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Sin Rastro

Si quieres una taza de crema y azúcar, ¿por qué has pedido café?

Stephen King

Apocalipsis (Libro 1)

Continuamente oscilaba en la plácida meditación que nacía de su voz melodramática, que me hizo suspirar en una mañana alterada por el olor mortecino de petróleo quemado surgiendo de una manifestación popular, destrozando las calles. Allí, entre tantos escombros, la encontré. Alguien había reducido la ilusión de la buena vida: nos transformamos en tontos frágiles boxeando a mano limpia por unos gramos de sal y pimienta en cuestión de segundos. Aunque era una vida prevista hace miles de años, la civilización se perdió observando el horizonte de un futuro glaseado, con gran escepticismo a la rápida acción del tiempo. Y todo había sucedido de prisa, sin dejar destellos. Por esa única razón, nunca volví atrás, dedicándome a diluir el poder de su cabello, con olor a perfume de alma verosímil. Recurrimos a la madre naturaleza como enlace celestial de la salvación y partimos en busca del más allá, dejando secuelas y batallas sin resolver, pues decidimos que es más simple dejar que el Señor tome las riendas. Fundimos nuestros seres a grados Fahrenheit, desmembrando las esperanzas para refinarlas en una unión ancestral, sin tiempo ni motivos.

Las primeras hojas resecas del otoño soltaban alaridos crujientes mientras andaban por el pasto descolorido, debajo del sol que altera la rutina e incinera la razón. Parece que se te escapan los sesos en cada gota de sudor que sale involuntaria, dijo ella mientras enjugaba su frente con un trozo de seda añeja color rosa, luego de una ardua jornada de caminata. Un día le pregunté cómo podían esas palabras tener sentido si empapaba el trapo de seda con su contenido craneal cada tres o cuatro horas.

–¿Todavía me amas, no? –respondió ella con mala educación.

Asentí.

–Pues… si todavía me amas, eso significa que no necesito una loquera, y si no necesito una loquera, significa que no estoy loca.

Hizo una pausa, observándome con la pureza intacta de sus ojos grises, indagándome el rostro, saboreándolo.

– Si no estoy loca –prosiguió– entonces todo lo que digo tiene sentido.

Redujo la distancia en nuestro andar, y me besó la mejilla.

Así era ella: impredecible, deseada, colorida, y perfecta. El otoño retumbaba en su piel y la revestía de reina, inclusive en las noches insomnes donde sus manos entrelazaban el destino que se había perdido, y volaban, volaban y volaban, ofreciéndose como sacrificio vivo y desangrado, ante la deidad que algunos mortales conocen como

el “amor”.

La noche primera, tumbados en el pasto a la luz semilunar cubierta por una gran nube amorfa, tuvimos nuestra primera

conversación sobre el tema.

–¿Qué nos ha sucedido? –me preguntó.

–¿Te refieres a nosotros dos? –repliqué, sin apartar la vista de

la luna.

–No, patán. Las cosas entre tú y yo están más que claras. Hablo de la humanidad.

–Ah, la humanidad… Hace tanto tiempo perdimos el permiso de llamarnos humanidad.

–No todos hemos perdimos la esencia –dijo ella, indagando mi rostro nuevamente con pasión oculta.

Se levantó y alzó los brazos al cielo, dejando atrás el entumecimiento que genera el amor acurrucado. Soltó un suspiro, y empezó a relatar un pensamiento que jamás olvidaré, sin siquiera volver

su rostro.

–Si uno no se determina, dos pueden caer. ¿Lo sabías? Apuesto que no, nadie conoce ese tipo de secretos. Todos anhelan respuestas complicadas, eternas, ilegibles. Como si cada una de esas respuestas las hubiera escrito Borges en algún vasto lugar que está a punto de incinerarse. Yo solo soy capaz de levantar mis manos al cielo, y obtener el poder. Llámame estúpida, por supuesto, pero tengo que decirte algo. Cada cosa está predestinada, y no deseo pecar de religiosa, pero es así. Todo está predestinado, creas en Dios o no.

–Dios –le interrumpí con una voz alarmada–. Han pasado años desde la última vez que escuché ese nombre.

–No es simplemente un nombre –respondió ella sin volverse aún–. Es el Nombre.

El viento comenzó a ejercer su incansable seducción y ajetreo en su cabello púrpura mientras pronunciaba cada palabra, como si practicara trazos con grafito cuidando cada ángulo, cada difuminación. Me había perdido en el deseo de olfatear cada hebra de aquel cabello, deslizando mis manos entre tales curvas imperfectas y sedosas,

delirando allí como quien quiere la cosa. De repente, una pregunta me sobresaltó.

