —el «singular plural» sobre el que tanto ha escrito Nancy—, unidas, recordémoslo una vez más, por el eros. O, mejor aún, digámoslo con él, con su propio término, por la estima:

Se trata en cada momento de una consideración particular, de una atención y de una tensión, de un respeto, incluso de lo que puede llegar a designar una adoración dirigida a la singularidad como tal. Es menos un «respeto de la naturaleza», como lo preconiza un discurso ecologista fácil, o un «respeto de los derechos del hombre», como lo propone un discurso diferente a menudo poco pensado, […] que una estima, en el sentido más intenso del término: el sentido que da la espalda a lo que designa la estimación. Pues la estimación —o la evaluación— pertenecen a la serie de los cálculos de la equivalencia general, ya sea la del dinero o la de sus sucedáneos que son la equivalencia entre fuerzas, capacidades, individuos, riesgos, velocidades, etcétera. La estima, por el contrario, se dirige a lo singular y a su manera singular de venir a la presencia —flor, rostro o timbre—.13

Antes decíamos que La frágil piel del mundo es un libro erótico. Lo es, añadimos ahora para concluir, por esa «estima» que alienta y con la que se podrían reestablecer los lazos sentimentales añorados por Freud. Pero la estima no es sólo lo que sobrepasa cualquier cálculo, cualquier estimación con vistas a un fin. Es, también, el resultado de un impulso erótico que lleva a pronunciar un «te quiero» que en lenguas muy próximas a la nuestra adopta la forma, precisamente, de un «t’estimo», dirigido, como dice Nancy, al mundo entero. A este mundo en su fragilidad que lo hace, sí, vulnerable, y que por ello apela a nuestra responsabilidad, a la de todos nosotros, para acoger este presente que se presenta como aquello que aún tiene sentido porque es, precisamente, lo que hay que sentir ahora, cuando el tiempo aún no ha venido.

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1 «El pensamiento de izquierdas preconiza una justicia y una igualdad entre todos. Es una idea que porta algo filosófico o espiritual y que no ha sido suficientemente pensado. Realmente no sabemos en qué somos todos iguales. ¿Es porque somos humanos? Pero ¿qué significa ser humano? Lo humano es algo desconocido. Lo que es seguro es que debemos repensar lo común». «L’histoire n’est pas terminée, elle est de plus en plus accidentelle», entrevista de Catherine Calvet a Jean-Luc Nancy aparecida en el diario Libération, el 29 de julio de 2020.

2 L’Équivalence des catastrophes (Après Fukushima), París, Galilée, 2012, p. 18.

3 Ibíd., p. 27.

4 Dans quels mondes vivons nous?, París, Galilée, 2011, p. 85.

5 L’oubli de la philosophie, París, Galilée, 1986, p. 77 [El olvido de la filosofía, trad. Pablo Perera, Madrid, Arena Libros, 2003].

6 «L’histoire n’est pas terminée, elle est de plus en plus accidentelle», op. cit.

7 La possibilité d’un monde. Dialogue avec Pierre-Philippe Jandin, Les petits Platons, 2013, p. 106.

8 Que faire?, París, Galilée, 2016, p. 85.

9 L’Équivalence des catastrophes (Après Fukushima), op. cit., p. 62.

10 Ibíd., p. 61.

11 Toujours trop humain, https://www.youtube.com/watch?v=cthb0n7CtQY.

12 Que faire?, op. cit., p. 17.

13 L’Équivalence des catastrophes (Après Fukushima), op. cit., p. 66.

La piel frágil del mundo

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