–Algún día, en el camino habrás de equivocarte pero, ¿y si no?

Silencio sepulcral. El otoño se perdió dando paso al invierno que me helaba las células en treinta segundos iguales al infinito. ¿Y si no?, pensé, y al abrir mis labios para mascullar palabras insensatas, ella se volvió. Era angelical.

–Olvida mis palabras –dijo con una sonrisa infantil–. Soy una tonta. Necesitamos descansar, ahorrar saliva. Mañana partiremos en busca de agua, ahora es tiempo de dormir. Te amo, buenas noches.

Sin más ni menos, se acurrucó nuevamente a mi lado, y desapareció del mundo real. Yo no pude dormir. El tintineo de los grillos me sofocaba la privacidad, hirviéndome las sienes, vociferando en un idioma rudimental las mismas preguntas que continuaban floreciendo en mi interior (de alguna manera, Dios se las ingenió para mantener un lenguaje universal). ¿Y si no? ¿Qué tal si realmente somos imperfectos porque así lo deseamos? Me detuve a contemplar la oscura bóveda nocturna y no hallé respuestas.

–Todavía creo en nosotros –balbuceé sin querer–. Algo nos queda por hacer.

Súbitamente, un rayo de sol se infiltró desde el horizonte. Una especie de ceniza con forma de signo de interrogación bailaba sin importar los chismes de cualquiera que estuviera mirándola; se dirigía pacientemente a la palma de mi mano derecha. La noche había quedado atrás. Un olor a pólvora arremetió mis fosas nasales, y entonces redirigí mi rostro al probable lugar de origen. No había nada más allí que árboles centenarios desgastados. Desestimé el signo de interrogación con un ademán, para dirigirme a la mejilla derecha de la diosa terrenal a mi lado, que yacía dulce y perdida en el universo, con escasas gotas de sudor vagando en caída libre desde su frente.

Me acerqué a besarla, y sucedió que, antes de acortar la distancia entre mis labios y su piel, una explosión cercana destrozó mis tímpanos, golpeándome con escombros de troncos y rocas que rasgaron parte de mis brazos y mi rostro. Aterrado, con la sangre al cuello, me tendí encima de ella para cubrirla. No sé cuántas explosiones precedieron, pues me detuve a contener la adrenalina de mi amada mientras me observaba con un terror emblemático, doloroso. Allí nos mantuvimos por eternos minutos, y luego, trastabillando, nos largamos en busca de salvación. No fue hasta que el sol alcanzó el cénit que pudimos hallar un río oculto entre matorrales perdidos del Paraíso. Allí pude sufrir el escozor de las heridas en mis brazos

y rostro, totalmente ensangrentados y delirantes.

–No es tan grave como parece –dijo ella, con una voz sorpresivamente paciente que brotaba de sus labios escalofriantes–. Estarás bien, querido, solo necesitamos limpiar tus heridas y descansar –sus ojos fuera de órbita recorrieron el lugar–. Estaremos a salvo.

Así lo fue. Por gran parte de la mañana, ella se dedicó a limpiar mis heridas cada ciertos ciclos de depuración, aplicando agua y algunas hierbas inéditas para cubrirlas. En ningún momento me dirigió la palabra, y siempre pude notar el esfuerzo en sus manos por mantener la calma que sus labios y su tono de piel se negaban a guardar.

–No es necesario que sigas haciendo esto –le dije, cuando noté la gravedad de su cansancio–. Estaré bien.

–Lo sé, lo sé. Solamente no quiero perderte. No sé qué haría en este mundo si no estuvieras aquí.

–Probablemente vivirías más tranquila –dije con ironía.

–Sí, por supuesto. Más no tendría a quién darle lo mejor de mí.

Sonrió y apretó sus labios en los míos, como un intento desesperado por hallar la paz. La halló, en efecto, y nos dejamos caer a orillas de aquel incógnito río, perdidos entre besos, navegando contra viento y marea.

–Debo darme una ducha –interrumpió ella–. Lamento arruinar este momento, pero en serio lo necesito.

–Seguro, es algo que siempre es primordial.

–Ciertamente, sabelotodo. Quédate aquí.

Se levantó precipitadamente, y soltó su cabello, dejando caer las curvas púrpuras donde tanto anhelaba perderme e incluso morir. Sumergió el pie derecho, adobando la naturaleza con su esencia,

revolviendo mi sangre hasta llegar al punto de ebullición.

–Ahora –dijo ella– puedes desviar tu mirada.

–¿Por qué?

–Me desnudaré. No puedes observarme.

–Creo que sí puedo hacerlo.

–Si, tienes razón. Pero todavía no, cariño.

–¿Por qué no?

–Porque si lo haces morirás, y te irás al infierno. ¿Me prometes que no lo harás?

–Sí, lo prometo.

–Confío en ti.

Pero preferí jugar con el fuego. Sus curvas eran las mismas de cada nebulosa existente, junto a su contorno colorido e infinito, que movía los hilos de la vida misma. Deseé ser el río y moverme en cada paso que ella daba, flotando, deslizando gotas y gotas en un lienzo interminable de dulzura y firmeza, de razón y mimos. Deseé ser el río para adueñarme de su piel. Cuando regresó, intenté simular descuido y obediencia, pero ella destrozó la pésima actuación que se abría paso en mi actitud.

–Sé que no cumpliste tu promesa –dijo con una enorme sonrisa.

–Hay cierto tipos de promesas que nunca se cumplen –respondí.

–¿Y ésta era una de ellas?

–Efectivamente, miladi. Ahora, dime, ¿A dónde iremos?

–Hasta el infinito y más allá.

Sucedió de esa manera. No hubieron más atentados contra nuestra paz, más bien, la vida nunca había sido mejor. Avanzamos incontables millas desde ese día, hasta encontrar nuestro hogar en el

lugar más inesperado. Eran, aproximadamente, 60 hectáreas, y en

el centro de todas ellas se alzaba una granja descolorida. En su interior no había más que una cocina, una enorme dispensa con productos no perecederos, y muebles aterciopelados polvorientos. Contaba con tres habitaciones, dos baños, un pozo oculto en la parte posterior, una guarida de herramientas y enormes barriles enterrados, con semillas de maíz, arroz y trigo, que alcanzaban para inundar 300 hectáreas de abundancia y festividad. Luego de una ducha tibia de bienvenida, en la habitación principal encontramos una Biblia oculta debajo de la cama matrimonial, y no dudamos en casarnos ese mismo día,

a la hora que fallecía la aurora. La consumación de nuestra unión fue como música de Beethoven.

Nunca más tuvimos control del tiempo. Perdimos la noción de los días, meses y años, dedicándonos al terreno, a la búsqueda de seres vivientes, al cultivo de una nueva generación, tal vez la primera de la nueva humanidad. Hallamos ligera gracia a un par de millas de distancia, pues una manada de toros y vacas apareció revoloteando el ambiente, desesperadas y perdidas. Se detuvieron en aquel lugar, en busca de pasto y bebida, y me dediqué con inexperiencia a guiarlas. Exactamente nueve meses después nació nuestra primogénita: Hadasa. Era sublime, la continuación perfecta del linaje real de David. Nos sumergirnos en la nueva esperanza que nacía, ignorando si existía un mundo allá afuera que albergara una población, minimalista o incontable, que mantuviera la conciencia del amor y la comunión, la conciencia impartida los últimos días de la Creación. Descartamos todas las preguntas que podíamos realizar entre miradas cada ciertos amaneceres, donde la presencia turbia del silencio y la soledad estorbaba en nuestras cuatro paredes como una mosquito zumbando al oído. Cuando Hadasa cumplió los cinco años, mi esposa mantenía continuamente un pensamiento en cada conversación. No era la misma.

–¿Crees que sea el final? –me preguntó.

–No creo tener una respuesta correcta para ello.

–No te pregunto qué es correcto y qué no. Todos nos equivocamos. Solo…–desvió su mirada al más allá, observando a Hadasa recorrer el campo–. Solo me pregunto si este es el final.

–¿No piensas que este mundo culminaría de otra forma? Con terremotos, maremotos, pestes globales, ataques terroristas. Tal vez algún otro as oculto bajo la manga.

–Precisamente puede ser eso.

–¿Un as bajo la manga? –pregunté.

–Sí, un as bajo la manga. Desde el día que Hadasa llegó a nuestro vida, nunca he dejado de preguntarme qué destino le depara. Es imposible transitar este lugar tan inmenso sin siquiera conocer alguna clase de compañía. Claro que están las vacas, los toros, los grillos, los mosquitos y quizás algunas gallinas perdidas en algún punto cardinal.

–No te olvides de las cucarachas, ellas sobreviven a cualquier

desastre.

–Sí, por supuesto, las cucarachas –dijo ella sin apartar la mirada sobre Hadasa– Pero, ¿Qué hay de los demás? ¿Acaso es posible sobrevivir sin compañía? Y si la hay, ¿cómo podremos abandonar este lugar para encontrarla?

Su tono rozó la desesperación.

–Cariño –dije en tono pausado–. ¿No estás siendo muy paranoica?

Ella me observó sorprendida, como si hubiera aprendido a deletrear una palabra compleja.

–Sí, estás en lo correcto –respondió–. Es una paranoia. El Apóstol Santiago dice que la paciencia crece mejor cuando el camino es escabroso. No tengo dudas de que la soledad es nuestro camino escabroso. Pero Dios tiene el control. Hadasa encontrará su lugar.

Se levantó del suelo y me dirigió una mirada de paz. Pero era mentira. Los siguientes días la observaba perdida mientras atendía a nuestra hija, mientras atendía los animales, mientras atendía su propia alma. Leía la Biblia con la vehemencia incorrecta: no lo hacía por la pasión placentera de conectarse al Espíritu; lo hacía por autoflagelación, como si quisiera hallar una manera de morir. En las noches gemía entre sueños, dejaba escapar ligeros sollozos y exclamaciones de sufrimiento. Me preguntaba si la claustrofobia estaba capturando otra víctima, o si la ansiedad era la verdadera epidemia que nos extinguiría, pero insólitamente ninguna tenía la culpa, los culpables éramos nosotros por dejar las puertas abiertas a la maldición. Siempre, demonios, desde los ancestros de nuestros ancestros, le dejamos la puerta abierta a la maldición.

Fue la segunda noche a su lado que no logré dormir, decidido

a encontrar una solución. Y ella misma, la mañana siguiente, fue la solución. Despertó siendo iluminada nuevamente por el otoño, revestida de reina, levando las anclas de su sonrisa encantadora y liberando su alma de la cotidianidad. Volví a enamorarme de ella mientras observé sus manos acariciando la árida piel de las vacas, sacando provecho al campo, derrochando la infancia perdida en carreras contra Hadasa, besándome y acariciándome como si fuera la primera vez.

Al final bebimos dos tazas de café tendidos bajo un Samán, mientras Hadasa ronroneaba boca arriba y ella me leía historias de la Biblia. Era el turno de Jonás.

–“…tal vez Dios cambie de parecer y se calme su ira, y así no

moriremos”.

–Jonás 3:9 –dije en voz alta.

–¡Eso es correcto! –aplaudió ella–. Eres un prodigio, querido.

–Tengo mis momentos.

Entrelazamos nuestras manos y conectamos miradas.

–¿Te encuentras bien? –le pregunté.

–Sí. Todo está en paz.

–Es una muy buena noticia. De las mejores que he escuchado en este último tiempo.

–Es verdad –replicó ella, acomodándose en mi pecho–. ¿Recuerdas aquel verso de Baudelaire que siempre recitabas antes de llegar aquí?

–Sí.

–¿Podrías recitarlo una última vez?

Una última vez, pensé. Nuevamente actuaba extraño.

–¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese cuadro que se te parece?

Las golondrinas empezaron a cantar.

–Viviremos allí– afirmó, y bruscamente se puso de pie.

No pude observarla de frente, pero sentí la manera en que los ojos se le encerraban en las ventanas de sus párpados seductores. Sonreía, sí que sonreía. En un abrir y cerrar de ojos (increíblemente) había encontrado la paz nuevamente. Ningún ateo hubiera podido creer tal suceso. Agitó sus brazos con movimientos de bailarina, desnudando el viento y empapándolo de la mágica piel que poseía. Hipnotizado, no pude notar lo que realmente sucedía, hasta que ya era demasiado tarde. Ella empezaba a esparcirse lentamente por el espacio–tiempo como la arena del mar; el cabello púrpura que tantas ilusiones me había entregado ahora se convertía en polvo, al igual que sus manos, sus hombros, sus pies y toda su presencia. No pude hacer algo más que llevarme una mano a la boca, asombrado, mientas su desaparición transcurría en cámara lenta. Sin más preámbulos, ella volvió a mirarme. Nuevamente decidí que era angelical.

–Ha llegado el momento –me dijo.

–¿De… qué? –balbuceé entre sollozos.

–De que todo vuelva a su lugar predestinado por la eternidad. Siempre, siempre te amaré. A ambos. Perdóname.

Esas fueron sus últimas palabras. Desapareció en el viento, como cenizas esparcidas que nunca volverán. Observando aquel surrealismo, caí de rodillas, suplicante, con lágrimas tan dolorosas como trozos de vidrio fluyendo de mí. Hadasa, soñolienta, apenas percibió la realidad cuando acabó de despertar.

–¿Dónde… dónde está mami? –me preguntó.

¿Cómo podría responderle?

Cuestion de tiempo

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